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Marx y Rusia - George Orwell



Marx y Rusia, 15 de febrero de 1948

La palabra “comunismo” nunca se ha convertido en un término sin sentido, como sí ha sucedido con la palabra “fascismo” por el abuso que se hace de ella. Sin embargo, existe cierta ambigüedad, lo cual hace que signifique al menos dos cosas distintas que están vagamente conectadas: una teoría política y un movimiento político que no lleva, de manera visible, esta teoría a la práctica. 

Al principio, “comunismo” significaba una sociedad libre y justa basada en el principio de “a cada uno de acuerdo con sus necesidades”. Marx concibió esto como parte de un proceso histórico inevitable. La sociedad se había reducido a una pequeña clase de propietarios con una enorme clase de desposeídos, y un día, de manera casi automática, llegaría la oportunidad para los desposeídos. Unas cuantas décadas después de la muerte de Marx estalló la Revolución rusa, y salieron los hombres que habían sido guiados por Marx y que afirmaban ser sus más fieles discípulos. Sin embargo, en realidad su éxito dependió de que tiraran por la borda buena parte de las enseñanzas de su maestro. 

Marx había visualizado un enorme, poderoso y avasallador proletariado que barrería al pequeño grupo de sus oponentes, y a partir de entonces habría un gobierno democrático, a través de representantes elegidos por el pueblo. Lo que en realidad pasó en Rusia fue que una pequeña camarilla de revolucionarios desclasados tomó el poder, afirmando ser los representantes de un pueblo que ni los había elegido ni veía en ellos ninguna solución. 

Desde el punto de vista de Lenin, esto era inevitable. Él y su grupo tenían que erigirse con el poder, porque solo ellos eran los herederos de la doctrina marxista, y era obvio que no podían permanecer en él democráticamente. El significado de la “dictadura del proletariado” tendría que haber sido “la dictadura de un puñado de intelectuales, que gobernaban a través del terrorismo”. Se salvó la revolución, pero desde entonces el Partido Comunista ruso tomó una dirección que Lenin probablemente, si hubiera vivido lo suficiente, no habría aprobado. 

Instalados en el poder, los comunistas rusos necesariamente desarrollaron una casta gobernante, u oligarquía, de la que no se entraba a formar parte por nacimiento sino por adopción. Como no podían arriesgarse a que creciera la oposición, no podían permitir las críticas genuinas, y como silenciaban las críticas, cometían con frecuencia errores que hubieran podido evitarse; y entonces, como no podían admitir sus propios errores, tenían que buscar chivos expiatorios, a veces a una escala enorme. 

Los comunistas pueden haber pervertido su objetivo, pero no han perdido la mística. La creencia de que únicamente ellos son los salvadores de la humanidad es, más que nunca, incuestionable. 

En los años 1935-1939 y 1941-1944 era fácil creer que la URSS había abandonado la idea de la revolución mundial, pero hoy resulta claro que ese no era el caso. La idea nunca se abandonó, sino que simplemente se modificó; “revolución” fue cambiando poco a poco hasta significar “conquista”. 

Mientras tanto, nos enfrentamos con un movimiento político a escala mundial que amenazaba la existencia de la civilización occidental, que no ha perdido nada de su vigor porque, en cierto sentido, se ha corrompido. 


Franco, conversaciones privadas



7 de enero de 1961:

Hablamos de las huelgas de Bélgica:


Creo que el conflicto se arreglará pronto, porque la opinión de ese país y la de todo occidente está convencida de que se trata de una huelga política en contra del sistema democrático; los socialistas han alardeado mucho en defenderlo, pero esto sólo lo hacen cuando se trata de su propia conveniencia. La ley de reformas económicas será decidida por el Parlamento, y como en toda democracia liberal el Parlamento representa la voluntad nacional, ante la que el pueblo y la opinión de los socialistas deben someterse; a no ser que sigan la táctica de las izquierdas españolas en los tiempos de la república; entonces se daba el caso de que cuando el triunfo era de las derechas, no se aceptaban la voluntad de la nación y se lanzaban a la toma del poder por medios revolucionarios, como sucedió en Asturias y Cataluña en 1934, aunque el patriotismo del Ejército no vaciló en cumplir con su deber, derramando su sangre y venciendo dichas revoluciones.”

