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¿Quién nos "robó" una hora?, Pedro Fernández Barbadillo

¿Le molesta el cambio de hora que se hace dos veces al año? ¿pierde sueño?, ¿siente malestar general e incomodidad? Pues no se preocupe, que tenemos al culpable de sus males: Franco. ¿A que ahora ya se siente mejor?

Como explica Pere Planesas, astrónomo del Observatorio Astronómico Nacional, a partir de la Conferencia Internacional sobre el Meridiano (Washington, 1884), se fue estableciendo una hora mundial y zonas horarias que tomaban como referencia el meridiano de Greenwich, que atraviesa Inglaterra, Francia, España y Argelia. A esa hora se la llama GMT (Greenwich Mean Time), y es la vigente en Canarias, el Reino Unido, Irlanda, Portugal, Marruecos, Senegal...

Un real decreto de 26 de julio de 1900, firmado por la Reina Regente María Cristina de Habsburgo-Lorena, estableció que los servicios de ferrocarriles, correos, telégrafos y líneas de vapores de la Península y Baleares, y todas las oficinas públicas se regirían desde el 1 de enero de 1901 de acuerdo la hora GMT.

El desorden horario se mantuvo en España hasta 1922, en que se estableció una sola hora para el archipiélago canario, donde había horas diferentes entre las islas- meridiano local o reloj de la catedral-, en las Administraciones -nacional, militar y local- y los horarios de los servicios marítimos -tuvieran su origen en la Península o en las islas-. Se fijó que la hora oficial canaria fuera la GMT. El Gobierno español tomó esta medida lógica después de que el Almirantazgo británico le hubiese planteado varias preguntas en 1921 sobre la hora oficial en Canarias.

El adelanto horario en los días con más luz se aplicó en la Primera Guerra Mundial. En España se pasó a GMT+1 por primera vez en 1918, entre el 15 de abril y el 6 de octubre. Recuerda Planesas que el decreto explicó la modificación por la falta de carbón y-atención- "para amonizar el horario con el de los países vecinos".

Durante la guerra civil, ambas zonas adelantaban la hora en verano en fechas distintas, pero cercanas. Por sorpresa, la Gaceta de la República publicó el 28 de abril de 1938 un decreto firmado por el presidente del Gobierno, el socialista Juan Negrín, que ordenaba que el 30 de abril se efectuase otro adelanto de la hora de sesenta minutos. En el texto del decreto explica que el adelanto sobre el horario solar será de 120 minutos (GMT+2), pero sin dar ninguna explicación.

De esta manera, un Gobierno social-comunista fue el primero que trajo a España la hora que usaba Hitler. Con la victoria de los nacionales en marzo de 1939, lo que quedaba de la zona republicana -Levante, Castilla la Nueva y Madrid- recuperó esa hora "robada" por el Gobierno rojo.

Al año siguiente empezó el baile que dura hasta nuestros días. El 25 de febrero de 1940, el primer ministro francés, Édouard Daladier, del partido radical socialista, amparándose en el estado de guerra, decretó el horario de verano, de GMT+1. Unos pocos días después, el Gobierno español siguió al de París, del que tantas cosas le separaban, salvo el reloj.

Desde hace unos años, son constantes los debates sobre los horarios de verano e invierno, el mantenimiento de la Península y Baleares en GMT+1 o su retroceso a GMT, incluso si Canarias debería adoptar GMT+1. El nacionalista Paulino Rivero que defiende la diferencia horaria para que Canarias tenga "constante presencia" en los medios de comunicación. O sea, publicidad gratuita.

Los separatistas, que no descansan -muchos cobran por su labor-, han decidido atacar la zona horaria por el mismo motivo que arremeten contra las corridas de toros: porque es española. Por desgracia, cuentan con el respaldo de miembros del PP y del PSOE, convertidos en los tradicionales "tontos útiles".

Los nacionalistas gallegos quieren que Galicia se adapte a GMT para equipararse con su anhelado Portugal. Y los catalanistas de Baleares y Cataluña quieren que el horario de verano (GMT+2) sea permanente. La Generalidad y otras instituciones catalanas financias la Iniciativa per a la reforma horaria, cuya finalidad es romper otro vínculo nacional español.

De cumplirse los deseos de las diferentes tribus nacionalistas, los españoles podríamos tener tres husos horarios: uno para Galicia y Canarias; otro para Baleares y Cataluña; y el común -el de los pobres- para el resto de la Península, más Ceuta y Melilla. 

Matanzas en el Madrid republicano. Felix Schlayer, 1938 -3ª parte-




En cuanto a la inhumación, se practicaba en cualquier parte del monte bajo, cuando el olor a muerto se hacia molesto.

Una mañana, yacían allí dos señoras bien vestidas, las cuales, según me contó un guarda, pertenecían seguramente, por su aspecto, a la aristocracia. Con el fin de que no las pudieran ver desde la carretera, unos hombres tiraron los cadáveres detrás de un murete de piedra, lugar donde, por lo visto, quedaron durante mucho tiempo, hasta que las alimañas se las comieron. Este episodio se lo conté pocos días después al ministro Indalecio Prieto, con el propósito de que diera orden de enviar patrullas de la Guardia Nacional montada para vigilar nuestros alrededores. El ministro pareció haber quedado muy afectado por los datos tan precisos, que le facilité, y me dio la impresión de no haber creído, hasta ese momento, en el volumen que había adquirido semejante criminalidad, pues él, contrariamente a mí, no veía con sus propios ojos lo que ocurría. También le di cuenta varias veces de los lugares donde, en los alrededores de Madrid, se asesinaba habitualmente por las noches y, siempre que se lo comunicaba, me prometía intervenir. Pero lo que yo no podía era comprobar el éxito de mi gestión, y menos aún averiguar si hacía lo que le indicaba para mandar detener a esos individuos y matarlos a tiros en el mismo sitio en el que cometían sus crímenes. Por desgracia, no creo que lo hiciera. El gobierno carecía entonces de fuerza y del valor suficientes para hacer frente a la bestialidad de las masas que su propaganda había desatado. 

