Buscar en este blog

Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding (Parte I)



Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding


En un país que se jactaba de la originalidad de sus ideas políticas a lo largo de la historia, una sucesión de gobiernos disfuncionales erosionaron la confianza pública en la democracia y fomentaron la atracción por las alternativas nazi, fascista y comunista. Por su fuera poco, la Primera Guerra Mundial había generado un país de pacifistas y Francia prefirió ignorar las evidencias que indicaban que el país se encaminaba sin lugar a dudas hacia otro enfrentamiento bélico con Alemania. Cuando la guerra resultó ya inevitable, los franceses optaron por confiar en la propaganda oficial, que alardeaba de poseer un ejército invencible. Este garrafal autoengaño no hizo más que agravar la sorpresa posterior. En la primavera de 1949 Hitler marchó sobre la Europa occidental sin hallar apenas resistencia y las defensas francesas se desmoronaron en cuestión de semanas. La situación era mucho más crítica que en 1870 y en 1914.

Mientras artistas alemanes como Otto Dix, George Grosz y Max Beckmann abordaban la pesadilla de la guerra de trincheras, los artistas franceses casi no prestaron atención a una guerra que estaba teniendo lugar a apenas doscientos kilómetros al norte de París. 

Tras la muerte de Lenin en 1924, Stalin instauró un régimen unipersonal que empezó por aplastar la libertad artística en nombre del realismo socialista y que pronto aterrorizó a millones de personas. En el extranjero, poco a poco los agentes de Stalin fueron obligando a los partidos comunistas a acatar las órdenes de Moscú al pie de la letra, y eso incluía abrazar el modelo cultural soviético como ejemplo para todos. 

Mientras la Unión Soviética generaba un Stalin, Italia un Mussolini y Alemania un Hitler, Francia tuvo ni más ni menos que treinta y cuatro Gobiernos distintos entre noviembre de 1918 y junio de 1940.

Con la excepción de Reynaud, los líderes políticos franceses insistieron en negarse a devaluar el franco y en combatir la deflación con déficit público; en lugar de ello, se obstinaron en mantener un presupuesto equilibrado y en recortar los gastos gubernamentales, incluida la partida de defensa. Las consecuencias de esa política fueron desastrosas: la depresión duró más en Francia que en muchos otros países, la inquietud social alimentó los extremismos políticos y el país empezó  a perder la desbocada carrera armamentista en Europa. Finalmente, en septiembre de 1936, se devaluó el franco, pero a aquellas alturas la caída en picado de la producción industrial había empezado ya a traducirse en una inflación. Por contraste, a mediados de la década de 1930, Hitler se dedican a cebar la economía alemana y financiaba su gigantesco programa de rearme recurriendo a un déficit público enorme. 

Lejos de los focos de atención política, Berlín y Moscú competían para granjearse a los creadores de opinión franceses. Uno de los agentes importantes por parte alemana fue Otto Abetz, un antiguo profesor de arte que más tarde sería embajador de Hitler en la Francia ocupada. Alto, rubio y sociable, Abetz aprovechó el cargo para entablar amistad con escritores y periodistas conservadores franceses, entre ellos Drieu La Rochelle, Brasillach y Jacques Benoist-Méchin. Los aliados potenciales de los nazis eran invitados a Alemania para que admiraran los logros del Tercer Reich, y algunos de ellos asistieron incluso a los baños de masas del Partido Nazi en Nuremberg. Después de ver a Hitler presidir un ceremonial de la bandera en 1937, Brasillach quedó asombrado por aquel ritual que describió como casi religioso, comparable a la eucaristía. “Es poco probable que alguien que no comprenda la analogía entre la consagración de la bandera y la consagración del pan logre entender nada del hitlerismo”, escribió en Je suis partout. Gracias a Abetz, Jouvenel tuvo ocasión de entrevistar a Hitler para la revista Paris-Macht en 1936. El Führer extendió una invitación tranquilizada a los franceses: “Seamos amigos”. De forma no tan pública, Abetz se dedicó también a financiar los periódicos de derechas. Era casi como si hubiera empezado ya a preparar el terreno para la ocupación: sus amigos intelectuales de la década de 1930 se convirtieron invariablemente en colaboracionistas destacados a partir de 1940. 

Pero Abetz no tuvo necesidad de importar el odio que Hitler sentía hacia los judíos. Avivado por L’Action Francaise y otros grupos fascistas, el antisemitismo francés recibió otro impulso y una grotesca legitimación literaria ni más ni menos que por parte de Céline… la voz de Céline se convirtió en un trabuco del antisemitismo. En su práctica de la medicina, Céine trataba a prostitutas, madres solteras y demás, y sentía una empatía genuina por los más desfavorecidos (acompañada por una aversión profunda por la burguesía). De hecho, se consideraba un hombre de izquierdas, hasta que en 1936 visitó la Unión Soviética. A su vuelta, publicó Mea Culpa, un panfleto de veintisiete páginas en el que denunciaba el comunismo. Y a continuación se incorporó a la extrema derecha. 