Comenta Franco un artículo del conde de Montarco en el ABC de hoy titulado ‘Hacia un nacionalismo europeo’. Franco dice:

Si los gobiernos fascistas fueron eliminados tanto en Alemania como en Italia, no fue por haber fracasado sus doctrinas ante otras que agradaran más a la opinión pública y a las masas proletarias de estos países, como supone el autor. Fracasaron por haber perdido la guerra en forma tan desastrosa. De no ser por esto, hoy seguirían estos países con su régimen. Es verdad que el hitlerismo persiguió injustamente a los judíos, y tienen la responsabilidad histórica de los grandes crímenes cometidos con los de esta raza durante la guerra, lo cual produjo con razón el horror del mundo que se enteró de la matanza una vez terminó la contienda. Todo ello fue motivo justificado de la repulsión mundial a un régimen que no quiso evitar tan terrible matanza. Sin embargo, de los crímenes de los gobiernos comunistas no se habló, y se echó tierra encima. La matanza de Katyn y otras fueron olvidadas por la prensa aliada ya que Rusia había triunfado, contribuyendo eficazmente a la victoria de los aliados. En España no se pensó nunca en copiar a dichos regímenes, pues nosotros lo que hemos hecho es dar ocasión al pueblo para que elija a sus representantes en los sindicatos y en los ayuntamientos. Después, estos organismos y los provinciales elegirán sus representantes en las Cortes, nombrando a sus procuradores. Dimos preferencia al voto del jefe de familia, que es el que por haber formado un hogar tiene la verdadera responsabilidad en la marcha de la nación, y por ello puede elegir a los componentes de las corporaciones mencionadas. Somos una democracia organizada donde se garantiza la libertad para emitir el voto. No se coacciona a nadie en las elecciones de los diferentes colegios de médicos y abogados para la elección de sus representantes en las Cortes; los nombrados tienen libertad completa para la defensa de sus derechos y para la discusión de las leyes que elabora el Parlamento a propuesta del Consejo de Ministros; está además el Fuero de los españoles, que se cumple con todo rigor en el país, y la independencia del poder judicial, de la que pueden dar fe todos los magistrados de la nación y las numerosas sentencias del Supremo contra disposiciones ministeriales que se juzgan arbitrarias y que el gobierno tiene la obligación de cumplir y cumple a rajatabla. En España la garantía que tienen todos los españoles ante el abuso del poder público es absoluta, superando siempre a la que había en los gobiernos liberales que hemos tenido en este siglo y en el anterior, en los que las garantías constitucionales estaban casi siempre suspendidas y los sindicatos eran órganos revolucionarios que tenían en un puño a las masas obreras y para conseguir fines políticos las lanzaban a la lucha a mano armada contra el poder público, mientras los dirigentes, siempre a seguro y ocultos, esperaban tranquilos los resultados. Las leyes laborales que hoy rigen en nuestro país son las más adelantadas del mundo en beneficio de los productores, cuyo nivel de vida ha aumentado enormemente desde que existe este régimen; y cada vez subirá más, como el de los funcionarios y la clase media.”

Hacia la unidad de Europa. George Orwell



Hacia la unidad de Europa. Julio-agosto de 1947

Hoy en día, un socialista se encuentra en la situación de un médico que ha de tratar  a un paciente que apenas tiene esperanzas de curación. En calidad de médico, su deber es mantener vivo al paciente y asumir, por tanto, que tiene al menos una posibilidad de recuperarse. En calidad de científico, su deber es hacer frente a la realidad y admitir, por consiguiente, que el paciente probablemente ha de morir sin remedio. Nuestras actividades como socialistas solo tienen sentido si asumimos que es posible establecer el socialismo, pero si nos detenemos a sopesar qué es lo que probablemente sucederá, hemos de reconocer, entiendo, que las posibilidades no nos son favorables. Si yo fuera un corredor de apuestas y me limitara a calcular las probabilidades, dejando mis deseos al margen del cálculo, estimaría que es harto difícil que la civilización perviva en los próximos siglos. Por lo que alcanzo a ver, existen tres posibilidades:

1. Que los norteamericanos decidan hacer uso de la bomba atómica mientras ellos la tengan y los rusos no. Con esto no se resolvería nada. Se acabaría con el peligro particular que actualmente representa la URSS, pero desembocaría en el surgimiento de nuevos imperios, rivalidades nuevas, más guerras, más bombas atómicas, etcétera. En cualquier caso, esta es la menos probable de las tres, porque una guerra preventiva es un delito que no cometerá fácilmente un país que conserve algún resto de democracia. 

