A escala internacional, el deporte es realmente un simulacro de guerra. Pero lo más significativo no es el comportamiento de los jugadores sino la actitud del público y, tras este, la de los países, que enloquecen con esas competiciones absurdas y creen de verdad, aunque les dure solo un rato, que corriendo, saltando y dando patadas a una pelota se demuestra la valía de la nación.
Uno de los espectáculos más terribles del mundo es un combate entre un boxeador blanco y otro de color ante un público mixto. Pero el público del boxeo siempre es repugnante, y las mujeres en concreto se comportan de tal modo que creo que el ejército no les permite asistir a sus campeonatos.
El primer partido de fútbol importante que se jugó en España, hará unos quince años, terminó en unos disturbios incontrolables. Siempre que surge un fuerte sentimiento de rivalidad, la idea de jugar según las reglas se desvanece. La gente quiere ver a un equipo en lo más alto y al otro humillado, y se olvida de que una victoria lograda con malas artes o por la intervención de la muchedumbre no significa nada. Aunque no intervenga físicamente, el público intenta influir en el partido animando a su equipo y "picando" a los jugadores contrarios con abucheos e insultos. El deporte de élite no tiene nada que ver con el juego limpio. Su vínculo es con el odio, la envidia, la bravuconada, el desprecio de cualquier norma y un gusto sádico por contemplar la violencia; en otras palabras, es como la guerra pero sin disparos.
Los que mayor difusión han tenido han sido los deportes de confrontación más violentos, el fútbol y el boxeo. Está bastante claro que todo esto guarda relación con el ascenso del nacionalismo, es decir, con esa lunática costumbre moderna de identificarnos con amplios grupos de poder y verlo todo en términos de competición por el prestigio.
Al deporte se lo toma en serio en Londres y Nueva York, como se tomaba en serio en Roma y Bizancio; por el contrario, aunque en la Edad Media se practicaba, y probablemente con gran brutalidad, no se mezclaba con la política ni generaba odios entre grupos.
Alguien que quisiera acrecentar el cúmulo ingente de sentimientos hostiles que hay en el mundo hoy en día, difícilmente encontraría mejor manera que organizar una serie de partidos de fútbol entre judíos y árabes, alemanes y checos, indios y británicos, rusos y polacos e italianos y yugoslavos, a los que asistieran cincuenta mil hinchas por cada bando. No estoy insinuando, por supuesto, que el deporte sea una de las principales causas de la rivalidad entre países; el deporte a gran escala creo que es, sencillamente, una secuela más de las causas que han producido el nacionalismo. Pero enviando un equipo de once hombres con el cartel de campeones nacionales a presentar batalla a un equipo rival, y permitiendo que en ambos lados se perciba que el país que resulte derrotado "perderá prestigio", uno solo consigue empeorar las cosas.
Bastante causas reales de problemas tenemos ya, y no necesitamos agravarlas animando a unos muchachos a pegarse patadas en la espinilla entre los rugidos de un público fuera de sí.