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Después del Reich. Crimen y castigo en la posguerra alemana - Giles MacDonogh


Después del Reich, Crimen y castigo en la posguerra alemana. Giles Macdonogh


  • Los angloamericanos evitaron exigir reparaciones porque sabían que, en ese caso, tendrían que pagar para dar de comer a los alemanes, mientras que, si les dejaban una base industrial, podrían alimentarse a sí mismos. 
  • Los alemanes derrotados sorprendieron a sus conquistadores por su docilidad. 
  • Es posible que los aliados decidieran calificarse de “libertadores”, pero llegaron acompañados por el odio… son cosas que podemos comprender, pero nunca aprobar, desde luego. 
  • Los Aliados reutilizaron todos los campos de concentración más infames, junto con los de trabajo: los rusos, Auschwitz-Birkenau, Sachsenhausen y Buchenwald; los norteamericanos, Dachau; y los británicos, Bergen-Belsen; por no mencionar el espeluznante Ebensee, en la región de Sazkammergut, donde los americanos retuvieron a 44.000 hombres de la SS.
  • El infortunio que padecieron los judíos horrorizó a británicos y norteamericanos y exacerbó su actitud para con la nación conquistada -en especial a los segundos-, mientras que las autoridades soviéticas no le sacaron un gran partido. La autora anónima de Una mujer en Berlín, por ejemplo, se manifestaba sorprendida: “Ningún ruso me ha reprochado hasta ahora la persecución de los alemanes contra los judíos”. 
  • El “vansittartismo”, que consideraba a los alemanes una tribu de patanes incorregibles desde la época de Tácito hasta el presente, se había convertido en el pensamiento dominante en los círculos del gobierno. Aquella concepción fue desarrollada por el diplomático Robert Vansittart, quien durante una parte de la guerra se dedicó a emitir programas de radio en los que analizaba uno tras otro a distintos alemanes señalando cuán repugnantes eran todos ellos. El “vansittartismo” indujo a los historiadores a rastrear en los archivos nuevas pruebas de la profunda maldad de los alemanes. Y, hasta cierto punto, aún hoy día sigue latente. 
  • En los designios de los Aliados había influido, no obstante, una bibliografía de extensión considerable salida de las plumas de los exiliados. Libros de Hermann Rauschning y Konrad Heiden, además de la obra de Sebastian Haffner Alemania: Jekyll y Hyde, instruyeron a los Aliados sobre cómo enfrentarse a la Alemania posterior al nazismo. 
  • Una encuesta realizada a comienzos de 1945 mostró que el 76% de los franceses deseaba la fragmentación de Alemania; el 59% quería que se deportara a una parte de los alemanes; el 80% apoyaba la propuesta del general Leclerc de fusilar a cinco alemanes por cada ataque contra miembros del ejército francés; dos tercios estaban a favor de anexionarse el Sarre; el 87% pensaba que los soviéticos serían capaces de castigar debidamente a los alemanes, mientras que sólo el 9% confiaba en los norteamericanos. 
  • Se mencionó la cifra de seis millones de alemanes como el número de desplazados requerido. En privado, Churchill explicó a Byrnes que se acercaría más bien a nueve. 

El caos

La caída de Viena
  • Joseph Goebbels había expuesto con suficiente claridad lo que les iba a ocurrir. Algunos desdeñaron sus advertencias como “propaganda para sembrar el terror”, pero la triste verdad era que el Ejército Rojo violaba dondequiera que se presentaba. 
  • Se ha discutido mucho el por qué los rusos violaron y asesinaron a tantas mujeres durante su marcha hacia el río Elba. Es indudable que fueron azuzados por Ehrenburg y otros propagandistas soviéticos que veían en la violación una expresión del odio y, por tanto, un acto apropiado para fortalecer la moral. A los soldados soviéticos se les habían mostrado además fotografías de las víctimas de los nazis en el campo de Majdanek, donde los muertos habían sido identificados simplemente como “ciudadanos soviéticos”. Los alemanes habían estado en Rusia, habían quemado sus ciudades y sus pueblos y se habían presentado como un Herrenvolk, una nación de señores… La probabilidad de violar era mucho menor entre los viejos soldados y entre quienes poseían formación universitaria. Cuanto más alto era el nivel de vida con que se topaban los soldados rusos, tanto mayor era el número de violaciones que perpetraban. 
  • En Hietzing, algunas vecinas expresaron su preocupación sobre lo que podría ocurrir con su “inocencia” si los soldados bebían vino. Adolf Schärf tuvo el mismo pensamiento: “La gran provisión de vino y aguardiente existente en Viena, sobre todo en las comarcas de viñedos, fue probablemente una de las causas de las violaciones sufridas por las mujeres cuando se produjeron”. 
  • “El capítulo de las violaciones, que anteriormente -e incluso al comienzo de la ocupación- habíamos atribuido con ligereza a la propaganda alemana, se había convertido en una cruda realidad.” Las víctimas daban ahora parte a los médicos. Ninguna edad ni condición social ofrecían protección. Se decía que los rusos habían violado a mujeres de hasta ochenta años. 
  • En casi todos los casos de violación o saqueo, los rusos habían sido guiados hacia sus presas por trabajadores extranjeros o por los propios vieneses… algunas mujeres se suicidaban tras los ultrajes; muchas contrarían enfermedades venéreas; otras quedaban embarazadas y tenían que abortar. Médicos que en el pasado se habían negado a interrumpir embarazos, estaban ahora dispuestos a dejar de lado sus objeciones morales. Las únicas mujeres que no querían ni oír hablar de ello eran las monjas, que aguardaban impasibles su suerte en un hospital vienés. 
Tiempos violentos: un cuadro de la Europa Central liberada en 1945

  • Junto con la terrible pérdida de vidas humanas se perdieron también para siempre grandes tesoros y ciudades que habían sido la gloria de Centroeuropa habían dejado de existir. 
  • Dresde había quedado hecha trizas como un regalo del día de San Valentín al Ejército Rojo; en Múnich, la destrucción de tantos monumentos culturales indujo a Richard Strauss a componer su obra más conmovedora, Die Metamorphosen… Bayreuth fue víctima de su culto a Wagner; dos tercios de Weimar quedaron arrasados a causa de su vinculación con Goethe y Schiller.
  • Hamburgo había sido el campo de pruebas para las armas británicas y estadounidenses de destrucción masiva de 1943: en dos días de bombardeos murieron cincuenta mil personas. 
  • Breslau siguió ardiendo mucho tiempo después del final de la guerra mientras los rusos encendían hogueras en sus ruinas. 
  • En el curso de una sola noche, el Ejército Rojo mató a setenta y dos mujeres y a un hombre. La mayoría de las mujeres habían sido violadas, la de más edad tenía ochenta y cuatro años. Algunas de las víctimas habían sido crucificadas. 
  • Los prusianos orientales recurrieron a todos los medios imaginables para abandonar su asediado territorio y llegar a la orilla occidental del Vístala, que consideraban una zona segura. Pero los trenes se encontraron con el avance ruso y fueron detenidos en sus vías. Los pasajeros se congelaban en medio de unas temperaturas glaciales y los muertos eran arrojados por las ventanillas. 
  • La primera noticia de la caída de Königsberb le llegó al cirujano Hans Lehndorff cuando unos soldados rusos asaltaron su hospital y robaron los relojes a sus pacientes, golpeando a todo aquel que se interpusiera en su camino. La siguiente presa fueron las plumas estilográficas. Los enfermos y heridos fueron arrojados de sus camas, se les arrancaron las vendas de las heridas y se quemaron documentos a fin de tener luz suficiente para perpetrar los robos. Todas las provisiones del hospital fueron consumidas o desperdiciadas en cuestión de horas. Uno de los asaltantes, “un tipo realmente joven, estalló de pronto en lágrimas pues todavía no había encontrado un reloj. Levantó tres dedos. Iba a fusilar a tres personas si no conseguía uno enseguida”. Y le consiguieron un reloj de pulsera. 
  • Las enfermeras del hospital fueron violadas por “niños sedientos de sangre” que no tenían más de dieciséis años. 
  • Lo peor llegaría cuando los rusos encontraran alcohol. El 11 de abril localizaron la destilería Mental de Königsberg. A continuación incendiaron los sectores de la ciudad que no habían sufrido daños. La irritación del Ejército Rojo se agravó debido a la sífilis y la gonorrea. Los soldados acudían corriendo a los hospitales y exigían tratamiento a punta de fusil. Sin embargo, en sus salvajes orgías habían hecho añicos la farmacia. 
  • Terminada la diversión, los ciudadanos que aún permanecían en la ciudad fueron obligados a marchar hacia los campos de prisioneros. A los que eran demasiado viejos o estaban demasiado enfermos se les ejecutaba en el acto. 
  • Ante la promesa de recibir un trato mejor, algunos alemanes actuaron como Kapos -prisioneros que habían ascendido trabajosamente hasta ocupar puestos de confianza-, golpeando en nombre de sus amos soviéticos… Königsberg había sido otorgada a la URSS, y estaba siendo administrada como una ciudad soviética. La población alemana sería, en el mejor de los casos, deportada; y en el peor, exterminada. 
  • Se calcula que el 9 de abril aun permanecían en Königsberg 110.000 alemanes. Cuando los soviéticos realizaron un censo el mes de junio, quedaban 73.000. El conde Plettenberg afirmó que los rusos habían descuartizado a miembros de las Juventudes Hitlerianas atándoles a caballos por sus extremidades, pero ante la ausencia de otros informes hay que descartar que en Königsberg se hubiesen producido actos de ese tipo. No obstante, “una persona valía menos que el reloj que llevaba”. 
  • Un testigo que logró llegar a Occidente contó la historia de una pobre muchacha de un pueblo violada por los integrantes de un escuadrón de tanquistas desde las ocho de la tarde hasta las nueve de la mañana. Un hombre fue abatido a tiros y arrojado a los cerdos como comida. 
  • Otra mujer intentó tomar el último tren que partía de Mohringen, pero el convoy descarriló y los pasajeros continuaron  pie para acabar cayendo en manos de los rusos. La mujer describe cómo los soldados encontraron una granja y encontraron una Cruz de Hierro de segunda clase. El propietario de la condecoración y su esposa fueron sacados de la casa y ejecutados de un disparo en la nuca. La propia narradora fue violada unas veinte veces la noche de su captura, pero aún le quedaban cosas peores que sufrir. Fue sacada por dos oficiales y siete hombres, de quienes sospechaba que habían desertado o se habían apartado temporalmente de la unidad. Los soldados la alojaron junto otras ocho mujeres, incluida una muchacha de catorce años, en una casa del bosque, donde las violaron a lo largo de una semana. 
  • Los rusos no se mostraban, de todos modos, demasiados selectivos, y por edad, las víctimas iban desde niñas pequeñas hasta bisabuelas. 
  • Mientras las mujeres de la finca se marchaban en masa para hallar refugio, los rusos volvieron en busca de armas y relojes. Vieron a la señora Wesphal e intentaron sacarla de casa. Su hijo de diez años la defendió con un hacha hasta que, finalmente, los rusos desistieron y se limitaron a robarle un puchero de manteca… de los pueblos vecinos les llegaban noticias que empezaban a ser habituales: una mujer había sido violada veinte veces, y no era la única. La señora Von Norman observaba a su hijo. “No llora, pero mientras viva no olvidaré nunca la mirada de indescriptible sufrimiento en los ojos de mi pequeño de diez años.”
  • En Danzig se volvió a abrir la veda para los soldados rusos, que violaron, asesinaron y saquearon. Se violó a mujeres de entre doce y setenta y cinco años; los chicos que intentaban rescatar a sus madres eran abatidos a tiros sin piedad. Los rusos profanaron la antigua catedral de Oliva y violaron a las Hijas de la Caridad… Se violaba a las enfermeras en las salas de operaciones sobre los cuerpos de pacientes inconscientes… Los médicos que intentaban impedir aquellos actos eran fusilados sin más contemplaciones. El comportamiento de los polacos era tan brutal como el de los rusos. En consecuencia muchos habitantes de Danzig se quitaron la vida. 
  • Quienes escaparon de Breslau cruzaron el río Neisse en Görlitz. Las condiciones eran allí tan malas que la localidad ha sido calificada como “la peor ciudad de Alemania” en aquella época. En un incidente atroz, treinta mujeres fueron llevadas a un establo y violadas. Una de ellas se negó y fue asesinada de un disparo. Aquella atrocidad llegó a los oídos del comandante soviético local, quien, acto seguido, acudió al establo y fusiló a cuatro de sus hombres. 
  • Una vez calmadas la furia y la lujuria iniciales, los ejércitos soviéticos se dedicaron al desmontaje. El 1 de julio desmantelaron la central eléctrica de Kraftborn. Le siguieron las principales fábricas, y tras ellas las farolas de las calles, los tendidos eléctricos y los trenes de carga. La soldadesca siguió robando relojes de pulsera, marcos de ventana, carretillas y bicicletas. También se llevaban todos los pianos que podían encontrar. 
  • Los soldados violaban a todas las mujeres que encontraban; una niña de doce años se quejó del terrible desgarro que le habían provocado. 


