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El absurdo debate de las dos revoluciones comunistas - Federico Jiménez Losantos


El absurdo debate de las dos revoluciones comunistas
Federico Jiménez Losantos (Memoria del comunismo)

El prestigio sagrado que en las izquierdas de todo el mundo adquirió la guerra de España, último lugar en que fueron felices porque se fingían inocentes, alumbró un debate absurdo que, por falta de extranjeros a mano y rechazo de la mano de obra historiográfica nacional, ha durado décadas: ¿guerra o revolución? ¿Comunismo o anarquismo? ¿Se cargó la guerra de Stalin una revolución estupenda, ácrata, libertaria y simpatiquísima, salida de la entraña de un pueblo secularmente oprimido que se daba el gustazo de poner todo patas arriba? ¿Hundieron la revolución aquellos anarquistas de trata que, tras quemar el dinero, fueron incapaces de luchar contra Franco?

Que los comunistas de Bakunin y los de Marx, o sea, los de la CNT y el PSOE, y los de Stalin y Trotski, o sea el PCE y el POUM, y los no del todo socialistas pero sí del todo izquierdistas, como Azaña, se peleen por culpar a otro de la derrota ante el bando nacional es bastante lógico. Al fin y al cabo, todos estuvieron en una situación de poder en los dos años y medio de guerra y todos fueron derrotados por los nacionales, que eran, como diría Lenin con una intención en su último artículo, menos pero mejores.

Pero la asunción de la ideología o, al menos, de la fraseología comunista ha llevado a notables historiadores a debatir durante décadas si lo que hubo en España fue una lucha entre revolución roja y contrarrevolución blanca (que evidentemente es lo que hubo), o revolución roja y contrarrevolución también roja, pero menos. Si en vez de ponerse en el lugar de los verdugos se hubieran puesto en el de las víctimas, no se habrían hecho la pregunta. ¿Qué más le daba a la monja violada y asesinada, al católico que había sido concejal de la CEDA y lo mataron ante sus hijos, al pequeño propietario rural al que le quemaron la cosecha con él dentro, al juez que cumpliendo la ley había condenado a un pistolero y el pistolero se vengó matándolo ante sus hijos, que la última imagen de su torturador, violador o asesino fuera acompañada por las siglas UHP, FAI, PSOE, PCE, POUM o ERC?

Evidentemente, había una diferencia esencial entre la revolución de los comunistas de Bakunin y de Trotski (la CNT y el POUM) y la de los comunistas de Marx, Lenin y Stalin (PSOE y PCE), que era quién la dirigía, quien mandaba la revolución. Pero todos, también los que luego lamentaron, en la logia o las memorias, las atrocidades de la guerra, hicieron exactamente lo mismo: prohibir a media España el derecho a ser tan libre como la otra media, y si no lo aceptaba, el derecho a vivir. Eso no se produjo en la derecha: nadie llamó en los dos partidos mayores, el Radical y la CEDA, a imponer la revolución burguesas o católica y exterminar al proletariado. 

El terror rojo español tenía como modelo a Robespierre y a Lenin, pero Robespierre era el modelo, y este bebía tanto de Marx como de Bakunin, como creo haber demostrado en páginas anteriores. Esa es la cuestión básica en la guerra de España: que hubo gente, mucha gente, en España y el extranjero que se creyó con derecho a matar españoles, como Robespierre siglo y medio antes, y Lenin hacía menos de dos décadas. No a imponer un modelo político, del que carecían, sino a robar y a matar. Unos robaban para matar a la burguesía, otros mataban para robar, y todos acabaron matando a los que iban a misa o tenían una buena casa, o les habían quitado una novia o cualquier otra cosa imperdonable.