Pero Moscú no era menos activo. Su principal agente era Willi Müzenberg, miembro fundador del Partido Comunista alemán que a partir de 1933 trabajó como agente del Comintern en París y en toda la Europa Occidental. Aunque muchos intelectuales franceses formaban ya parte del Partido Comunista, el talento de Münzenberg consistió en hacer que personas que no eran comunistas se sumaran a la lucha antifascista, básicamente creando organizaciones de apariencia respetable. Entre esos compañeros de viaje había escritores alemanes y austríacos exiliados, y también intelectuales franceses alarmados por el ascenso de Hitler al poder… Aunque Moscú controlaba en gran medida las deliberaciones, el congreso logró presentar a un deslumbrante abanico de escritores (con Gide como presidente honorario, acompañado de E.M. Forster, Bertolt Brecht, Aldous Huxley, Waldo Frank, Heinrich Mann y muchos otros) como amigos de la Unión Soviética y enemigos de la Alemania nazi. Ilya Ehrenburg, periodista ruso y agente soviético involucrado en la organización del congreso, había escrito anteriormente un provocativo panfleto en el que tildaba a Breton y los surrealistas de pédérastes. En la víspera del congreso, Breton coincidió con Ehrenburg, al que abofeteó repetidamente, lo que provocó la exclusión de los surrealistas de la reunión. 

Picasso protagonizó una protesta más duradera contra los horrores de la guerra civil. Aunque nunca salió de Paris, al inicio de la guerra, y en su calidad de artista español más célebre del momento, accedió a ser nombrado director del Museo del Prado. 

El apoyo alemán e italiano a Franco decidió en última instancia el destino de la República, aunque mientras duró el conflicto, Moscú lo utilizó para asfixiar a los miembros de la izquierda que se negaban a acatar la disciplina soviética. Su argumentación, que se había impuesto con éxito entre los partidos comunistas europeos, era que criticar a Moscú equivalía a apoyar al fascismo. Sus principales víctimas fueron los trotskistas y los anarquistas que combatían en España, en un acto de sectarismo brutal que presenciaron (y más tarde relataron) George Orwell y Arthur Koestler. Pero Moscú también esperaba que, en nombre de la solidaridad hacia la República española, los izquierdistas no comunistas de Europa no criticaran la brutalidad creciente de Stalin dentro de sus fronteras. Sin embargo, por lo menos en un caso célebre, esa estrategia fracasó estrepitosamente. 

Aunque Gide nunca antes había sido políticamente activo, a principios de la década de 1930 empezó a expresar su simpatía por el comunismo y su admiración por la Unión Soviética. Su prestigio internacional era tan grande que, naturalmente, Moscú se mostró encantado cuando el escritor, a punto de llegar a los setenta años, aceptó una invitación para visitar la Unión Soviética en junio y julio de 1936, casualmente unos meses antes de que se iniciaran los infames juicios de Moscú. El viaje se inició con Gide pronunciando un discurso en el funeral de Maxim Gordi en la Plaza Roja, en el que se comprometió a defender “el destino de la Unión Soviética”. Durante las siguientes semanas, viajando con todas las comodidades y con el editor de origen ruso Jacques Schiffrin como intérprete, Gide fue agasajado y tratado con honores, como un valioso amigo del régimen. Al regresar a París, inmediatamente escribió su relato del viaje, Regreso de la U.R.S.S.

No era lo que sus anfitriones soviéticos habían esperado. El mensaje de Gide era claro: había querido encontrar la confirmación de lo que, tres años antes, había descrito como “mi admiración, mi amor por la URSS”. Encontró algunos elementos positivos a resaltar y expresó su convencimiento de que la Unión Soviética “acabara superando los graves errores que señalo”, pero su veredicto final era devastador. Escribió que los artistas debían seguir obligatoriamente la línea del partido. “Lo que se le exige al artista, al escritor, es que se someta; todo lo demás le será dado.” Pero sus críticas más implacables se centraban en la falta total de libertad en la Unión Soviética. “Dudo mucho que en otro país del mundo, incluso en la Alemania de Hitler, el pensamiento sea menos libre  esté más sometido, más aterrorizado, más avasallado.”

El manuscrito de Gide cayó en manos de los intelectuales comunistas, que rápidamente lo presionaron para que suavizara sus ataques a Moscú argumentando que perjudicarían la causa republicana en España. Pero Gide se mostró inflexible y publicó el texto tal cual. Naturalmente, el libro, que pronto se tradujo al inglés, complació a la derecha, pero también escandalizó a muchos izquierdistas no comunistas, entre ellos Simone de Beauvoir, la joven compañera de Sartre. 

En 1938, Koestler, colaborador cercano de Münzenberg, abandonó también el Partido Comunista alemán como reacción de protesta ante los juicios de Moscú. 

Cuando Alemania absorbió el resto de Checoslovaquia, el consenso en París era que no se le podía pedir a ningún francés que muriera para defender a los checos. 

La agonía de Francia. Manuel Chaves Nogales




La revelación más sorprendente y espantable del derrumbamiento de Francia ha sido esta de la indiferencia inhumana de las masas. Las ciudades no han tenido en ninguna otra época de la historia una expresión tan ferozmente egoísta, tan limitada a la satisfacción inmediata y estricta de los apetitos y las necesidades de cada cual. 

El Estado puede hundirse y desaparecer para siempre y el pueblo puede caer en la esclavitud sin que el autobús haya dejado de pasar por la esquina a la hora exacta, sin que se interrumpan los teléfonos, sin que los trenes se retrasen un minuto ni los periódicos dejen de publicar una sola edición. Habíamos creído ingenuamente que la complicada mecánica de todo ello estaba en conexión estrecha e indisoluble con los fines del Estado y esto es una vana ilusión. 