Dachau fue liberado por el 157 Regimiento de Infantería de la 45ª División de Estados Unidos, así como por las divisiones 222 y 42, que convergieron en la localidad para tomar un puente que las llevaría hasta su presa: Múnich. 

Se dijo que un hombre de la SS dirigió brevemente su subfusil contra los prisioneros que salían de sus cabañas para observar la llegada de los norteamericanos. Este gesto desató la ira de los conquistadores, que dispararon contra todos los que defendían el complejo, hicieron bajar a los guardias de las torres de vigilancia y a continuación los mataron. Reunieron a 122 presos. Un soldado americano acribilló el grupo con su ametralladora, y cuando se disponía a matar a los tres que seguían en pie -dos con las manos en alto y el otro con los brazos cruzados en actitud desafiante-, llegó un oficial y le dio una patada en la cabeza. “La violencia de Dachau consiguió implicar a todos, incluso a los libertadores.”

 Al principio, los prisioneros se permitieron un juego inocente obligando a los guardianes a bailar al son de su música. Gritaban: “Mützen ab!” (¡Descubrirse!). Y los hombres de la SS tenían que quitarse la gorra. Luego, los americanos colaboraron y secundaron a los prisioneros en su venganza. Un soldado prestó a un interno una bayoneta para que decapitara a un guardián. Encontraron a un Kapo que yacía desnudo con el cuerpo lleno de cortes y un disparo en la cabeza. Le habían restregado las heridas con sal. A otro lo golpearon con palas hasta matarlo. A otros guardias les dispararon a las piernas para inmovilizarlos. Informes posteriores corrieron un tupido velo sobre lo ocurrido en aquellos momentos, aunque se sabe con certeza que algunos de los alemanes fueron descuartizados. Al parecer, otro cuarenta guardias y Kapos murieron de ese modo…. 

Una sección importante de la gira fueron los crematorios y la cámara de gas, aunque nunca se supo con certeza si esta última se había llegado a utilizar.

• Un sargento británico provisto de guantes quirúrgicos cacheó los anos y demás orificios de ministros, funcionarios y secretarias. Speer había sido sacado del castillo de Glücksburg y sometido a la misma vejación. Lo atribuyó a que Himmler se había escapado (mordiendo una cápsula de cianuro) de la red tendida por los británicos y éstos estaban decididos a que no volviera a suceder algo parecido, pero Himmler murió aquel mismo día. La idea de humillar a los prisioneros no debió ser tampoco ajena a sus intenciones. El almirante Von Friedeburg se envenenó en un lavabo para eludir la deshonra, al igual que la secretaria de Dönitz. Unos soldados rasos expoliaron el cadáver de Friedeburg.


  La única persona a la que se dejó en paz fue el subjefe de operaciones del OKW; calzaba unas botas tan ajustadas que los soldados británicos no pudieron sacárselas. El capitán al mando de la operación se enfureció tanto que arrancó la Ritterkreuz (Cruz de Caballero) del cuello del oficial alemán y la pisoteó. Relojes y anillos se esfumaron en los bolsillos de los soldados. El equipaje de Dönitz fue desvalijado y alguien le hurtó su bastón de mariscal incrustado en joyas.

  • En el caos de la Alemania de 1945 era difícil saber si el escritor Ernst Jünger había sobrevivido. Muchos de sus amigos y admiradores habían perecido en los patíbulos hitlerianos. Otros -tanto soldados como civiles- habían caído víctimas de las bombas y las balas. Jünger, sin embargo, estaba en su hogar de Kirchhorst, cerca de Celle, en Hanóver. Contempló con actitud distanciada el avance de las tropas estadounidenses, que pasaron dejándolo literalmente de lado. Los soldados negros del ejército de Estados Unidos fueron motivo de un sinfín de habladurías. Un niño de nueve años dijo a Jünger: “Me da miedo”, refiriéndose a un soldado negro. Los negros fueron acusados de perpetrar varias violaciones; en un caso, la víctima fue una muchacha de catorce años del pueblo de Altwarmbuch. 
  • Los pueblos estaban llenos de soldados negros borrachos con mujeres del brazo en busca de camas. 
  • Los esqueletos vivientes de Belsen se vengaron de los odiados Kapos arrojando a unos ciento cincuenta desde las ventanas de un primer piso ante la mirada de los británicos. 
  • El II Cuerpo de Ejército francés había tomado Espira antes de avanzar hacia Karlsruhe. El 12 de abril alcanzó Baden-Baden para entrar luego en la Selva Negra y dirigirse hacia Freudenstadt. No es fácil saber si el comandante francés se sintió influenciado de algún modo por el nombre de la localidad, pero Freudenstadt (que significa “Ciudad de la alegría”), la llamada “perla de la Selva Negra”, fue sometida a tres días de asesinatos, saqueos, incendios y violaciones. 

El 17 de abril bombardearon la ciudad con fuego de artillería, destruyendo el centro histórico. Las unidades que entraron en Freudenstadt estaban compuestas por soldados franceses de la 5ª División acorazada, miembros de la Legión Extranjera y tropas marroquíes y argelinas de la 2ª División marroquí y la 3ª argelina de infantería. Se cuenta que algunos obreros polacos de la localidad se unieron a ellos. Los franceses dejaron claro desde el principio que la población recibiría el castigo que se merecía. Habría tres días de saqueo. Un sargento dijo que se eximiría a la tropa de la disciplina, y un furriel añadió: “Ninguna mujer quedará intacta en las noches siguientes”. 