Lo malo es que, setenta años después, haya mucha gente que siga pensando lo mismo: que estuvo bien, en realidad requetebién, matar a los enemigos políticos para proteger… lo de siempre: la mentira comunista. En 1936, la democracia no existía; los partidos del Frente Popular de 1936 ya la habían abandonado en 1934, e incluso entonces, Azaña y los republicanos de izquierda solo aceptaban una República en la que mandasen ellos, al modo masónico PRI mexicano, y sus aliados socialistas y comunistas la entendían como un paréntesis burgués ante de cancelar las “libertades burguesas” y empezar a construir de verdad el régimen comunista, a lo Bakunin y Netchaev o a lo Lenin… y también Netchaev, no solo alejados sino contrarios a las libertades de los regímenes liberaldemocráticos europeos o americanos.

Por eso, cuando el 18 de Julio empezaron los crímenes políticos, en nada distintos a los de Asturias en 1934 y los de toda España desde febrero de 1936, los supuestamente demócratas y republicanos, es decir, Azaña, Martínez Barrio y el que Furet llama “blando” Giral (que heredó la Presidencia del Gobierno tras el colapso nervioso y dimisión de Caseres Quiroga y decidió abolir el monopolio de la violencia por el Estado repartiendo armas a las milicias del partido), respaldaron de forma pública, aunque privadamente los condenaran, los miles de asesinatos de supuestos enemigos políticos. La República contra la que atentaron en 1934, un golpe en el que fundaron la legitimidad del Frente Popular de 1936, ni existía ni podía existir. Que todavía se mantenga el mito se debe, sobre todo, a la eficacia de la propaganda soviética y al neocomunismo del siglo XXI. 

Pero en parte, se debe a los que en aras de la reconciliación nacional y de la recuperación de una idea nacional española que condenara, el guerracivilismo y asociase a la izquierda al proyecto político de España, hicimos -y me incluyo- desde los primeros años de la democracia una recuperación muy poco crítica de ciertas figuras republicanas, como Azaña. 

La renovada historiografía cainita - Federico Jiménez Losantos

Mentir y engañar, engañar y mentir es la forma que, en el ámbito de la mal llamada Ley de Memoria Histórica, ha adoptado el impulso criminoso de la guillotina y de la cheka. Lo esgrime una harka de historiadores cuya intención no es solo la de exculpar los crímenes rojos de ayer, pese a la autocrítica sincera de muchos de los que en su día los cometieron, sino la de volver al comunismo como canon de la izquierda de hoy. Y lo hacen a través de una prosa panfletaria, entre etarra y podemita, más propia de un Dzerhinski que del funcionario -suelen serlo- de un régimen democrático, que cobra un sueldo de todos los españoles para enseñar, se supone, nuestra historia.

No es así. En los últimos tiempos, la tergiversación de las razones del alzamiento y la grotesca manipulación de la figura militar de Franco, al que se presenta como un memo integral que, no se sabe cómo, derrotó a los genios de la guerra republicanos y soviéticos (mucho más tontos que Franco, porque no le ganaron una sola batalla importante en tres años), ha dado paso a algo mucho peor, que coincide, y no por casualidad, con la bolchevización del PSOE de Zapatero y la hegemonía ideológica de Podemos. Se trata de una reivindicación de la Guerra Civil suscribiendo las mismas razones que, en la línea de Marx y Bakunin, Lenin y Stalin, esgrimían Largo Caballero, Prieto, Araquistáin, Nelken, Álvarez del Vayo, José Díaz o García Oliver.

Esta siembra deliberada del odio a una derecha intemporal, eterna, que era franquista antes de que naciera Franco y que para cierta izquierda sigue siéndolo cuarenta años después de enterrarlo y de que sus sucesores trajeran la democracia, es el fenómeno más terrible y letalmente liberticida en España desde 2004. La manipulación de la masacre del 11-M de ese año, cuya autoría nadie ha querido investigar, fue posible gracias a lo que García Oliver, y ahora Pablo Iglesias, llaman "gimnasia revolucionaria", la violencia callejera que, al estilo de la kale borroka de la ETA, readmitida con honores en el bloque antifascista, desarrolló la izquierda desde 2002 contra el gobierno de Aznar, acusado, cómo no, de fascista, franquista o, simplemente, nazi. Para qué matizar.

