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El nacionalismo vasco - Stanley G. Payne

 

EL NACIONALISMO VASCO


La división política también se produjo entre los nacionalistas vascos, aunque en su caso fue una división provincial. Los nacionalistas de Álava y Navarra se alinearon con los carlistas y con los nacionales sublevados, cuyo nuevo Gobierno reconocería ciertos derechos de autogobierno en estas dos provincias. El Partido Nacionalista Vasco (PNV) es la única entidad politica que negoció con ambos bandos durante la Guerra Civil. En aquellos años tenía una fuerte identidad católica, y durante la primavera de 1936 trató con los conspiradores monárquicos en el País Vasco, mostrando más simpatía hacia los carlistas, aunque sin llegar a comprometerse. Puesto que también había quien simpatizaba con los revolucionarios, cuando empezó la guerra, la cúpula del PNV preparó una declaración de neutralidad. Algunos de los líderes más importantes, como Manuel de Irujo y Juan Ajuriaguerra, creían que el nacionalismo sacaría más provecho de la izquierda, así que, cancelando esa declaración antes de que pudiera salir a la luz, los dirigentes peneuvistas concedieron oficialmente su apoyo a la República, que solo llegó a hacerse efectivo en Vizcaya y Guipúzcoa, mientras un pequeño grupo, compuesto por los más intransigentes, al frente del cual estaba Luis Arana, hermano de Sabino Arana Goiri, se obstinó en mantener la neutralidad y marchó al exilio.


Por su parte, durante esas primeras semanas la Junta de Burgos mantuvo una actitud prudente. A principios de agosto de 1936, los obispos de Vitoria (Mateo Múgica) y de Pamplona (Marcelino Olaechea) hicieron pública una pastoral en la que apremiaban al PNV a poner fin a su alianza política con unos revolucionarios que no dejaban de cometer atrocidades en masa contra el clero y los católicos. Cuando los sublevados entraron en Guipúzcoa -provincia en la que el clero había defendido firmemente al nacionalismo-, juzgaron y fusilaron a 16 sacerdotes que habían mantenido una actividad política destacada, represión que Franco no tardó en condenar. Los portavoces nacionalistas hicieron un buen uso propagandístico del suceso, pasando por alto que sus aliados revolucionarios habían hecho lo mismo con otros 56 eclesiásticos en Vizcaya y Guipúzcoa.


También Franco emprendió negociaciones y reconoció los términos básicos de los fueros provinciales. Sin embargo, tanto José Antonio Aguirre como los demás líderes peneuvistas habían decidido jugársela con las izquierdas. En septiembre se llegó a una alianza con el Gobierno de Largo Caballero, comprensivo con las autonomías de toda índole, en el que Irujo entró como ministro el día 25. El primero de octubre, en su única acción significativa durante la guerra, se reunieron a toda prisa unas Cortes parciales -muchos miembros habían muerto a manos de los revolucionarios para aprobar un Estatuto de Autonomía -tan precariamente ideado como amplio en su alcance- para el País Vasco, Estatuto que, en muchos sentidos, superaba al catalán de 1932. Con bastante sorna, fue conocido como el «Estatuto de Elgueta», ya que las únicas áreas que todavía no habían caído en poder de Franco eran Vizcaya y una pequeña zona en torno a Elgueta, en Guipúzcoa. La medida fue inconstitucional, ya que la ley exigía una mayoría de dos tercios para aprobar un Estatuto y apenas había 50 diputados presentes, pero para la República en guerra el Parlamento no era más que una fachada fantasma; todas las decisiones las tomaba un Ejecutivo arbitrario y autoritario.


A continuación se creó un nuevo Gobierno en Bilbao, liderado por José Antonio Aguirre y el PNV, en teoría con el voto de do los alcaldes de Vizcaya, cuyos ayuntamientos fueron ocupados por la nueva coalición. Enseguida se impuso el neologismo «Euzkadi», sin tener en cuenta su más que dudoso carácter etimológico. Este Gobierno estaba compuesto por cinco nacionalistas, tres socialistas, dos republicanos de izquierda y un comunista. Aunque nació como «Gobierno provisional», el 3 de noviembre publicó un decreto por el cual se hacía con el control de toda la autoridad estatal en Vizcaya, dejando a un lado las limitaciones impuestas por el nuevo Estatuto. Sin pérdida de tiempo, Aguirre se autoproclamó presidente permanente y se hizo cargo de todas las fuerzas militares y policiales de la provincia, ignorando la colaboración con el Gobierno republicano y negando cualquier autoridad al capitán Francisco Ciutat, a quien Largo Caballero había nombrado jefe militar de la zona norte. El Gobierno empezó a actuar en todos los sentidos como un Estado independiente; incluso estableció sus propias aduanas, que le separaban del resto de la zona republicana, y, como su homólogo catalán, envió representantes a París, Londres y Berlín este -en secreto-para poder jugar en todos los bandos.