A los pacientes les robaron los relojes en los hospitales, y un francés al que encontraron ingresado en uno de ellos fue muerto a tiros en su cama. Las casas que permanecían indemnes fueron destruidas una tras otra con benceno: 649 de ellas quedaron reducidas a cenizas. Se había abierto la veda contra cualquier mujer de entre dieciséis y ochenta años. Al parecer, quienes peor se comportaron fueron los marroquíes. Todo el que intentaba interponerse en su camino era abatido a tiros. Una de las víctimas fue una robusta conductora de camión llamada Sofie Hengher, que intentó impedir que los soldados agredieran a sus hijos. Tras el paso de los franceses se presentaron en el hospital de la localidad unas seiscientas mujeres. El 10% de las examinadas estaban embarazadas. Setenta personas fueron asesinadas. Freudenstadt, fue, sin duda, el ejemplo más destacado de una quiebra de la disciplina en el ejército francés, pero hubo otros, y los franceses no se privaron de amenazar con aplicar un trato similar a Königfeld y la ciudad universitaria de Tubinga. 

Se cree que el comportamiento de algunos soldados franceses en Stuttgart, donde se violó a más de tres mil mujeres y a ocho hombres, incrementó la furia de los americanos porque habían rebasado sus líneas. Otras quinientas mujeres fueron violadas en Vaihingen, donde el ejército francés encontró un gran número de muertos y moribundos en un campo de concentración satélite. Los habitantes del cercano pueblo de Neuenbürg fueron expulsados de sus casas para dejar sitio a los enfermos y a la guarnición francesa. En todos esos casos se culpó a los marroquíes. El general norteamericano Devers redactó una carta de protesta a De Lattre. Freudenstadt no había contribuido a dar buena fama al ejército francés. Más tarde, los alemanes quisieron saber quién había permitido aquellos desmanes a los soldados. Al parecer, el hombre que estaba al mando en Freudenstadt era un tipo moreno de aspecto meridional llamado comandante Deleuze, pero también se mencionó a un tal capitán De l’Estrange, así como a un comandante apellidado Chapigneulles y a su ayudante, Poncet de Lorena, famoso por sus palizas. Las torturas eran aplicadas por un tal Guyot y por un supuesto ex jesuita llamado Pinson. La prensa británica achacó las atrocidades al comandante De Castries, vástago de una de las familias francesas más antiguas. 

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         En los pueblos de la comarca se repetía la misma escena: soldados borrachos, aristócratas muertos. Una mujer había matado ella sola a tiros a quince miembros de su familia y se había suicidado arrojándose al agua. 


Los checos se mostraron aún menos considerados que los rusos. El doctor E.Siegel oyó hablar de la llegada a la Pequeña Fortaleza de Theresienstadt (la actual Terezin, en la República Checa) de veintiún hombres acusados de pertenecer a los Werwölfe. Fueron conducidos al paredón. Durante la noche, el doctor escuchó los habituales gritos y restallidos de látigos. Más tarde oyó decir que unos prisioneros habían limpiado la puerta de acceso de sangre, sesos, dientes y pelo y habían tenido que esparcir arena nueva. Los hombres fueron registrados oficialmente como “muertos en el momento de llegar”. 

Berlín 
 Para los rusos, Berlín -incluso en su estado ruinoso- era la representación de la elegancia… Se sentían fascinados por los retretes con cisterna, y, según se dice, los utilizaban para lavar las patatas en su interior. 

 Algunos Algunos berlineses salieron bien parados de aquella experiencia. Un residente de Charlottenburg fue detenido y despojado de su elegante chaqueta de cuero. A cambio de ella, el asaltante ruso le arrojó encima su propia cazadora. Su abatimiento inicial por aquel trueque no tardó en transformarse en júbilo: en los bolsillos de la prenda del soldado encontró dos relojes y dos joyas, entre ellas un anillo de gran valor. 

 Ruth Friedrich observó como un soldado de Mongolia que había trabado amistad con ella vaciaba sus bolsillos de relojes de pulsera, encendedores, anillos de oro y collares de pata, “igual que un niño, calificándolos de “trofeos”.

 Al parecer, las berlinesas andaban escasas de comida pero estaban bien provistas de venenos. Hubo casos de suicidio masivo por envenenamiento. El actor Paul Bildt y unas veinte personas más se dieron muerte de ese modo, aunque él volvió en sí y vivió doce años más. Su hija fue uno de los muertos… la muerte era preferible a la deshonra. 

 Por un grito atroz del humor de la época, los niños berlineses solían practicar el juego de “Frau, komm mit!” (¡Mujer, ven conmigo!), en el que los chicos desempeñaban el papel de los soldados, y las chicas el de sus víctimas. En tiempos normales, los niños habían imitado el “Zurücktreten, Zug fährt ab!” (¡Échense atrás! ¡El tren va a efectuar su salida!), frase que oían cada vez que tomaban la U-Bahn o la S-Bahn, la red del metro berlinés. Durante la guerra, el equivalente había sido la expresión: “¡Achtung! Achtung! Schwacher Kampfverband über Perleberg in Richtung auf die Reichshauptstadt” (¡Atención, atención! Una unidad de combate libera sobrevuela Perleberg en dirección a la capital del Reich) 

 Los hombres tienen mala prensa en los relatos, contemporáneos, pero el hecho de ver u air cómo se violaba a la mujer amada y ser incapaz del impedirlo debió de ser una experiencia castradora. Un hombre que había presenciado cómo su mujer reía, bebía y dormía con los rusos, la mató y luego se suicidó de un disparo. Otros se atormentaban con reproches por su pasividad en el momento de la agresión. Las mujeres se lamentaban de que sus maridos las desdeñaban después de la experiencia, pero a su vez muchas mujeres se volvieron frígidas tras haber sido violadas y rechazaban a sus maridos y amantes. El hecho de que las víctimas hablaran con otras mujeres sobre sus experiencias mientras sus maridos podían escucharlas no facilitaba, seguramente, las cosas.

 Kelin Machnow, de dieciocho años, había sido violada setenta veces. 

 En 1946 se calculaba que uno de cada seis niños nacidos fuera del matrimonio tenían padres rusos. 

 Corrió el rumor de que Stalin había prohibido a las mujeres deshacerse de sus hijos porque deseaba ver un cambio en la composición racial.

 Aunque la incidencia de abortos resultó masiva, se calcula que llegaron a ver la luz del día entre 150.000 y 200.000 “bebes rusos”. 

 Los americanos resultaron decepcionantes. Los berlineses tenían la sensación de que no sabían por qué estaban allí. 

 Sin embargo, cuando llegaron los americanos, una de las muchachas fue violada con tanta brutalidad que tardó años en recuperarse de la conmoción.

 Los americanos tenían por norma no dar nada y tirarlo todo. Así pues, las alemanas que trabajaban para ellos estaban fantásticamente bien alimentadas, pero en cambio no podían llevarse nada para sus familias o sus hijos… A los americanos les indignaba que los famélicos berlineses se atrevieran a servirse de lo que ellos comían. El coronel Frank Howley había llegado a Berlín con dos jabalíes domesticados adoptados por el ejército durante su avance hacia el este. Cuando un alemán pretendió comerse uno de ellos fue brutalmente derribado a golpes. No obstante, los oficiales compañeros de Howley convencieron a éste de que los jabalés causaban más molestias de lo que valían, y los americanos se zamparon los dos. 

 Los soldados tenían prohibido dar la mano a los alemanes o hacerles regalos y debían tratarlos como a una raza conquistada. 

 Al principio, las mujeres habían sido violadas por los rusos, y luego tuvieron que servir de putas a los americanos. 

La venganza es amarga - George Orwell


La venganza es amarga. 9 de noviembre de 1945

Siempre que leo expresiones como “juicios por las atrocidades cometidas durante la guerra”, “castigo de criminales de guerra” y otras por el estilo, me vuelve a la memoria el recuerdo de algo que vi en un campo de prisioneros de guerra del sur de Alemania ese mismo año.

Estaba enseñándonos el campo a mí y a otro corresponsal un pequeño judío vienés al que habían reclutado en la sección del ejército estadounidense encargada de interrogar prisioneros. Era un joven despierto, de pelo claro y más bien apuesto de unos veinticinco años , y tanto más al día en temas políticos que la mayoría de los oficiales norteamericanos que daba gusto estar con él. El campo se hallaba en un aeródromo, y después de dar una vuelta por donde tenían encerrados a los prisioneros, nuestro guía nos llevó a un hangar donde estaban “cribando” a algunos que estaban en una categoría distinta del resto. 

En un extremo del hangar estaban tumbados en fila, en el suelo de hormigón, alrededor de una docena de hombres. Eran, se nos explicó, oficiales de las SS a los que habían aislado del resto de los prisioneros. Había entre ellos un hombre, vestido con unas ropas de paisano desastradas, que estaba tumbado con el brazo cubriéndole la cara y, según se veía, dormido. Tenía los pies deformados de un modo extraño y horrible. Eran bastante simétricos, pero tenían una insólita forma globular que los asemejaba más a cascos de caballo que a nada humano. A medida que nos íbamos acercando al grupo, el pequeño judío parecía que iba entrando en un estado de agitación. 

“¡Ese es el auténtico cerdo!”, dijo, y de repente cogió impulso y, con su pesada bota militar, le pegó a aquel hombre postrado una terrible patada en la hinchazón de uno de sus pies deformados. 

“¡Levanta, cerdo!”, gritó cuando empezaba a despertarse, y luego repitió algo parecido en alemán. El hombre se levantó como pudo y adoptó con torpeza la posición de firmes. Con el mismo aire de estar fuera de sí -de hecho, casi bailaba arriba y abajo mientras hablaba!-, el judío nos contó las historia del prisionero. Era un “auténtico” nazi; su número de miembro del partido indicaba que llevaba afiliado a él desde el mismísimo comienzo, y había ostentado un rango equivalente al de general en el brazo político de las SS. Podía darse por hecho que había estado a cargo de campos de concentración y había ordenado torturas y ahorcamientos. Representaba, en suma, todo aquello contra lo que llevábamos luchando los últimos cinco años. 