Incluso entre los habitantes del pueblo, antes pacíficos y correctos, cundía como un contagio dicha bestialidad. Sólo pocas semanas antes, la población de una aldea había cortado la carretera, interponiendo personalmente sus cuerpos, cuando unos anarquistas procedentes de Madrid quisieron sacar de su castillo, sito en lo más alto del pueblo, a un conde que desde hacía años era el benefactor de todos los pobres de la zona. Pero luego, siguiendo la instigación de otra banda anarquista de Madrid que se estableció en el pueblo, se dejaron llevar por sus instintos sanguinarios y terminaron sacándolo de su castillo y matándolo por el camino. 

Estos pueblerinos empezaron a tomarle gusto a la caza del hombre. Tales son los inevitables frutos de la educación bolchevique. El hombre se transforma en hiena. Las casas de un extenso barrio de “villas” u hotelitos sufrieron su saqueo, pero además, si sus habitantes estaban presentes, a unos los trasladaban a Madrid para encarcelarlos y a otros los asesinaban. 

Otro ejemplo estremecedor, sacado de mi entorno personal, es el de un chico que, hace doce años, cuando él tenía catorce, entró de aprendiz en el taller y, ya como trabajador adulto, era persona de nuestra confianza, sumamente correcto, aplicado y muy fiel. Dadas las relaciones patriarcales que manteníamos entre nosotros, él se consideraba como un pariente más de la familia. Su padre llevaba veinticinco años de capataz, muy estimado, en otra empresa. Al principio de la Guerra Civil, el chico se fue al frente, de miliciano. Pertenecía al sindicato socialista. De cuando en cuando me veía yo con su padre, y éste me contaba que el muchacho estaba arriba, en la sierra, al frente de su compañía, y que le iba bien. Pero al cabo de tres meses, este hombre de tan buena conducta hasta entonces, me refería, no sin cierta sonrisa de complacencia, que su hijo había ido a visitarles; que había andado buscando por allá arriba al párroco del pueblo, que se había escondido y le había hecho, muy a gusto, un agujero en la tripa a ese “cerdazo”. Antes, ese joven tan apacible y sensato se hubiera horrorizado solo con oír contar semejante barbaridad. Pero en aquel momento ya había caído tan bajo que él mismo lo cometía y hasta presumía de ello. 

Por lo que a mi respecta y en relación con mis bienes, no tuve que padecer tales circunstancias, pues desde el principio empleé la energía necesaria para hacerme respetar y para que entendieran bien el concepto y el sentido de la inmunidad diplomática que me asistía. Pero el veneno rojo calaba tan hondo que hasta empezó a deteriorarse la relación con mi fiel jardinero de muchos años, perteneciente al Partido Socialista desde hacía ya mucho tiempo, pero al que yo nunca había contrariado en cuanto a sus ideas. Empecé a notar que la relación con él se hacía menos amable, expresando sentimientos de odio en sus manifestaciones de repulsa hacia “el proceder bestial” de los nacionales, como así se lo hacían creer los cuentos con que los rojos sembraban sistemáticamente el terror en las gentes, animándolas a huir antes de que los nacionales conquistaran el pueblo. 

A nuestro pueblo llegaban casi a diario, en agosto y septiembre, multitud de gentes a quienes los rojos obligaban a abandonar sus pueblos de lo alto de la Sierra, en cuanto éstos se veían amenazados por el avance nacional. Se lamentaban por la pérdida de una vaca, por sus gallinas, sus cerdos, que habían tenido que abandonar. Las más de las veces venían a pie, cargados con sus hatillos que contenían lo más necesario de su ajuar -unos pocos cacharros- y dejando atrás muchos kilómetros. Algunos traían un borriquillo. Los alojaban en las muchas casas vacías de nuestra colonia, pero, pronto, a los pocos días, tenían que ceder ante la nueva oleada que venía y seguir hacia abajo, hacia el Mediterráneo. Eran personas cuya vida entera había transcurrido en su terruño, aunque fuera en una pobre aldea de montaña, y que ahora, desarraigadas y desmoralizadas, se veían empujadas de acá para allá a un mundo extraño para ellas. 

En columnas interminables cruzaban Madrid a pie, en carros de mulas, en burros… prosiguiendo una transmigración miserable hacia una nueva miseria. Muchos intentaban agarrarse a Madrid, se guarecían hasta en los socavones del suelo, pero el propio Madrid no tenía comida. Así levantaron bandera contra ella -inmigrantes forzosos- y los empujaron más allá todavía, “apartándolos” de los pueblos de las provincias mediterráneas donde los ya residentes los recibían como una invasión inesperada que venía a alterar su vida. Yo mismo hablé con esos refugiados y les pregunté: “¿Por qué no os quedasteis en el pueblo? Para vosotros no había peligro, no intervinisteis en la lucha por el pueblo, y los que lo hicieron ya lo habían abandonado.” Lo primero que decían era: “Nos dijeron que al llegar los ‘moros’ matarían a todos los hombres y abusarían de las mujeres y niños”. “¿Y os lo habéis creído todo? -les preguntaba-. No solo vienen los moros, sino también españoles, y esos son como vosotros, no son bestias…, con ellos podéis hablar”. “Sí, pero no podíamos decir nada -respondían-. Las milicias entraron en el pueblo y nos decían: ‘Dentro de dos horas os tenéis que marchar todos, y al que se quede lo fusilamos´.”

