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Juan Belmonte - Manuel Chaves Nogales (2ª Parte)




Soy poco supersticioso, pero el hombre más equilibrado y sensato, cuando se ve en el trance de jugarse lo que más le importa en un albur como el de la lidia de un toro, albur en el que hay que contar con elementos tan ajenos a él, a su valor, su inteligencia y su voluntad, cae fatalmente en esas naderías de la superstición, que son como asideros que la inteligencia quiere poner a lo ininteligible. A través de la media de seda me asomaba un vello de la pierna, y aquello me parecía de mal augurio. Toda mi preocupación en aquellos instantes era meter debajo del tejido de seda aquel pelito que lo había traspasado. Si lo conseguía, era indudable que triunfaba. Cuando las circunstancias que pesan sobre nosotros son pavorosamente superiores a nuestras fuerzas, cuando se rebasa la medida de lo humano, uno se achica y renuncia humildemente a la comprensión del trance descomunal en que está metido, para entregarse a una nadería cualquiera, en la que descansa el ánimo. Creo que hay muy pocos héroes plenamente conscientes de su heroicidad en el momento de realizarla. Me gustaría saber qué es lo que piensa el militar cuando entra en fuego, el aviador que salta el Atlántico cuando le faltan pocos kilómetros para ganar la costa y el cazador que espera a pecho descubierto la acometida de la fiera.

Salió, al fin, mi toro, y desde el primer capotazo que le di tuve una neta sensación de dominio. A medida que toreaba iba creciéndome y olvidando el riesgo y la violencia del toro. Me parecía que aquello que estaba haciendo, más que un ejercicio heroico y terrible, era un juego gracioso, un divertido esparcimiento del cuerpo y del espíritu. Esa sensación de estar jugando que tiene el torero cuando de veras torea la tuve yo aquel día como nunca. Llamaba al toro y me lo atraía hacia el cuerpo para hacerle pasar rozándose conmigo, como si aquella masa estremecida que se revolvía furiosa removiendo la arena con sus pezuñas y cortando el are con sus cuernos, fuese algo suave e inerme.


El torero, que contra lo que se cree es un pobre hombre de claudicante voluntad, se halla siempre propicio a doblegarse ante todo lo que sirva para darle ánimos, y de ahí ese cúmulo de supersticiones propias y ajenas que le agobian. 

El día que se torea crece más la barba. Es el miedo. Sencillamente, el miedo. Durante las horas anteriores a la corrida se pasa tanto miedo, que todo el organismo está conmovido por una vibración intensísima, capaz de activar las funciones fisiológicas, hasta el punto de provocar esta anomalía que no sé si los médicos aceptarán, pero que todos los toreros han podido comprobar de manera terminante: los días de toros la barba crece más aprisa. 

Yo me duermo como un bendito las vísperas de corrida merced a un arbitrio sencillísimo: el de ponerme a pensar en cosas remotas que no me importan gran cosa. Como uno no tiene una imaginación extraordinaria he llegado a construir mentalmente una especie de película fantasmagórica, la misma siempre, con la que distraigo la imaginación hasta que me quedo dormido. Es una divertida sucesión de imágenes, que me entretienen y me apartan de pensar demasiado en el trance del día siguiente. Mi esperpento imaginativo me hace el mismo efecto que la nana a las criaturas. 

"Dentro de unos años, a lo mejor, no hay ni aficionados a los toros, ni siquiera toros. ¿Estás seguro de que las generaciones venideras tendrán en alguna estima el valor de los toreros? ¿Quién te dice que algún día no han de ser abolidas las corridas de toros y desdeñada la memoria de su héroes? Precisamente, los gobiernos socialistas..."

"Eso es verdad. Puede ocurrir que los socialistas, cuando gobiernen..."

El miedo se repliega al verle a un irritado, y hace como que se va; pero se queda allí, en un rinconcito, al acecho. 

Tengo la creencia de que si a todos los toreros, aun a los más valientes, se les presentase en el momento de hacer el paseíllo alguien que pudiera garantizarles el dinero necesario para vivir aunque no fuese mas que un duro diario para toda la vida, no habría quien saliese al ruedo. 

Tampoco se torearía si hubiese que contratar las corridas dos horas antes de torearlas. Se torea porque los contratos se firman semanas o meses antes de tener que cumplirlos, cuando parece improbable que llegue la fecha en que habrá que salir al redondel a matar los toros. ¡Y la fecha llega siempre!

En 1915 estuve un poco chiflado. Leía mucho, sin orden ni concierto, haciendo grandes esfuerzos para comprender y digerir cuanto caía en mis manos y hundiéndome en una literatura retorcida y enfermiza que entonces estaba en boga. Recuerdo la penosa impresión que me produjo una obra de D'Annunzio, cuyo comienzo era la descripción de una escena macabra, en la que tiraban un cadáver al rio. 

Llegué a estar tan sugestionado por las lucubraciones literarias, que terminé pensando en suicidarme. 

Tenía en la mesilla de noche una pistola, y muchas veces la cogía, jugueteaba con ella y la acariciaba, dando por hecho de que de un momento a otro iba a disparármela en la sien. Terminaba guardando la pistola y diciéndome en son de reproche: "¿Para qué haces esas pantomimas si eres un cobarde, si no te vas a matar? ¡Si no es verdad que quieras suicidarte!".

¿Me abre vuelto loco?

En cierta ocasión me invitaron a visitar el manicomio del doctor Esquerdo, diciéndomie que había allí un enfermo que debía interesarme. Era un muchacho aficionado a los toros, que había contraído tal animosidad para conmigo y para con mi toreo, que se había vuelto loco de remate. Su obsesión era yo, según me dijeron, y los médicos que le tenían en tratamiento, al verle ya en la convalecencia, creyeron que acaso fuera conveniente a su salud el verme y hablarme sosegadamente, por lo que me invitaron a ir al manicomio. Fui una tarde con Sebastián Miranda y otro amigo. Preguntamos por el director y nos dijeron que no estaba, pero un empleado muy amable nos invitó a esperarle. Al poco rato de allí, viendo entrar y salir a unos individuos que no sabíamos si eran locos o loqueros, empecé a sentir cierto desasosiego.

¿A qué iba yo al manicomio? ¿Qué se me había perdido allí? ¿No sería que empezaba a estar un poco loco?

Me asaltó súbitamente la idea de que los amigos que me acompañaban me habían llevado con engaños al manicomio para dejarme allí encerrado., La cosa era tan absurda, que ni me atrevía a insinuarla, pero me llenaba de angustia. Sin poderlo remediar, miraba recelosamente a Sebastián Miranda, y dispuesto a no dejarme encerrar, estudiaba el modo de zafarme de los loqueros en el momento en que intentasen poner mano sobre mí. No sé lo que hubiera ocurrido si alguno inicia un movimiento mal hecho. La espera se prolongaba; vino un loco que hablaba alemán, y Miranda estuvo charlando con él en esta lengua; el loco se exaltó y Miranda también; me pareció entonces que el que estaba verdaderamente loco era mi amigo. Luego compareció un individuo que se puso a convencernos de que aquello era un cuartel general, y nos aseguró que acababan de concederle la cruz laureada. Alguien le llevó la contraria y el laureado se puso a dar grandes voces diciendo: «¡Aquí todos estamos locos!». Se me pasaron unas ganas terribles de gritar que yo no lo estaba. Tan poca seguridad tenía.

