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A sangre y fuego - Manuel Chaves Nogales


Nota: No son los relatos completos de Chaves Nogales. Tan solo se incluyen los párrafos que me han parecido interesantes. Por tanto, puede estar descontextualizado. 

A Sangre y fuego


Aquellos diez o doce hombres que formaban la Escuadrilla de la Venganza consideraban legítima la feroz represalia y se habrían maravillado si alguien se hubiese atrevido a sostener que lo que ellos consideraban naturalísimo era una monstruosidad criminal. Al cabo de cuatro meses de lucha la psicosis de la guerra producía frecuentemente tales aberraciones.

Huyendo del frente se refugiaban en los servicios de control revolucionario de los partidos y los sindicatos que, recelosos de la lealtad de la policía oficial y de las fuerzas de seguridad del Estado, toleraban la injerencia de estas escuadrillas insolventes y autónomas en las funciones policíacas. Cada una de ellas tenía su jefe, un aventurero, a veces un verdadero capitán de bandidos, por excepción, un místico teorizante de cabeza estrecha y corazón endurecido que, con la mayor unción revolucionaria, decretaba inexorablemente los crímenes que consideraba útiles a la causa.

—Se ha presentado una mujer que quiere hacer una denuncia contra unos fascistas.

—Vengo —dijo de sopetón— a denunciar por fascista al comandante de artillería don Eusebio Gutiérrez.

—¿Cómo sabe usted que es fascista? ¿Tiene pruebas?

—Todas las que quieran. Sin ir más lejos, hace media hora, mientras volaban sobre Madrid los aviones facciosos, estaba en mi propia casa con dos amigos suyos, también fascistas, y apenas sintió la señal de alarma dijo rebosante de alegría: «¡Ya están ahí los nuestros!
¡Saludémosles!». Y los tres permanecieron firmes con el brazo extendido durante un rato.

Protestó de su decencia y de su lealtad a la República. Ella había ido allí a denunciar a un enemigo del régimen y no a que la insultasen sin motivo. Su amigo era un fascista de cuidado.

 El general Mola había dicho por radio que sobre Madrid avanzaban cuatro columnas de fuerzas nacionalistas, pero que además contaba con una «quinta columna» en Madrid mismo que sería la que más eficazmente contribuiría a la conquista de la capital. 

Pocas veces una simple frase ha costado más vidas. Cada vez que a los milicianos se les presentaba un caso de duda, cuando no había pruebas concretas contra un sospechoso o cuando el inculpado creía haber desbaratado los cargos que se le hacían, el recuerdo de la amenaza de Mola fallaba en su daño y «por si era de la quinta columna» se votaba invariablemente por la prisión o el fusilamiento. Ha sido la frase más cara que se ha dicho en España.

La captura del viejo comandante había hecho meditar a Arabel. Madrid —pensaba— está plagado de tipos así; hay muchos centenares de militares retirados que, haciendo protestas de adhesión a la República, están espiritualmente al lado de los rebeldes y llegado el momento crítico se echarían a la calle para batirse contra el pueblo. Son la famosa «quinta columna». Cazarlos uno a uno ahora que andan recelosos y huidos de sus casas es una tarea lenta y difícil. ¿Si se les pudiera preparar una encerrona? El gobierno podía hacerlo fácilmente si quisiera, pero, como todos los gobiernos, tendrá miedo a las medidas radicales y no se atreverá. Bastaba con convocarlos a todos por medio delDiario Oficial de Guerra o de la Gaceta.

La idea fue puesta en práctica aquella misma noche, y a la mañana siguiente los periódicos publicaban la falsa! convocatoria. Los milicianos de Arabel, apostados en el¡ patio del Ministerio de Hacienda, fueron aprehendiendo a los retirados de Guerra que se presentaban. La afluencia' fue tal, que los milicianos no daban abasto a prenderlos y a meterlos en las camionetas en que los conducían a las prisiones. Llegó a formarse una cola de incautos que esperaban pacientemente a que les llegase el turno de caer en el garlito. Los funcionarios del ministerio advirtieron el tejemaneje que se traían los milicianos en el patio, y se apresuraron a comunicar a los que aún esperaban que el departamento no había cursado ninguna convocatoria. Gracias a esta advertencia hubo muchos que pudieron salvarse.  Así y todo, los militares capturados pasaban de quinientos.

