Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding
En un país que se jactaba de la originalidad de sus ideas políticas a lo largo de la historia, una sucesión de gobiernos disfuncionales erosionaron la confianza pública en la democracia y fomentaron la atracción por las alternativas nazi, fascista y comunista. Por su fuera poco, la Primera Guerra Mundial había generado un país de pacifistas y Francia prefirió ignorar las evidencias que indicaban que el país se encaminaba sin lugar a dudas hacia otro enfrentamiento bélico con Alemania. Cuando la guerra resultó ya inevitable, los franceses optaron por confiar en la propaganda oficial, que alardeaba de poseer un ejército invencible. Este garrafal autoengaño no hizo más que agravar la sorpresa posterior. En la primavera de 1949 Hitler marchó sobre la Europa occidental sin hallar apenas resistencia y las defensas francesas se desmoronaron en cuestión de semanas. La situación era mucho más crítica que en 1870 y en 1914.
Mientras artistas alemanes como Otto Dix, George Grosz y Max Beckmann abordaban la pesadilla de la guerra de trincheras, los artistas franceses casi no prestaron atención a una guerra que estaba teniendo lugar a apenas doscientos kilómetros al norte de París.
Tras la muerte de Lenin en 1924, Stalin instauró un régimen unipersonal que empezó por aplastar la libertad artística en nombre del realismo socialista y que pronto aterrorizó a millones de personas. En el extranjero, poco a poco los agentes de Stalin fueron obligando a los partidos comunistas a acatar las órdenes de Moscú al pie de la letra, y eso incluía abrazar el modelo cultural soviético como ejemplo para todos.
Mientras la Unión Soviética generaba un Stalin, Italia un Mussolini y Alemania un Hitler, Francia tuvo ni más ni menos que treinta y cuatro Gobiernos distintos entre noviembre de 1918 y junio de 1940.
Con la excepción de Reynaud, los líderes políticos franceses insistieron en negarse a devaluar el franco y en combatir la deflación con déficit público; en lugar de ello, se obstinaron en mantener un presupuesto equilibrado y en recortar los gastos gubernamentales, incluida la partida de defensa. Las consecuencias de esa política fueron desastrosas: la depresión duró más en Francia que en muchos otros países, la inquietud social alimentó los extremismos políticos y el país empezó a perder la desbocada carrera armamentista en Europa. Finalmente, en septiembre de 1936, se devaluó el franco, pero a aquellas alturas la caída en picado de la producción industrial había empezado ya a traducirse en una inflación. Por contraste, a mediados de la década de 1930, Hitler se dedican a cebar la economía alemana y financiaba su gigantesco programa de rearme recurriendo a un déficit público enorme.
Lejos de los focos de atención política, Berlín y Moscú competían para granjearse a los creadores de opinión franceses. Uno de los agentes importantes por parte alemana fue Otto Abetz, un antiguo profesor de arte que más tarde sería embajador de Hitler en la Francia ocupada. Alto, rubio y sociable, Abetz aprovechó el cargo para entablar amistad con escritores y periodistas conservadores franceses, entre ellos Drieu La Rochelle, Brasillach y Jacques Benoist-Méchin. Los aliados potenciales de los nazis eran invitados a Alemania para que admiraran los logros del Tercer Reich, y algunos de ellos asistieron incluso a los baños de masas del Partido Nazi en Nuremberg. Después de ver a Hitler presidir un ceremonial de la bandera en 1937, Brasillach quedó asombrado por aquel ritual que describió como casi religioso, comparable a la eucaristía. “Es poco probable que alguien que no comprenda la analogía entre la consagración de la bandera y la consagración del pan logre entender nada del hitlerismo”, escribió en Je suis partout. Gracias a Abetz, Jouvenel tuvo ocasión de entrevistar a Hitler para la revista Paris-Macht en 1936. El Führer extendió una invitación tranquilizada a los franceses: “Seamos amigos”. De forma no tan pública, Abetz se dedicó también a financiar los periódicos de derechas. Era casi como si hubiera empezado ya a preparar el terreno para la ocupación: sus amigos intelectuales de la década de 1930 se convirtieron invariablemente en colaboracionistas destacados a partir de 1940.
Pero Abetz no tuvo necesidad de importar el odio que Hitler sentía hacia los judíos. Avivado por L’Action Francaise y otros grupos fascistas, el antisemitismo francés recibió otro impulso y una grotesca legitimación literaria ni más ni menos que por parte de Céline… la voz de Céline se convirtió en un trabuco del antisemitismo. En su práctica de la medicina, Céine trataba a prostitutas, madres solteras y demás, y sentía una empatía genuina por los más desfavorecidos (acompañada por una aversión profunda por la burguesía). De hecho, se consideraba un hombre de izquierdas, hasta que en 1936 visitó la Unión Soviética. A su vuelta, publicó Mea Culpa, un panfleto de veintisiete páginas en el que denunciaba el comunismo. Y a continuación se incorporó a la extrema derecha.