Por fin, vino el doctor y me presentó al muchacho que padecía la locura del antibelmontismo. Según parece, su obsesión le había llevado meses atrás a injuriarme freneticamente en las plazas, hasta el punto de que, torease yo bien o mal, tenían que sacarlo del tendido víctima de un terrible acceso de furor. Terminó padeciendo unos espantosos ataques de locura apenas le mentaban mi nombre. Luego, ya en el manicomio, cuando le hablaban de Juan Belmonte, se limitaba a guiñar un ojo y decir sarcásticamente: «Sí; pero Joselito...», y ponía los brazos en alto, haciendo ademán de banderillear.

Charlé mano a mano durante un buen rato con aquel infeliz monomaníaco, que me dio la impresión de estar definitivamente curado de su absurda enfermedad. Le dijeron quién era yo y no manifestó ninguna excitación. Parecía, en cambio, un poco avergonzado y confuso.

-Yo no tenía idea de cómo era usted - me decía, exculpándose-, y puede creerme que si le hubiera conocido y tratado, no le habría odiado tanto. ¡Cómo le odiaba a usted! -agregó con lágrimas en los ojos.

Aquello me produjo una impresión penosísima. No sabía qué hacer ni qué decir a aquel hombre. Sólo respiré a mis anchas cuando, al fin, conseguí verme en la calle.

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Me había apartado demasiado del objeto esencial de mi vida, arrastrado por esas sugestiones de tipo literario a que aludo. Estaba perdido en un dédalo de preocupaciones nacidas de mis desordenadas lecturas. Un amigo madrileño me ha recordado recientemente que una vez le desperté de madrugada, llamándole a conferencia telefónica desde Sevilla, para comentar con él una frase de D'Annunzio que acababa de leer. «El peligro es el eje de la vida sublime» era la gran frase dannunziana que tanto me había soliviantado. Como es natural, un hombre que se dispersa y extravía de este modo, no puede torear bien. 

 Seguía viviendo en la órbita de aquellos intelectuales, mis amigos, que tan fuerte atracción ejercían sobre mí. Además de Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Romero de Torres y Julio Antonio, conocí y traté a Dicenta, Répide, López Pinillos, Luis de Tapia y otros muchos escritores y artistas de fama. Por aquel tiempo fuimos a un tentadero en la finca de Aleas, en El Escorial, El Quemadello. Vino con nosotros aquel día don Ramón del Valle-Inclán, quien tomó parte también en la faena campera, jinete en un brioso caballo que regía diestramente con su único brazo y revestido de un sorprendente poncho mexicano. No olvidaré nunca la catadura extraña del gran don Ramón en aquella jornada, en la que galopó como un centauro o poco menos, y nos apabulló luego con sus profundos conocimientos del «jaripeo».

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Lo que más estupefacción le produjo fue un baúl lleno de libros que yo llevaba siempre conmigo. 

La nave de los locos

El barco aquel que se había proporcionado nuestro empresario era el más pintoresco y extraordinario que puede imaginarse. Como no estaba dedicado al servicio de pasajeros, no había cocinero ni más comida que las latas de conserva, con las que se hacía el rancho de la tripulación. Nos adueñamos, en vista de ello, de la despensa y la cocina, y cada cual se guisaba lo que quería. Los más mañosos de la cuadrilla cocinaban para los demás; los andaluces se hacían gazpachos; los vascos, bacalao a la vizcaína. La marinería terminó aficionándose a los platos regionales de la cocina española, y teníamos que guisar también para ellos. Un día, los marineros dieron con las cajas de vino de Jerez que llevaba Antoñito. Se lo bebieron y les hizo un efecto desastroso. Borrachos como cubas, aquellos pobres marinos perdieron súbitamente el respeto a la disciplina de a bordo, y cuando los jefes quisieron castigarlos, se insubordinaron y se hicieron dueños del barco. El capitán y los oficiales se refugiaron en el puente de mando y decidieron prudentemente esperar allí a que se les pasase la borrachera. La marinería y los toreros quedamos dueños del barco que toda aquella noche fue a la deriva por aquel inmenso mar, como uno de esos navíos de aventura que surcan las novelas de Salgari.

Lima era como Sevilla. Me maravillaba haber ido tan lejos para encontrarme como en mi propio barrio. A veces me encontraba en la calle con tipos tan familiares y caras tan conocidas, que me entraban deseos de saludarles.

La influencia norteamericana era todavía muy débil en la capital del Perú, que seguía siendo, ante todo y sobre todo, una ciudad andaluza llena de recuerdos coloniales y supervivencias españolas. 

Esa emoción que le hace a uno acercarse al toro con un nudo en la garganta tiene, a mi juicio, un origen y una condición tan inaprehensible como los del amor. Es más: he llegado a establecer una serie de identidades tan absolutas entre el amor y el arte, que si yo fuese un ensayista en vez de ser un torero, me atrevería a esbozar una teoría sexual del arte; por lo menos del arte de torear. Se torea y se entusiasma a los públicos del mismo modo que se ama y se enamora, por virtud de una secreta fuente de energía espiritual que, a mi entender tiene allá, en lo hondo del ser, el mismo origen. Cuando este oculto venero está seco, es inútil esforzarse. La voluntad no puede nada. No se enamora uno a voluntad ni a voluntad torea. 

En Cuba están prohibidas las corridas de toros y, aunque hay allí millares de españoles que rabian por ver torear, el Gobierno, dócil a las excitaciones de la Sociedad Protectora de Animales, persigue inflexiblemente cualquier intento de infracción. 

Hace quince o veinte años, gustaban todavía en España unas mujeres gordas y hermosotas, cuyo arquetipo eran las camareras de café. El ideal nacional en punto a mujer era el "peso pesado", y no parecía razonable que un torero popular como yo lo contrariase. Pasados quince años, cuando ya todas las mujeres de España se parecían a la mía, es difícil comprender los caracteres de escándalo público que tuvo entonces el insolente desacuerdo con el canon nacional de belleza en que estaba aquella señorita extranjera, arbitrariamente convertida en la esposa de un torero famoso. 

Resulta más difícil ser héroe en una hora que cumplir a lo largo de toda la vida con el deber que se nos ha impuesto. 

Me convencí pronto de que el hombre consagrado de por vida a una actividad que ha sido siempre su razón de ser no se satisface, ni mucho menos, cuando la riqueza le permite abandonar su lucha de muchos años. Uno cree que es desgraciado porque tiene que pelear sin descanso en su arte o su oficio y espera cándidamente que el día que tenga dinero será feliz descansando mano sobre mano; pero la verdad es que hay muy pocos hombres capaces de resignarse a ese bienestar burgués, que consiste en ver girar el sol sobre nuestras cabezas, bien comidos y bien descansados.

En Zumaya estuvo Zuloaga haciéndome su famoso retrato y me pasé el verano ante el caballete vestido de torero. 

En la vida social me muevo con torpeza. Tengo una instintiva repugnancia para esos convencionalismos que convierten al hombre en un autómata capaz de decir precisamente lo que en cada caso debe decir y de moverse con la exactitud de un aparato de relojería. 

En las grandes ocasiones siempre digo algo inconveniente. 

Decididamente, no sirvo ni para las ceremonias cortesanas ni para la etiqueta de las democracias. Es seguramente un estigma que me dejaron aquellos anarquistas del Altozano que iban conmigo a torear a Tablada las noches de Luna. 

Era feliz. Pero sólo al final de las novelas, y precisamente porque se acaban, se mantiene la ilusión de una felicidad perdurable. Empecé a tener miedo de ser feliz. 