—Para mí no hay más conciencia que la estrictamente revolucionaria —replicó secamente Valero.


Y a lo lejos, una lucecita

Muerto de sueño volvió Pedro al cuartelillo para cenar y echarse a dormir hasta el alba.Ocupaba el cuartelillo la planta baja de un soberbio palacio en el que, bajo el control de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), se había instalado un ateneo libertario con sus cocinas populares y su cuerpo de guardia, que, no se sabe por qué, son las piezas fundamentales en todo ateneo anarquista. Los vastos salones del palacio, cubiertos de ricos tapices, servían ahora de albergue a una oscura masa de familias aldeanas fugitivas de los pueblos invadidos por las tropas rebeldes. Sobre las gruesas alfombras de nudo habían colocado sus sucios petates, sus cacharros de cocina, sus enjalmas y aperos, y allí hacían su vida disparatada de tribu trashumante acampada después de atravesar el desierto de la guerra en un fantástico oasis de las mil y una noches en el que había arañas monumentales, viejos relojes de bronce y doradas cornucopias, pero no había un rinconcito donde encender un buen fuego de retamas o un braserillo, ni un regato donde lavar la ropa, ni un prado donde los niños triscasen a su albedrío. Estupefactas, sin atreverse a nada, con el pañuelo negro sobre la cabeza y los brazos sarmentosos cruzados sobre el vientre, aquellas mujerucas aldeanas se pasaban las horas muertas plantadas en medio de los salones mientras los niños lloriqueaban y se orinaban en las alfombras con gran envidia de sus madres, que de buena gana lo harían también si se atreviesen. Los milicianos anarquistas que las habían llevado a aquel palacio cumpliendo así un acto típicamente revolucionario, las arreaban de un lado para otro con malos modales y empezaban a pensar que aquellas mujeres estarían mejor y más a su gusto en el patio de una posada que en el salón de un palacio. Pero la revolución tiene sus inevitables puerilidades.

Allí mismo, de cara a la pared, los fusilaron. Tuvieron que estar tirando sobre ellos durante un rato porque no les acertaban. ¡Qué trabajo costó que se murieran!

Tendido en el suelo se debatía en los estertores de la
agonía un hombrón fornido que clavaba las uñas en la tierra y levantaba jadeando el pecho cubierto de vello en el que se enredaban unas medallitas y un crucifijo.

—¡Que Dios los maldiga, hijos de perra! —rugió.

Jiménez le dio la vuelta empujándole con la punta del pie, le aplicó la pistola a la nuca, disparó y lo dejó aplastado contra la tierra mordiendo rabiosamente la hierbecilla. En la coronilla, erizada de pelos cortos y tiesos, se le advertía aún la señal de la tonsura.

En el sanatorio quedaban ya únicamente los enfermos que más o menos abiertamente simpatizaban con los fascistas, por lo que no temían, sino deseaban, su llegada, y alguno que otro caso de enfermo en el último período de la tuberculosis, para quienes la muerte que silbaba en los proyectiles fascistas era un peligro mucho más remoto que el de la muerte que ya tenían alojada en el pecho. Entre aquellos seres infelices que esperaban a morirse tendidos en las galerías del sanatorio, la guerra civil, aunque pareciera inconcebible, se mantenía también con un encono feroz. Fascistas unos y antifascistas otros, se agredían verbalmente desde sus camastros con una saña verdaderamente patológica.Validos de la prerrogativas de su mal y sintiéndose condenados por una sentencia inexorable, desafiaban todas las coacciones y amenazas. Uno de ellos tenía un trapo con los colores de la bandera monárquica escondido debajo de la almohada, y cuando la fiebre le hacía delirar se incorporaba en el lecho y tremolando su bandera por encima de la cabeza gritaba frenéticamente: «Arriba España», mientras los enfermos vecinos, enemigos del fascismo, se debatían impotentes entre las sábanas y llamaban a los milicianos para que lo fusilasen. No había quedado en el sanatorio más que una hermana de la Caridad, sor María, que, convertida en la camarada María adscrita al Socorro Rojo Internacional y con su carné del Partido Comunista en el pecho, iba y venía de una cama a otra intentando vanamente apaciguar el furor político, el odio de clase de aquellos infelices.