2. Que la actual “guerra fría” siga su curso hasta que la URSS y algunos otros países también posean la bomba atómica. Así las cosas, transcurrirá un lapso muy breve de paz aparente antes de que ¡zas!, a por los cohetes, y ¡bum!, a por las bombas, y los centros industriales del mundo queden borrados de la faz de la Tierra, seguramente sin remedio. Incluso en el supuesto de que un Estado, o un grupo de estados, surja de tal guerra en calidad de vencedor técnico, probablemente será incapaz de reconstruir la maquinaria de la civilización. El mundo, así pues, lo habitarán de nuevo unos cuantos millones de seres humanos, unos cuantos cientos de millones a lo sumo, que vivirán mediante una agricultura de subsistencia y que, probablemente, al cabo de dos generaciones no conserven prácticamente ni rastro de cultura del pasado, salvo el conocimiento de la fundición de los metales. Es posible que este sea un resultado deseable, pero obviamente nada tiene que ver con el socialismo. 

3. Que el miedo que inspiran la la bomba atómica y otras armas todavía por inventar llegue a ser tan grande que todos se abstengan de utilizarlas. Esta me parece la peor posibilidad de todas. Traería consigo la división del mundo en dos o tres supraestados inmensos, incapaces de conquistarse unos a otros y resistentes a toda rebelión interna. Con toda probabilidad, su estructura sería jerárquica, con una casta semidivina en la cúspide y una clase abiertamente esclavizada en la base; el aplastamiento de las libertades sería muy superior a todo lo que el mundo ha visto en el curso de su historia. En cada uno de los estados, el ambiente psicológico necesario sería mantenido mediante una incomunicación absoluta con el mundo exterior y una continua guerra de mentiras contra los estados rivales. Las civilizaciones de este jaez podrían mantenerse estáticas durante milenios. 

La mayoría de los peligros que acabo de esbozar existían y eran previsibles mucho antes de que se inventase la bomba atómica. La única manera de evitarlos, al menos que a mí se me ocurra, consiste en presentar de un modo u otro, a gran escala, el espectáculo de una comunidad en la que sus integrantes sean relativamente libres y felices, y en la que el objetivo primordial de la vida no sea la búsqueda del dinero o del poder. Dicho de otro modo, el socialismo democrático ha de ponerse en funcionamiento en alguna región relativamente amplia. Ahora bien, la única región en la que aun es concebible que funcione, dentro de un futuro más o menos inmediato, es Europa occidental. Además de Australia y Nueva Zelanda, la tradición del socialismo democrático solo puede afirmarse que existe -pese a tener una existencia más bien precaria- en Escandinavia, Alemania, Austria, Checoslovaquia, Suiza, los Países Bajos, Francia, Gran Bretaña, España e Italia. Solo en estos países sigue habiendo una cantidad notable de personas para las que la palabra “socialismo” tiene algún atractivo, y para las que está unida a la libertad, la igualdad y el internacionalismo. En cualquier otra parte, o carece de un apoyo sólido o significa algo completamente distinto. En Norteamérica, las masas se contentan con el capitalismo, y es imposible predecir el rumbo que puedan tomar cuando este comience a hundirse. En la URSS prevalece una suerte de colectivismo oligárquico que solo podría desarrollarse hasta dar lugar al socialismo democrático en contra de la voluntad de la minoría dirigente. En Asia, el propio vocablo “socialismo” apenas ha tenido penetración. Los movimientos nacionalistas asiáticos o son de carácter fascista o están pendientes de Moscú, o bien logran combinar ambas actitudes; en la actualidad, todos los movimientos de los pueblos de color están teñidos por un misticismo racial. En la mayor parte de Sudamérica, la situación es esencialmente similar, al igual que en África y en Oriente Medio. El socialismo no existe en ninguna parte, pero es que, incluso como idea, en la actualidad solamente tiene validez en Europa. Por descontado, no podrá decirse con propiedad que el socialismo ha sido establecido hasta que sea mundial, aunque ese proceso ha de comenzar en algún lugar, y no me imagino que pueda ser sino por medio de una federación de los estados de Europa occidental, transformados en repúblicas socialistas sin ninguna clase de ramificación colonial. Por consiguiente, unos Estos Unidos Socialistas de Europa me parten el único objetivo político al que vale la pena aspirar hoy en día. Semejante federación tendría unos doscientos cincuenta millones de habitantes, incluidos, tal vez, cerca de la mitad de los trabajadores industriales cualificados del mundo entero. No hace ninguna falta que se me diga que las dificultades inherentes a la construcción de semejante entidad son enormes y aterradoras; en breve paso a enumerar solo algunas. Sin embargo, no deberíamos tener la sensación de que, por su propia naturaleza, sería algo imposible, ni de que los países serían tan diferentes unos de otros que no estarían dispuestos a unirse voluntariamente. Una unión europea occidental es, en sí misma, una concatenación menos improbable que la Unión Soviética o el Imperio Británico. 