No había nadie a quien esta pobre gente pudiera recurrir para recibir protección o consuelo. El alcalde era, en general, uno de los peores compadres del pueblo, incondicional partidario de los milicianos, entre lo que estaban sus cómplices, y no había vecino ni campesino respetable que confiara en él. No existía más autoridad que esa; todos los párrocos habían desaparecido, huidos o fusilados. No había más solución que abandonar casa y hacienda y, con lo poco que el borrico o cada uno pudiera cargar, ponerse en camino rumbo a lo desconocido, junto a las mujeres y los niños, que iban llorando. No era la guerra, sino la política roja la que lo exigía. 

Se temía con más horror una rabiosa revolución bolchevique que la propia guerra civil; y a la revolución mucho más que a la guerra, se dedicaron en aquellas semanas tanto el gobierno como las organizaciones políticas. De momento, sólo había un enemigo en la sierra de Guadarrama, ya que en el mismo Madrid, en Alcalá, en Guadalajara e incluso, según pretendían los rojos, en Toledo, el enemigo había sido totalmente derrotado en el más breve plazo. Solo enturbiaba la seguridad en el triunfo de los rojos la toma de Badajoz y la dura lucha entablada simultáneamente en Guipúzcoa, cerca de la frontera francesa. 

Entretanto se iban llenando indiscriminadamente las cárceles con millares de mujeres y hombres de los mejores niveles de la sociedad y, sobre todo, se practicaba con gran celo la “requisa” de casas y bienes. Se produjo al respecto una auténtica -a la vez que ridícula- competición entre el Estado y las organizaciones de trabajadores. Se trataba de una carrera -ganada, por cierto, por las bandas anarquistas- era ver quién le ponía primero su carmelita rojo a las casas o a las puertas de los pisos en donde había un botín que “requisar”. 

Se dieron casos de “requisas” en que sobre la misma puerta de la casa intervenida, en un lado pegaban la etiqueta anarquista y en el otro la del gobierno. Quienes, al apropiarse de estos bienes ajenos, dejaban que siguieran ocupados por sus anteriores habitantes, pasaban cada mes a cobrar el correspondiente “alquiler”. El problema… es que, en los casos a los que me refiero, eran dos quienes exigían amenazadoramente el pago a los vecinos. Y cuidado con retrasarse en pagar, pues no dudaban en recurrir al desahucio. 

Toda retórica roja de la revolución a favor del pueblo salió bien pronto a la luz: el fin era apropiarse de los bienes ajenos, para mal utilizar la propiedad, que ellos mismos tanto denostaban.

Así murió el descendiente de Colón, Matanzas en el Madrid Republicano -2ª parte-


Es bien sabido que, entre los asesinados, también figura el último descendiente de Cristóbal Colón. Posiblemente se conozcan menos las circunstancias pormenorizadas que arrojan una luz significativa sobre la situación del momento, especialmente por lo que  respecta a la actitud del gobierno. Este hombre, que se llamaba como su antepasado, Cristóbal Colón, Duque de Veragua, era de natural modesto y bondadoso, y vivía muy sencillamente en el antiguo palacio de sus antepasados. Tenía, además, una finca cerca de Toledo, en la que se ocupaba asiduamente de la explotación de una ganadería modelo. Trabajaba en inmejorable armonía con su personal y con los vecinos del pueblo de al lado; de todos era querido y respetado, por lo que las primeras semanas le dejaron tranquilo. Pero, por supuesto, una organización de trabajadores ocupó y requisó una parte del viejo palacio. En la otra vivía él, retirado, sin que le molestaran, hasta que de repente desapareció de su casa. Una embajada sudamericana,  que permanecía en permanente contacto con el duque, se lo comunicó inmediatamente al gobierno. Éste prometió poner en movimiento todo lo necesario para informarse de su paradero. Pero no sacó nada en limpio. En cambio, la citada embajada que, por su parte, recogía información, pudo establecer a los pocos días que lo habían llevado a una “checa” comunista y que había quedado preso allí. Comunicó inmediatamente al gobierno la dirección exacta de la misma y le exhortó a que ordenara su liberación. 

En los días que siguieron, aún recibió el gobierno telegramas de una docena de repúblicas hispanoamericanas, que asimismo reclamaban su liberación, ofreciéndose para llevarlo a América. Diez días después de haberse comunicado al gobierno la dirección del lugar donde lo mantenían preso, el ministro representante diplomático de una república americana se enteró de que, la noche anterior, lo habían sacado y matado a tiros. Las investigaciones, que él mismo llevó a cabo, revelaron enseguida que lo habían encontrado, efectivamente, muerto por arma de fuego en la cuneta de la carretera, cerca del pueblo de Fuencarral, habiendo sido arrojado a una fosa común del cementerio de dicho pueblo, con unos veinte cadáveres más. El ministro asumió la terrible tarea de disponer que, en su presencia, se registrara dicha fosa común y se enterrara el cadáver  del duque en una sepultura especial, desde la cual, más adelante, se le trasladaría a la mencionada república, primera tierra americana que pisó su antepasado. Esto ocurría ya bajo el “gobierno Popular” de Largo Caballero, compuesto por socialistas y comunistas. Un gobierno incapaz siquiera de ejercer su poder o su buena voluntad durante los diez días que tuvo para atender la demanda de las repúblicas hispanoamericanas a favor de la vida de Cristóbal Colón, con lo cual provocó un baldón más a España con las protestas de la totalidad del mundo americano. 