Cuando los milicianos se presentaron en el sanatorio, uno de aquellos espectros horribles requirió al camarada responsable y se apresuró a delatar espontáneamente al espía.

—¡Aquél! ¡Aquél es un fascista! Tenéis que matarlo…

—¿Has observado tú sus manejos? ¿No te has fijado en si hace señales con una luz durante la noche?

—Sí, sí. Debajo del colchón tiene escondida una linterna. Matadle para que yo pueda morir en paz.

Jiménez se acercó a la cama del fascista, que con la frente sudorosa hundida en la almohada le miraba de través con una pupila febril.

—Levántate.

No se movió. De un tirón lo ladearon y de debajo de la almohada le sacaron la banderita roja y gualda y una linterna eléctrica.

—¿Es esto tuyo? —le preguntó Jiménez, que estaba a los pies de la cama.

—Sí; es mío. ¿Y qué? —gritó el enfermo incorporándose en el lecho.

Jiménez no contestó. Sacó la pistola, apuntó lentamente y la disparó contra aquel armadijo de huesos y pellejo que, como en una grotesca escena de polichinelas, se desplomó sin proferir un grito.

—Gracias, muchas gracias, camarada —dijo desde su cama el otro tísico—. Ahora podré morir tranquilo.

Y se arropó para dormirse.

Bajo el trueno de la descarga cerrada, Jiménez y Pedro doblaron las rodillas y palparon primero con las manos y después con la cara la yerba mojada y fría.

Pedro, mientras se desangraba, se iba quedando plácidamente dormido. Se acomodó en la yerba fresca y mullida. En la guerra y la revolución era difícil dormir. ¡Pero qué a gusto se dormía al final!


La Columna de Hierro

Se reanudó el espectáculo. Cupletistas con feas voces y bonitos cuerpos cantaban mal, pero cantaban desnudas. El público no les consentía ni una cinta sobre los hombros. Cuando alguna se obstinaba en conservar sobre el cuerpo el más insignificante trozo de gasa se provocaba en la sala un escándalo terrible.

Sólo se toleraba que apareciesen vestidas las bailarinas andaluzas, que por sus fieros ademanes y sus desplantes trágicos se hacían acreedoras a la dignidad del vestido. El bolero, el fandango y la seguidilla eran lo único que estaba exento de la humillación de la desnudez. Eran también de una gran honestidad las intervenciones de un afeminado con disfraz de mujer que cantaba las más lancinantes tragedias amorosas de Andalucía con patéticos trémolos y desgarrador acento. Su cara estucada, sus ademanes de andrógino y la pompa oriental de sus trajes bordados y recamados recordaban fielmente el disparate exótico de los actores del teatro japonés. Aparte estas concesiones al gusto por la pasión y la tragedia, que indudablemente sentía aquel público de levantinos apasionados, el espectáculo del music-hall se sostenía merced a la más humilde e ingenua salacidad.

Los músicos de la orquestilla se callaron a destiempo, y la muchachita
desnuda que estaba en el escenario se quedó más desnuda y encogida cuando le faltó incluso el son de la música con que únicamente se arropaba.

La Columna de Hierro en pocas semanas había conseguido ser el terror de Levante. Formada por ciento cincuenta o doscientos hombres que habían desertado de los frentes de Teruel y Huesca, recorría los pueblos del antiguo reino de Valencia dedicada impunemente al pillaje y a la destrucción. Con el pretexto de limpiar el país de fascistas emboscados iban aquellos hombres por pueblos y aldeas matando y saqueando a su antojo, sin que las escasas fuerzas de orden público de que disponían las autoridades pudiesen hacerles frente.