Pero tras ella estaba ya el discurso guerracivilista que El País y, a su rebufo, los medios de izquierda y nacionalistas habían actualizado desde 1989 para evitar la llegada al poder del PP de Aznar, que lo dirigió desde otoño de 1987. La formula de la izquierda para no perder el gobierno frente a los infinitos casos de corrupción que cercaban al cuasi régimen felipista, fue crear la leyenda que la Komintern ideó al servicio de Stalin en 1936. La misma que viene justificando los crímenes del comunismo hasta hoy: un fascismo amenazante, que ya en la España de 1936 y muchísimo más en la de 1987, era absolutamente inexistente, frente a una democracia amenazada, que, para mantenerse en el poder, debía recurrir a la violencia, simbólica y real.

Si en 1936 el Frente Popular recurrió a los llamados "incontrolados", que nunca lo fueron, entre 1993 y 1998, el felipismo corrupto procedió a la relegitimación de ETA como fuerza antifascista, sucia tarea que dentro del guerracivilismo declarado desde su llegada al poder culminó Zapatero y refrendó Rajoy. Y se fueron sumando el populismo de Chávez, el narcocomunismo de La Habana y las FARC, y el nuevo comunismo bakununusta: la lucha antiglobalización. Ese nuevo antifascismo, el de Podemos, es el de hoy.

En la proa del nuevo totalitarismo en España, que es la Cataluña actual, los votantes y militantes comunistas de las CUP son jóvenes de mayor nivel social, mientras los de familias más humildes votan PP, PSC y Ciudadanos (v. Pérez Colomé, El País 21-9-2017).

Paralelamente, desde la omnipotencia mediática de El País y desde las trincheras corporativas y sectarias de los departamentos universitarios, cuyo fruto natural es Podemos, reina la manipulación, la tergiversación y la calumnia contra los historiadores que desde los años noventa del siglo pasado han actualizado y, en no pocos casos, establecido por primera vez, los datos del terror rojo. No es el propósito de este libro, pero es digna de estudio la cacería de los Juliá, Preston, Moradiellos, Viñas, Casanova y demás figurones de la Cheka historiográfica contra los Moa, Martín Rubio, Vidal, De la Cierva o Gallego en la última década del siglo XX. Y más aún, en las dos primeras del XXI contra Julius Ruiz, Aceña o Álvarez Tardío, cuyos libros han cuestionado o dejado en ridículo las renovadas versiones neoestalinistas sobre la Guerra Civil, en la línea del archisoviético Tuñon de Lara. Por cierto, su delfín en los famosos cursos de verano de Pau era Antonio Elorza, autor con Marta Bizcarrondo de Queridos camaradas, biografía canónica del PCE. ¿Habría llamado Elorza "queridos" a sus camaradas de haber sido nazis como Ribentropp y Hitler y no comunistas como Molotov o Stalin? Por supuesto que no. Como habría dicho Castro Delgado, gran cronista del Lux, el de Elorza es un título Made in Moscú.

Extractado del libro "Memoria del comunismo". 

El papel del comunismo en la Guerra Civil - Federico Jiménez Losantos


¿Y qué lugar juega en ella el comunismo? Sencillamente esencial. Furet parte de un error habitual en los lectores de Hugh Thomas y Gerald Brennan, que, sin animadversión hacia España ni voluntario sectarismo, desprecian los datos objetivos que explican la Guerra Civil; y que no son estrictamente obra de Stalin, pero sí total y absolutamente comunistas.

Dice Furet:

"La insurrección militar de julio, fiel a la tendencia de la derecha europea en el siglo, se ha justificado por la necesidad de salvar a España del comunismo; en el caso español, la amenaza comunista inexistente es el pretexto para una contrarrevolución de tipo clásico. Pero sirve también para señalar una verdadera revolución popular a la que la revuelta del ejército da  nuevas fuerzas. España ofrece el espectáculo de un conflicto más antiguo que el del fascismo y el antifascismo: en su suelo se enfrentan la revolución y la contrarrevolución."