La historiografía vasquista ha desarrollado el mito del «oasis vasco», la única parte de la zona republicana no dominada por la revolución y el terror, pero se trata de una imagen que no refleja toda la realidad. En Vizcaya la revolución adoptó unos ropajes diferentes, más nacionalistas. A diferencia de otras regiones, nunca se produjo una colectivización económica formal, pero el Gobierno vasco, al tiempo que respetaba la tierra de los agricultores vizcaínos-muchos de ellos eran nacionalistas-, intentó nacionalizar la industria y las finanzas que pertenecían a una élite económica que, en su mayor parte, no comulgaba con sus ideas. Se incautó casi todo el capital de los bancos para crear uno estatal vasco y se confiscaron los activos de las principales industrias. Luego, cuando se produjo el colapso final en 1937, el Gobierno huyó, llevándose consigo las acciones, numerosos documentos legales y títulos de propiedad de los principales organismos financieros e industriales vizcaínos, en un último intento por seguir controlándolos desde el extranjero. Tampoco Vizcaya se libró de los habituales saqueos y pillajes de cajas de seguridad y objetos valiosos, que era una práctica generalizada en la zona republicana.


La idea de que los nacionalistas vascos protegieron a la Iglesia y al clero y evitaron que el terror rojo se adueñara de Vizcaya es otro mito. Es verdad que algunas iglesias permanecieron abiertas-mientras todas se cerraron en el resto de la zona republicana, pero la gran mayoría de ellas también se cerró en Vizcaya y fueron profanadas por los revolucionarios. Gran número de sacerdotes acabaron en la cárcel y 42 fueron asesinados tras ser, en muchos casos, objeto de torturas. En total, en Vizcaya murieron casi 500 personas víctimas de la represión, a menudo con la aquiescencia e incluso con la participación de los nacionalistas, aunque no puede negarse que el Gobierno actuó para moderar los excesos represivos.


Aguirre dio forma a su propio Eusko Gudarostea (ejército vasco), al que más tarde el mando nacional republicano intentó controlar cambiándole el nombre por el de Cuerpo de Ejército de Vizcaya. Al menos la mitad de las tropas no era nacionalista y siempre se organizaron en unidades separadas. El general Francisco Llano de la Encomienda, jefe nominal de la zona norte en sustitución de Ciutat, consiguió algo más de colaboración y el ejército vasco emprendió una ofensiva en noviembre de 1936, en principio para aliviar la presión sobre Madrid, aunque, en realidad, el objetivo era la anexión de Álava. A de pesar superar en número a sus enemigos, la incursión fue rechazada y se produjeron numerosas bajas.


Durante la primavera de 1937, el régimen de Vizcaya exploró  bajo qué condiciones podría firmar una paz, primero con Mola en el frente del norte, y luego directamente con Franco. Por otro lado, seguía negociando con Gran Bretaña, a cuyo Gobierno ofreció una base naval en Vizcaya si le ayudaba a independizarse de España.


Tras el comienzo de la ofensiva franquista sobre Vizcaya -31 de marzo de 1931, los nacionalistas empezaron a actuar de manera cada vez más independiente. Los mandos soviéticos no parecían dispuestos a enviar más refuerzos aéreos debido a la nula calidad militar de los campos de aviación de la zona, la que, si no los falta de defensas y la ausencia total de profundidad geográfica. Aguirre exigía más aviones y, el 7 de abril, declaró obtenía, el Gobierno de Euzkadi «se consideraría relevado de la lealtad con la que siempre ha procedido». Esa referencia a su “lealtad” resultaba asombrosa, incluso para el entorno de exagerada propaganda propio del nacionalismo. Al final se enviaron unos cuantos aviones, pero fueron destruidos por el ene migo antes de poder pasar a la acción. A finales de abril, el Gobierno vasco nombró de manera oficial a su presidente como comandante en jefe del Ejército de Euzkadi, liberándolo de cualquier dependencia de la cadena de mando del Ejército Popular, en su lucha contra lo que denominaba una «inmunda amalgama de mahometanos negros, protestantes rubios, legionarios sifilíticos y españoles degenerados». Una vez más, el racismo peneuvista, como antes el del catalanismo radical, volvía a enseñar las orejas.