En cuanto a las dificultades: la mayor de todas ellas es la apatía y el conservadurismo que padece la población en todas partes, su ignorancia del peligro, su incapacidad para imaginar nada realmente nuevo; en general, como ha dicho Bertrand Russell hace poco, es la reticencia de todo el género humano a consentir su propia supervivencia. Pero existen también fuerzas malignas que obran en contra de la unidad europea, así como relaciones económicas de las que depende el nivel de vida de los pueblos de Europa y que no son compatibles con el verdadero socialismo. Enumero a continuación los que me parecen los cuatro obstáculos principales. 

1. La hostilidad de Rusia. Los rusos, por fuerza, han de ser hostiles a cualquier unión europea que no esté bajo su control. Las razones, tanto las fingidas como las reales, son evidentes. Hay que contar, por tanto, con el peligro de una guerra preventiva, la intimidación sistemática de las naciones más pequeñas y el sabotaje del Partido Comunista en todos los países. Sobre todo, existe el peligro de que las masas europeas sigan creyendo en el mito de Rusia. Mientras perviva esa creencia, la idea de una Europa socialista carecerá del magnetismo suficiente para inspira el esfuerzo necesario. 

2. La hostilidad de Estados Unidos. Si Estados Unidos sigue anclado en el capitalismo y, sobre todo, si necesita un mercado para sus exportaciones, no puede ver con ojos amistosos una Europa socialista. No cabe duda de que su intervención por medio de la fuerza bruta es menos probable que en el caso de la URSS, a pesar de lo cual la presión norteamericana es un factor importante, pues puede ejercerse de manera muy fácil en Gran Bretaña, el único país europeo que está fuera de la órbita rusa. Desde 1940, Gran Bretaña se ha mantenido distante de los dictadores europeos a expensas de convertirse casi en un país dependiente de Estados Unidos. Gran Bretaña solo podrá liberarse de Norteamérica renunciando a toda intención de ser una potencia extraeuropea. Los Dominios de habla inglesa, las posesiones coloniales -con la posible excepción de África- e incluso el suministro de petróleo a Gran Bretaña son rehenes que están en manos de Estados Unidos. Por tanto, siempre existe el peligro de que los norteamericanos rompan toda coalición europea, arrastrando a Gran Bretaña fuera de ella. 

3. El imperialismo. Desde hace mucho, los pueblos de Europa, y en especial el británico, deben su elevado nivel de vida a la explotación directa o indirecta de los pueblos de color. Esta es una relación que nunca se ha aclarado debidamente en la propaganda oficial del socialismo, y el trabajador británico, en vez de recibir el mensaje de que, según la media mundial, vive por encima de sus posibilidades, ha sido aleccionado para pensar que es un esclavo que trabaja en exceso y que está pisoteado por el patrón. Para las masas, el “socialismo” significa -o al menos se relaciona con ello- salarios más altos, jornadas laborales más cortas, viviendas mejores, seguridad social para todos, etcétera. Ahora bien, no es en modo alguno seguro que sea posible permitirse tales ventajas si se prescinde de los beneficios que acarrea la explotación colonial. Por muy igualitario que sea el reparto del producto interior, si este desciende en conjunto, el nivel de vida de la clase trabajadora ha de bajar en consonancia. En el mejor de los casos, es probable que dé paso a un largo e incómodo periodo de reconstrucción, para el cual la opinión pública no está preparada. Ahora bien, es preciso que al mismo tiempo los países europeos dejen de ser explotadores en el extranjero si aspiran a ser verdaderos socialistas en su territorio. El primer paso de cara a una federación socialista europea consiste, en el caso de los británicos, en renunciar a su presencia colonial en la India. Pero esto entraña algo más: si los Estados Unidos de Europa han de ser autosuficientes y capaces de subsistir frente a Rusia y Norteamérica, deben incluir África y Oriente Medio. Pero eso, a su vez, implica que la situación de las poblaciones indígenas de dichas regiones ha de cambiar mediante el reconocimiento; Marruecos, Nigeria o Abisinia han de dejar de ser colonias, o semicolonias, para convertirse en repúblicas autónomas, en absoluto pie de igualdad con los pueblos de Europa. Esto comporta un cambio inmenso de planteamientos, así como una pugna encarnizada y compleja que probablemente no se pueda zanjar sin derramamiento de sangre. Cuando llegue el momento de las estrecheces, las fuerzas del imperialismo resultarán sumamente poderosas, y el trabajador británico, si ha sido aleccionado para pensar en el socialismo en término puramente materialistas, quizá decida que es preferible seguir siendo una potencia imperial, incluso a expensas de ser la segundona de Estados Unidos. En distintos grados, todos los pueblos de Europa, al menos los que han de formar parte de la unión propuesta, se enfrentan a ese mismo dilema. 