Por supuesto que en España no existía una amenaza fascista, ni fue fascista en su origen el alzamiento de Franco, ni tuvo que ver con algún tipo de supremacismo racial al modo de Hitler o estatalista a lo Mussolini. Fue, efectivamente, una contrarrevolución... ¡porqué había una revolución! Y en toda Europa desde la Comuna y muy en especial desde la implantación del régimen soviético, como lo prueban los alzamientos de Alemania y Hungría, la revolución solo podía ser, desde Lenin, de signo comunista. O totalitario anticomunista, como los de Hitler y Mussolini, que nada tenían que ver con el 18 de Julio. Es pasmoso presentar como el capricho de un grupito de militares, obispos y duques lo que en el Parlamento había dicho el jefe de la oposición democrática, Gil-Robles, al que quisieron asesinar la misma noche que a Calvo Sotelo: "Media España no se resigna a morir".

Decir que los que entre el 17 y el 19 de julio se alzaron contra el gobierno del Frente Popular -que acababa de respaldar el asesinato del jefe de la oposición tras cinco meses de atrocidades impunes- no sabían contra qué se jugaban la vida, porque no había peligro comunista, es tan frívolo y falso como ignorar que los comunistas de signo marxista o bakuninista no sabían lo que hacían, que, por supuesto, lo sabían. Viendo las versiones condescendientes, cuando no racistas, de algunos historiadores sobre la guerra de España diríase que en 1936 cedimos a ese carácter tan nuestro, locoide, excéntrico, violento, medievalón, gipsy o risqué, que nos lleva de vez en cuando a emprender una bonita guerra civil para deleite del turismo.

No fue así. Lo que el Frente Popular, cuyas fuerzas mayoritarias eran radicalmente antidemocráticas (los comunistas bakuninistas, desde siempre; y los socialistas bolchevizados, desde la derrota electoral de 1933) pretendía desde febrero de 1936 era implantar una dictadura al modo de la leninista en Rusia. Y lo decía. Y lo que atropelladamente y a la defensiva intentó la media España "que no se resignaba a morir", siempre más legalista que la izquierda, fue impedir que les pasara lo mismo que a los rusos bajo Lenin. La diferencia es que en la guerra civil rusa, desatada por Lenin, ganaron los rojos, y en la guerra española, provocada por los rojos, ganaron los blancos. Pero las semejanzas de ambas, en lo civil y en lo militar, son asombrosas.

Sin embargo, Furet, tan crítico y meritorio en tantas cosas, asume el argumento más falaz del Frente Popular en su versión comunista al decir: "¡Estaba tan próxima la represión terrible de la insurrección obrera en Asturias!". En 1934, como dice Madariaga en su libro Spain, perdió la izquierda toda legitimidad para quejarse de ningún golpe de Estado, porque eso es lo que intentó: un golpe de Estado en toda regla contra la República. Ni fue solo en Asturias, ni fue solo obrera, ni hubo tal terrible represión. El golpe de Estado contra la legalidad republicana, por el que Indalecio Prieto, su gran urdidor, responsable del alijo de armas del barco Turquesa, pidió perdón a España antes de morir (algo que hoy se empeñan en olvidar los propios socialistas) fue largamente preparado y perpetrado por las izquierdas, que se negaban a reconocer su derrota electoral a finales de 1933 y a dejar el poder a los partidos vencedores, el Radical y la CEDA. En ese golpe de Estado, al que se unen los separatistas catalanes, y que no por fallido fue menos golpe, unos, los republicanos, trataban de imponer un régimen e la mexicana, impidiendo a las derechas católicas el acceso al poder; y otros, los socialistas, directamente un régimen como el de Lenin y Stalin, una "dictadura del proletariado", es decir, un Estado comunista. Y lo decían.

En febrero de 1936, la blandura, no la ferocidad, en la represión del golpe del 34 por el gobierno legítimo de la República, que debió ilegalizar a todos los partidos golpistas, tuvieron lugar unas elecciones adelantadas que solo obedecían a los cálculos partidistas del presidente Alcalá-Zamora, deseoso de inventar una especia de tercera fuerza entre los dos bloques que, como en toda Europa antes y después, suelen disputarse el poder.