Matanzas en el Madrid republicano. Felix Schlayer, 1938 -1ª parte-



¿Qué hacer -se preguntarán mis lectores- con un pueblo al que no hacer nada le parece más tentador que el bienestar alcanzado con el trabajo? Su ecuación bien parece ser ésta: vivir bien es igual a no hacer nada. Ésta era la atractiva consigna con que el comunismo seducía eficazmente a las masas incultas, llevándolas hacia la consecución de un sentimiento tan fanático como éste: “¡Arrebatad a los poderosos todo lo que tienen y así podréis ser tan gandules como ellos y vivir tan bien como ellos!”.

Concluida la Guerra Mundial, los negocios fáciles pronto se disiparon con la misma celeridad con que habían aparecido; pero se mantuvo vivo su aliciente, hasta aquel momento desconocido en España. En este clima de posguerra, Lenin profetizaba que España sería el siguiente país europeo en llevar a cabo una nueva revolución bolchevique. Así fue como, con propaganda y dinero soviéticos, nació el Partido Comunista, el cual dio muestras desde el principio de su eficacia organizativa. Antes de la Guerra Civil este partido no dejaba de ser una facción reducida, de poco arraigo y escasa afiliación entre unos españoles más dados a la anarquía que al comunismo; pero, con el estallido de la lucha, las células comunistas pronto iban a cobrar un protagonismo extraordinario que marcará la pauta. 

Se celebraron las elecciones con no pocas irregularidades en muchos de los colegios electorales en los que se conculcó la libertad de expresión. Tan pronto se comprobó que, pese a los incidentes, las derechas habían obtenido la mayoría, sus adversarios se lanzaron con virulencia contra el poder constituido. Los socialistas habían perdido. En esa circunstancia, las frases de signo democrático, como la relativa a los derechos de la mayoría, perdían su validez tan pronto como dejaban de favorecer a los socialistas. Y cuando la mayoría conservadora quiso hacer valer su legitimidad democrática se le respondió con el levantamiento de Asturias, con lo cual se pusieron de manifiesto los verdaderos y antidemocráticos propósitos de los socialistas españoles, quienes aspiraban, junto con los sindicatos, a obtener el poder por cualquier medio. 

Antes de ser transferido el poder al Frente Popular, en varias provincias donde las derechas habían obtenido el 80% de los votos, un mes después, ante la presión del Frente Popular, se “convertía” ese resultado “por arte de magia” en un 90% pero esta vez a favor de las izquierdas. ¡Difícilmente podrá encontrarse una parodia mayor sobre la libertad de voto que en esta ocasión! Sobre esta base se asienta la “legitimidad” del actual gobierno de la República española, tan tercamente encumbrada por franceses, ingleses y americanos. 

Al principio Calvo Sotelo, gran diputado y líder de los partidos derechistas, le anunció la muerte que le esperaba el mismo presidente del Consejo de Ministros, Casares Quiroga, quien lo hizo en el marco de una agitada sesión parlamentaria cuando aquel pronunciaba un exaltado discurso de despedida. Pocos días después tuvo lugar el asesinato durante la noche y a manos de la policía del Estado. Entraba de lleno en escena la revolución socialista. La mayoría indiscutible del pueblo español, de orientación derechista, se vio enseguida abocada a un dilema: o se dejaba aniquilar por las turbas incontroladas o se lanzaba a la lucha. Ese fue el origen del alzamiento de los generales, expresión del sentir mayoritario de la población, que no se resignaba voluntariamente a dejarse exterminar. 

Antes de la Guerra Civil, el Partido Comunista no tenía un gran número de militantes. En extremo individualista, la forma de ser del español estriba en la anarquía, con lo que en circunstancias normales la teoría comunista le es ajena por completo. 

¿De dónde emerge algo tan salvaje como esa crueldad y sus horrores? ¿Son propios del temperamento español o son achacables al bolchevismo?

Yo mismo asistí en Salamanca a un juicio, en un Tribunal de Guerra, en el que condenaron a muerte a ocho falangistas de un pueblo por crímenes que habían cometido en las primeras semanas contra otros habitantes del lugar. Los sacaron encadenados. En cambio, en la zona dominada por los rojos, estos crímenes, producto de la ferocidad de las masas, iban en aumento semana tras semana, hasta convertirse en una espantosa orgía de pillaje y de muerte, no sólo en Madrid, sino en todas las ciudades y pueblos de dicha zona. Aquí se trataba del asesinato organizado. Ya no era sólo el odio del pueblo, sino algo que respondía a una metodología rusa: era el producto de una “animalización” consciente del hombre por el bolchevismo. De lo que se trataba era de adueñarse de lo que fuera a cambio de nada; y si era menester matar, se mataba. 