4. La iglesia católica. A medida que se vuelve más descarnada la pugna entre los bloques oriental y occidental, existe el peligro de que los socialistas democráticos y los meros reaccionarios se vean impelidos a formar una suerte de Frente Popular, y la Iglesia es el puente más probable entre ambos. Sea como fuere, la Iglesia hará todos los esfuerzos que estén en su mano para captar y esterilizar cualquier movimiento tendente a la unión de Europa. Lo peligroso de la Iglesia es que no es reaccionaria en el sentido habitual del término. No mantiene lazos con el capitalismo de laissez-faire ni con el sistema de clases existente, así que no tiene por qué morir con ambos. Es perfectamente capaz de hacer las paces con el socialismo, o al menos aparentarlo, siempre y cuando quede salvaguardada su propia posición. Pero si se le permite sobrevivir como la poderosa organización que es, conseguirá que el verdadero establecimiento del socialismo sea absolutamente inviable, porque su influencia obra y ha de obrar siempre en contra de la libertad de pensamiento y expresión, en contra de la igualdad de los hombres, en contra de cualquier forma de sociedad que tienda a la promoción de la felicidad en la Tierra. 

Cuando pienso en estas dificultades y en otras, y cuando pienso en el inmenso reajuste mental que será preciso hacer, el surgimiento de unos Estos Unidos Socialistas de Europa se me antoja un acontecimiento improbable. 

Por otra parte, no sabemos qué cambios tendrán lugar en la URSS, si es posible impedir que estalle una guerra durante la próxima generación. En una sociedad de tales características, un cambio radical de planteamientos siempre parece improbable, no solo porque no puede haber una verdadera oposición, sino porque el régimen, con su control absoluto de la educación, la información, etcétera, tiende deliberadamente a impedir la oscilación pendular que se da entre generaciones, que, en cambio, parece producirse de forma natural en las sociedades liberales. Ahora bien, los datos de que disponemos indican que la tendencia de una generación a rechazar las ideas de la precedente es una característica humana duradera, que ni siquiera el NKVD podrá erradicar. En tal caso, hacia 1960 podrían ser millones los jóvenes rusos hartos de la dictadura y de los desfiles de adhesión al régimen, ansiosos por disfrutar de más libertades y amistosos en su actitud hacia Occidente. 

Orwell y la leyenda rosa del POUM y Cataluña - Federico Jiménez Losantos



Orwell y la leyenda rosa del POUM y Cataluña

Federico Jiménez Losantos

¿Quién puede dudar, se preguntará el lector, del testimonio veraz y de la buena fe del fabuloso escritor que en 1984 y Rebelión en la granja hizo, pocos años después del Homenaje, los mejores alegatos contra la tiranía estalinista?

La respuesta es muy sencilla: cualquiera que, aparcando la admiración que merece su obra posterior, se ponga a leer hoy el libro del brigadista Orwell. 

Al margen de las descripciones del frente, que sin llegar al nivel de Adiós a todo eso, del también inglés y amigo de España Robert Graves, son literariamente valiosas, lo mejor es citar lo que Orwell escribe de política en el capítulo V; aunque en alguna edición aparece como apéndice:

Sabía que había una guerra, pero no tenía idea de qué tipo de guerra era. Si me hubiesen preguntado por qué me habría alistado en la milicia, habría respondido: “Para combatir al fascismo”, y si me hubieran preguntado por qué luchaba, habría respondido: “Por la honradez más elemental”. Había aceptado la versión del News Chronicle y del New Statesman de que era una guerra para defender la civilización contra un descabellado levantamiento de una caterva de coroneles reaccionarios a sueldo de Hitler. 