Furet, siguiendo la línea de corriente de la historiografía sobre la Guerra Civil, dice que en febrero de 1936 el Frente Popular ganó "por pocos votos y muchos escaños". No fue así. Perdió en votos y robó los escaños. Solo mediante la manipulación de los resultados y el terror contra los candidatos de derechas para impedirles acudir a la segunda vuelta, se proclamó ganador de unas elecciones que había perdido. El libro de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García -1936: Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular. 2017- demuestra de forma incontrovertible que lo que han solido llamarse "irregularidades" fue un fraude descomunal -sesenta escaños- contra la voluntad popular. Pero lo peor es que eso fue el comienzo de un proceso revolucionario que sembró España de centenares de muertos y culminó con el asesinato del jefe de la Oposición Calvo Sotelo por policías de la escolta de Prieto, protegidos por el gobierno, que además se negó a investigar el asesinato.

Eso es lo que decidió a muchos militares, empezando por Franco, que eran conscientes de las escasas posibilidades de éxito, a rebelarse: que, sencillamente, los estaban matando, estaban sacando a punta de pistola, delante de sus familias, a los hombres a los que habían votado, a los líderes de la oposición parlamentaria, para pegarles un tiro en la nuca y dejarlos tirados en el cementerio. Eso lo estaban haciendo los mismo golpistas del 34, los socialistas y comunistas de las dos ramas, marxista y bakuninista, eso es lo que decían abiertamente las Juventudes ya comunistas del JSU y su líder, el "Lenin español", Francisco Largo Caballero: si no podían imponer de inmediato la dictadura del proletariado "irían a la guerra civil". ¡Y dice Furet que no había peligro comunista!


Orwell y la leyenda rosa del POUM y Cataluña - Federico Jiménez Losantos



Orwell y la leyenda rosa del POUM y Cataluña

Federico Jiménez Losantos

¿Quién puede dudar, se preguntará el lector, del testimonio veraz y de la buena fe del fabuloso escritor que en 1984 y Rebelión en la granja hizo, pocos años después del Homenaje, los mejores alegatos contra la tiranía estalinista?

La respuesta es muy sencilla: cualquiera que, aparcando la admiración que merece su obra posterior, se ponga a leer hoy el libro del brigadista Orwell. 

Al margen de las descripciones del frente, que sin llegar al nivel de Adiós a todo eso, del también inglés y amigo de España Robert Graves, son literariamente valiosas, lo mejor es citar lo que Orwell escribe de política en el capítulo V; aunque en alguna edición aparece como apéndice:

Sabía que había una guerra, pero no tenía idea de qué tipo de guerra era. Si me hubiesen preguntado por qué me habría alistado en la milicia, habría respondido: “Para combatir al fascismo”, y si me hubieran preguntado por qué luchaba, habría respondido: “Por la honradez más elemental”. Había aceptado la versión del News Chronicle y del New Statesman de que era una guerra para defender la civilización contra un descabellado levantamiento de una caterva de coroneles reaccionarios a sueldo de Hitler. 

Bien está que Orwell reconozca que no sabía nada de esa guerra, pero, entonces, ¿por qué se alistó? ¿Para conservar la suscripción de la prensa roja? ¿Para jugar a la ruleta rusa con la cabeza de algún español? ¿O por el placer leninista de matar a los demás, seguro de hacer el bien, incluso al que matas? Yo creo que por esto último: porque era comunista.

Y como lo era, disfrutó horrores con las peculiaridades españolas, en las que hoza como uno de sus cerditos felices de Rebelión en la granja: 

El ambiente revolucionario de Barcelona me atrajo muchísimo, pero no traté de comprenderlo (…). Sabía que estaba sirviendo en algo llamado POUM (si me alisté en su milicia y no en cualquier otra fue solo porque llegué a Barcelona con los papeles del ILP, Independent Labour Party, escisión de izquierdas del Laborismo; desde 1931, afiliado al Centro Marxista Revolucionario Internacional, cercano al troskismo. N.del A.), pero no reparé en que había enormes diferencias entre los partidos políticos. 