Lo que desde siempre ha dominado políticamente en la amplia masa del pueblo español ha sido el sentimiento y nunca la razón. Pero en conflictos anteriores su fanatismo se apoyaba en bases idealistas. El indomable apasionamiento del pueblo español, que a Napoleón le tocó experimentar, se nutría de odio al extranjero y de orgullo nacional; en las guerras carlistas, el fanatismo religioso tronaba contra el liberalismo. Esta vez, sin embargo, debido a la influencia de la progresiva materialización de las masas populares, como consecuencia de las teorías socialista y comunista, los motivos de fondo son principalmente de orden económico y la meta con la que se especula es disfrutar de la vida con el mínimo esfuerzo. 

Una vez más tuve que vérmelas con el excesivo celo de estas hordas campesinas, especialmente al aparecer algunas jovencitas que ponían sus pistolas, con el seguro quitado, delante de mis narices, por lo que me vi obligado a recomendarles drásticamente un lugar más apropiado para guardarlas. 

A partir de aquel momento fue cuando el populacho de Madrid adquirió conciencia de la clase de poder que le había caído en suerte.

Allí, en el Cuartel de la Montaña, fue donde por vez primera comenzaron los asesinatos en los que participaron personas que hasta entonces nunca hubieran pensado en ello. En aquel hecho se reveló ya la falta total de autoridad estatal. El populacho que entró tras la rendición dominaba la situación, disparaba o perdonaba la vida a su antojo. 

Fue allí donde se instauró primero el imperio de la casualidad como destino, que después habría de generalizarse tanto. Quien caía en manos de un principiante de buenos sentimientos, aún sin malear, era saludado  abrazado como un “hermano liberado”; pero a quien tenía la mala suerte de dar con trabajadores envenenados de fanatismo se le ponía en fila, contra la pared, en el patio del cuartel. Un testigo presencial me contó que unos doscientos de los que se rindieron yacían muertos, alineados, y mezclados los civiles con los militares. Lo que no puedo asegurar es si los oficiales que yacían en el cuarto de banderas perdieron la vida asesinados o suicidándose. 

En aquella mañana, con este episodio del Cuartel de la Montaña, quedó sentenciado el destino de España: la guerra civil en toda su aterradora extensión. Si quiero estaba comprometido en el mando del sector militar de Madrid, en lugar de encerrase en los cuarteles, se hubiera atrevido a dar un audaz golpe de mano y apoderarse de la ciudad, tal como lo estaba haciendo el general Queipo de Llano en Sevilla, se hubiera sofocado en su embrión la resistencia roja. Sin Madrid y, por tanto, sin la España central y sobre todo, sin el oro atesorado en el Banco de España, quedaba excluido cualquier tipo de aglutinación organizativa que les permitiera a los rojos englobarlo todo. 

El nuevo Gobierno, con notable falta de sensatez, entregó las armas y, con ellas, la autoridad. Al contrario que Martínez Barrio, que no se atrevía a armar al pueblo, el nuevo presidente del Consejo de Ministros, un farmacéutico de Madrid llamado Giral, dejó libre el campo en tal sentido y sin control alguno a las veinticuatro horas de haber asumido la presidencia, lanzando además un llamamiento en el que exhortaba a todos a empuñar las armas y a hacer uso de ellas sin escrúpulos. Además de los cuarteles, se saquearon todas las armerías, y el mismo día se abrieron también las puertas de las cárceles a los presos comunes, a los que se liberó como “hermanos”, porque en aquellos momentos se necesitaba espacio para los disidentes políticos. Empezaron a quemar iglesias y conventos y a echar de allí a sus moradores. A algunos se les asesinó con el pretexto de que desde sus edificios se había disparado “contra el pueblo”. Empezó el terror, pero los hombres -jóvenes y adultos- que se paseaban con sus armas recién “adquiridas” se consideraban a sí mismos guardianes de un determinado “orden”, al estilo de una especia de “policía política”. 

Por entonces empezó la era de la “Soberanía del Pueblo”, con lo cual éste fue descubriendo lentamente los fabulosos derechos que se había adjudicado. Sus maestros fueron sobre todo los delincuentes comunes a los se les había regalado la libertad. Éstos no se sentían en absoluto intimidados por las “especulaciones” burguesas acerca de “lo mío” y “lo tuyo”, y por lo que se refiere a su concepto de la libertad, pronto encontró éste multitud de adeptos. UHP (“¡Uníos Hermanos Proletarios!”) se convirtió en una especia de contraseña sustitutoria de pago. Cualquier san culotte (nombre con el que, en la Revolución francesa se designaba a los equivalentes de nuestros milicianos) que llevara uno de los abundantes revólveres, repartidos o robados, apaciguaba a sus acreedores con esa contraseña encantada y, cuando la misma resultaba insuficiente, les ponía la boca del revólver delante de la suya. 

A un restaurante alemán en el que yo comía a mediodía, le tocó de repente, en lugar de su clientela habitual perteneciente a la buena burguesía, recibir a docenas de esos héroes del revólver. Éstos solían ser muy estrepitosos, ya que no les parecía suficientemente bueno el plato del día, y exigían otras suculencias, para acabar pagando con un ¡UHP! Pronunciado con aire triunfalista. Tales cosas ocurrían así, hasta el unto de que, más de una vez, estando el comedor lleno, era yo el único que pagaba. Ante el afligido patrón, cuando éste se atrevía a protestar, se hacían pasar por mandos de las “formaciones” más increíbles y, si ello resultaba infructuoso, le amenazaba en última instancia con la pistola. El hombre tuvo la suerte a los pocos días de poder clavar en su local el texto de una resolución adoptada por la embajada alemana, en virtud de la cual se le ordenaba cerrar el establecimiento a fin de evitar su ruina o su asesinato. Los patrones de la hostelería española tuvieron que aguantarse y mantener durante muchas semanas este tipo de “explotación” de su negocio bajo amenazas de muerte. Entre ellos, algunos cayeron a tiros, delante de sus locales, por haber provocado de alguna manera el disgusto de tan “noble clientela”. 