Entretanto, yo iba estudiando su aspecto. Mas allá del rostro selvático, famélico y sin afeitar propio de un hombre recién capturado, era un espécimen repugnante. Pero no parecía brutal ni en modo alguno temible; solo neurótico e intelectual (de perfil bajo). Unas gruesas gafas le deformaban los ojos, pálidos e inquietos. Podría haber sido un clérigo secularizado, un actor echado a perder por la bebida o un médium espiritista. He visto gente muy parecida en las casas de huéspedes baratas de Londres, y también en la sala de lectura del Museo Británica. Estaba a todas luces mentalmente desequilibrado; o, mejor dicho, no estaba claro que estuviese cuerdo, aunque en ese momento lo estaba lo bastante como para tener miedo de recibir otra patada. Y, sin embargo, todo lo que el judío me decía de su historia podía ser cierto, ¡y probablemente lo fuese! Conque el torturador nazi de nuestra imaginación, la figura monstruosa contra la que nos habíamos pasado peleando tantos años, quedaba reducida a este pobre desgraciado a quien era evidente que no había falta ningún castigo, sino algún tipo de tratamiento psicológico. 

Después hubo más humillaciones. A otro oficial de las SS, un hombre ancho y fornido, le ordenaron desnudarse hasta la cintura y enseñar el número de grupo sanguíneo que llevaba tatuado en la axila, y a un tercero lo obligaron a explicarnos a nosotros cómo mintió sobre su pertenencia a las SS e intentó hacerse pasar por un soldado raso de la Wehrmacht. Yo me preguntaba si el judío realmente disfrutaba con ese poder recién estrenado que estaba ejerciendo. Llegué a la conclusión de que en realidad no estaba pasándolo bien, y de que sencillamente estaba -como un hombre en un prostíbulo, o un muchacho fumándose su primer puro, o un turista deambulando por una pinacoteca -diciéndose a sí mismo que estaba disfrutando de lo lindo y haciendo lo que había planeado los días en que estaba indefenso. 

Es absurdo culpar a ningún judío alemán o austríaco por querer vengarse de los nazis. Sabe Dios qué cuentas pudiese tener que saldar ese hombre concreto -es muy probable que hubiesen asesinado a toda su familia-, y después de todo, incluso una patada gratuita a un prisionero es una nimiedad en comparación con las barbaridades del régimen de Hitler. Pero si algo me dejó claro esta escena -y muchas otras que presencié en Alemania- fue que toda la idea de venganza y castigo es un ensueño infantil. En rigor, eso que llaman “venganza” no existe. La venganza es un acto que uno quiere cometer cuando está desvalido y porque está desvalido; apenas desaparece el sentimiento de impotencia, se desvanece también el deseo. 

En 1940, ¿quién no hubiese saltado de alegría ante la idea de ver a oficiales de las SS pateados y humillados? Pero, cuando pasa a ser posible, es sencillamente patético y repugnante. Dicen que cuando se exhibió el cadáver de Mussolini, una señora mayor sacó un revólver y le disparó cinco veces mientras gritaba: “¡Esto es por mis cinco hijos!”. Es la clase de historia que se inventan los periódicos, pero podría ser cierta. Me pregunto cuánta satisfacción sacó esa señora de aquellos disparos con los que no cabe duda de que soñaba años antes de disparar. Poder acercarse a Mussolini lo bastante como para dispararle estaba condicionado a que fuese un cadáver. 

En la media en que el gran público de este país sea responsable del monstruoso acuerdo de paz que ahora está imponiéndose a Alemania, ello se debe a una incapacidad de prever que castigar a un enemigo no acarrea satisfacción alguna. Hemos aprobado crímenes como la expulsión de todos los alemanes de Prusia Oriental -crímenes que en algunos casos no podíamos impedir, pero contra los que al menos podríamos haber protestado- porque los alemanes nos habían enfurecido y asustado y, por tanto, estábamos convencidos de que cuando cayesen no sentiríamos lástima por ellos. Insistimos en medidas de esta índole, o dejamos que otros insistan en ellas en nuestro nombre, por un sentimiento indefinido de que, si hemos decidido castigar a Alemania, entonces debemos ir y hacerlo. En realidad, en este país queda poco odio acerbo a Alemania, y tiendo a pensar que en el ejército de ocupación todavía menos. La caza del criminal de guerra y del colaboracionista interesa de verdad únicamente a la minoría de sádicos que de algún sitio tienen que sacar sus “atrocidades”. Si le preguntamos al hombre de la calle de qué crímenes se va a acusar en sus juicios a Goering, Ribbentrop y el resto, no sabe decirnos. De alguna forma, castigar a estos monstruos deja de parecer atractivo cuando pasa a ser posible; de hecho, una vez encerrados, casi dejan de ser monstruos. 

Lamentablemente, a menudo no somos capaces de descubrir cuáles son realmente nuestros sentimientos sino después de que ocurra algo concreto. Daré otro ejemplo que viví en Alemania. Pocas horas después de que las tropas francesas tomaran Stuttgar, un periodista belga y yo entramos en la ciudad, donde reinaba aun cierto desorden. El belga llevaba toda la guerra retransmitiendo para la filial de la BBC en Europa y, como casi todos los franceses y belgas, tenía  hacia los boches una actitud mucho más implacable que la que tendrían un inglés o un estadounidense. Habían volado todos los puentes principales de la ciudad, y tuvimos que entrar por uno pequeño peatonal que -saltaba a la vista- los alemanes se habían esforzado en defender. Un soldado alemán muerto yacía boca arriba al pie de los escalones. Tenía el rostro amarillo como la cera. Sobre el pecho alguien le había depositado un ramillete de las lilas que andaban floreciendo por todas partes. 

El belga apartó la mirada al pasar. Cuando ya habíamos recorrido la mayor parte del puente, me confesó que era la primera vez que veía un hombre muerto. Imagino que tendría treinta y cinco años, y llevaba cuatro haciendo propaganda de guerra por radio. En los días siguientes, su actitud fue bien distinta de la que había tenido antes. Miraba con disgusto la ciudad arruinada por las bombas y las humillaciones que padecían los alemanes, y en una ocasión llegó a intervenir para impedir un episodio de pillaje especialmente desagradable. Cuando nos marchamos, a los alemanes con los que nos habían alojado les dio lo que sobraba del café que habíamos traído con nosotros. Una semana antes, la idea de dar café a un boche probablemente le hubiese escandalizado. Pero sus sentimientos, me dijo, habían sufrido un cambio al ver “ce pauvre mort” junto al puente; le hizo ver de golpe qué significa la guerra. Y, sin embargo, si nos hubiese tocado entrar en la ciudad por otro sitio, puede que nunca hubiera tenido la experiencia de ver siquiera un cadáver entre los, quizá, veinte millones que la guerra ha producido. 

George Orwell - La libertad de prensa (“Rebelión en la granja”)


Orwell - Ensayos

La libertad de prensa (“Rebelión en la granja”) Londres 17 agosto de 1945; Nueva York, 26 agosto de 1946

Que un organismo gubernamental tenga cualquier tipo de poder censor (aparte de en materia de seguridad, que en tiempos de guerra nadie cuestiona) sobre libros que no cuenten con el apoyo oficial, es evidente que no es deseable.

Si los responsables de las editoriales se afanan porque determinados temas queden inéditos, no es porque tengan miedo de que los persiga la justicia, sino porque temen a la opinión pública.

Cualquier persona imparcial con experiencia en el periodismo admitirá que durante esta guerra la censura oficial no ha sido especialmente molesta. No hemos estado sujetos al tipo de “coordinación” totalitaria que habría sido razonable esperar. La prensa plantea con fundamento algunas quejas, pero, en conjunto, el gobierno ha obrado bien y ha sido sorprendentemente tolerante con las opiniones minoritarias. 

Para silenciar ideas impopulares y dejar en la oscuridad hechos incómodos, no es precisa ninguna prohibición oficial. 

En este momento, lo que la ortodoxia predominante existe es una admiración acrítica hacia la Rusia soviética. Todo el mundo lo sabe, y casi todo el mundo lo respeta. Cualquier crítica seria del régimen soviético, dar a conocer cualquier hecho que el gobierno soviético preferiría mantener en secreto, raya en lo impublicable. Y esta confabulación a escala nacional para halagar a nuestro aliado se produce, cosa bastante curiosa, en un contexto de auténtica tolerancia intelectual, pues aunque no se permita criticar al gobierno soviético, somos razonablemente libres de criticar al nuestro. Difícilmente va a publicar nadie un ataque contra Stalin, pero hacerlo contra Churchill apenas entraña peligro, al menos en libros y revistas. Y a lo largo de cinco años de guerra, dos o tres de los cuales los pasamos luchando por la supervivencia nacional, han venido publicándose sin trabas incontables libros, panfletos y artículos a favor de una paz negociada; se han publicado, de hecho, sin suscitar mayor reprobación. Mientras el prestigio de la URSS quedara incólume, el principio de libertad de expresión se ha mantenido razonablemente bien. Hay otros temas prohibidos, a algunos de los cuales voy a referirme enseguida, pero la actitud predominante hacia la URSS es de lejos el íntimo más preocupante. Es, por así decir, espontánea; no se debe a las medidas de ningún tipo de presión. 