Por supuesto que algo sabía. Por ejemplo, le encantaba que todos fueran vestidos o más bien disfrazados de proletarios, aunque había algo que le chirriaba y no acababa de entender. Era bien fácil: lo hacían por el terror rojo que reinaba en Barcelona, como en Madrid y demás foros de la civilización que Orwell dice que venía a defender. Y es falso: venía a implantar el comunismo, y seguía las consignas del antifascista del Kremlin, contra las que tronaba Trotski, que era la momia de Lenin bramando en el exilio. 

Por cierto, todo el análisis político del Homenaje de Orwell está calcado del de Trotski. Basta ver la excelente antología La Revolución española. 1930-1939 (Biblioteca de la República, Ed. Diario Público, 2011) con el sectario pero notable estudio previo de Juan Ignacio Ramos. Lo único que diferencia al Orwell que decía haber entendido lo que pasaba en España de aquel Lenin redivivo o redimuerto que era Trotski en los años treinta, son los feroces insultos que, al típico modo de Lenin, lanza contra todos los partidos de izquierda. Las pobres víctimas de Paracuellos, muy poco trotskistas, nunca supieron que las asesinaba “la burguesía representada por sus lacayos los dirigentes estalinistas, anarquistas y socialistas”. ¿Y el POUM? También era un agente de la burguesía. A pocos insultó Trotski tan salvajemente como a Nin, al que Stalin mandó matar… por trotskista. 

Pero esta es la versión canónica del trotskista sonámbulo Orwell, luego universalmente aceptada, sobre lo que pasó en España:

Cuando Franco trató de derrocar a un gobierno moderado de izquierdas, el pueblo español, contra todo pronóstico, se levantó en armas contra él (…). Pero había muchos detalles que casi todos pasaron por alto. Para empezar, Franco no era estrictamente comparable a Hitler o Mussolini. Su alzamiento era un motín militar apoyado en la aristocracia y la iglesia, y, sobre todo al principio, era una intentona no tanto de imponer el fascismo como de restaurar el feudalismo. Eso significaba que Franco tenía contra él no solo a las clases trabajadoras, sino también a una parte de la burguesía liberal, justo quienes apoyan al fascismo en su versión más moderna.

He aquí al típico comunista inglés enarbolando la Leyenda Negra como si de Enrique VIII se tratara. España es, desde finales del siglo XV, el país menos feudal del mundo. Incluso en la Edad Media, la Reconquista hizo de Castilla una “tierra de hombres libres”, y como todos los reinos cristianos, sus repoblaciones se hicieron mediante fueros o cartas pueblas que garantizaban unos derechos cívicos sin parangón en Europa. El primer Parlamento del mundo fue el de León. Nunca ha tenido España, desde la Constitución de 1812, Cámara de los Lores. ¿Para qué iban a querer “restaurar el feudalismo” los que se alzaron, con muy pocas posibilidades de ganar, contra el gobierno del Frente Popular?

Que el gobierno del Frente Popular no era “moderado de izquierdas” lo prueban sus actos desde 1936, que de hecho empezaron en el golpe contra la República de 1934. La definición del fascismo de Orwell es la misma de Trotski… y de Stalin. Y que Franco tuvo a su lado a tantos trabajadores como la República quedó probado, a lo largo de la guerra, con los que huían de un frente al otro: los que escapaban del terror rojo eran católicos y gente corriente que no votaba a los partidos del otro bando. Tan poco feudales como los rojos. ¿O es que para Orwell la libertad de conciencia es un signo de feudalismo? 

Pero si Franco “no era comparable a Hitler y Mussolini”, ¿qué hacía Orwell luchando contra ese fascismo que Franco no acaudillaba? Lo cierto es que Orwell vino a España a matar a gente que no conocía atribuyéndole ideas que no tenía, como Dzerhinski en Rusia o el Che en Cuba:

Cuando me alisté en la milicia me prometí matar a un fascista -al fin y al cabo, si cada no de nosotros mataba a uno, no tardaríamos en acabar con ellos-, y no lo había conseguido porque no había tenido ocasión de hacerlo. Y, por supuesto, quería ir a Madrid. Todo el mundo quería ir a Madrid. Eso significaba pasarme a las Brigadas Internacionales, pues el POUM tenía muy pocas tropas allí y los anarquistas, muchas menos que antes. 