En la ciudad antigua, cuando la lucha era a la medida del ciudadano, éste abandonaba fácilmente sus quehaceres pacíficos en el momento de peligro y se convertía en el soldado de su independencia. 

La fe en Francia era una fe ciega, universal. Creían en ella quienes la conocían a fondo y quienes la ignoraban; hasta sus enemigos; hasta los salvajes. 

Hoy, después del derrumbamiento de Francia, no puedo disociar la devoción de los pobres demócratas de Europa por Francia de la devoción ingenua de los proletarios de todo el mundo por aquella momia maquillada que monta la guardia a la entrada del Kremlin. 

Francia se ha suicidado, pero al suicidarse ha cometido además un crimen inexpiable con esas masas humanas que habían acudido a ella porque en ella habían depositado su fe y su esperanza. Entre las cláusulas del deshonroso armisticio aceptado por el mariscal Pétain hay una que basta y sobra para deshonrar a un Estado; la cláusula por la que el gobierno francés se compromete a entregar a Hitler, atados de pies y manos, a los refugiados alemanes antihitlerianos que habían buscado su salvación en Francia y a quienes el Estado francés había utilizado sin escrúpulo en el simulacro de lucha contra el hitlerismo. La entrega al verdugo alemán de esos hombres que habían tenido fe en Francia será una de las mayores vergüenzas de la historia. 

Tengo la íntima convicción de que si Hitler hubiese atacado a Francia a raíz de la declaración de la guerra se habría roto los dientes contra la firme voluntad de luchar y resistir que entonces animaba al pueblo francés. El día primero de septiembre de 1939, tres millones de hombres salieron de sus casas dispuestos a jugarse la vida para defender a su patria. Lo que haya pasado luego es ya otra historia. 

Esa guerra civil, que es la que en realidad ha vencido a Francia, estaba declarada desde que en 1936 la nueva táctica comunista llevó al poder al gobierno del Frente Popular. 

La táctica de los Frentes Populares, adoptada por el Komintern en 1935, ha sido funesta a Francia como lo fue a España. En ambos países dio el triunfo electoral a las izquierdas pero en ambos países provocó automáticamente la reacción profascista que, si en España tomó la forma del alzamiento militar, del típico pronunciamiento español, en Francia sirvió de pretexto para que las fuerzas derechistas de la nación, movidas por el terror al comunismo, torciesen el rumbo de la política internacional francesa orientándola hacia la alianza con Italia y la contemporización con Alemania con lo que prácticamente destruían de un golpe el complicado sistema de alianzas elaborado con discreta perseverancia por Berhelot Barthou y sus oscuros colaboradores desde hacía veinte años, sistema en el que se basa la teoría de la seguridad colectiva y la seguridad real de Francia. 

Los gérmenes de las dos revoluciones abortadas seguían intoxicando el organismo nacional y a partir de 1936 crearon un estado morboso de guerra civil latente, crónica, una guerra civil en la que los ciudadanos no se asesinaban unos a otros pero poco a poco iban asesinando entre todos al país. 

Pretendieron seguir utilizando la guerra civil española como plataforma política, pero el pueblo francés, que había sentido por la República agredida una solidaridad cordial y entusiasta y hubiera estado dispuesto a exigir la ayuda auténtica y eficaz de Francia a los republicanos, descubrió finalmente el siniestro juego de la política comunista respecto a España. 

El gran delito comunista ha consistido en convertir las agresiones del fascismo contra los pueblos libres en mero instrumento de propaganda del Partido. Esta convicción apartó a las masas populares francesas de sus deberes de solidaridad con los pueblos agredidos y permitió impunemente a las derechas desarrollar su política profascista. Todo movimiento generoso del liberalismo francés se convertía automáticamente en servidumbre a Moscú. Todo intento de fidelidad a la política exterior seguida desde hacía veinte años por Francia era un atentado contra la patria. 

Francia no comprendió que para seguir viviendo con dignidad como nación independiente, los franceses tenían que morir por España, por Checoslovaquia y por Danzig. Tal vez, ahora comience a comprenderlo. 

Muchos de los oficiales que habían tomado parte en la Gran Guerra habían ido ascendiendo automáticamente sin que hubiesen vuelto a preocuparse de las evoluciones que el arte militar hubiese podido experimentar en los últimos veinte años. Para ellos, la forma definitiva de la guerra se había conseguido en Verdún de una vez y para siempre. Humorísticamente decíase en los medios militares franceses que el Estado Mayor va siempre “con una guerra de retraso”. En 1914 quería hacer la guerra como en 1870 y en 1939 estaba pensando todavía en la guerra de 1914.

¿Por qué hacerse matar en una guerra contra el hitlerismo para verlo triunfante en la boca de los mismos jefes que debían llevar a los hombres a tan estéril combate?

Unos comités patrióticos que funcionaban ostentosamente en París con personajes de relumbrón a la cabeza y asistidos por distinguidas damas de la buena sociedad, recaudaban fondos para comprarles a los soldados balones de fútbol, barajas de naipes y juegos de lotería… El soldado, por el hecho de serlo, era tratado estúpidamente como si fuese un menor, un primario, un pobre infeliz en cuyas manos se ponían unas baratijas insustanciales para entretenerle. La irritación que entre los soldados producía esta incomprensión de los de la retaguardia era terrible. 