El servilismo con que la mayor parte de la intelligentsia inglesa ha tragado y ha repetido la propaganda rusa de 1941 en adelante sería realmente asombroso si no fuera porque en varias ocasiones anteriores ha obrado de modo parecido. En toda una seria de puntos controvertidos, la visión rusa ha venido aceptándose sin un examen previo, y difundiéndose tras ello con total desprecia por la verdad histórica o la honradez intelectual. Por dar un solo ejemplo, la BBC celebró el vigesimoquinto aniversario de la creación del ejército Rojo sin mencionar a Trotski. El respeto a los hechos era equivalente al de una conmemoración de la batalla de Trafalgar sin mencionar a Nelson, pero ningún miembro de la intelligentsia inglesa protestó. En las luchas internas que han tenido lugar en los diversos países ocupados, la prensa británica se ha alineado en casi todos los casos con la facción que apoyaban los rusos y ha desacreditado a la contraria, ocultando a veces para ello pruebas materiales. Particularmente flagrante fue el caso del coronel Mijailovich, líder de los Chetniks yugoslavos. Los rusos, que tenían a su pupilo yugoslavo en el mariscal Tito, acusaron a Mijailovich de colaborar con los alemanes. La prensa británica no tardó en hacer suya la acusación; se privó a los partidarios de Mijailovich de la ocasión de refutarla, y los hechos que la contradecían sencillamente no fueron publicados. En julio de 1943, los alemanes ofrecieron una recompensa de cien mil coronas de oro por la captura de Tito y otra recompensa equivalente por la captura de Mijailovich. La prensa británica difundió a toda plana la recompensa por Tito, pero solo un periódico se refirió (en letra pequeña) a la recompensa por Mijailovich, y las acusaciones de estar colaborando con los alemanes siguieron. Ocurrieron cosas muy parecidas en la Guerra Civil española. También entonces, la prensa inglesa de izquierdas desacreditaba sin mayor miramiento a las facciones del bando republicano que los rusos estaban decididos a aplastar y rehusaba publicar cualquier palabra en su defensa, aunque fuese en forma de carta. Actualmente, no solo se considera reprobable criticar en serio a la URSS, sino que incluso el hecho de que dicha crítica exista llega en ocasiones a ser ocultado. Por ejemplo, poco antes de su muerte Trotski escribió una biografía de Stalin. Podemos suponer que no sería un libro del todo imparcial, perruno cabe duda de que era vendible. Una editorial estadounidense había asumido su publicación y el libro estaba ya impreso -supongo que los ejemplares para la reseña habían sido enviados- cuando la URSS entró en la guerra. El libro se retiró de inmediato. En la prensa británica no ha aparecido sobre esto una palabra, aunque es evidente que la existencia de tal libro, y su retirada, eran noticias dignas de algún párrafo. 

La intelligentsia inglesa, o buena parte de ella, había desarrollado una lealtad nacionalista hacia la URSS, y en su fuero interno sentía que cualquier asomo de duda sobre la sabiduría de Stalin era una especie de blasfemia. Lo que ocurriese en Rusia y lo que ocurriese en otros sitios se juzgaba con raseros distintos. Quienes toda su vida se habían opuesto a la pena de muerte, ahora aplaudían las ejecuciones sin fin en las purgas llevadas a cabo entre 1936 y 1938, y se consideraba correcto por igual sacar a relucir hambrunas cuando sucedían en la India y ocultarlas cuando tenían lugar en Ucrania. Y si esto era sí antes de la guerra, la atmósfera intelectual desde luego no está mejor en la actualidad. 

La cuestión que entra aquí en juego es bien simple: ¿tiene derecho a ser oída cualquier opinión, por impopular o incluso estúpida que sea?

Pero la libertad es, como dijo Rosa Luxemburg, “libertad para el otro”. El mismo principio está contenido en las famosas palabras de Voltaire: “Odio lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo”. 

Ni el rusófilo más fervoroso creería de verdad que todas las víctimas eran culpables de todos los cargos de que se les acusaba; pero, sosteniendo opiniones heréticas, causaban al régimen un perjuicio “objetivo” y, por tanto, era perfectamente justo no solo ejecutarlos sino también desacreditarlos con falsas acusaciones. El mismo argumento se utilizó para justificar los deliberados embustes de la prensa de izquierdas sobre los trotskistas y otras minorías del bando republicano en la Guerra Civil española. Como también se usó como razón para clamar contra el hábeas corpus cuando se liberó a Mosley en 1943. 

Esa gente no se da cuenta de que, si uno fomenta métodos totalitarios, puede llegar el día en que sean usados contra él y no en su favor. Convirtamos en hábito el encarcelamiento de fascistas sin juicio, y probablemente la cosa no se quede en los fascistas. 

En 1940 tenía todo el sentido arrestar a Mosley independientemente de que, en rigor, hubiese cometido o no algún delito. Luchábamos por nuestras vidas y no podíamos permitir que un posible colaboracionista quedase en libertad. Pero seguir teniéndolo encerrado sin juicio en 1943 era una barbaridad. La incapacidad general para entender esto fue un mal síntoma, aunque es verdad que el alboroto contra la liberación de Mosley en parte era ficticio y, en parte, la proyección de otras desazones distintas. 

Cambiar una ortodoxia por otra no necesariamente es un avance. El enemigo es el pensamiento gramófono, esté o no uno de acuerdo con el disco que esté puesto en cada momento. 

Vengo pensando hace no menos de un decenio que el actual régimen de Rusia es, básicamente, algo pernicioso, y reivindico el derecho a decirlo a pesar de que estemos aliados con la URSS en una guerra que quiero ver ganada.

Si algo significa la libertad, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír. 


La guerra de España entre las del siglo XX - Pío Moa



Los Mitos del franquismo. Pío Moa

La guerra de España entre las del siglo XX

Los historiadores de izquierda han solido incluir en sus cálculos las impresiones, recuerdos personales y rumores, y solo fue posible acercarse a la realidad de modo razonable cuando, como quedó dicho, Villar Salinas y más tarde los hermanos Salas y otros recurrieron a los censos y estadísticas demográficas. Las cifras totales pueden hoy estimarse, con bastante aproximación, en unos 145.000-150.000 caídos en combate (120.000 españoles, con una proporción ligeramente mayor del Frente Popular, y unos 25.000 extranjeros), más entre 110.000 y 140.000 por el terror de retaguardia, sin contar las ejecuciones de posguerra.

¿Cómo sitúan estas cifras a la guerra de España en el siglo XX? ¿Fue excepcional por su mortandad, como a menudo leemos? El siglo pasado se señaló por las dos contiendas mundiales, la segunda de las cuales se dobló en choques civiles en Italia, Francia o Yugoslavia. Desde luego, su letalidad supera enormemente a la española: solo los bombardeos sobre Alemania duplicaron ampliamente el total de muertes en España; o el sitio de Leningrado, de duración semejante a nuestra guerra, lo triplicó probablemente. Es preferible estimar las víctimas en proporción a la población de cada país. En la URSS se eleva al 13,5-14,2 por ciento, y en Alemania al 8-10, verdaderas hecatombes. Mucho mejor paradas salieron Francia, con 1,35; Italia, 1,03; Reino Unido, 0,94, y sobre todo USA, con 0,32. España está también en las proporciones más bajas: entre 1,09 y 1,2 por ciento de la población, a pesar de que los dos bandos eran españoles. 

Otra comparación pueden darla contiendas como la ruso-finesa, de 1939-1940: en los tres meses que duró, igualó los 150.000 caídos en combate en España. La guerra de Argelia, sostenida durante ocho años con intensidad desigual, pudo causar medio millón de muertes en una población que era la mitad que la española del 36. La de Corea superó en tres años el medio millón de muertos militares, una cifra enorme de desaparecidos y 2,5 millones de civiles muertos o heridos, para una población de unos 30 millones entre las dos Coreas; en la de Vietnam, desde la implicación useña en 1964 hasta 1975, pudieron morir entre 2,5 y 4 millones de personas (las estimaciones varían mucho), para unos 45 millones de habitantes. Más recientemente, la primera Guerra del Golfo, que en la práctica solo duró un mes, pudo causar 100.000 muertos, casi todos iraquíes. 

Comparando con diversas guerras civiles, tampoco hallamos en la de España una mortandad excepcional. La finlandesa de 1918, en apenas cuatro meses, mató a unas 35.000 personas, cadencia similar a la española para tiempo igual, pero con intensidad ocho veces mayor, pues Finlandia solo contaba con 3 millones de habitantes. En cuanto a la guerra civil rusa, comenzada en 1917 y terminada en lo esencial en cuatro años, las cifras se disparan: los muertos militares pudieron llegar a 1,5 millones (diez veces más que en España; quizá la mitad por enfermedades, debido a la pésima sanidad) más tal vez otro millón causado por el terror, y de cinco a ocho por hambre, tifus… para unos 130 millones de habitantes. Los investigadores difieren grandemente en las cifras, en todo caso gigantescas. La guerra civil griega de 1946 a 1949 ocasionó 120.000-150.000 muertos en un periodo similar al de España, lo que supone una intensidad 3,5 por ciento superior a esta, al tener Grecia apenas 7 millones de habitantes; y antes había sufrido pérdidas mucho mayores durante la guerra mundial, sobre todo por hambre.

La conclusión evidente es que la guerra española dista mucho de hallarse entre las más cruentas del siglo XX. 