El turismo revolucionario siempre ha tenido un público entusiasta, pero las tragaderas de los excomunistas con los excamaradas son dignas de Gargantúa. Pío Moa, sabueso implacable en la búsqueda de embustes y contradicciones en los diarios de los protagonistas de la época, que destapó en Los personajes de la República vistos por ellos mismos, dice:

Orwell no alude, seguramente no pudo percibirlo, al terror organizado por las izquierdas contra los vencidos de julio del 36, pero sí vio, ya en diciembre, cómo las tiendas, en su mayoría, estaban vacías (Moa, 2000).

Pero claro que pudo percibirlo. El que no quiere percibirlo es Moa, que, a cambio de esa ceguera momentánea, nos da una cifra interesante: el boicot de la izquierda inglesa a Homenaje a Cataluña fue tan feroz que en diez años vendió 600 ejemplares. Lástima que fueran todos a historiadores, porque nunca tan pocos ejemplares tuvieron tanto y tan desafortunado eco. Todas las bibliografías sobre la guerra de autores no comunistas incluyen a Gerald Brennan y al Orwell de Homenaje a Cataluña como base creíble de datos, porque, a diferencia de Hemingway, estaba allí. 

Ya me he referido a la desagradable impresión que tiene el lector español que no se identifique con la Leyenda Negra anglosajona sobre nuestro país al ver las valoraciones que de España y sus costumbres hacen personajes que, como Orwell, han visto tres ciudades, un río, cuatro piedras y varios camareros. Taxistas, limpiabotas y servicio de habitaciones suelen ser las amplias bases antropológicas -sobre ese decorado de tres calles, un castillo y en el caso de Orwell, los barrancos en las cercanías de Huesca- para valorar la forma íntima de ser un pueblo tan sencillo para el turista y tan complejo para nosotros mismos como el español. Pero esta frívola superficialidad, levemente racista, le viene muy bien al marxista clásico, porque le permite aplicar, sobre un telón pintoresco, entre Carmen y Washington Irving la plantilla de la lucha de clases. Así hacen, de creer las solapas de sus libros, “un análisis apasionado pero fidedigno, desde fuera y desde dentro, de la vida española en los días terribles de la Guerra Civil”.

Pero Orwell ve esto:

Los campesinos confiscaron las tierras, muchas fábricas y la mayoría de los medios de transporte acabaron en manos de los sindicatos: se saquearon las iglesias y se expulsó o asesinó a los curas. El Daily Mail, entre los vítores del clero católico, pudo presentar a Franco como un patriota que defendía a su país de las hordas de los “rojos”. 

“Confiscar” y “acabar en manos de” son los eufemismos habituales de los comunistas para “robar”, de la finca al huerto y del camión al coche, luego utilizados para presumir y “pasear”, o sea, asesinar a los ya robados. Pero a Orwell, que no es un malvado como Koltsov, le molesta disimular lo políticamente inconveniente:

Algunos de los periódicos antifascistas extranjeros incluso se rebajaron a publicar la mentira piadosa de que las iglesias solo habían sido atacadas cuando se utilizaban como fortalezas fascistas. Lo cierto es que las iglesias se saquearon en todas partes porque todo el mundo daba por sentado que la Iglesia española formaba parte de la engañifa capitalista. En los seis meses que pasé en España solo vi dos iglesias intactas, y excepto un par de iglesias protestantes en Madrid, hasta julio de 1937 no se permitió que ninguna iglesia abriera sus puertas y celebrase misa.

Y si habían quemado todas las iglesias y matado a todos los curas, como fielmente consigna Orwell, ¿no pensó que también habrían asesinado a los sacristanes, campaneros, monjas, frailes y cuantos iban a misa? “Todo el mundo daba por sentado que la Iglesia española formaba parte de la engañifa capitalista”, dice Orwell, y se queda tan fresco. ¿Quién es “todo el mundo”? Pues lo que los leninistas llaman “el pueblo”, para declarar a los que no lo son “enemigos del pueblo”, es decir, materia asesinable. Basta rebautizarlo para rematar a cualquiera en nombre de la historia. 