París, y en general toda la retaguardia, había adoptado para con los soldados un aire ofensivamente protector como si se tratase de unos reclutas negros a quienes se pudiese engañar con unas cuentas de vidrio. 

Poco a poco resultaba que aquel ejército estaba cada vez mejor organizado, pero no para la batalla, sino para todo lo contrario, para la evasión hacia la retaguardia. 

Todos los idiotas del mundo -incluso los idiotas demócratas- se han puesto de acuerdo en proclamar que la democracia y el liberalismo, con su corrupción, su incapacidad, su falta de energía y resolución, han sido la causa fundamental de la decadencia de Francia y de su derrumbamiento final. Esta unanimidad en el juicio de los tontos es uno de los mayores prodigios realizados por los fabulosos medios de captación de que dispone en nuestro tiempo la propaganda manejada sin escrúpulo por los Estados. Porque, la verdad, la última verdad de Francia, la pura verdad, que hay que estar ciego para no ver, es precisamente la contraria. 

Este es el gran señuelo del totalitarismo. Mientras la democracia mantiene a los hombres en un estado permanente de impureza, el totalitarismo es un Jordán purificador maravilloso. Mientras el demócrata tiene que subir un calvario con la cruz a cuestas, cayendo y levantándose entre la befa y los salivazos de la canalla irritada, el totalitario aparece ante las masas humildemente postrada como un arcángel resplandeciente. 

Cuando se declaró la guerra hacía ya cuarenta y ocho horas que París se vaciaba por las grandes arterias de sus carreteras del sur y el oeste. Cerca de un millón de personas salieron de la capital temiendo un ataque fulminante y en masa de la aviación alemana. Entonces se creía que Hitler disponía de un fabuloso poder de destrucción y la iniciación de la guerra había sido imaginada generalmente como un verdadero Apocalipsis . Se creía posible que de París no quedase piedra sobre piedra y este temor hizo que todo el que pudo abandonase la capital. Todo el que pudo. Éste fue precisamente el gran daño. 

Se ha dado el caso triste de que aunque durante nueve meses el ejército alemán no haya ocupado ni una sola población francesa ha habido millones de franceses para quienes esos nueve meses han sido tan duros como si media Francia hubiese estado invadida desde el primer momento. 

Ni siquiera los niños deben ser alejados. Esto ya hubiéramos debido aprenderlo después de las tristes experiencias de Rusia y España, donde la mayor tragedia ha sido la de los miles y miles de criaturas arrancadas de los brazos de sus familiares para lanzarlas al azar del mundo en el que fatalmente se pierden, a lo menos para sus padres y, lo que tiene aún mayor trascendencia social e histórica, para su patria. 

El nómada es siempre un parásito. Consume y no produce. Tanto los nómadas del desierto como los modernos turistas son meros parásitos y convertir en parasitaria una inmensa masa de población por librarla de los riesgos de la guerra es arruinar al país entero y ocasionarle un estrago mayor aún del que podrían infligirle los ejércitos invasores. El complicado mecanismo de la producción moderna exige que cada cual se quede en su puesto sea cual fuere el riesgo que corra… Así ha sucumbido Francia, cuyos muertos por bombardeos aéreos han sido muchos menos de los que en el mismo periodo han ocasionado los accidentes de circulación. 

Por lo mismo que en la guerra total todo el mundo puede servir para algo, el Estado corre el peligro de encontrarse con que no hay nadie que le sirva verdaderamente. 

Bajo esta máscara del servicio y del heroísmo presunto, que había copiado de nazis y fascistas, Francia conservaba todos los vicios de un individualismo exaltado. 

Todo el mundo quería hacer la guerra sentado en una cómoda butaca.

El fenómeno curioso era que todas las gentes que hurtaban el bulto y que ni siquiera prestaban la mínima asistencia de su confianza al gobierno, tuvieran, al menos aparentemente, cierta fe en el Estado, estuvieran convencidas de que la guerra se podía ganar automáticamente. Para ellas no había duda. Ese Estado, al que ellas no ayudaban y al que incluso combatían individualmente, ganaría la guerra al final. 

En Francia existía el fetichismo de la Administración. Todo el mundo, aunque la criticase, tenía una fe ciega en ella. 

Desde el primero de septiembre el ciudadano francés procuró ante todo eludir el pago de sus impuestos. 

No era cosa de pagar la renta de una casa que no se sabía si los aviones alemanes destruirían al día siguiente. 

En Francia, teóricamente, no debía haber faltado nada. Los abastecimientos, incluso de productos importados, estaban asegurados con largueza. Pero bastaba que intencionadamente se lanzase el rumor de iba a faltar el café o el azúcar para que inmediatamente cuarenta millones de franceses se apresurasen a hacer un stock individual de unos cuantos kilos del producto que se temía llegase a faltar y, como es lógico, el producto en cuestión faltaba inexorablemente. El gobierno tenía que forzar las importaciones para compensar las cien mil o doscientas mil toneladas sustraídas del mercado en una hora por el egoísmo individual, y la normalidad de los abastecimientos no se restablecía hasta que todos los franceses tenían escondidas cantidades de azúcar o café bastantes para su consumo durante medio año. 