Pero Moscú no era menos activo. Su principal agente era Willi Müzenberg, miembro fundador del Partido Comunista alemán que a partir de 1933 trabajó como agente del Comintern en París y en toda la Europa Occidental. Aunque muchos intelectuales franceses formaban ya parte del Partido Comunista, el talento de Münzenberg consistió en hacer que personas que no eran comunistas se sumaran a la lucha antifascista, básicamente creando organizaciones de apariencia respetable. Entre esos compañeros de viaje había escritores alemanes y austríacos exiliados, y también intelectuales franceses alarmados por el ascenso de Hitler al poder… Aunque Moscú controlaba en gran medida las deliberaciones, el congreso logró presentar a un deslumbrante abanico de escritores (con Gide como presidente honorario, acompañado de E.M. Forster, Bertolt Brecht, Aldous Huxley, Waldo Frank, Heinrich Mann y muchos otros) como amigos de la Unión Soviética y enemigos de la Alemania nazi. Ilya Ehrenburg, periodista ruso y agente soviético involucrado en la organización del congreso, había escrito anteriormente un provocativo panfleto en el que tildaba a Breton y los surrealistas de pédérastes. En la víspera del congreso, Breton coincidió con Ehrenburg, al que abofeteó repetidamente, lo que provocó la exclusión de los surrealistas de la reunión.
Picasso protagonizó una protesta más duradera contra los horrores de la guerra civil. Aunque nunca salió de Paris, al inicio de la guerra, y en su calidad de artista español más célebre del momento, accedió a ser nombrado director del Museo del Prado.
El apoyo alemán e italiano a Franco decidió en última instancia el destino de la República, aunque mientras duró el conflicto, Moscú lo utilizó para asfixiar a los miembros de la izquierda que se negaban a acatar la disciplina soviética. Su argumentación, que se había impuesto con éxito entre los partidos comunistas europeos, era que criticar a Moscú equivalía a apoyar al fascismo. Sus principales víctimas fueron los trotskistas y los anarquistas que combatían en España, en un acto de sectarismo brutal que presenciaron (y más tarde relataron) George Orwell y Arthur Koestler. Pero Moscú también esperaba que, en nombre de la solidaridad hacia la República española, los izquierdistas no comunistas de Europa no criticaran la brutalidad creciente de Stalin dentro de sus fronteras. Sin embargo, por lo menos en un caso célebre, esa estrategia fracasó estrepitosamente.
Aunque Gide nunca antes había sido políticamente activo, a principios de la década de 1930 empezó a expresar su simpatía por el comunismo y su admiración por la Unión Soviética. Su prestigio internacional era tan grande que, naturalmente, Moscú se mostró encantado cuando el escritor, a punto de llegar a los setenta años, aceptó una invitación para visitar la Unión Soviética en junio y julio de 1936, casualmente unos meses antes de que se iniciaran los infames juicios de Moscú. El viaje se inició con Gide pronunciando un discurso en el funeral de Maxim Gordi en la Plaza Roja, en el que se comprometió a defender “el destino de la Unión Soviética”. Durante las siguientes semanas, viajando con todas las comodidades y con el editor de origen ruso Jacques Schiffrin como intérprete, Gide fue agasajado y tratado con honores, como un valioso amigo del régimen. Al regresar a París, inmediatamente escribió su relato del viaje, Regreso de la U.R.S.S.
No era lo que sus anfitriones soviéticos habían esperado. El mensaje de Gide era claro: había querido encontrar la confirmación de lo que, tres años antes, había descrito como “mi admiración, mi amor por la URSS”. Encontró algunos elementos positivos a resaltar y expresó su convencimiento de que la Unión Soviética “acabara superando los graves errores que señalo”, pero su veredicto final era devastador. Escribió que los artistas debían seguir obligatoriamente la línea del partido. “Lo que se le exige al artista, al escritor, es que se someta; todo lo demás le será dado.” Pero sus críticas más implacables se centraban en la falta total de libertad en la Unión Soviética. “Dudo mucho que en otro país del mundo, incluso en la Alemania de Hitler, el pensamiento sea menos libre esté más sometido, más aterrorizado, más avasallado.”
El manuscrito de Gide cayó en manos de los intelectuales comunistas, que rápidamente lo presionaron para que suavizara sus ataques a Moscú argumentando que perjudicarían la causa republicana en España. Pero Gide se mostró inflexible y publicó el texto tal cual. Naturalmente, el libro, que pronto se tradujo al inglés, complació a la derecha, pero también escandalizó a muchos izquierdistas no comunistas, entre ellos Simone de Beauvoir, la joven compañera de Sartre.
En 1938, Koestler, colaborador cercano de Münzenberg, abandonó también el Partido Comunista alemán como reacción de protesta ante los juicios de Moscú.
Cuando Alemania absorbió el resto de Checoslovaquia, el consenso en París era que no se le podía pedir a ningún francés que muriera para defender a los checos.