Bien está que Orwell reconozca que no sabía nada de esa guerra, pero, entonces, ¿por qué se alistó? ¿Para conservar la suscripción de la prensa roja? ¿Para jugar a la ruleta rusa con la cabeza de algún español? ¿O por el placer leninista de matar a los demás, seguro de hacer el bien, incluso al que matas? Yo creo que por esto último: porque era comunista.

Y como lo era, disfrutó horrores con las peculiaridades españolas, en las que hoza como uno de sus cerditos felices de Rebelión en la granja: 

El ambiente revolucionario de Barcelona me atrajo muchísimo, pero no traté de comprenderlo (…). Sabía que estaba sirviendo en algo llamado POUM (si me alisté en su milicia y no en cualquier otra fue solo porque llegué a Barcelona con los papeles del ILP, Independent Labour Party, escisión de izquierdas del Laborismo; desde 1931, afiliado al Centro Marxista Revolucionario Internacional, cercano al troskismo. N.del A.), pero no reparé en que había enormes diferencias entre los partidos políticos. 

Por supuesto que algo sabía. Por ejemplo, le encantaba que todos fueran vestidos o más bien disfrazados de proletarios, aunque había algo que le chirriaba y no acababa de entender. Era bien fácil: lo hacían por el terror rojo que reinaba en Barcelona, como en Madrid y demás foros de la civilización que Orwell dice que venía a defender. Y es falso: venía a implantar el comunismo, y seguía las consignas del antifascista del Kremlin, contra las que tronaba Trotski, que era la momia de Lenin bramando en el exilio. 

Por cierto, todo el análisis político del Homenaje de Orwell está calcado del de Trotski. Basta ver la excelente antología La Revolución española. 1930-1939 (Biblioteca de la República, Ed. Diario Público, 2011) con el sectario pero notable estudio previo de Juan Ignacio Ramos. Lo único que diferencia al Orwell que decía haber entendido lo que pasaba en España de aquel Lenin redivivo o redimuerto que era Trotski en los años treinta, son los feroces insultos que, al típico modo de Lenin, lanza contra todos los partidos de izquierda. Las pobres víctimas de Paracuellos, muy poco trotskistas, nunca supieron que las asesinaba “la burguesía representada por sus lacayos los dirigentes estalinistas, anarquistas y socialistas”. ¿Y el POUM? También era un agente de la burguesía. A pocos insultó Trotski tan salvajemente como a Nin, al que Stalin mandó matar… por trotskista. 

Pero esta es la versión canónica del trotskista sonámbulo Orwell, luego universalmente aceptada, sobre lo que pasó en España:

Cuando Franco trató de derrocar a un gobierno moderado de izquierdas, el pueblo español, contra todo pronóstico, se levantó en armas contra él (…). Pero había muchos detalles que casi todos pasaron por alto. Para empezar, Franco no era estrictamente comparable a Hitler o Mussolini. Su alzamiento era un motín militar apoyado en la aristocracia y la iglesia, y, sobre todo al principio, era una intentona no tanto de imponer el fascismo como de restaurar el feudalismo. Eso significaba que Franco tenía contra él no solo a las clases trabajadoras, sino también a una parte de la burguesía liberal, justo quienes apoyan al fascismo en su versión más moderna.

He aquí al típico comunista inglés enarbolando la Leyenda Negra como si de Enrique VIII se tratara. España es, desde finales del siglo XV, el país menos feudal del mundo. Incluso en la Edad Media, la Reconquista hizo de Castilla una “tierra de hombres libres”, y como todos los reinos cristianos, sus repoblaciones se hicieron mediante fueros o cartas pueblas que garantizaban unos derechos cívicos sin parangón en Europa. El primer Parlamento del mundo fue el de León. Nunca ha tenido España, desde la Constitución de 1812, Cámara de los Lores. ¿Para qué iban a querer “restaurar el feudalismo” los que se alzaron, con muy pocas posibilidades de ganar, contra el gobierno del Frente Popular?

Que el gobierno del Frente Popular no era “moderado de izquierdas” lo prueban sus actos desde 1936, que de hecho empezaron en el golpe contra la República de 1934. La definición del fascismo de Orwell es la misma de Trotski… y de Stalin. Y que Franco tuvo a su lado a tantos trabajadores como la República quedó probado, a lo largo de la guerra, con los que huían de un frente al otro: los que escapaban del terror rojo eran católicos y gente corriente que no votaba a los partidos del otro bando. Tan poco feudales como los rojos. ¿O es que para Orwell la libertad de conciencia es un signo de feudalismo? 