Cuando los alemanes hayan llegado a París y hayan vaciado los almacenes y las tiendas aún podrían hacer grandes stocks con los víveres que harán sacar del fondo de los armarios y de debajo de las camas. Para eso les habrá servido a los franceses su codicia que tantos quebraderos de cabeza daba a su gobierno. 

En ocasiones, el miedo de los bombardeos hacía desmayarse a infelices mujeres y cuando para darles aire y holgura se les desabrochaban las ropas que las oprimían, indefectiblemente, les saltaba del pecho el fajo de billetes cuando no se les caía de las manos la preciada cajita de las joyas. 

Dicho sea en honor del pueblo francés, que tantos pecados ha cometido y tantas faltas está purgando ahora, la verdad es que del mismo modo que acudió como un solo hombre a la orden de movilización aceptó sin réplica las nuevas condiciones de trabajo impuestas por la guerra. 

La inmensa mayoría del proletariado francés ha seguido siendo fiel a su patria después de haber roto todos sus lazos con la disciplina de Moscú.

El pueblo francés ha trabajado concienzudamente para la guerra. Durante el largo y penoso invierno que ha precedido a la catástrofe, el proletariado francés encerrado en los talleres desde antes de que rayase el día hasta dos horas después de haber caído la noche ha trabajado con fe dando todo el rendimiento de que era capaz. Si este esfuerzo no ha sido suficiente, si la producción nacional no ha podido adquirir la intensidad necesaria, culpa suya no ha sido. Entre las causas de la catástrofe de Francia no podrá incluirse la de la defección de los trabajadores al lado de la incompetencia y la mala voluntad del alto patronato y la debilidad del gobierno, ambas irrefutables. 

Se quería evitar cuidadosamente toda excitación sexual a los soldados y de este empeño nació la leyenda del bromuro, que según rumor público administraba furtivamente la intendencia a las tropas para mantenerlas alejadas de las inquietudes del sexo. Este tema escabroso de si se daba bromuro o no a los soldados apasionaba a las gentes más que la guerra y la política. 

Es curiosísimo el hecho de que Francia, que había estado inundando al mundo de publicaciones pornográficas desde hacía un siglo, se adhiriese quince días antes de sucumbir al Convenio Internacional de Ginebra para la represión de la pornografía. París, durante la guerra, ha sido como esas grandes pecadoras que cuando sienten que se les aproxima la última hora quieren arrepentirse y se escandalizan hasta de la sombra del pecado. 

Igualmente patética y enternecedora era a última hora la exacerbación del sentimiento religioso francés. Francia ha experimentado en los últimos veinte años un renacimiento triunfal del catolicismo y sus élites intelectuales habían llegado a una sublimación contemporánea de la idea católica que convertía al francés en el hijo predilecto de la Iglesia romana mientras Roma misma, arrastrada por el fascismo, “consagraba el triunfo de una cruz que no es la cruz de Cristo”; según clamaba el Sumo Pontífice. 

Yo he visto en París multitudes enormes arrodilladas piadosamente en la colina del Sacré Coeur; he visto el desfile incesante de patriotas desesperados ante los altares refulgentes de la iglesia de Notre Dame des Victoires y he presenciado, cuando los alemanes estaban ya a las puertas de París, cómo se sacaban en procesión por las calles las reliquias milagrosas de los santos franceses, los huesos de santa Genoveva, el estandarte de san Dionisio, de quienes en última instancia perdida a toda esperanza, el pueblo de París impetraba su salvación. 

Drôle de guerre!” Al que lanzó esta exclamación había que haberle ahorcado. En ella iba, hábilmente disimulado, todo el derrotismo de Francia. “Drôle de guerre!” Es decir, guerra extraña, absurda, rara, inexplicable y, en el sentido peyorativo de la palabra Drôle, guerra disparatada, grotesca, insensata, ilógica, guerra sin justificación que no se debía haber hecho, guerra estúpida y estéril. 

¿Quién sería capaz de hacerse matar en un “Drôle de guerre”?

El éxito de este calificativo era indicio claro de que Francia no estaba dispuesta a hacer la guerra. No se lucha heroicamente y se muere por algo en lo que no se tiene fe y la fe en la guerra había sido quebrantada por esta pequeña e insignificante fracesilla más eficaz para la propaganda derrotista que todas las consignas difundidas por los servicios del doctor Goebbels.

No había en todo París quien se atreviese a llamarse demócrata sin ser considerado despectivamente como un necio o un mistificador. Francia estaba intelectualmente gobernada por los nazis mucho antes de que las divisiones blindadas de Hitler ocupasen físicamente el territorio francés. 

Un Estado puede derrumbarse, un país puede ser invadido sin que se produzca en las masas una reacción profunda, pero en cambio no es posible que el servicio municipal de limpieza deje de recoger las basuras durante cuarenta y ocho horas.

Francia había llegado a enamorarse de su verdugo. Esta aberración, que en el ser humano aislado no es más que un caso de perversión sexual, al dominar a un pueblo y sobre todo a un pueblo superior como el de Francia, ha dado origen a una de las tragedias más hondas de la historia. 