Yo había invertido en tierras y ganadería el dinero que gané toreando. Era lo que se llama "un señorito terrateniente". Es decir, el hombre contra quien se iniciaba en España una revolución. 

Se había proclamado la República, y los campesinos de Andalucía se hacían la cándida ilusión de que había llegado la hora del reparto. 

Las cosas habían cambiado radicalmente. Aquellos mismos que al proclamarse la República no se atrevían a incautarse de mis caballos porque yo había ganado lícitamente mi capital, venían un año después a hurtármelos sin ningún escrúpulo teórico. 

Aunque el aparato terrorífico de la revolución era impresionante, la realidad revolucionaria era muy inferior a lo que aparentaba. Todo se reducía a los hurtos en el campo y a los sustos que los jornaleros daban a los propietarios que habían caciqueado o ejercido la usura; les pintaban cruces y calaveras en la puerta de sus casas; la clásica mano negra y la hoz y el martillo soviético marcaban cuanto poseían; les hurtaban todo lo que podían y, a veces, les desjarretaban el ganado. 

Lo verdaderamente dramático era la ruina de la economía campesina, determinada por las huelgas innumerables. Lo peor eran las huelgas por solidaridad. Cuando penosamente, a fuerza de discutir y regatear, se firmaban unas bases entre los propietarios y los jornaleros, venía una huelga por solidaridad, y la cosecha se quedaba en el campo. Los primeros años de la República han sido la ruina de los labradores. Pasará mucho tiempo antes de que el problema se resuelva. Yo he hecho incluso un ensayo de explotación colectiva. Pago su jornal a mis braceros, y al final les doy el cincuenta por ciento de los beneficios. Ni aun así he resuelto el problema. Ahora los braceros, no pudiendo pelear conmigo, pelean entre sí, y los de un término municipal pleitean incansablemente con los del otro. Mi ensayo de explotación colectiva terminará a farolazos. 

Me niego a que el Estado y el Municipio y la Diputación tengan ese concepto liberal de mi dinero. Pase que haya que torear para ayudar a unos infelices que, a fin de cuentas, forman el pedestal del torero. ¡Pero me niego a dar una sola verónica en beneficio del Estado!

Se decide el toro a embestir sólo cuando se le fuerza a ello. 

Hoy, al cabo de miles de años, todos nos comemos al toro. La bestia está dominada y vencida. 

Los toros de lidia son hoy un producto de la civilización. 

Juan Belmonte, matador de toros - Manuel Chaves Nogales


La calle es una buena síntesis del mundo. Lo que intuitivamente aprende el niño que se ha criado en su ámbito tumultuoso tardarán mucho tiempo en aprenderlo los niños que esperan a ser mayores en la desolación de los arrabales recientes o en el fondo de los viejos parques solitarios. Los niños que nacen en estas calles se equivocan poco, adquieren pronto un concepto bastante exacto del mundo, valoran bien las cosas, son cautos y audaces. No fracasarán.

Cuando la dignidad y la propia estimación le impiden a uno trepar, no queda más recurso que dejarse caer, tirare al hondón de una acritud anarquizante. 

Por lo mismo que tenían una postura anarquista, eran muy celosos de sus privilegios de grupo y no aceptaban como igual suyo al primero que llegaba. Para ganarme su voluntad, tuve que hacer duras pruebas. Lo primero era llevar tabaco siempre; aquellos rebeldes, de convicciones tauromáquicas insobornables, se dejaban sobornar, en cambio, por un cigarrillo. Luego, había que hacer al grupo los más penosos servicios. Ir a los recados, secundar en el sitio de peligro sus burlas sangrientas y hacer grandes caminatas para averiguar si había toros en las dehesas y cerrados.

Tenía aquella gente un sistema para practicar el toreo. Lo clásico del aficionado era ir a las capeas y conseguir permiso de los ganaderos para tirar algún que otro capotazo en los tentaderos, siendo con su miedo y su inexperiencia el hazmerreír de los señoritos invitados. A la pandilla de San Jacinto le parecía todo aquello poco digno. Ellos se echaban al campo a torearle los toros al ganadero sin su venia, contra los guardas jurados, contra la Guardia Civil y contra el mismísimo Estado que, armado de todas sus armas, se opusiese. Eran los enemigos del orden establecido, los clásicos anarquistas. Andando el tiempo, aquellos rebeldes de San Jacinto han conservado en la vida la misma postura anarquizante que tenían en el toreo. A casi todos he tenido que mandarles dinero y tabaco a la cárcel, donde han ido cayendo, uno tras otro, en calidad de extremistas peligrosos.

Yo no vivía más que para el toreo. Mi casa iba de mal en peor, y la miseria nos iba a los alcances. Mi padre se cargaba de hijos, a los que difícilmente podía mantener con su menguado y claudicante negociejo, y yo, que era el mayor, me desentendía de aquella catástrofe familiar, indiferente a todo lo que no fuese mi pasión por los toros y la sugestión que sobre mí ejercía aquella pandilla de torerillos a la que, con alma y vida, me había unido. La fascinación que aquel grupo de amigotes me producía, sólo pueden comprenderla quienes en la adolescencia hayan caído fervorosamente en uno de esos núcleos juveniles que, por disconformidad con el medio, se forman en torno a un misticismo cualquiera, social, político o artístico, y que con su prestigio revolucionario absorben íntegramente al hombre nuevo.

Cuando llegábamos a Tablada, la Luna clara bañaba en leche azul la dehesa. Al aproximarnos al cerrado enmudecíamos; los remos trabajaban sordamente con lentas paletadas hasta que la barca se quedaba varada en el limo. Uno saltaba a tierra primero para explorar el terreno. Nadie. Desembarcábamos todos y avanzábamos por el cerrado salvando la cerca de alambre de espino. Los cardos y las jaras nos tapaban. Caminábamos cautelosamente por la dehesa, cuando de improviso escandalizaba la noche el esquilón abaritonado de un cabestro.

Fue maravilloso. Cada cual se quedó, como si fuera de mármol, en la postura en que le cogió la advertencia.
 Desnudos, inmóviles, apiñados y sosteniendo en alto el cuerpo exánime de nuestro camarada, debimos componer un curiosísimo grupo escultórico. El miedo nos dio una rigidez sorprendente. Había uno al que le cogió con el brazo levantado, y así se estuvo quieto, quieto, como si lo tuviese fundido en bronce.

El toro, sorprendido, nos miraba de hito en hito. Avanzó lentamente. Se azotaba con el rabo los ijares, acechando la provocación del más leve ademán. Nosotros, ofreciéndole impasibles nuestros cuerpos desnudos bañados por la Luna, permanecimos como si fuésemos estatuas. Dio el toro unos pasos más, nos miró, volvió a mirarnos, cada vez más extrañado ante aquel raro monumento escultórico en carne viva erigido en sus dominios. El maldito animal no acababa de convencerse. Cuando parecía que se iba, volvía otra vez la cabeza. Y así toda una eternidad, hasta que definitivamente volvió grupas aburrido, y arrancando sus pezuñas del fango, una a una con una lentitud desesperante, se alejó.

Así discurria nuestra ociosa existencia. Gente mal avenida  con el mundo, desvergonzada, con un agudo sentido del ridículo y la intima desesperación de sentirse repudiada. tomábamos un aire agresivo y arisco que debía hacernos antipáticos. Lo mejor y más estimable de nuestra pandilla era el trance heroico, la aventura de la noche, la lucha en campo abierto con los máusers de la Guardia Civil y los cuernos de los toros. Lo peor, aquella actitud rebelde, agria, díscola, de grandullones ociosos y desesperados, para quienes todo era motivo de burla. La vida era dura con nosotros, y nos vengábamos de ella escupiendo nuestro desprecio a la cara de las gentes que eran como Dios manda. Éramos unos «malanges», unos aguafiestas. Íbamos en pandilla a los bautizos que se celebraban en los corrales de Triana a «meter la pata», buscábamos camorra al padrino, nos bebíamos el vino y escandalizábamos a las mocitas. 