Otro rasgo de estas guerras es el terror o represión de retaguardia. Desde bastantes años atrás asistimos a una vehemente campaña sobre las “víctimas del franquismo”, “las fosas” y las “cunetas”, generosamente subvencionada por el poder e impulsada últimamente por la llamada ley de memoria histórica. Sus propagandistas emplean el concepto “holocausto” para transmitir la imagen de incontables defensores de la democracia asesinados por el bando nacional. Se habla de más de 2.000 fosas con más de 100.000 víctimas, pero solo se  han descubierto ¡en doce años! (2000-2012) unas 200 fosas con un total de 1.328 exhumaciones. Ello ya apunta a la intención fraudulenta de mantener indefinidamente las correspondientes subvenciones. Los exhumados mezclan personas fusiladas y enterramientos de urgencia en los combates. Últimamente pedían ayuda para localizar “desaparecidos en la batalla del Ebro”. Si las fosas corresponden a derechistas asesinados, vuelven a cubrirse o se presentan como izquierdistas. 

El barranco de Órgiva. A finales del verano de 2003 corrió por las redes sociales un sensacional hallazgo de huesos cerca de Granada. El País citaba, a toda plana, “fusilamientos masivos”, “exterminio de compatriotas por motivos ideológicos” en una fosa “perfectamente documentada”; “lugar de crímenes y de muertes” por donde “había corrido un río de sangre”, según un catedrático de la Universidad de Granada. Un testigo recordaba camiones cargados de “hombres, mujeres y niños”, a quienes mataban a tiros y empujaban a la zanja, echándoles encima cal viva, “y así un día y otro”: entre 2.500 y 5.000 víctimas, un Paracuellos derechista. El ayuntamiento planeó un vistoso monumento en un parque conmemorativo, exigiendo subvención al Ministerio de Fomento, al que acusaba de “tapar” los hechos. Comenzaba una vasta ofensiva mediática. Pero el 2 de septiembre El País informaba en el lugar menos visible de una página interior: “Los restos óseos hallados el pasado sábado son, según los forenses, de origen animal” (cabras y perros). Ni la menor excusa por la estafa a la opinión pública. 

Con la guerra civil rusa entramos en otra dimensión. S. Payne considera probables unos 400.000 asesinados por el terror rojo y un número muy grande, pero menor, por el terror blanco. A ellos añadirían 100.000 judíos y más de medio millón de campesinos durante las revueltas de los mismos. Habrían perecido casi la mitad de los 4,5 millones de cosacos y entre 8 y 10 millones más por hambre. Años después, la hambruna desatada por la colectivización en Ucrania (Holodomor) y otras regiones, definida a menudo como una guerra civil contra una población desarmada, pudo haber causado entre 1,5 y 6 millones de muertos (nuevamente con grandes discrepancias entre los cálculos). Cualquier comparación con ocurrido en España queda fuera de lugar. 

España registró pocos crímenes de guerra y los muertos por bombardeo en las dos zonas se han estimado en unos 12.000 en casi tres años. El hambre apenas existió en el bando nacional, mientras que en el contrario fue la mayor del siglo… Pero la izquierda y los separatismos, por lo común comprensivos u olvidadizos con los terrores rojos, han hecho hincapié obsesivo en la represión franquista, convirtiéndola en tema central, muy subsidiado desde el poder socialista. 

Por supuesto, el terror rojo no tuvo nada de espontáneo o de popular: lo organizaron el gobierno, partidos y sindicatos, por medio de checas, allanamientos domiciliarios, incendios y expolios masivos, y lo practicaron gentes fanatizadas. Llamarlo “popular” expresa la voluntad de diluir en “el pueblo” responsabilidades concretas, justificándolas de paso. Y menos aun respondió a un terror previo, pues lo iniciaron las izquierdas mucho antes del 18 de julio. Comenzó, apenas instalada la república, con la gran quema de iglesias, centro de enseñanza y bibliotecas; y la siempre del odio y la amenaza contra la derecha y la Iglesia fue permanente. En las elecciones de 1933, al menos seis derechistas fueron asesinados y otros heridos, sin contrapartida; y el PSOE emprendió el terrorismo contra la Falange. Los planes socialistas para la insurrección en 1934 incluían vigilancias a enemigos políticos para, en su momento, neutralizarlos: en torno a un centenar de ellos y de clérigos fueron asesinados en las dos semanas de lucha en Asturias. Las agresiones se multiplicaron entre febrero y julio de 1936. 

La brutal represión realizada por los nacionales se explica mejor como una explosión del miedo, la indignación y la frustración largo tiempo contenidos ante una incesante agresión física y moral… En los dos lados el mayor número de crímenes se produjo en los primeros seis meses, siendo después sometidos, más o menos, a procedimientos judiciales. La persecución más sistemática, propiamente genocida, fue la religiosa y la mayor matanza de prisioneros, con gran diferencia, la de Paracuellos del Jarama. 

Otra diferencia es que el terror izquierdista no se aplicó solo a los llamados fascistas, sino también entre las propias izquierdas, sobre lo cual abundan los testimonios.

En resumen, y contra leyendas persistentes, la intensidad de la guerra o la represión “fascista” en España no fueron muy altas comparadas con otras muchas del siglo XX… España atraía una atención romántica, por sus peculiaridades y antigua influencia en los destinos del mundo, mientras que su posición geoestratégico interesaba a las grandes potencias. La guerra experimentó una relativa internacionalización: intervinieron Alemania, Italia y la URSS, mientras que Inglaterra y en menor medida Francia trataban de impedir que desbordase los Pirineos. Así, la intensísima lucha propagandística produjo infinidad de versiones, réplicas y contrarréplicas. Que continúan con plena vitalidad hasta hoy, un caso sorprendente. 

Paracuellos: el bulo de la "quinta columna", Pedro Fernández Barbadillo

Desde la mayoría absoluta de José María Aznar, el PSOE, desorientado y sin ideas-fuerza adoptó el proyecto político de la "memoria histórica", elaborado por el PCE. De esta manera, la izquierda se ha echado al monte de la propaganda, y las mentiras no sólo se mantienen, sino que aumentan.

Varios ejemplos de mentiras veteranas son los siguientes: octubre de 1934 fue una reacción popular ante la amenaza de una derecha fascistizada; el coronel Yagüe cometió una matanza de hasta 4.000 personas en Badajoz -¡el 10% de la población de la ciudad!; la Legión Cóndor bombardeó Guernica en un día de mercado; el asesinato del diputado Calvo Sotelo fue uno más entre las docenas de muertos en tiroteos callejeros y el Gobierno no estuvo implicado; el Ejército Nacional tenía mejor armamento que el Popular debido a los suministros italianos y alemanes; etcétera.

Entre las mentiras nuevas están las de que Franco hizo asesinar a Amado Balmes, gobernador militar de Las Palmas; Cataluña fue víctima oprimida por la dictadura franquista; los franquistas robaban niños a los rojos; y el horario oficial español lo impuso Franco por admiración a Hitler.

Por mucho que algunos historiadores e investigadores se opongan a esas mentiras, difundidas por las televisiones, y las desmonten, sus esfuerzos para apagar los fuegos son insuficientes, debido a la indiferencia de la derecha por la batalla cultural y la verdad histórica. La consecuencia es que el discurso del odio crece y crece entre los españoles más jóvenes.

La matanza de un mínimo de 4.500 personas, incluidos 276 menores de edad -datos del principal investigador de la represión de izquierdas en la provincia de Madrid, José Manuel Ezpeleta- ejecutada en noviembre y diciembre de 1936 en Paracuellos del Jarama, Torrejón de Ardoz y Aravaca, es uno de los hechos innegables de la guerra. Como también lo es la responsabilidad del comunista Santiago Carrillo, consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, que daba las órdenes y ocultaba lo que sucedía. Otro hecho es que las sacas y fusilamientos se podían haber detenido, como hizo el anarquista Melchor Rodríguez.

El Gobierno del Frente Popular enloquecía a sus tropas y su población civil con una campaña de terror, en la que sobresalían la supuesta matanza de Badajoz y las violaciones de mujeres realizadas por los soldados marroquíes.

Milicia Popular, periódico del Quinto Regimiento, por boca del comisario de la unidad, el italiano Vittorio Vidali, agente soviético, dio más detalles y añadió lo que les interesaba a los comunistas (Paul Preston, en El holocausto español):

"El general Mola ha tenido la complacencia de indicarnos
el lugar donde se encuentra el enemigo... La 'quinta columna' es un 
conglomerado de todos los elementos que hay emboscados
en Madrid todavía, de gentes que simpatizan con el 
enemigo o que son "neutrales", en contra
de los cuales ha tomado ya nuestro
Gobierno medidas oportunas, que 
han empezado a ponerse
en práctica."

Ya desde poco después del 18 de julio, partidas de milicianos y policías detenían a sospechosos, saqueaban las casas y encarcelaban, o asesinaban, a muchos detenidos. La expresión "quinta columna" fue como la cerilla que cae en el polvorín. Bastaba acusar a alguien de "quintacolumnista" para que fuese encarcelado o linchado, como en la URSS las acusaciones de ser un "kulak" o un "trotskista" eran un billete de primera para el gulag.

Ruiz subraya que "el discurso del PCE en 1936 hacía hincapié en que la eliminación del enemigo era una condición sine qua non para la victoria en la Guerra Civil. Este mensaje fue recalcado una y otra vez aquel mes de noviembre. Mundo Obrero declaraba el día 3 que el partido tenía "la obligación vital de aniquilar" a la 'quinta columna'."

Ésta fue la justificación que emplearon los comunistas, mandados por Carrillo, para trasladar a los presos "facciosos" -de los que muchos no habían tenido ninguna relación con los alzados en julio- a otras cárceles más alejadas del frente. Su destino era una zanja.