La mayor parte de los componentes de aquella columna eran ex presidiarios acogidos al hospitalario pabellón rojinegro de los anarquistas. Gente toda salida de las cárceles o de los tugurios del Barrio Chino de Barcelona, que en los primeros momentos de la revolución se unieron a los honrados luchadores del pueblo y, mezclados con ellos, tomaron parte en aquellas insensatas expediciones que desde Barcelona y Valencia salían para librar del yugo fascista a las provincias que no habían tenido bastante coraje para sacudírselo por sí mismas. Mientras la guerra se redujo al asalto y saqueo de villas indefensas, aquellas bandas prestaron su apoyo a los defensores de la República, pero cuando se estabilizaron los frentes y la lucha tuvo ya los caracteres de una verdadera guerra, empezaron a flaquear y a traicionarse. Los líderes anarquistas de buena fe, que también los había, cuando tropezaron con la resistencia organizada del ejército sublevado no tuvieron más remedio que sacrificar sus utopías libertarias a la necesidad imperiosa de una disciplina y una jerarquía. Buenaventura Durruti, el cabecilla anarquista que había salido de Barcelona llevando tras sí a toda la canalla de los bajos fondos, se trocó rápidamente en el caudillo más inflexible y autoritario. En pocas semanas sometió a su gente a una disciplina de hierro verdaderamente inhumana. Pocas veces un jefe ha ejercido un poder personal tan absoluto.

El que flaqueaba, el que desobedecía, el que intentaba huir, pagaba con la vida. Su pistola amenazaba constantemente el pecho de los camaradas que intentaban rebelarse. Cuando alguno, invocando los sagrados derechos de la mutua convicción anárquica, le exponía su deseo de abandonar el frente, Durruti, que no podía renegar de sus doctrinas, le arrancaba de las manos el fusil, le desposeía de cuanto llevaba encima y dejándole casi desnudo le ponía al borde de la carretera diciéndole:

—Eres libre y puedes irte si quieres. Te quito todo lo que el pueblo te había dado para que lo defendieses. Ahí tienes el camino. Pero ten cuidado; para el traidor a la causa siempre hay una bala perdida.

Casi ninguno de aquellos desertores llegaba a su destino. Un día el terrible caudillo advirtió el estrago que en sus filas ocasionaba la tropilla de mujeres de vida airada que iban detrás de los milicianos. Como lo pensó lo hizo. En la madrugada fusiló a media docena de aquellas desgraciadas. Toda la canalla del Barrio Chino de Barcelona, prostitutas, invertidos, rateros y espías, desapareció como por ensalmo.

Su entrada por sorpresa en la capital de Levante sembró la confusión y el pánico entre las fuerzas leales de la República. Durante varias horas los hombres de la Columna de Hierro fueron dueños absolutos de la gran ciudad y se entregaron impunemente al saqueo.

Las pobres mujeres aterradas intentaban escabullirse, pero los milicianos de la Columna de Hierro que tenían hambre de ellas las cazaban al vuelo y las retenían en los palcos, donde se divertían manoseándolas, haciéndoles beber y asustándolas.

Aquellas expediciones de las bandas armadas que volvían del frente eran el azote del país. Con el pretexto de limpiar la retaguardia iban por pueblos y aldeas cometiendo toda clase de abusos y crímenes. Su disculpa era la de que las milicias y los comités locales no actuaban con un verdadero sentido revolucionario. Los fascistas se amparaban en los compromisos de la vecindad y en las relaciones familiares para escapar al castigo que merecían. En los pueblos, sobre todo en aquellos de la rica región valenciana, había demasiado espíritu burgués, demasiada condescendencia para con los
contrarrevolucionarios. Ésta era, al menos, la justificación de cuantos atropellos cometían aquellas bandas.


Los pueblos castigados soportaban difícilmente aquellas expediciones de los desertores del frente, y, celosos de su lealtad al régimen republicano, reclamaban del gobierno que impidiese aquel azote. Pero el gobierno poco auxilio podía prestarles. Todas las fuerzas con que contaba estaban en los frentes, y cuando los hombres de la Columna de Hierro se presentaban en un pueblo, las autoridades locales tenían que pactar suministrándoles cuanto les pedían —armas, dineros, sangre— o luchar contra ellos a la desesperada. A veces los comités locales conseguían imponerse y salvaban al pueblo del despojo. Otras veces sucumbían.