Los de la pandilla de San Jacinto no íbamos a los tentaderos. Nos parecía humillante ir con nuestra inexperiencia y nuestro miedo a servir de diversión a los señoritos invitados por el ganadero. Era más decoroso hacer el aprendizaje en pleno campo, a solas con el toro y las carabinas de los guardias. 

Cuando me di cuenta de que el animal, abierto de patas, se humillaba fulminado por el acero, me sentí feliz. ¡Qué alegría! Veía maravillado que el toro rodaba sin puntilla, y simultáneamente, a través del aturdimiento que me producía la cortina de sangre caída sobre mis ojos, llegaba hasta mí un confuso ruido, semejante al de una tempestad lejana. Sentía los golpes isocronos de la sangre caliente cayéndome por la mejilla, a medida que aquel estrépito crecía y se acercaba. ¡Me aplaudían! Alcé la cabeza. Me sujeté con los dedos aquel pingajo de carne que me caía sobre el ojo, y procuré sonreír a la multitud. ¡Nunca he agradecido tanto una ovación! Me llevaron a la enfermería. Como no había más torero que yo, se suspendió la corrida hasta que me curasen. Caí en manos de un cirujano expeditivo, que se aplicó a la previa desinfección de la herida por un inusitado procedimiento. Mandó traer una botella de gaseosa, que se empinaba para coger unas grandes buchadas, con las que me espurreaba la cara. Después de espurrearme bien la herida y todo el rostro con aquel líquido dulzón y pegajoso, mezclado con sus babas, consideró que la desinfección era perfecta, y procedió a curarme. Le trajeron una aguja de coser sacos, con su ancha punta doblada; me levantó la piel caída a colgajo, unió los bordes y me los cosió como quien cose una estera. Me dejó una cicatriz innecesaria para toda la vida. Luego me vendaron aprisa y corriendo, porque el público se impacientaba, y me soltaron otra vez en el ruedo.

Aquella temporada de 1913 fue la más dramática de mi vida taurina. A raíz de mi debut en Madrid comenzó la lucha furiosa de mis entusiastas y mis detractores. Creo sin jactancia que fue aquélla una de las épocas más apasionadas del toreo. La gente llenaba las plazas esperando o temiendo que me matase un toro en cualquier momento, y aquella cédula de presunto cadáver que me habían extendido los técnicos al negarse a aceptar que fuese posible torear como yo lo hacía, provocaba tal tensión de ánimo en torno a mi figura, que con el menor pretexto se desataban los más frenéticos apasionamientos de la multitud.

Mis amigos los intelectuales
La misma noche que entré en Madrid fui a caer en el Café de Fornos, y me senté casualmente junto a una tertulia de escritores y artistas que allí se reunían habitualmente. Formaban parte de aquella tertulia el escultor Julio Antonio, Romore de Torres, don Ramón Del Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Sebastián Miranda y algunos otros. 

Aquella misma noche, Sebastián Miranda estuvo haciéndome un apunte, y desde aquel momento trabamos amistad. Fui después a visitarle a un estudio que tenía en la calle de Montalbán, y me sentí fuertemente atraído por la vida extraordinaria de los artistas y los escritores, que para mí estaba envuelta en una aureola bohemia y romántica. Procure desde el primer momento ganarme sus simpatías, y vi maravillado que me las otorgaban con largueza. Yo iba al estudio de Miranda, me colocaba discretamente en un rinconcito y los oía discutir poniendo mis cinco sentidos en comprender lo que decían. No era floja tarea: empezó entonces para mí la dificil gimnasia mental de pasarme horas y horas oyendo hablar de cosas que no entendía. Pronto fui haciéndome mi composición de lugar y creí descubrir a través de las diferencias de estilo y lenguaje una extraña semejanza entre aquellos artistas y escritores de espíritu rebelde y los anarquistas de la pandilla de Triana. Algo era común a unos y otros.
El esfuerzo de comprensión que tuve que hacer fue grandioso. Venir de robar naranjas por las huertas de los alrededores de Sevilla a sentarme en aquel cenáculo de artistas gloriosos, que discutían abstrusos problemas de filosofía o estética, era una transición demasiado brusca, y yo pro| curaba extremar mi discreción. Ellos me animaban con su benevolencia, pareciéndoles seguramente que mi conducta y mis palabras eran siempre demasiado prudentes para ser mías, es decir, de un torerillo semianalfabeto. Llegué a no hallarme a gusto más que entre aquellas gentes, tan distintas de mí, y muchas noches me quedaba incluso a dormir en el estudio de Miranda. Me subyugaba la fuerte personalidad de aquellos hombres: Julio Antonio, Enrique de Mesa, Pérez Ayala y, sobre todo, Valle-Inclán.

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 La coleta seguía siendo lo que más extrañaba de mi persona desde que salí de España. En la peluquería del Imperator, el peluquero, un alemán típico, se sorprendió mucho al tropezar con ella en mi cabeza. El hombre quiso bromear haciendo ademán de cortármela, y yo simulé que me enfurruñaba. Los peluqueros alemanes dan jabón debajo de la nariz, no con la brocha, sino con el dedo, y cuando aquel buen hombre me pasó por el labio superior el dedo untado de jabón, le tiré un mordisco, fingiendo con muchos aspavientos una rabia y una indignación que estaba lejos de sentir. El terror de aquel hombre fue de una comicidad extraordinaria. Para él los toreros españoles serán ya siempre unas alimañas que muerden a los honrados barberos.

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Nueva York


Cuando entramos en el puerto de Nueva York, estuve  presenciando desde la toldilla el desembarco de los centenares de emigrantes que habían hecho el viaje ocultos en me panza del Imperator. Era un rebaño de gente miserable,  judíos y polacos en su mayoría, que se apretujaban en las  pasarelas guardadas por la policía como el ganado se apelotona en la mangada. Aquellos desdichados se abrían paso lentamente, cargados con sus míseros petates y arrastrando a sus mujeres y sus hijuelos hasta llegar al lugar donde los agentes de admisión los examinaban rápidamente, como los veterinarios examinan a las reses que van al matadero, y sin contemplaciones aceptaban a unos y rechazaban a otros. Los policemen, altos y fuertes, separaban violentamente a los padres de los hijos y a las mujeres de sus maridos, insensibles a los gritos y protestas de aquellos infelices, cuyas quejas eran en aquella batahola tan débiles como el balido de las ovejas azuzadas por los mastines. 
 No sé por qué me desconcertó profundamente aquel espectáculo. Miré con rabia los gigantescos rascacielos que proyectaban sus sombras monstruosas sobre el puerto y entré en Nueva York con una extraña sensación de miedo. Yo no había visto nunca tratar así a la gente. Me horrorizaba pensar que pudiera verme humillado de aquel modo. Y desembarqué apretando en el bolsillo nerviosamente una pistola que me había comprado en París.
Por Nueva York anduve con mi pistola en el bols aparato fotográfico en bandolera. Yo había visto que todos los turistas llevaban una máquina de hacer fotografías y no quería ser menos. Me encontré con un sevillano pintoresco que andaba por allí viviendo a salto de mata; era un in audaz y gracioso, que me sirvió de cicerone. Con él fui al barrio chino una noche y anduvimos olisqueando por los fumaderos de opio. Nunca me han mirado con tan malos ojos como los que nos echaban aquellos chinos tristes y sucios cuando mi paisano y yo nos parábamos bromeando a la puerta de sus inmundas viviendas. Ya de madrugada nos sacó de allí con muchos aspavientos una ronda de policía con la que topamos.

Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cemento, puentes y rascacielos era una ciudad. Va un hombre por una calle de Sevilla pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él, llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con quien se cruza: «¡Adiós, Rafaé...!», y da gloria verlo y es un orgullo ser hombre y pasar por una calle como aquélla y vivir en una ciudad así.
Pero aquí en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?

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En México perdí la cabeza, y creo que cuando volví a España estuve un poco loco durante algún tiempo.

Me rodeaban los personajes más sorprendentes. Me hice íntimo amigo de unos muchachos muy ricos y muy juerguistas, que organizaban verdaderas bacanales, derrochaban el dinero a manos llenas y bebían como locos. A mí no me gustaba beber, y aquellos compadres, cuando yo me resistía a continuar con ellos rodando por las borracherías de México, se llevaban a un representante mío que bebía en mi nombre. Este representante era, naturalmente, Calderón. A veces, después de llevarse toda una noche de juerga, se me presentaban por la mañana en el cuarto del hotel borrachos como cubas, y se ponían a dar zapatetas y a decir cosas incongruentes mientras yo, desde la cama, les miraba asombrado. Cada día me afirmaba más en mi creencia de que en México todos estaban locos.

Manuel Chaves Nogales - Crónicas (Octubre, 1934)

(Extractos)

La organización del ejército rojo en Asturias
(Ahora, 24 de octubre de 1934)

Es cierto, rigurosamente cierto, que la rebelión ha tenido esta vez caracteres de ferocidad que no ha habido nunca en España. Ni siquiera durante la gesta bárbara de los carlistas hubo tanta crueldad, tanto encono y una tan pavorosa falta de sentido humano. Todo cuanto se diga de la bestialidad de algunos episodios es poco. Dentro de cien años; cuando sean conocidos a fondo, se seguirán recordando con horror. La revolución de los mineros de Asturias, fracasada, no tiene nada que envidiar, en punto a crueldad, a la revolución bolchevique triunfante. No creo que los guardias rojos de Lenin se echasen sobre la burguesía rusa con tan terrible ímpetu. Asturias en dos semanas ha quedado arrasada para mucho tiempo. Pasarán varios lustros antes de que pueda levantar cabeza si España entera no acude en su auxilio. Oviedo, la ciudad muerta, recuerda, apenas se entra en ella, aquellas ciudades del frente occidental devastadas por el fuego cruzado de dos ejércitos potentísimos. Más de sesenta edificios destruidos totalmente - la' mayor parte de ellos, en el corazón de la ciudad y el medio millar de muertos habido en el casco de la población y los alrededores dicen elocuentemente lo que ha sido la revolución.

El más duro apóstrofe contra los revolucionarios se lo he oído a un hombre que indudablemente estuvo con un fusil en las manos disparando contra la fuerza pública. En cambio, el más explícito reconocimiento del humanitarismo de algunos rebeldes me lo hacía con lágrimas en los ojos un rico hacendado al que han arruinado totalmente. Este hombre, que se pasó diez días sitiado en una casa, desde la que estuvo haciendo fuego bravamente contra los revoltosos, mientras estos cogían como rehenes a su mujer y a su hija y las amenazaban con ahorcarlas, me contaba cómo los guardias rojos que las custodiaban se apiadaron de ellas, y cuando, a punto de llegar las tropas, los cabecillas quisieron dar muerte a los rehenes, ellos se opusieron, y por salvarles la vida lucharon con sus propios partidarios.

Hubo uno de aquellos guardias rojos que, viendo la partida perdida en el seno del comité revolucionario, se fue a la prisión y sigilosamente entregó a los prisioneros varias armas, entre ellas una ametralladora, y les advirtió:

- Quieren mataros. Defendeos con estas armas. Cuando vengan a buscaros vended caras vuestras vidas. Es la única solución. Ya os ayudaremos.

Mientras tanto, el comité revolucionario organizaba
el titulado Estado comunista. De momento, la única tarea gubernativa consistía en requisar géneros. Empezaron mandando emisarios con vales a las tiendas; pero como los tenderos, si no se atrevían a oponerse, por lo menos ensayaban una resistencia pasiva bastante eficaz, terminaron extendiendo órdenes de requisa y llevándose los géneros a una cooperativa revolucionaria, a cuyas puertas empezaron a formarse las inevitables colas.

Dos revoluciones en quince días desatadas sobre la región asturiana (25 de octubre de 1934)

En las primeras intentonas de esta utópica revolución social que España está padeciendo no mataban a los guardias. Ni siquiera les hacían prisioneros. Ahora, ante los escombros humeantes de las casas cuartel de la Guardia Civil y los cadáveres de los guardias sacrificados, recuerdo aquellas horas de comunismo libertario en un pueblecito andaluz, La Rinconada, cuando los revolucionarios triunfantes perdían el tiempo en discutir si debían o no encarcelar a los vencidos defensores del Estado burgués, para decidirse, al fin, por soltarlos, consecuentes con sus teorías, que no les permitían convertirse en carceleros. Más tarde, cuando, después de lo de Casas Viejas, vino aquella otra intentona de La Rioja, ya entonces estaban decididos a matar a los guardias. Pero, a pesar de esta decisión, no lo consiguieron porque los guardias tenían unos fusiles y sa v bían usarlos certeramente. Cuando en San Asensio, A Briones, Raro, Cenicero y otros muchos pueblos riojanos los revolucionarios pusieron cerco a los cuartelillos de la Guardia Civil y aprendieron que los guardias no se rendían tan fácilmente ni sus vidas eran tan baratas como ellos habían creído, señalaron la táctica que habían de seguir en la próxima intentona los mineros asturianos.

Y aprovecharon bien la lección. Los mineros de Asturias, al levantarse en armas el día 5 de octubre, iban decididos a acabar con la Guardia Civil a todo trance. Se habían provisto de cantidades enormes de dinamita y en veinticuatro horas —cuarenta y ocho, a lo sumo- todas las casas cuartel de la cuenca minera habían sucumbido y sus heroicos defensores habían sido asesinados. Este designio de aniquilar a la Guardia Civil lo han logrado en Asturias los revolucionarios.

Con la población civil han cometido grandes tropelías, indudablemente; pero, desde luego, muchas menos de las que en buena lógica podía suponerse. Me atrevería a afirmar que casi todas las víctimas de la revolución lo han sido por motivos de venganza personal pura y simple, no porque la revolución triunfante se haya dedicado a la tarea de cortar las cabezas de sus odiados enemigos de la burguesía, según reza la tradicional amenaza.

El gobierno del nuevo Estado

Por lo visto, todo lo que tenían que hacer esos hombres, que no han vacilado ante el sacrificio de millares de vidas, era distribuir a su antojo esos papelitos con los que la gente hacía cola a la puerta de las tahonas y las zapaterías. Ha sido esto lo único que ha hecho el nuevo gobierno revolucionario, sin advertir que esta tarea era absolutamente superflua. El racionamiento de la población civil lo hicieron los bolcheviques en los primeros momentos de su revolución sencillamente porque había en Rusia una terrible escasez, y los víveres, ocultos por los especuladores desde hacía muchos meses, no podían distribuirse de otro modo. Es, sencillamente, pintoresco el complicado racionamiento de una población normalmente abastecida en las primeras horas de un movimiento revolucionario, cuando las tiendas, bien provistas, tenían sus puertas abiertas, y todo aquello respondía únicamente a un absurdo mimetismo, una grotesca simulación que convertía el movimiento en una tragicomedia bárbara.