Palabras efímeras, Paul Léautaud




¿Qué es la inteligencia? Me lo pregunto a menudo, cuando -a cada instante- oigo decir a propósito de uno u otro: “no es inteligente”. He llegado a sentir muchos escrúpulos antes de pronunciar este juicio respecto a cualquier persona. Me parece que ser inteligente es, en primer lugar, ser desconfiado, incluso con respecto a uno mismo, examinarlo todo antes de pronunciarse, incluso los propios juicios, no aceptar nada en el orden de los hechos, las ideas y los sentimientos, más que a título de inventario, y nunca abandonarse. Pienso en lo que pueden decir a propósito de mí. Recientemente he publicado un fragmento de mi Diario relativo a la muerte de Coppée, en el que hay algunos párrafos sobre la patria, el heroísmo guerrero y el sentimiento nacional que con seguridad han provocado que algunos dijeran de mí: “No es inteligente”, y sobre todo, después de la reciente guerra que hemos vivido. Asumí este riesgo. Esos párrafos los había escrito en aquella época y no los he eliminado, eso es todo. Y es cierto que considero que el civismo, el heroísmo guerrero y el orgullo nacional son tonterías contraproducentes (a la vez que me digo que quizás son motivos de emulación necesarios y pensando inmediatamente que esta misma emulación podría surgir de motivos más elevados y ejercerse de una forma más pacífica). En cualquier caso, si es una tontería por mi parte, puedo enorgullecerme de tener ilustres fiadores (que quizás también eran tontos, ¿quién puede saberlo?). Las personas con un poco de cultura sabrán de quiénes se trata. 

Por otra parte, me anima la más absoluta falta de interés hacia todo lo que concierne aquello que en nuestra época se llama ciencia, en todas sus manifestaciones; de veras, una absoluta falta de interés. No me sorprende la aviación, ni la telegrafía sin hilos, ni el arte cinematográfico, etc., etc. Aun diría más: no sé si en el fondo de mí existe una cierta antipatía hacia esas cosas. Digamos únicamente que siento una gran indiferencia. Nunca he alzado la nariz para ver volar un avión. Nunca voy al cine. Por nada del mundo instalaría un aparato de radio en mi casa. No tendría coche aunque fuera millonario. No tengo en consideración a esas personas llamadas “sabios”, cuyos “descubrimientos” son más producto del azar que de la inteligencia. Utilizo velas para alumbrarme, pues desdeño la electricidad. Sin duda, esto también puede hacer decir de mí que no soy inteligente. Creo que, durante siglos, muchas personas han vivido felices sin conocer ni disfrutar de todo esto y me apiado del mundo por haber concedido durante su existencia tanta importancia a estos descubrimientos y quedarse boquiabierto de admiración ante ellos. Lo que con tanta pompa es llamado progreso, no me sorprende. En estos casos, siempre recuerdo un disparate del difunto Lavisse que un día escribió que el saber humano hizo un gran progreso el día de la invención de la lámpara de petróleo. Lo que podía hacer pensar que hasta el momento no se había producido nada válido en el terreno del ingenio. Personalmente, y para no remontarme demasiado lejos, pienso en los Ensayos de Montaigne, las tragedias de Racine, las comedias de Molière, las Máximas de La Rochefoucauld, las Memorias de Saint-Simon, los Pensamientos de Pascal, los Cuentos de Voltaire, las obras de Chamfort y Diderot, en unos tiempos en los que se alumbraban con rústicas palmatorias. Podría confesar el trasfondo de mi naturaleza si no temiera mostrarme demasiado pretencioso: sólo me intereso por las cosas del espíritu y de estas cosas uno pude disfrutar entre cuatro paredes completamente desnudas con una mesa de madera blanca, un taburete y la mínima lucecilla necesaria. 

Hay un terreno en el que me siento con bastante seguridad como para decir que un hombre no es inteligente: Cuando veo a un escritor -cada día me visitan-, de más de cincuenta años que aun escribe como en su juventud, con un estilo florido, precioso, afectado, a menudo incluso puro pathos, con imágenes tan absurdas como infantiles. Hablar, por ejemplo, a propósito de un parque infantil cuando las niñeras recogen a los niños y guardan las pelotas en los coches, de “pelotas que se van a dormir”. ¡Pelotas que se van a dormir! Me digo que no se puede ser muy inteligente, cuando ya queda lejos la juventud, para seguir escribiendo estas sandeces y para que años de trabajo, de lecturas y de reflexión (imagino), hayan hecho progresar tan poco. Sobre todo cuando, según parece, para un escritor cada página que escribe debe ser para él una nueva lección del arte de escribir, como un hombre que de relación en relación aumenta su conocimiento sobre las cosas del amor. Y un nuevo progreso hacia lo natural y la simplicidad. El espíritu, la inteligencia, es otra cosa. 

Sí, ¿qué es la inteligencia y qué significa ser inteligente? ¿Acaso yo no soy inteligente para mi vecino dado que no pienso como él? ¿Y no lo es para mí por la razón inversa? Uno siempre es imbécil para alguien, igual que siempre se es tonto en un aspecto u otro. Al escribir, hablar, juzgar (y yo añadiría incluso: en las relaciones con la mujer amada), siempre hay que decirse: “¡Cuidado! Quizás no eres tan astuto como crees”. Es un rasgo elegante y prudente de la inteligencia. 