Todavía no sabía yo que, ya desde los primeros días, en todo el extra radio de Madrid lo más natural era la búsqueda y recogida de los asesinados en la madrugada. Pero ahora le tocaba a mi carretera, que cruzaba la Casa de Campo (extenso parque que antes pertenecía a la Casa Real) convertirse en el escenario de asesinatos a gran escala. Allí se habían abierto zanjas en las que todas las noches, los sedicientes “milicianos”, gente del pueblo armada o delincuentes, arrastraban a personas arbitrariamente sacadas de sus hogares: los juzgaba un “Tribunal”, compuesto por media docena de malhechores, entre los que también había mujeres. 

Semejante robo organizado, agravado por el asesinato, alcanzó a las pocas semanas tal nivel de escándalo que, una noche, se juntaron unos cuantos guardias veteranos y mataron, también a tiros, al propio “Tribunal”. 

En Aravaca fueron aniquilados y enterrados en pocas semanas de trescientos a cuatrocientos seres humanos. 

Alguien me contó que ocho monjas habían subido a pie desde Madrid, naturalmente sin documentación. Las habían echado de su convento y no tenían ni dónde dormir ni de qué comer. Así iban andando hacia la sierra, donde la lucha seguía su curso. Al pasar por el puesto de guardia, les dieron el alto y ellas manifestaron que querían ir a pie hasta Villalba para poder ser de alguna utilidad, como enfermeras o cuidadoras de lo que fuese y ganarse de tal modo el sustento. Pero no las creyeron, les atribuyeron intenciones de espionaje y el Comité del Pueblo las condenó in situ a muerte. El argumento decisivo para ello fue precisamente su condición de monjas. De modo que se llevaron a las ocho monjas al referido cementerio para ejecutarlas, disparándoles junto a una fosa. La mayor de ellas gritó: “¡Supongo que serán mujeres las que disparen contra nosotras, pues sería una vergüenza que los hombres se pusieran a matar mujeres!”. Tales palabras avergonzaron incluso a aquellas bestias ya dispuestas a disparar. Mandaron a buscar al pueblo mujeres que quisieran hacer de verdugos, pero todas las mujeres -jóvenes o adultas- se negaron. El Comité tuvo que llamar entonces a Madrid, desde donde les mandaron, pocos minutos antes de que yo pasara por ahí, media docena de los criminales más endurecidos, que cumplieron el “encargo” sin el menor sentimiento de humanidad, ante la grandeza de aquellas mujeres que fueron a la muerte sin una queja y consolándose mutuamente con la esperanza del más allá. 

Atracar las viviendas y llevarse a sus moradores eran cosas que siempre se hacían utilizando automóviles, ya que el “punto final” de las “relaciones” de tal modo iniciadas se encontraba fuera de la ciudad. Así es como surgió en España la expresión “dar el paseo”, que equivalía a asesinar. 

Inmediatamente después sonaron los disparos, al principio aislados, luego más seguidos. Invitaban a las víctimas a que se escaparan para salvarse, y a continuación las herían con disparos sueltos, disparándoles a bocajarro al caer. ¡Más de veinte disparos lanzaron contra estos dos desdichados!

Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los asesinatos nocturnos y contemplaban con interés y con toda clase de comentarios el “botín” de la cacería…. Y ello en un país en el que, antes, no había hombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche mortuorio sin descubrirse. ¡Terrible es ya destruir en los niños el respeto a la vida de los demás y crear en ellos un sentimiento que dará frutos aún más amargos!

Sin embargo, esto no era sino una parte de la matanza global de la noche recién transcurrida, ya que la mayor parte de los “paseos” terminaban en los pueblos de los alrededores de Madrid y en las cunetas. Por ello, los datos numéricos de Madrid propiamente dicho son inevitablemente inexactos, ya que se basan tan sólo en el número de muertos registrados en la capital. 

En cualquier lugar se juntaban una docena de jóvenes desaprensivos e iban a sacar de sus casas, de noche o incluso de día, a hombres y mujeres a quienes seguidamente sentenciaban a muerte. No dejaban, naturalmente, de registrar la vivienda en busca de objetos de valor. 

Aunque no existía una ley que prohibiera la propiedad privada, bastaba un registro perpetrado por estos desalmados para que uno quedara desvalijado, asesinado o, como mal menor, encarcelado. 

Tal era el concepto del derecho ante el cual el gobierno de Giral, que todavía era burgués y radical, no mostraba escrúpulo alguno, tolerando toda aquella anarquía. Dicho gobierno no hizo nunca el menor esfuerzo por poner coto a las actividades criminales que acabo de relatar y que se encargaban de realizar los presuntos comités políticos y demás organizaciones de todos los matices. No sólo dicho gobierno no tomó en consideración los hechos, sino que, impasible, tampoco hizo nada respecto a otros actos, aún peores, que efectuaban individuos por su cuenta, tanto en las ciudades como en el campo. 