Pero, ¿de verdad Mola pronunció tan imprudentes palabras?, ¿por qué él, que conocía el valor de la propaganda y manipulación de masas, ya que había sido director general de Seguridad entre 1930 y 1931, iba a desvelar la existencia de centenares de aliados y dictar así una condena contra ellos?

Ruiz asegura que "la autoría de Mola sigue sin haber sido demostrada". Como la expresión "quinta columna" apareció por primera vez en el comunista Mundo Obrero justo tras la pérdida de Toledo pudo haber sido acuñada por los comunistas "para proporcionar un arma de propaganda eficaz en la lucha contra los espías". Además, en esas semanas había en Madrid "adiestrados periodistas y policías soviéticos": Mijail Koltsov, Ilya Ehrenburg, Lev Lazarevich Nikolsky -jefe del NVVD en España-...

Esa "autoría comunista" explicaría el misterio del supuesto patinazo de Mola. Ruiz aduce que el estudio más completo sobre la "quinta columna" en Madrid, el realizado por Javier Cervera (Madrid en guerra. La ciudad clandestina), "demuestra que no hubo una organización clandestina en contacto con los franquistas hasta finales de 1936".

Además, el 7 de noviembre, con las tropas nacionales en los suburbios de Madrid, Mola ordenó una investigación para saber si había en la ciudad "servicios organizados para atender las primeras necesidades cuando se ocupe Madrid". Si es verdad que conocía esa "quinta columna", ¿para qué iba a dar esa orden?

Mola murió el 3 de junio de 1937 y nunca confirmó si pronunció la expresión tal como se la atribuyó la propaganda comunista, pero a los comunistas les vino como anillo al dedo. Qué casualidad, ¿verdad?

Muñoz Grandes, Héroe de Marruecos, General de la División Azul. Luis E. Togres



Muñoz Grandes. Luis E. Togores

Conductor de Hombres



Don Agustín era fundamentalmente un general de infantería formado en la dura escuela de Marruecos y de la Guerra Civil española, lo que le hacía estar a caballo entre el modelo de general y el jefe militar característico del siglo anterior. Tenía las cualidades esenciales de un general ochocentista que tan bien había definido Henri Antoine Jomini: un carácter fuerte o valor moral para tomar grandes resoluciones y sangre fría o valor físico para dominar los peligros, ocupando el saber un tercer lugar, siendo el conocimiento un aliado poderoso pero sin necesidad de llegar a una vasta erudición. Señalaba Jomini las siguientes cualidades de carácter personal como más necesarias para un jefe militar: un hombre valiente, justo, firme, equitativo, que sepa apreciar el mérito de los demás en vez de sentir celos y ser hábil en aprovecharlo para su propia gloria, teniendo la rara cualidad de hacer justicia al mérito. Muñoz Grandes tenía estas cualidades de gran capitán que cita Jomini, era “un teórico prudente y un hombre de carácter”. 

En el frente del este fueron centenares los generales que a lo largo de los cuatro años de guerra tuvieron el mando de una división. En la lucha del III Reich contra la Unión Soviética de Stalin han pasado a la historia militar los jefes del Ejército y de Cuerpo de Ejército, siendo muy escasos los nombres de generales de brigada y división que han quedado en las páginas de los libros brillando con luz propia. Uno de estos escasos generales de división que tienen un lugar de honor en la historia militar de la Segunda Guerra Mundial es Agustín Muñoz Grandes. 

Muñoz Grandes logró desempeñar un papel destacado al mando de su división. Su actuación tuvo diversas facetas que hicieron que los ojos de España, de Alemania y también de los Aliados se fijaran en él; desempeñó un relevante papel en la política de su tiempo, fue un táctico notable, pero su fama, sobre todo, la consiguió por su papel de conductor de hombres. Como máximo responsable de la División Azul no tuvo la oportunidad de realizar hazañas en combate como las protagonizadas por algunos de sus oficiales -Huidobro, Oroquieta, Ordás, Palacios etcétera-, lo que no le impidió mostrar valor personal en ocasiones. Su papel fundamental en Rusia fue de liderar su División y dotarla de un estilo propio, de una mística con la que ha pasado a formar parte de la corta lista de unidades militares que han entrado en la Historia con nombre propio. Muñoz Grandes hizo todo esto y además se hizo querer, respetar y obedecer ciegamente por sus soldados. Su paso por la jefatura de la División Azul revalidó su prestigio de conductor de hombres como general.

Como jefe de una división de infantería valiente y esforzada supo sacar de sus hombres lo mejor que había en ellos. Su valor personal, indiscutible desde los tiempos de Marruecos, sirvió de ejemplo y de catalizador para que los dimisionarios cumpliesen  su deber más allá de lo que se les podía exigir. Las misiones que tuvo encomendadas por el mando alemán fueron cumplidas rigurosamente con un derroche de coraje en ocasiones excesivo. Los dimisionarios en Rusia dieron pruebas fehacientes de un valor temerario, siempre alentado por su general, empeñado en demostrar las cualidades del soldado español, tanto en una guerra ofensiva com defensiva y en cualquier escenario de combate. Desde los tiempos en que Napoleón intentó conquistar España y fracasó, ninguna otra nación lo había intentado ni lo debía volver a intentar, y para garantizarlo fueron los soldados de Muñoz Grandes a luchar a Rusia. 

El valor desplegado por los soldados españoles asombró a Hitler y a sus generales; además cubrió de honores al hombre que con orgullo les mandaba: el 15 de marzo de 1942 recibía Muñoz Grandes la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro, condecoración que ofreció el general a sus hombres con las siguientes palabras: “… Alemania os admira y España está orgullosa de vosotros; y yo agradecido, muy agradecido, a cuanto me dais, os ofrezco cuanto soy. Vuestro General, Muñoz Grandes”. 

En relación a la actuación de don Agustín durante los momentos más duros de combate, cuando, sin lugar a dudas, un hombre de acción, habituado a la guerra, le resultaba más fácil lanzarse a la batalla MP 40 en mano, en vez de seguir en el puesto de mando dando con frialdad y experiencia las órdenes que debían resolver la situación, tenemos el siguiente testimonio de un divisionario:


Sobre una mesa de madera, mapas, muchos mapas, partes, órdenes, novedades. Los telegrafistas no dan abasto. La estufa apenas palia la humedad. El general Muñoz Grandes, de pie, con su bufanda al cuello, con su pitillo quemándose solo, entre sus jefes de Estado Mayor.

- ¿Algo de la 5ª del 263?
- Nada, mi general, por ahora.
- Quiero inmediatamente la novedad de la 2.ª del 269, ¿sigue presionada? Que la sección de máquinas del tercer batallón monte dos piezas aquí, en esta isba, cubriendo el paso del amunicionamento. ¿Entendido?

A su lado, hombres serios manipulan reglas, calculan distancias, leían topografías, cogían y soltaban teléfonos, repensaban los informes de los escuchas. Van midiendo al enemigo. Y se les escapan algunos tacos castizos. Saben que tienen delante al 52.º Cuerpo de Ejército ruso, que está equipado perfectamente  para los fríos, que disponen de material pesado, rodado y aéreo. Todo lo que a ellos les falta. Saben que el invierno se les ha echado encima, que ha perdido dos meses en estúpidas andaduras. Y los tacos, a su voz, crecen de calibre. 

El general calla. El general sólo exige situaciones, movimientos, órdenes cumplidas al momento. Estos hombres de su Estado Mayor miden la tragedia incipiente de aquella alma. Las páginas abiertas de esos planos hablan con elocuencia. El frente español es demasiado extenso, es de difícil fortificación, es discontinuo, tiene calvas semipasivas, encierra enigmas, sólo se comprende con tres divisiones motorizadas, como lo tenían los alemanes. Este frente, así, exigirá cambios de intensidad en algunos subsectores, exigirá despliegues iniciales con pobre organización defensiva, exigirá echar a capazos arrojo español. Y sangre, mucha sangre, a torrentes. 

- Mi general. Parte: han abierto fuego nuestros morteros de Moskit; se acercan varias compañías enemigas. Nieblas tendiendo a empeorar. 

- Que se alerte al sector de Salpoge. Dentro de 10 minutos que confirmen situación. 

El frente subía montado en la orilla izquierda del Volchov, de Sur a Norte. Caseríos incendiados, fortines pulverizados, caminos triturados…

(Adro, Xavier, Fui soldado en cuatro guerras)

Don Agustín era un soldado profesional nada sensiblero en lo tocante al campo de batalla. Se había formado en la durísima escuela de los soldados africanistas. No podemos olvidar cómo los oficiales españoles, siguiendo la estela de regulares, Legión y la harca, hacían gala de un absoluto desprecio por la muerte. Un desprecio que venía de los tiempos de los Tercios de Flandes y los soldados de los reyes de España eran los dueños de los campos de batalla. El español se jugaba alegremente la vida por una frase, por una bandera y sobre todo por mantener la propia reputación. Un estilo de ser soldados que siempre conservó Muñoz Grandes, así como sus oficiales en Rusia. Quién no conoce alguna anécdota dimisionaria como la de Huidobro antes de morir, o la del capitán Jaime Milas del Bosch fumando tranquilamente de noche sobre la trinchera, sin miedo a los francotiradores rusos, para dar ejemplo a la tropa. Un general en combate debía saber cuándo tenía que ofrecer su vida y la de sus hombres al altar de la victoria. 