¿Y no vio Orwell las celdas de tortura y muerte para los enemigos políticos cuando fue en busca de Bob Smillie, secuestrado por los estalinistas del PSUC-NKVD? Pues claro que las vio. La descripción es implacable:

Aquel que veía las improvisadas cárceles españolas, utilizadas para los presos políticos, comprendía qué pocas probabilidades había de que un hombre enfermo recibiera en ella atención adecuada. Estas cárceles solo podrían describirse como mazmorras; en Inglaterra habría que retroceder al siglo dieciocho para encontrar algo comparable. Los prisioneros estaban amontonados en pequeñas habitaciones donde casi no había espacio para echarse, y a menudo se les tenía en sótanos y otros lugares oscuros. No se trataba de condiciones transitorias, pues algunos detenidos vivieron cuatro o cinco meses casi sin ver la luz del día. Se los alimentaba con una dieta repugnante e insuficiente, que consistía en dos platos de sopa y dos trozos de pan diarios (algunos meses más tarde, la comida parece haber mejorado algo). No hay exageración en esto: cualquier sospechoso político que haya estado encarcelado en España podrá confirmar lo que digo. 

¿Y no sabía Orwell quiénes eran los secuestradores y carceleros que metían a los presos políticos en esos agujeros inmundos, cuyas condiciones de hacinamiento tampoco encontrábamos en España desde el siglo XVIII? Pues claro que lo sabía:

Al principio, la Generalidad catalana se vio reemplazada por un comité de defensa antifascista, integrado principalmente por delegados sindicales. Luego el comité de defensa se disolvió y la Generalidad se reconstituyó para representar  a los sindicatos y a los diversos partidos de izquierda. 

Y a pie de página especifica:

El Comité Central de Milicias Antifascistas, cuyos delegados se elegían en proporción a los miembros de sus organizaciones. Nueve delegados representaban a los sindicatos, tres a partidos liberales y dos a los diversos partidos marxistas (el POUM, los comunistas y otros). 

Esta descripción es la confesión involuntaria del régimen de terror rojo, nada incontrolado, sino dirigido con la Generalidad y luego dentro de la propia Generalidad de Companys, perpetrado por los partidos políticos de la “civilización” que venía a defender Orwell. Y que mataron, tras robo, tortura o violación, según criterio del antifascista de turno, a seis mil personas solo en Barcelona, mientras Orwell estaba allí. Andreu Nin era Consejero de Justicia de esa Generalidad cuando tuvieron lugar las mayores masacres, que en realidad no cesaron nunca. 

Orwell ha sido el mejor propagandista de la mentira de los incontrolados que convirtieron a Barcelona, lejos siempre del frente , en un matadero. En Lérida, que, como cita Orwell, era donde el POUM tenía más fuerza, los crímenes fueron especialmente feroces, mediante listas confeccionadas antes de la Guerra Civil. Y Nin, luego despellejado vivo por sus antiguos camaradas, dijo acerca de la matanza de católicos en agosto de 1936: “El problema de la Iglesia… (…). Nosotros lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto”. 

Esa era la civilización de la que, en su libro, presumía Orwell. 

Si la guerra de España, como dijo Orwell al volver a Inglaterra, dio origen a la más aplastante colección de mentiras que cabía recordar, sobre nada se han acumulado tantas mentiras como sobre lo que precisamente describe Orwell: Cataluña en el primer año de la Guerra Civil, en especial los “Fets de Maig”, es decir, los sucesos de mayo de 1937 que supusieron una guerra civil dentro de la Guerra Civil, entre anarquistas y comunistas del POUM por un lado y comunistas de Stalin y republicanos por otro, unos días de los que Homenaje a Cataluña ha sido referencia casi única en la historiografía internacional durante décadas. Y fuente de muchas mentiras.