      Ya veríamos lo que hubiesen hecho los revolucionarios, que tan orgullosos se muestran de su sistema de bonos para la distribución de los víveres, cuando a los tenderos se les hubiesen acabado los géneros. De momento, mientras había pan en las panaderías y zapatos en las zapaterías, panaderos y zapateros los daban de grado o por fuerza, con la esperanza de que alguna vez acabaría aquello. Hubiera sido curioso saber qué planes tenían los comités revolucionarios de los pueblos para dar de comer a los vecinos cuando a los tenderos se les hubiesen acabado los géneros.
     Rastreando pueblo por pueblo, no he encontrado más indicio de la actuación de los comités revolucionarios que este. Las masas sublevadas asesinaban a los guar. dias, encerraban en las Casas del Pueblo a los represen. tantes de la burguesía, que arbitrariamente trataban de fascistas; satisfacían con verdadera saña algunas venganzas personales, incendiaban tal o cual palacio o iglesia y luego se ponían a repartir bonos contra los tenderos. Al cura de La Felguera le quemaron la iglesia, y luego le mandaron cuidadosamente cada día los bonos de pan necesarios para él y para su hermana.

Publicar unos encendidos manifiestos plagados de imágenes literarias lamentables y con tal prosopopeya, que parece mentira que haya habido hombres que hayan asesinado y se hayan hecho matar por tales estímulos. 
«Estamos creando una nueva sociedad», dice un manifiesto del comité revolucionario de La Felguera publicado el día. No he podido todavía encontrar un solo indicio de la gestación de esa nueva sociedad. No es que yo crea que pudiesen crearla; es que tengo la convicción de que ellos tampoco lo creían y no se molestaban en hacer nada para lograrlo. 

Dos revoluciones en quince días

             Los quince días que los revoltosos han sido dueños de los pueblos mineros han bastado para que fracasase la primera revolución y se hiciese una segunda. La primera estuvo dirigida por los socialistas; constituidos en todos los pueblos los comités revolucionarios a base de la Alianza Obrera, formando parte de ellos, por lo general, dos socialistas, dos sindicalistas y un comunista, se empezaron a repartir los bonos de víveres, se encarceló a los representantes de la autoridad y a algunos burgueses significados, se incendió alguna iglesia y se esperó el curso de los acontecimientos en los que ellos llamaban frentes de combate. La lucha iba mal para los revolucionarios. Las columnas militares estrechaban el cerco y los mineros que voluntariamente iban a pelear a la línea de fuego los primeros días, empezaban a desertar. La rebelión estaba dominada en toda España y las noticias eran desalentadoras.

            Hubo, pues, dos revoluciones en quince días; es decir, hubo muchas más, porque en cada pueblo los titulados guardias rojos defendían un tipo de nuevo Estado absolutamente distinto. En Sama, por ejemplo, se implantó el socialismo integral. A tres kilómetros de allí, en La Felguera, lo que triunfaba era otra cosa: el comunismo libertario.

Hay que poner las cosas en su punto (26 de octubre de 1934)

La crueldad suficiente

Como buenos teorizantes del marxismo, los cabecillas de la revolución practicaron lo que ellos llaman «la crueldad suficiente». Asesinaron sin piedad a los guardias civiles porque, dado el espíritu de este cuerpo, necesitaban asesinarlos para tomar ellos el Poder. No asesinaron a más gente porque no era necesario. Este es su punto de vista. Una vez dueños de la situación en toda la cuenca minera, no se produjeron más crímenes; no los necesitaban para entregarse a aquella tarea de los vales y las requisas a la que se dedicaron.

Pero a los cuatro o cinco días de haberse instalado en los Ayuntamientos o en las Casas del Pueblo los comités revolucionarios hubo un momento de crisis en la revolución. España no secundaba el movimiento; las tropas venían; Oviedo resistía aún. En este instante, el dia 11 o el 12, los primitivos Comités revolucionarios se consideraron derrotados e iniciaron la desbandada. Acto seguido apareció en primera fila la fuerza revolucionaria de las juventudes, que tomó de las manos de los viejos dirigentes las riendas del movimiento. Estas juventudes, trabajadas por una propaganda soviética intensísima, conocían al dedillo la casuística de la táctica revolucionaria comunista y, según sus patrones rusos, fielmente seguidos, determinaron que era llegado el momento de salvar la revolución por el terror. Decretaron, pues, el terror, y la primera medida a ponerse en práctica, según sus textos, era el fusilamiento de los rehenes tomados a la burguesía. Tengo la impresión de que así se dispuso, no sé si por una orden superior o por tácito acuerdo de los nuevos comités de cada pueblo. Del 12 al 13 de octubre, si los revolucionarios hubieran sido esos autómatas de la revolución que ellos creían ser, hubieran perecido en Asturias centenares de seres: inocentes. Pero, felizmente para España, la calidad de español es todavía más fuerte que ese ciego doctrinarismo marxista que convierte a los hombres en autómatas. Cuando, según rezaba la tabla revolucionaria, los rehenes debían haber sido ejecutados, surgieron unos centenares de revolucionarios en los que fue más fuerte el sentido nacional de lo humano que el sometimiento a una táctica implacable, y se opusieron a que aquellos horrendos crímenes se perpetraran. Conozco detalladamente el curso de este episodio de la revolución en diez o doce pueblos. Los miembros del primer comité luchan con los del segundo comité para salvar la vida de los prisioneros. En todos lo consiguen, menos en uno, en Turón, donde la inhumana sentencia se cumple inexorablemente, y los rehenes -el director de la mina, unos capataces, unos religiosos y unos militares- son fusilados fríamente junto a las tapias del cementerio. He hablado largamente con el sepulturero de Turrón. 

Lo que no debe quedar vivo bajo los escombros (27 de octubre de 1934)

Lo que no puede ser

Pero esto no quiere decir que los revolucionarios, vencidos por la fuerza de las armas, se consideren moralmente vencidos, que sería lo único que acabaría definitivamente con esta pesadilla de la utópica revolución social, que desde hace tres años sacude a España estúpidamente. Ese ademán del guardia rojo que, al darse por vencido, tiende un cigarro a su enemigo y le despide diciendo «otra vez será», no es posible. Tengo a la vista los manifiestos editados el día 18 por el comité provincial revolucionario de Asturias y por algunos comités locales, en los que se leen frases como estas: «Estimamos necesaria una tregua en la lucha, deponiendo las armas en evitación de mayores males...»; «es un alto en el camino...»; «nos creemos, por el momento, vencidos, pero no eliminados para continuar actuando y laborando para un golpe más certero...»; «rendidas por completo las fuerzas de combate y agotada la munición, nuestra única misión es deponer por un tiempo prudencial nuestra actitud y seguir en la siembra, laborando y abonando...».

No, esto no puede ser. A que no sea debe tender desde ahora mismo la acción del gobierno, de este y de todos los que puedan sucederle, de la derecha y de la izquierda, de Fulano o de Mengano. Esto, no.