Pero si Franco “no era comparable a Hitler y Mussolini”, ¿qué hacía Orwell luchando contra ese fascismo que Franco no acaudillaba? Lo cierto es que Orwell vino a España a matar a gente que no conocía atribuyéndole ideas que no tenía, como Dzerhinski en Rusia o el Che en Cuba:

Cuando me alisté en la milicia me prometí matar a un fascista -al fin y al cabo, si cada no de nosotros mataba a uno, no tardaríamos en acabar con ellos-, y no lo había conseguido porque no había tenido ocasión de hacerlo. Y, por supuesto, quería ir a Madrid. Todo el mundo quería ir a Madrid. Eso significaba pasarme a las Brigadas Internacionales, pues el POUM tenía muy pocas tropas allí y los anarquistas, muchas menos que antes. 

El turismo revolucionario siempre ha tenido un público entusiasta, pero las tragaderas de los excomunistas con los excamaradas son dignas de Gargantúa. Pío Moa, sabueso implacable en la búsqueda de embustes y contradicciones en los diarios de los protagonistas de la época, que destapó en Los personajes de la República vistos por ellos mismos, dice:

Orwell no alude, seguramente no pudo percibirlo, al terror organizado por las izquierdas contra los vencidos de julio del 36, pero sí vio, ya en diciembre, cómo las tiendas, en su mayoría, estaban vacías (Moa, 2000).

Pero claro que pudo percibirlo. El que no quiere percibirlo es Moa, que, a cambio de esa ceguera momentánea, nos da una cifra interesante: el boicot de la izquierda inglesa a Homenaje a Cataluña fue tan feroz que en diez años vendió 600 ejemplares. Lástima que fueran todos a historiadores, porque nunca tan pocos ejemplares tuvieron tanto y tan desafortunado eco. Todas las bibliografías sobre la guerra de autores no comunistas incluyen a Gerald Brennan y al Orwell de Homenaje a Cataluña como base creíble de datos, porque, a diferencia de Hemingway, estaba allí. 

Ya me he referido a la desagradable impresión que tiene el lector español que no se identifique con la Leyenda Negra anglosajona sobre nuestro país al ver las valoraciones que de España y sus costumbres hacen personajes que, como Orwell, han visto tres ciudades, un río, cuatro piedras y varios camareros. Taxistas, limpiabotas y servicio de habitaciones suelen ser las amplias bases antropológicas -sobre ese decorado de tres calles, un castillo y en el caso de Orwell, los barrancos en las cercanías de Huesca- para valorar la forma íntima de ser un pueblo tan sencillo para el turista y tan complejo para nosotros mismos como el español. Pero esta frívola superficialidad, levemente racista, le viene muy bien al marxista clásico, porque le permite aplicar, sobre un telón pintoresco, entre Carmen y Washington Irving la plantilla de la lucha de clases. Así hacen, de creer las solapas de sus libros, “un análisis apasionado pero fidedigno, desde fuera y desde dentro, de la vida española en los días terribles de la Guerra Civil”.

Pero Orwell ve esto:

Los campesinos confiscaron las tierras, muchas fábricas y la mayoría de los medios de transporte acabaron en manos de los sindicatos: se saquearon las iglesias y se expulsó o asesinó a los curas. El Daily Mail, entre los vítores del clero católico, pudo presentar a Franco como un patriota que defendía a su país de las hordas de los “rojos”. 

“Confiscar” y “acabar en manos de” son los eufemismos habituales de los comunistas para “robar”, de la finca al huerto y del camión al coche, luego utilizados para presumir y “pasear”, o sea, asesinar a los ya robados. Pero a Orwell, que no es un malvado como Koltsov, le molesta disimular lo políticamente inconveniente:

Algunos de los periódicos antifascistas extranjeros incluso se rebajaron a publicar la mentira piadosa de que las iglesias solo habían sido atacadas cuando se utilizaban como fortalezas fascistas. Lo cierto es que las iglesias se saquearon en todas partes porque todo el mundo daba por sentado que la Iglesia española formaba parte de la engañifa capitalista. En los seis meses que pasé en España solo vi dos iglesias intactas, y excepto un par de iglesias protestantes en Madrid, hasta julio de 1937 no se permitió que ninguna iglesia abriera sus puertas y celebrase misa.