El Chino, procediendo con cautela, prefirió negociar. Acudieron los miembros del comité revolucionario de Benacil, en su mayor parte republicanos y socialistas. El presidente, Pepet, un viejo huertano republicano de los tiempos de Blasco Ibáñez, se mostraba intransigente; a su lado, Tomás, el secretario del comité, miembro de la juventud socialista, sostenía la argumentación del viejo con su firme dialéctica típicamente marxista. La lealtad revolucionaria de Benacil estaba asegurada; los fascistas de la villa se hallaban ya a buen recaudo y el comité que los tenía bajo su custodia respondía de ellos; las milicias locales aseguraban, además, el orden en la villa y el estricto cumplimiento de las disposiciones gubernamentales. El Chino, que se decía enfáticamente portavoz del frente, reclamó con duras y elocuentes palabras que se pusieran a su disposición cuantas armas hubiera en Benacil, exigió que los presos fascistas fuesen sometidos a la vigilancia de sus hombres e insistió en que el comité local y sus milicias debían prestarle auxilio en la tarea de depuración que, a pesar de todo cuanto aseguraban, había que llevar a cabo en el pueblo.

—Mis hombres tienen que cumplir su misión revolucionaria y es una estupidez que ustedes intenten oponerse. Los declararíamos contrarrevolucionarios y correrían la misma suerte que los fascistas.

Antes de que anocheciese, el comité tenía su plan trazado. Cada cual salió por su lado para cumplir la misión que se le confiara. Pepet y los demás jefes republicanos circularon órdenes de concentración a los huertanos. Partieron rápidos los emisarios batiendo los caminillos de la huerta con sus alpargatas; la voz de alarma corrió por el laberinto de barracas y alquerías. Pronto los senderos de la huerta empezaron a poblarse de campesinos que, arrebujados en sus mantas y con su retaco bajo el brazo, acudían solícitos a defender «su» república, aquella república ideal con la que habían soñado de padres a hijos y que ahora querían arrebatarles de entre las manos por uno y otro lado. La vieja fe democrática tenía aún sus defensores.

Mientras, en la casa del pueblo de Benacil, Tomás reunía a las juventudes obreras de la villa, socialistas y comunistas, y las arengaba para lanzarlas a la lucha contra los que hasta aquel día habían sido sus aliados y de la noche a la mañana se convertían en el más peligroso enemigo. Era difícil convencer a aquellos hombres de espíritu revolucionario y estrecha mentalidad proletaria para que se lanzasen a combatir contra quienes eran tan proletarios como ellos y actuaban también en nombre de la revolución. Pero el fanatismo y la disciplina comunistas obran milagros. Aquellos hombres lucharían contra los anarquizantes de la Columna de Hierro con el mismo fervor con que luchaban contra los fascistas. Se trataba de enemigos de la dictadura del proletariado, y esto bastaba para que estuviesen dispuestos a aniquilarlos.

—Yo no tengo odio a los fascistas —siguió diciendo ella atropelladamente—. ¡Yo soy fascista! ¿Te enteras? Eso que tú llamas el pueblo es una banda de asesinos. Estás con los tuyos. Por ellos has venido a luchar románticamente. ¿Qué? ¿Te encuentras a gusto entre ellos? ¡Yo sí! ¡Yo los encuentro admirables! Pero no porque crea estúpidamente que van a redimir a la humanidad ni porque los considere capaces de otra cosa que de asesinar y robar, sino precisamente por eso, por su fuerza destructora, porque sé que ellos mismos son los que van a acabar con todos vosotros, con vuestra república y vuestra democracia. Yo no creo en el pueblo ni en sus virtudes. Creo en los héroes, en los hombres que saben mandar y obedecer y morir por su deber si es preciso; creo en los jefes y en los fascistas y en los militares. Mi padre era militar y murió en África luchando; mis hermanos son oficiales del ejército de Franco, yo…

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