Los testimonios de la actitud de Muñoz Grandes ante la muerte son abundantes. En una acción de guerra cayó herido un sobrino suyo, de nombre José Luis Muñoz Galilea. Al conocer la noticia, Muñoz Grandes adoptó una actitud fría, propia del que ha vivido mucho tiempo cerca de la muerte, en la misma línea de actuación de Moscardó durante la defensa del Alcázar de Toledo: “Comunicamos lo ocurrido al General, que no se inmutó, limitándose a felicitar a su sobrino por haber vertido la sangre por la Patria”, al tiempo que decía, “en la División no tengo sobrinos, sólo hijos”. 

Al servicio de los intereses de España ordenó la operación de la compañía de esquiadores del capitán Ordás, que supuso la casi total aniquilación de la unidad. Con la misma serenidad mantuvo la cabeza de puente al otro lado del Volchov sin importarle las consecuencias. Pero Muñoz Grandes no era un carnicero como el estadounidense Grant, Sir John French o Joffre. La guerra exigía un precio enorme en sangre de los soldados que participaban en ella. Muñoz Grandes era duro, pero no un inepto o un general al que no le importaba la vida de sus hombres, únicamente era un militar profesional que estaba dispuesto a pagar a la guerra su necesario tributo. Los oficiales al mando, que exigen a sus hombres un precio innecesario son juzgados con dureza, no sólo por la historia, sino principalmente por sus propios hombres. No es éste el caso. 

En otra ocasión, enterado Muñoz Grandes por uno de sus oficiales, Campano -Un soldado de acreditado valor y sentido común-, del alocado plan de ataque del teniente coronel Canillas, se apresuró a suspender la operación. La vida de sus soldados era muy valiosa. Un gripa que se había dormido en plena línea del frente durante una guardia fue llamado a la presencia de don Agustín. Al estar ante el jefe de la división, éste se lanzó sobre el soldado a grito limpio, señalándole la gravedad de la falta cometida, emprendiéndola a golpes con él, para luego ordenar -también a gritos- que lo quitasen inmediatamente de su presencia y lo devolviesen a su compañía. Nada más terminado el incidente, uno de los ayudantes de don Agustín se atrevió a comentar a su general lo improcedente de su actuación, a lo que contestó: “O hago esto o le tengo que fusilar”. 

Don Agustín era querido, respetado e idolatrado por sus subordinados. Por los moros de sus tiempos de regulares y de la marca, y en Rusia por los divisionarios. No existe mejor juez para un general que sus propios hombres. 

Su forma de ser y de actuar conquistaba el corazón de sus soldados. He aquí una de las claves de un capitán. Muñoz Grandes logró ganarse a los guripas en Rusia, igual que Napoleón tuvo la fidelidad ciega de su vieja guardia, de sus grognards, y Julio César de sus legiones, de la X, “la muy leal”, que cruzó el Rubicón. 

Era un soldado especial. Poseía una fuerte conciencia social y valores cristianos muy asentados. Incluso en pleno frente, en el más atroz de toda la Segunda Guerra Mundial, se dejaba sentir esta forma de pensar en las mismas trincheras:

…por eso no estoy contento. ¿De qué sirve el heroísmo que así se derrocha si no hay amor entre los españoles? ¿Para que luchar con nobleza y bravura si la generosidad en el perdón no anida en el pecho y se fomenta el odio que nuestra hidalga condición rechaza? ¿A qué sufrir y sufrir con alegría, pensando en una España mejor, si sus hijos llenos de egoísmo no atienden al que de hambre muere como la caridad cristiana exige? No, españoles, no puedo estar contento, pero lo estaré; tengo fe en mi Raza, cara al invierno ruso con toda su crudeza, hace un año os dije que teníamos frío en los huesos y mucho calor en el corazón, para remediar lo primero enviasteis generosamente vinos, dulces y tabaco, para no quitarnos lo segundo este año no queremos que nos enviéis nada. Alemania, previsora, nos ha dotado de todo, víveres y abrigos que aseguran nuestro bienestar, sólo nos falta calor en el corazón y eso sí lo tenéis que enviar vosotros diciéndonos “vuestro sacrificio no es inútil, en España ya no existe el egoísmo ni la envidia y la autoridad se respeta o se impone”. 

No os hagáis eco de los que os digan los que siempre ultrajaron a nuestra Patria, recordad del pasado la infructuosa guerra del 60 que hizo inútiles los sacrificios de los que ya entonces se rebelaron contra la suerte mezquina de España; recordad las humillaciones que en Marruecos sufrimos a través de varios Tratados que no sirvieron más que para despojarnos de lo que era vital para España. Recordad cómo se cultivó nuestra incultura para evitar nuestra grandeza y recordad que hoy, ese pedazo de tierra, el más querido de todos, ese Peñón que con bandera extraña impiden sintamos por completo el orgullo de ser españoles. No fomentéis aquellas rivalidades que tanto daño hicieron a nuestra Patria en el siglo pasado…

… Entre mis soldados aureolados por la Gloria de los 2.000 que aquí cayeron llenos de esperanza y a las órdenes de Franco os saludo. MUÑOZ GRANDES. 

Los testimonios de esta actitud de Muñoz Grandes son abundantes, no sólo por parte de sus colaboradores más próximos, sino también por parte de la simple tropa: “Era deprimente, y confortable a la vez, el ver a nuestro comandante, como sus oficiales de enlace de Estado Mayor, aguantando en la trinchera como cualquier soldado”. Su forma campechana, informal y castiza de ser le hacía ganarse a la tropa. Era sencillo en su forma de ser y de vestir. Raramente llevaba sus condecoraciones. En Rusia vestía en campaña un uniforme de dotación, lo que le hacía igual al resto de sus compañeros de armas. En las estepas soviéticas, igual que cuando estaba en el Rio, su actitud y su proximidad  le hicieron ganarse el amor de los hombres a su mando.

Por todo esto, el general era venerado por sus subordinados. A pesar de no ser muy hablador y de su carácter aparentemente frío, transmitía a sus hombres tranquilidad, pues poseía un valor sereno -algo aprendido en la dura escuela marroquí y que los jóvenes oficiales como Oroquieta, García Calvo, Milas del Bosch o Palacios imitaban con loca maestría, como si un valor ciego y temerario estuviese unido a las estrellas de teniente o de capitán-, pero siendo, sin lugar a a dudas, lo que le hacía ganarse a sus hombres su sencillez y forma de ser. Los entorchados de general, la Medalla Militar y las Cruces de Hierro no habían logrado que el general Muñoz Grandes dejara de ser una persona normal, un “chico nacido en el castizo barrio de Carabanchel”. Una cualidad habitual en los grandes soldados españoles como Valeriano Weyler, Sanjurjo o Yagüe. 

El general tenía la costumbre de irse por su cuenta, a un batallón, como si fuese un joven capitán, para mezclarse con la tropa. Cuanto más pequeña era la unidad, más a gusto se encontraba entre ellos Muñoz Grandes:

Una noche -no serían todavía las 6 de la tarde-, al socaire de los muros desportillados de una ermita, un corro cantaba los aires patrios al son de la guitarra, al amor de la fogata. De pronto se acerca un tipo muy abrigado, logra arrimarse a las brasas y se frota con satisfacción sus guantes medio helados.

- Tú, frescales, si quieres fuego, tráete tu tronco, caray, que esa es la ley de los bien nacidos. 

- ¿Qué?

- Que no e hagas el lerdo, vamos, hombre. Cada uno aquí arrima el ascua, no vale hacer el gorrón. Si quieres fuego gratis, pues ya sabes dónde lo reparten… Con que arreando. 

El extraño, alzando el cuello de su capote, dio media vuelta. No tardó en volver bajo su madero. Lo echó al fuego.

- ¿Cumplí? ¿Puedo sentarme?

Al erguirse, una voz secó las gargantas.

- ¡Mi general!… pues, eso, ¡sin novedad!… Mi general, pues… es que como estaba a oscuras, ¿sabe?, pues, eso…

- Nada, muchachos, sigamos cantando… Pero, cáspita, sentaros. ¿Qué hacéis ahí cuadrados?

Y pasó su petaca de cuero, aquella siempre con picadura negra. Porque Agustín Muñoz Grandes siempre fumó picadura, y de la barata. 

- Bueno, chicos, me voy a lo mío, pero que nadie se levante, os lo mando. Es una orden.

Ya estaban todos firmes y rectos, todos encantados y medio volados. Éste fue el espíritu que el general supo inyectar en su División. Muñoz Grandes supo echar corazón a la guerra porque supo ver en cada soldado antes un hombre que un número. Y bien sabía que cada uno de sus hombres tenía el genuino concepto de honor español. El honor para todo bien nacido es como una virtud de orden interior, espiritual. Es la dignidad consciente con que cada cual ha de presentarse, sin tacha ni menoscabo, ante Dios, ante mí mismo, ante sus compañeros de armas. 

(Adro, Xavier, Fui soldado en cuatro guerras)

Los divisionarios conquistaron a su paso por la Segunda Guerra Mundial las siguientes condecoraciones alemanas: 2 cruces de caballero, una con Hojas de Roble ganada por Muñoz Grandes; 2 cruces de oro; 2.497 cruces de hierro, de ellas 138 de primera clase; 2.216 cruces del mérito militar con espadas, de ellas 16 de primera clase. Hitler creó una medalla especial para la División, algo que no hizo con ninguna otra unidad extranjera. 

El valor de sus hombres llevó a afirmar a Muñoz Grandes que “con soldados así se va a todas partes”.