Y si habían quemado todas las iglesias y matado a todos los curas, como fielmente consigna Orwell, ¿no pensó que también habrían asesinado a los sacristanes, campaneros, monjas, frailes y cuantos iban a misa? “Todo el mundo daba por sentado que la Iglesia española formaba parte de la engañifa capitalista”, dice Orwell, y se queda tan fresco. ¿Quién es “todo el mundo”? Pues lo que los leninistas llaman “el pueblo”, para declarar a los que no lo son “enemigos del pueblo”, es decir, materia asesinable. Basta rebautizarlo para rematar a cualquiera en nombre de la historia. 

¿Y no vio Orwell las celdas de tortura y muerte para los enemigos políticos cuando fue en busca de Bob Smillie, secuestrado por los estalinistas del PSUC-NKVD? Pues claro que las vio. La descripción es implacable:

Aquel que veía las improvisadas cárceles españolas, utilizadas para los presos políticos, comprendía qué pocas probabilidades había de que un hombre enfermo recibiera en ella atención adecuada. Estas cárceles solo podrían describirse como mazmorras; en Inglaterra habría que retroceder al siglo dieciocho para encontrar algo comparable. Los prisioneros estaban amontonados en pequeñas habitaciones donde casi no había espacio para echarse, y a menudo se les tenía en sótanos y otros lugares oscuros. No se trataba de condiciones transitorias, pues algunos detenidos vivieron cuatro o cinco meses casi sin ver la luz del día. Se los alimentaba con una dieta repugnante e insuficiente, que consistía en dos platos de sopa y dos trozos de pan diarios (algunos meses más tarde, la comida parece haber mejorado algo). No hay exageración en esto: cualquier sospechoso político que haya estado encarcelado en España podrá confirmar lo que digo. 

¿Y no sabía Orwell quiénes eran los secuestradores y carceleros que metían a los presos políticos en esos agujeros inmundos, cuyas condiciones de hacinamiento tampoco encontrábamos en España desde el siglo XVIII? Pues claro que lo sabía:

Al principio, la Generalidad catalana se vio reemplazada por un comité de defensa antifascista, integrado principalmente por delegados sindicales. Luego el comité de defensa se disolvió y la Generalidad se reconstituyó para representar  a los sindicatos y a los diversos partidos de izquierda. 

Y a pie de página especifica:

El Comité Central de Milicias Antifascistas, cuyos delegados se elegían en proporción a los miembros de sus organizaciones. Nueve delegados representaban a los sindicatos, tres a partidos liberales y dos a los diversos partidos marxistas (el POUM, los comunistas y otros). 

Esta descripción es la confesión involuntaria del régimen de terror rojo, nada incontrolado, sino dirigido con la Generalidad y luego dentro de la propia Generalidad de Companys, perpetrado por los partidos políticos de la “civilización” que venía a defender Orwell. Y que mataron, tras robo, tortura o violación, según criterio del antifascista de turno, a seis mil personas solo en Barcelona, mientras Orwell estaba allí. Andreu Nin era Consejero de Justicia de esa Generalidad cuando tuvieron lugar las mayores masacres, que en realidad no cesaron nunca. 

Orwell ha sido el mejor propagandista de la mentira de los incontrolados que convirtieron a Barcelona, lejos siempre del frente , en un matadero. En Lérida, que, como cita Orwell, era donde el POUM tenía más fuerza, los crímenes fueron especialmente feroces, mediante listas confeccionadas antes de la Guerra Civil. Y Nin, luego despellejado vivo por sus antiguos camaradas, dijo acerca de la matanza de católicos en agosto de 1936: “El problema de la Iglesia… (…). Nosotros lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto”. 

Esa era la civilización de la que, en su libro, presumía Orwell. 

Si la guerra de España, como dijo Orwell al volver a Inglaterra, dio origen a la más aplastante colección de mentiras que cabía recordar, sobre nada se han acumulado tantas mentiras como sobre lo que precisamente describe Orwell: Cataluña en el primer año de la Guerra Civil, en especial los “Fets de Maig”, es decir, los sucesos de mayo de 1937 que supusieron una guerra civil dentro de la Guerra Civil, entre anarquistas y comunistas del POUM por un lado y comunistas de Stalin y republicanos por otro, unos días de los que Homenaje a Cataluña ha sido referencia casi única en la historiografía internacional durante décadas. Y fuente de muchas mentiras.