¿Ser verdaderamente, plenamente, inteligente? Si fuera así, uno no osaría escribir más, ni hablar, ni juzgar, puesto que todo tiene su contrapartida, tan válida como la primera. Uno se consumiría en el silencio, la reflexión, en una duda sin límites, no viviría. Para vivir y actuar -y para escribir-, se necesita pasión, prejuicios, una especie de ceguera premeditada de despreocupación. 

Lo precedente hará decir de mí: ¿Un hombre inteligente? ¿O todo lo contrario?

¡Qué más da!

   -0-0-0-0-

Un día escribí que he vivido dos veces algunos momentos de mi vida: primero, al vivirlos, luego escribiéndolos. Puedo asegurar que los he vivido más profundamente al escribirlos. 

   -0-0-0-0-

Me releo a menudo. Por eso escribo poco. 

      -0-0-0-0-

Cuánto me hubiera gustado vivir de noche, si no hubiera tenido la obligación de levantarme, por la mañana, para ir a trabajar al Mercure. Sólo soy feliz por la noche, cuando a mi alrededor todo duerme, solo, en casa, leyendo, escribiendo o soñando. Si he tenido placeres han sido esos solos, solos, escribiría cien veces esta palabra. 

   -0-0-0-0-

La vida está hecha de canalladas materiales o de canalladas morales. Lo que se da en llamar amor reúne a menudo los dos tipos. Y todo ello para un día no ser más que un desgraciado ser agonizante y luego un cadáver que se entierra. ¡Qué risa!

   -0-0-0-0-

No me gustan los enfermos, los anormales, los contrahechos, los desequilibrados, los tarados, los retrasados ni los inútiles de un tipo u otro. ¡Por qué diantre no tirarían al nacer todos esos deshechos! Me apena esta época que pretende que vivan a la fuerza. 

   -0-0-0-0-

Nada como la lectura de los malos escritores para aprender a escribir bien. 

   -0-0-0-0-

La felicidad no es más que vulgaridad.

   -0-0-0-0-

Siempre he disfrutado más de mis penas que de mi felicidad.

   -0-0-0-0-

No hay sentencias máximas ni aforismos de los que no pueda escribirse la contrapartida. 

   -0-0-0-0-

“El infierno de las mujeres es la vejez”. También el de algunos hombres, que son un poco mujer.

   -0-0-0-0-

Lo más triste de la muerte de esos jóvenes que cada día mueren en accidentes laborales o de enfermedad en los hospitales, no es que mueran, sino que no hayan muerto en el campo de batalla.

   -0-0-0-0-

Actualmente, el peor mal de nuestras cuestiones públicas, procede de la libertad de prensa. Debería suprimirse toda la prensa de izquierdas y además no dejar publicar nada, incluso literatura, y sobre todo literatura, sin un riguroso visado previo. 

   -0-0-0-0-

La cría de animales de un género o de otro como medio de hacer fortuna ha sido sustituida por la cría de niños.
La era del robo, de la bisutería, del bluff, de la tontería, de la vulgaridad, de la ignorancia, de la fealdad, del ascenso democrático.

Ésa es -y faltan muchos artículos-, una breve visión de la sociedad de hoy.

   -0-0-0-0-

La juventud más bella: la juventud de la mente cuando uno ha dejado de ser joven. 

   -0-0-0-0-

El amor, sin celos, no es amor.

La renovada historiografía cainita - Federico Jiménez Losantos

Mentir y engañar, engañar y mentir es la forma que, en el ámbito de la mal llamada Ley de Memoria Histórica, ha adoptado el impulso criminoso de la guillotina y de la cheka. Lo esgrime una harka de historiadores cuya intención no es solo la de exculpar los crímenes rojos de ayer, pese a la autocrítica sincera de muchos de los que en su día los cometieron, sino la de volver al comunismo como canon de la izquierda de hoy. Y lo hacen a través de una prosa panfletaria, entre etarra y podemita, más propia de un Dzerhinski que del funcionario -suelen serlo- de un régimen democrático, que cobra un sueldo de todos los españoles para enseñar, se supone, nuestra historia.

No es así. En los últimos tiempos, la tergiversación de las razones del alzamiento y la grotesca manipulación de la figura militar de Franco, al que se presenta como un memo integral que, no se sabe cómo, derrotó a los genios de la guerra republicanos y soviéticos (mucho más tontos que Franco, porque no le ganaron una sola batalla importante en tres años), ha dado paso a algo mucho peor, que coincide, y no por casualidad, con la bolchevización del PSOE de Zapatero y la hegemonía ideológica de Podemos. Se trata de una reivindicación de la Guerra Civil suscribiendo las mismas razones que, en la línea de Marx y Bakunin, Lenin y Stalin, esgrimían Largo Caballero, Prieto, Araquistáin, Nelken, Álvarez del Vayo, José Díaz o García Oliver.

Esta siembra deliberada del odio a una derecha intemporal, eterna, que era franquista antes de que naciera Franco y que para cierta izquierda sigue siéndolo cuarenta años después de enterrarlo y de que sus sucesores trajeran la democracia, es el fenómeno más terrible y letalmente liberticida en España desde 2004. La manipulación de la masacre del 11-M de ese año, cuya autoría nadie ha querido investigar, fue posible gracias a lo que García Oliver, y ahora Pablo Iglesias, llaman "gimnasia revolucionaria", la violencia callejera que, al estilo de la kale borroka de la ETA, readmitida con honores en el bloque antifascista, desarrolló la izquierda desde 2002 contra el gobierno de Aznar, acusado, cómo no, de fascista, franquista o, simplemente, nazi. Para qué matizar.