Junto a estas “fábricas de asesinos” de carácter semipolítico se desencadenaban sin freno alguno los más bajos instintos del populacho. No sólo eran obreros despiadados, muchachas de servicio, porteros descontentos o competidores envidiosos los que, en compañía de algunos amigos, sacaban de sus casas a las personas objeto de su rencor, matándolas a tiros según les viniera en gana; había también campesinos de la peor especie que se venían a Madrid, iban a buscar a los hacendados de sus pueblos, asaltaban sus viviendas de la ciudad, los sacaban de sus casas y los asesinaban sin más dilación, sin importarles lo bien que tales hacendados se hubieran portado con los trabajadores de sus tierras, porque lo que movía a sus asesinos no era, en la mayoría de los casos, el odio o la venganza, sino la codicia. Los comunistas, sus nuevos señores, habían predicado que la tierra les pertenecería en cuanto hubieran desaparecido sus antiguos señores o dueños legítimos. Conozco a una familia que tenía sus propiedades en un pueblo importante de Albacete; vivían allí y, con su trabajo agrícola, hicieron prosperar al pueblo entero, que se había enriquecido en las últimas décadas. De esta familia aniquilaron a todos sus varones -veinticuatro- quedando solamente un anciano y algunos niños; por lo que respecta al primero, se libró porque estaba ingresado en la cárcel de Madrid. Fue un caso más de los muchos que sobrevivieron gracias al azar. 

Un bandido de veintiocho años, llamado García Atadell, estaba al frente de una brigada de la policía del Estado, por medio de la cual no sólo cometía los más inauditos desvalijamientos, sino que, en cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos no a la policía, sino a las “checas” más sanguinarias. Finalmente huyó a Francia para proteger su botín de las apetencias de sus secuaces. Pero el destino quiso que, cuando se trasladaba en un barco hacia América con toda su expoliación, fuera capturado en aguas de Canarias por los nacionales. El hombre pagó sus crímenes con la muerte, en Sevilla, por el procedimiento de ejecución más infamante que existe en España, el garrote vil. 

¿Son demasiado caros los libros?, Propaganda y lenguaje popular, Arthur Koestler. George Orwell


¿Son demasiado caros los libros? George Orwell , 1 de junio de 1944

En cualquier debate sobre el precio de los libros, hay dos proposiciones que uno debe considerar axiomáticas. Una es que cuanto más lea el público, mejor; siempre y cuando no consista en leer pura basura. La otra es que no es aconsejable que los escritores se mueran de hambre. Y es importante comprender que se morirían de hambre o, si más no, tendrían que buscarse otro medio de vida, si los libros baratos fueran la norma en lugar de la excepción.

En los países totalitarios los problemas económicos de los escritores están resueltos, pero solo si se convierten en propagandistas del régimen, arruinando así tanto su potencial creativo como su honestidad.

Propaganda y lenguaje popular, verano de 1944

Hay que tener en cuenta que prácticamente todos los ingleses sienten aversión por cualquier cosa que suena pomposa y jactanciosa. Lemas como "No pasarán" o "Mejor morir de pie que vivir de rodillas", que han entusiasmado a las naciones del continente, a un inglés, especialmente a un obrero, le resultan ligeramente embarazosos. Pero el principal punto débil de los propagandistas y divulgadores es su incapacidad para darse cuenta de que el inglés hablado y el escrito son dos cosas distintas.

Al leer la prensa de izquierdas uno tiene la sensación de que, cuanto más alto pontifican algunos sobre el proletariado, más desprecian su lenguaje.

Son poquísimos los ingleses que le ponen jamás el broche a una frase cuando hablan improvisando. Y, por encima de todo, el vasto vocabulario inglés incluye miles de palabras que todo el mundo usa por escrito, pero que no tienen una auténtica difusión en el lenguaje hablado; y, contiene, además, miles de palabras que están ya obsoletas pero que van siendo arrastradas por cualquiera que quiera sonar inteligente o edificante. Con esto en mente, uno puede buscar la manera de asegurarse de que la propaganda, escrita o hablada, llegue al público al que va dirigida.

Los oradores más capaces, como Hitler o Lloyd George, suelen improvisar,, pero son casos muy excepcionales.

Arthur Koestler, 11 septiembre de 1944

Tal vez sea exagerado, aunque no mucho, afirmar que, cuando en este país se publica un libro sobre el totalitarismo y al cabo de seis meses sigue valiendo la pena leerlo, es porque se trata de un libro traducido de algún otro idioma.

El peculiar mundo creado por las fuerzas policiales secretas, la censura, la tortura y los juicios amañados, por supuesto, es bien conocido y hasta cierto punto despierta rechazo, pero ha causado muy poco impacto emocional. Debido a ello, apenas existe en Inglaterra literatura sobre el desencanto con la Unión Soviética. Están la postura de quienes la desaprueban por ignorancia y la de quienes la admiran de manera acrítica, pero muy pocas cosas entre ambas. Por ejemplo, la opinión sobre los juicios por sabotaje en Moscú estuvo muy dividida, pero sobre todo acerca de si los acusados eran o no culpables. Muy poca gente reparó en que, justificados o no, los juicios eran un horror indescriptible. Y la desaprobación inglesa de las atrocidades nazis también ha sido un tanto irreal, más o menos explícita según la conveniencia política. Para entender cosas como estas uno tendría que poder imaginarse como víctima, y que un inglés escriba El cero y el infinito sería tan improbable como que un traficante de esclavos escribiese La cabaña del tío Tom.