Cuando escribo tengo a la vista el pavoroso aspecto de las calles céntricas de Oviedo. Da la impresión de na ciudad en ruinas, devastada por un ejército invasor un seísmo espantoso. Manzanas enteras de soberbios hicios se han venido abajo por la explosión de toneladas de dinamita. ¿Cómo ha sido posible que esto llegara a producirse? ¿Es que va a ser posible otra vez algún día?...

El martirio de Oviedo bajo el imperio de la dinamita (Ahora, 28 de noviembre de 1934)

No creo que haya habido una ciudad en la que una revolución haya hecho tantos destrozos como la rebelión de los mineros ha causado en Oviedo. Las referencias que se tienen de la lucha revolucionaria en las calles de Petrogrado y Moscú en 1917, de las devastaciones de la guerra civil en Ucrania y de las revoluciones comunistas en Alemania y Hungría no acusan un porcentaje tan elevado de edificios destruidos, de tesoros artísticos perdidos y de vidas humanas sacrificadas. Costó mucho menos implantar el bolchevismo en las calles de Moscú de lo que ha costado a Oviedo resistir a los mineros. Aquellos famosos diez días «que conmovieron al mundo» fueron positivamente menos espantosos que los diez días de la revolución en Oviedo.

Este récord de destrucción lo explica sobradamente una cosa: la dinamita. Las cantidades de dinamita de que han dispuesto los revolucionarios son fabulosas. En cualquier rincón de Asturias, en la última aldehuela, aparecen todavía camiones cargados de toneladas de dinamita. Si toda ella la hubiesen utilizado, no habría quedado en Oviedo piedra sobre piedra.

Cuando llegue la hora de aquilatar las responsabilidades últimas de lo ocurrido en Asturias, esta de la dinamita será una de las que más estrechamente deberá depurarse. La gente se preocupa de los alijos de armas, de las compras de fusiles en el extranjero y de los saqueos de las fábricas militares; pero acepta como un hecho lógico y natural que los mineros tuviesen esas cantidades ingentes de dinamita, olvidando que el martirio de Oviedo no hubiera sido posible sin las reservas de explosivos de que disponían los revolucionarios.

Yo no sé cómo puede evitarse que los mineros tengan la dinamita que se les antoje en un momento dado; pero estoy absolutamente seguro de que si se quisiera se evitaría. Lo contrario es resignarse a que una ciudad, una región, un país entero estén a merced del coraje de unos millares de mineros arrastrados por una estúpida propaganda revolucionaria.

Objetivo: París - Antony Beevor

Objetivo: París
(Extractos)

El 31 de julio, el 3. ejército del general Patton comenzó, en Avranches, la salida de Normandí­a. Su ala derecha envolvió a las fuerzas alemanas desde el oeste y llevó a los Aliados a Argentan, a 167 kilómetros de Parí­s.

Al parecer del general De Gaulle, existí­a una sola formación que mereciese el honor de liberar la capital de Francia: la Deuxième Division Blindée, la 2ª División blindada francesa, a la que se conocí­a como la «2e DB». Estaba al mando del general Leclerc, nombre de guerra de Philippe de Hauteclocque.

La 2e DB era mucho más numerosa que la mayoría de las divisiones, pues contaba con dieciséis mil hombres, equipados con uniformes, armas, camiones semioruga y tanques Sherman (todo proporcionado por los estadounidenses). Estaba constituida en su mayor parte por hombres que habí­an seguido a Leclerc desde Chad y habí­an cruzado el Sáhara para sitiar la guarnición italiana acantonada en Koufra y unirse por último a los británicos. Entre sus filas había miembros regulares del Ejército metropolitano, incluidos soldados de caballería de Saumur, españoles, marinos sin embarcación, árabes del Africa meridional, senegaleses y colonos franceses que nunca habí­an pisado con anterioridad el suelo de Francia. Una de sus compañías la 9ª, recibía el nombre de la nueve porque estaba llena de republicanos españoles, veteranos de batallas aún más cruentas. El batallón, como no podía ser menos, estaba capitaneado por Comandante Putz, el más respetado de todos los mandos de batallón con que contaban las Brigadas Internacionales. La división de Leclerc constituí­a una mezcla tan extraordinaria de gaullistas, comunistas, monárquicos, socialistas, giraudistas y anarquistas unidos por una misma causa, que el general De Gaulle no pudo menos de concebir una visión optimista en exceso del modo en que se unificarí­a la Francia de posguerra en torno a su liderazgo.

Cuando De Gaulle regresó a Francia desde Argel el 29 de agosto, hubo de afrontar una noticia sumamente inquietante: en París se habí­a iniciado un levantamiento, de inspiración sobre todo comunista, y los ejércitos aliados no estaban en situación de acudir en su apoyo.

Cierto grupo juvenil comunista del 18º arrondissement («distrito»), por ejemplo, enviaba a las muchachas de la agrupación a seducir a los soldados enemigos por la zona de Pigalle y atraerlos a un callejón en el que esperaban jóvenes camaradas varones que los molían a palos para después quitarles las armas.

Treinta y cinco jóvenes de la Resistencia cayeron de cabeza en una trampa al dejarse engañar por un agent provocateur que trabajaba para la Gestapo y prometió que les proporcionaría una remesa de armas. Cuando llegaron al lugar de encuentro se vieron rodeados por el enemigo, que los sometió a una brutal tortura en el cuartel general de la Gestapo, sito en la rue des Saussaies, antes de ejecutarlos.
De cualquier modo, el coronel Rol-Tanguy no se dejó impresionar por quienes le aconsejaban actuar con prudencia. Aquel día, los FTP dieron órdenes de requisar vehículos y blindarlos, y como si el Parí­s de 1944 pudiese compararse con el Madrid o la Barcelona de julio de 1936. Al día siguiente se sembró la ciudad de carteles que llamaban a la huelga general y «l'insurrection libèratrice».

Mientras se preparaban para partir, los alemanes hubieron de soportar las miradas tan directas como desdeñosas de los grupos de parisinos que habí­an pasado cuatro años fingiendo no verlos. Sin embargo, cierto destacamento de soldados no dudó en abrir fuego contra la multitud que se burlaba de sus integrantes en el bulevar Saint Michel. Sylvia Beach, fundadora de la librería Shakespeare & Company, describió a los parisinos que, jubilosos, agitaban a su paso escobillas de retrete.

Un grupo de soldados, siguiendo tal vez las órdenes de uno de sus jefes, se dedicó a cargar en una serie de camiones el contenido de las bodegas de vino del Cercle Interallié, un importante club privado. Otros vehí­culos militares y civiles, entre los que había incluso ambulancias y un coche fúnebre, acabaron hasta los topes de todo lo que pudiese tener algún valor: mobiliario de estilo Luis XVI, medicinas, obras de arte, piezas de maquinaria, bicicletas, alfombras enrolladas y alimentos. 


También se dieron violentos tiroteos en otras partes de Parí­s: las fuerzas de la Resistencia tendían emboscadas a los vehículos de la Wehrmacht, y sus ocupantes respondían al ataque. En la margen izquierda del río, frente a la isla de la Cité, la lucha se tornó en particular encarnizada. En total hallaron la muerte cuarenta alemanes aquel día, en tanto que setenta fueron heridos; los parisinos pagaron con ciento veinticinco muertos y casi quinientos heridos.' La Resistencia habí­a empezado la batalla con tan poca munición que apenas si les quedaban reservas a la caída de la tarde.