Pero tras ella estaba ya el discurso guerracivilista que El País y, a su rebufo, los medios de izquierda y nacionalistas habían actualizado desde 1989 para evitar la llegada al poder del PP de Aznar, que lo dirigió desde otoño de 1987. La formula de la izquierda para no perder el gobierno frente a los infinitos casos de corrupción que cercaban al cuasi régimen felipista, fue crear la leyenda que la Komintern ideó al servicio de Stalin en 1936. La misma que viene justificando los crímenes del comunismo hasta hoy: un fascismo amenazante, que ya en la España de 1936 y muchísimo más en la de 1987, era absolutamente inexistente, frente a una democracia amenazada, que, para mantenerse en el poder, debía recurrir a la violencia, simbólica y real.

Si en 1936 el Frente Popular recurrió a los llamados "incontrolados", que nunca lo fueron, entre 1993 y 1998, el felipismo corrupto procedió a la relegitimación de ETA como fuerza antifascista, sucia tarea que dentro del guerracivilismo declarado desde su llegada al poder culminó Zapatero y refrendó Rajoy. Y se fueron sumando el populismo de Chávez, el narcocomunismo de La Habana y las FARC, y el nuevo comunismo bakununusta: la lucha antiglobalización. Ese nuevo antifascismo, el de Podemos, es el de hoy.

En la proa del nuevo totalitarismo en España, que es la Cataluña actual, los votantes y militantes comunistas de las CUP son jóvenes de mayor nivel social, mientras los de familias más humildes votan PP, PSC y Ciudadanos (v. Pérez Colomé, El País 21-9-2017).

Paralelamente, desde la omnipotencia mediática de El País y desde las trincheras corporativas y sectarias de los departamentos universitarios, cuyo fruto natural es Podemos, reina la manipulación, la tergiversación y la calumnia contra los historiadores que desde los años noventa del siglo pasado han actualizado y, en no pocos casos, establecido por primera vez, los datos del terror rojo. No es el propósito de este libro, pero es digna de estudio la cacería de los Juliá, Preston, Moradiellos, Viñas, Casanova y demás figurones de la Cheka historiográfica contra los Moa, Martín Rubio, Vidal, De la Cierva o Gallego en la última década del siglo XX. Y más aún, en las dos primeras del XXI contra Julius Ruiz, Aceña o Álvarez Tardío, cuyos libros han cuestionado o dejado en ridículo las renovadas versiones neoestalinistas sobre la Guerra Civil, en la línea del archisoviético Tuñon de Lara. Por cierto, su delfín en los famosos cursos de verano de Pau era Antonio Elorza, autor con Marta Bizcarrondo de Queridos camaradas, biografía canónica del PCE. ¿Habría llamado Elorza "queridos" a sus camaradas de haber sido nazis como Ribentropp y Hitler y no comunistas como Molotov o Stalin? Por supuesto que no. Como habría dicho Castro Delgado, gran cronista del Lux, el de Elorza es un título Made in Moscú.

Extractado del libro "Memoria del comunismo". 

Fracasología - María Elvira Roca Barea

El debilitamiento de España es el de todas sus partes, aunque los señoríos ahora gozosamente establecidos en sus pequeñas taifas autonómicas estén en ellas muy a gusto. Es el común de los mortales, el sufrido contribuyente, el que padecerá las consecuencias de la debilidad del Estado en cuanto vengan mal dadas.

Resulta casi imposible que los partidos políticos acometan una reforma en firme del Estado autonómico tal y como está planteado por la sencilla razón de que tienen colocados a la mayor parte de su personal en él. Y hay mucha gente que colocar, porque la política en España se  ha transformado en una actividad no solo chillona y falta de elegancia, sino llena de gente que no sabe ganarse la vida en otra cosa. Pero la propuesta de reforma constitucional que se va a hacer a los españoles próximamente no va a ir en ese sentido que hemos apuntado. 

La incapacidad de las élites españolas (e hispanoamericanas) para consolidar Estados sólidos es uno de los problemas más graves que tiene nuestro mundo hispano y obliga a nuestras naciones a estar haciéndose y deshaciéndose de continuo, con el gasto de energía que eso supone. Cuánto se ha debilitado nuestro país es algo que puede verse comparado cómo se celebró el V Centenario del Descubrimiento de América y cómo se está celebrando el V Centenario de la Vuelta al Mundo de Elcano y Magallanes. Cuando Portugal, con ocho millones de habitantes, está en condiciones de imponer su presencia en pie de igual en la celebración de un acontecimiento histórico, un hito en la historia de la humanidad realmente (por eso Portugal quiere estar ahí), es que nuestro país ha llegado a un estado de debilidad extremo. Como dejó escrito Raymond Aron, la relación entre los Estados se basa en que unos son capaces de imponer su voluntad a otros. Y Portugal es ahora mismo capaz de imponer su voluntad a España, que multiplica por más de cinco el número de sus habitantes. Esto es solo un ejemplo de lo que puede ir sucediendo en el futuro en asuntos más graves y más serios a España, o sea, a las partes de España, que con el cerebro comido por las termitas de la balcanización creen que el debilitamiento de España no es el suyo también.