La obra de Koestler se centra en los procesos de Moscú. El asunto principal es la decadencia de las revoluciones debido a los efectos corruptores del poder, pero la peculiar naturaleza de la dictadura de Stalin le ha empujado a una postura no muy lejana del conservadurismo pesimista. Ignoro cuántos libros ha escrito. Es un húngaro que empezó redactándolos en alemán, y en Inglaterra se han publicado cinco: Testamento español, Los gladiadores, El cero y el infinito, La espuma de la tierra y Llegada y salida. El asunto de todos ellos es similar, y ninguno se libra más que en unas pocas páginas de un ambiente de pesadilla. De los cinco libros, tres transcurren por entero, o casi, en la cárcel.

En los primeros meses de la Guerra Civil española, Koestler fue corresponsal del News Chronicle, y a principios de 1937 fue detenido cuando los fascistas capturaron Málaga. Poco faltó para que lo fusilaran, y luego pasó varios meses encarcelado en una fortaleza, oyendo noche tras noche el estampido de los fusiles mientras ejecutaban a un grupo tras otro de republicanos y corriendo un grave peligro de ser fusilado también él. No fue una aventura casual que "podría haberle sucedido a cualquiera", pero estaban en consonancia con el estilo de vida de Koestler. Una persona sin interés en la política no habría estado en España en esa época, un observador más cauto habría salido de Málaga antes de que llegaran los fascistas, y a un periodista británico o estadounidense lo habrían tratado con más miramentos. El libro que escribió Koestler sobre esas vivencias, Testamento español, tiene pasajes notables, pero, dejando a un lado el carácter fragmentario habitual de cualquier reportaje, también incluye  muchas falsedades. En las escenas de la cárcel, Koestler acierta al describir el ambiente de pesadilla que por así decirlo, se ha convertido en su marca de fábrica, pero el resto está demasiado teñido de la ortodoxia del Frente Popular de la época.

El pecado de casi todos los izquierdistas de 1933 en adelante es que han pretendido ser antifascistas sin ser antitotalitarios.

Si alguien se interesa por la historia es para encontrar en ella significados modernos.

Si uno quiere escribir sobre los procesos de Moscú tendrá que responder a la pregunta: "¿Por qué confesaron los acusados?", y su respuesta será una decisión política.

No es solo que "el poder corrompa", sino que también lo hace el modo de llegar al poder. Por ello cualquier esfuerzo de regenerar la sociedad "por medios violentos" conduce a los sótanos de la OGPU. Lenin lleva a Stalin, y habría llegado a parecerse a él si hubiese sobrevivido.

La idea de que alguien cometió una "traición", o de que las cosas salieron mal por la perversidad de algunos individuos, es omnipresente en el pensamiento de la izquierda.

Ahora, con Francia recién liberada y la caza de brujas de los colaboracionistas en pleno apogeo, es fácil olvidar que en 1940 varios observadores sobre el terreno consideraron que alrededor del 40 por ciento de la población francesa era activamente proalemana o sencillamente apática.

Los comunistas franceses eran directamente pronazis.

El joven nazi de Llegada y salida hace la penetrante observación de que lo equivocado del movimiento de izquierdas se nota en la fealdad de sus mujeres.

Es muy probable, ¡y al mismo tiempo inconcebible!, que los problemas de la humanidad no lleguen a resolverse nunca. Pero ¿quién se atreve a mirar el mundo actual y decirse: "Siempre será así, ni en un millón de años mejorará ni un ápice"? Por eso hay quien llega a albergar la creencia casi mística de que, de momento, no hay remedio y toda acción política es inútil, pero que de algún modo, en alguna parte del espacio y el tiempo, la humanidad dejará de ser tan brutal y mísera como lo es ahora.

La única salida fácil es la fe religiosa de quien considera esta vida solo una fase de preparación para la siguiente. Pero poca gente racional cree hoy en la vida después de la muerte, y es probable que su número esté disminuyendo. Las iglesias cristianas probablemente no sobrevivirían por méritos propios si se destruyera su base económica. El verdadero problema es cómo restablecer la actitud religiosa y aceptar el mismo tiempo que la muerte es algo definitivo. La humanidad solo puede ser feliz si no da por sentado  que el objetivo de la vida es la felicidad.

La Revolución rusa, el acontecimiento principal en la vida de Koestler, empezó con grandes esperanzas. Hoy lo hemos olvidado, pero hace un cuarto de siglo la gente confiaba en que la Revolución rusa condujese a la Utopía. Es evidente que no ha sido así. Koestler es demasiado agudo para no darse cuenta de ello, y demasiado sensible para haber olvidado el objetivo original. Además, desde su perspectiva europea, puede ver las purgas y las deportaciones masivas como lo que son; a diferencia de Shaw y Laski, no está mirando por el lado equivocado del telescopio. De ahí que llegue a la conclusión de que no hay nada que hacer salvo ser un "pesimista a corto plazo"; es decir, dejar la política, crearse una especie de oasis en el que tú y tus amigos podáis conservar la cordura, y esperar que la cosa mejore dentro de cien años. en la base de eso late ese hedonismo que le lleva a considerar deseable el paraíso terrenal. No obstante, deseable o no, tal vez no sea posible. Puede que cierto grado de sufrimiento sea inevitable en la vida y que debamos elegir entre varios males; incluso es posible que el objetivo del socialismo no sea crear un mundo perfecto sino uno mejor. Todas las revoluciones son fracasos, pero todos los fracasos son iguales. Su reticencia a admitirlo ha llevado temporalmente la imaginación de Koestler a un punto muerto, y hace que Salida y llegada parezca superficial en comparación con sus primeros libros.