El alto el fuego no se respetó, debido en parte al caos en que se hallaban sumidas las comunicaciones; aunque el edificio resistió, de algún modo, durante dos dí­as merced a la tolerancia o la deferencia del general alemán. Los insurgentes, llevados de un peligroso optimismo, consideraron este hecho equivalente a una prueba de la victoria. Los continuos ataques no sólo provenían de grupos demasiado exaltados de jóvenes comunistas los gaullistas, en su empeño por restaurar la «legalidad republicana», necesitaban tomar tantos edificios como les fuera posible. El 20 de agosto, los dirigentes del Consejo Nacional de la Resistencia se apoderaron del ayuntamiento, en el transcurso de un operación que dejó fuera a los comunistas de manera deliberada.

Durante los cuatro días que siguieron, los alemanes acribillaron los muros de la Casa Consistorial con fuego de ametralladora; pero en ningún momento llegaron a efectuar un ataque decidido, lo que hubieron de agradecer los insurgentes, por cuanto no contaban más que con cuatro ametralladoras y un puñado de revólveres.

El 21 de agosto se reunía el Consejo Nacional de la Resistencia para hablar de la tregua en una sesión tensa y amarga en la que prevalecía la opinión de los comunistas. Al final se decidió cancelar el alto el fuego al dí­a siguiente, y los gaullistas se vieron de nuevo obligados a seguir a los comunistas con tal de evitar una guerra civil.

Desde la llegada de las primeras noticias del levantamiento en París dos dí­as antes, al general Leclerc le había resultado difí­cil reprimir su impaciencia y su frustración. Sus comandantes estadounidenses no daban muestras de estar dispuestos a avanzar en dirección a la ciudad. Eisenhower pretendía dejar la capital francesa en manos de los alemanes durante algunas semanas más, lo que permitiría a Patton perseguir al enemigo derrotado a través de la Francia septentrional, y tal vez incluso atacar a la derecha hasta llegar al Rin aprovechando su desorganización momentánea. Si los norteamericanos debí­an liberar París y responsabilizarse por ende de alimentar la ciudad, no dispondrían ni del combustible ni de los transportes necesarios para respaldar el avance de Patton. No obstante, para Gaulle y Leclerc, Parí­s constituía la puerta del resto de Francia y un levantamiento encabezado por los comunistas podría desembocar, según temí­an, en una nueva Comuna de París, lo que llevarí­a a los estadounidenses a intervenir para imponer su AMGOT a la nación.


La primera llamada a la insurrección por parte de los comunistas franceses de París se había producido dos semanas antes de que el general Bor-Komorowski hubiese iniciado el malhadado levantamiento de Varsovia ante los avances del Ejército Rojo. Con todo, el apremio por hacer la revolución surgido en Francia durante el verano de 1944 se originó como una reacción espontánea en el interior de las filas comunistas, y no como realización de un plan trazado por el Kremlin. La cúpula política oficial del Partido Comunista francés perdió toda autoridad sobre los acontecimientos. Maurice Thorez se hallaba en Moscú, y su lugarteniente, Jacques Duclos, escondido en el campo, ejercía muy poca influencia sobre el brazo armado del partido, los FTP. Paralizado por la ineficacia de las comunicaciones y por las propias medidas de seguridad draconianas de los comunistas, Duclos se vio incapaz de controlar a Charles Tillon y los otros dirigentes de los FTP, que como la mayoría de sus seguidores, tenían la intención de transformar la resistencia en una revolución.

Leclerc decidió al fin, desde su cuartel general, cerca de Argentan, enviar un reducido destacamento hacia Versalles la noche del 21 de agosto; y lo hizo sin el permiso de su comandante de cuerpo estadounidense. Este acto menor de insubordinación militar acrecentó las sospechas que albergaba una serie de oficiales de Estados Unidos de que los gaullistas estaban haciendo su propia guerra por Francia y no la de los Aliados contra Alemania.

EL coronel ordenó a toda la población de la capital, hombres, mujeres y niños, a disponer barricadas allí donde pudiesen con objeto de impedir a los alemanes cualquier movimiento, lección aprendida en Barcelona al principio de la guerra civil española.

Tal como observó Galtier-Boissière, la lucha en la ciudad revestía un carácter mucho más civilizado que en las zonas rurales, por cuanto los combatientes tenían la posibilidad de irse a comer con el fusil a cuestas. Contaban, además, con otra ventaja: «Todo el vecindario te observa y aplaude desde las ventanas». No faltaban, empero, los que no hacían ningún caso de los tiroteos que los rodeaban. Algunos tomaban el sol sobre el dique de piedra del Sena, en tanto que los golfillos se sumergian en sus aguas para combatir el calor. Asimismo, podían verse insólitas figuras sentadas inmóviles sobre sillitas de lona, pescando en el río al tiempo que los carros alemanes atacaban la Jefatura de Policía a unos centenares de metros, en la isla de la Cité, atraídos por la comida gratis que representaba una perca sacada del Sena. La escasez de provisiones era tal que cuando alguna bala perdida abatía a un caballo, las amas de casa no dudaban en salir corriendo a la calle con fuentes esmaltadas y cortar tajadas de carne de su cuerpo sin vida.

Cualquier soldado alemán que cometiese la imprudencia de salir en solitario o en pareja acababa muerto o rodeado. El  objetivo primordial consistía en incautar armas y vehículos.

Al amanecer del día siguiente, miércoles, 23 de agosto, la 2e DB se puso en marcha, en dos columnas que seguían rutas paralelas y con la mayor velocidad que le permitía la intensa lluvia, en dirección este, desde Normandía hacia la Île-de-France. El calor estival había cesado en el peor momento, y los tanques y camiones semioruga de la división se deslizaban en el firme resbaladizo de las carreteras. Leclerc iba en cabeza; le quedaban ciento cuarenta kilómetros para alcanzar Rambouillet, población situada en las cercanías de una línea de frente muy poco definida.

Hemingway

Al llegar allí esa misma tarde, los oficiales de su división se encontraron con una curiosa colección de soldados irregulares, de entre los cuales el más pintoresco era Ernest Hemingway. Oficialmente, Hemingway se encontraba en Francia en calidad de corresponsal de guerra de la revista Collier's, aunque estaba más interesado en representar el papel de soldado profesional. Se hallaba rodeado de algunos rufianes bien armados reclutados en la zona, y daba la impresión de querer recuperar las oportunidades que había perdido en España siete años atrás.

Hemingway y su grupo de fifis irregulares habían estado  haciendo un reconocimiento de las rutas que llevaban a París durante los últimos días, bien que sirviéndose de métodos muy  poco sutiles. Los hombres, triunfantes, llevaron al hotel a un grotesco soldado alemán de corta edad, un rezagado capturado en un tramo no muy distante de carretera al que habían atado las manos a la espalda. Hemingway pidió a Mowinckel que lo ayudase a subir al prisionero a su habitación, donde podrían interrogarlo con facilidad al tiempo que se tomaban otra cerveza, «Voy a hacer que hable», aseguró. Llegados al dormitorio, el novelista pidió a su compañero que lo arrojase sobre la cama y añadió: «Quítale las botas. Vamos a chamuscarle los dedos de los pies con una vela».

Mowinckel lo mandó a hacer puñetas antes de liberar al soldadito. Hemingway, sin embargo, sí que prestó a Mouthard una pistola automática para ejecutar a un traidor.

Los siguientes en llegar fueron un grupo de corresponsales de guerra estadounidenses. Sus componentes se mostraron resentidos al saber que Hemingway actuaba de comandante local de Rambouillet. Cuando el periodista de Chicago Bruce Grant hizo un comentario muy poco complaciente acerca de «el general Hemingway y sus maquis», el aludido no dudó en dirigirse a él para derribarlo de un golpe.