En realidad, lo que estaba haciendo el Gobierno vasco era establecer una cierta independencia militar no solo para resistir con mayor eficacia, sino para demostrar mejor su "lealtad", mientras negociaba clandestinamente con las potencias extranjeras y con la «inmunda amalgama» franquista. En los meses de abriI y mayo, Franco acordó con el Vaticano que las autoridades  militares italianas actuaran como intermediarios para negociar la retirada vasca del conflicto. Para ello puso encima de la mesa unas condiciones más que generosas: la descentralización administrativa, la persecución solo de aquellos acusados de delitos comunes y vía libre a todos los dirigentes que escapar deseasen al extranjero. Sin embargo, las negociaciones fracasaron debido a la insistencia vasca en que estuviera presente alguna potencia foránea para garantizar los términos del acuerdo, algo que Franco no estaba dispuesto a aceptar. Semejante interés no solo nacía de la desconfianza, sino del insistente deseo vasco de implicar a un tercero para reducir así la soberanía española. A principios de mayo, Mola fue incluso más lejos: les prometió no bombardear Bilbao y liberar a todos los gudaris -tropas nacionalistas- que hubieran depuesto las armas.


Con todo, firmar una paz por separado no habría sido tan fácil, ya que no la habrían aceptado los aliados izquierdistas de los nacionalistas, que podrían haber desencadenado una mini guerra civil similar a la que había estallado en Barcelona esa primavera. En el mes de mayo aumentó la cooperación militar y las tropas vascas-nacionalistas y revolucionarios- resistieron con firmeza, pero cuando, a mediados de junio, el Ejército de Franco atravesó el Cinturón de Hierro -la defensa exterior-, los nacionalistas se negaron a seguir resistiendo en Bilbao. Protegieron la industria y las instalaciones municipales frente a los revolucionarios, que deseaban practicar una política de tierra quemada, y una gran parte de las tropas se rindió, aunque más de 20.000 soldados no todos nacionalistas- emprendieron la retirada hacia Santander.


Durante todo el mes de julio, los líderes peneuvistas mantuvieron sus negociaciones con Roma, con las que esperaban con seguir la evacuación de tantos soldados como fuera posible, al amparo del avance militar del CTV italiano. Quienes no fuesen evacuados se rendirían a los italianos antes que a Franco. Este aceptó las negociaciones, pero Aguirre y sus colegas las fueron dilatando todo cuanto pudieron, con la excusa de que debía procederse con cautela para no levantar las sospechas de los mandos republicanos.


Para simplificar la operación, los vascos propusieron que las tropas franquistas no avanzasen directamente por el oeste hacia Santander, sino e lo hicieran desde el sur, a través de Reinosa. Así, los vascos no se retirarían, sino que se dejarían aislar, copa dos desde el sur, y su evacuación/rendición sería más sencilla. Mientras tanto, el general Mariano Gámir, que había sustituido a Llano de la Encomienda, preparaba un contraataque al este de Santander que los vascos intentaron sabotear, aunque sin éxito. Algunas de sus unidades se vieron forzadas a tomar parte porque el mando republicano colocó destacamentos de ametralladoras en su retaguardia, al estilo soviético. El asalto fracasó y hubo numerosas bajas.


En agosto, las fuerzas franquistas avanzaron de acuerdo con el plan vasco, y el día 23, cuando ya estaban cerca, las unidades vascas se rebelaron contra el mando republicano. Sin embargo, los barcos en los que debían ser evacuados no llegaron y, dos días más tarde, Franco arrebató a los italianos el control de la zona. Incluso después de tan evidente traición, las autoridades vascas tuvieron la desvergüenza de emitir un comunicado desde Francia en el que aseguraban que las únicas tropas republicanas que habían resistido con valor en Santander habían sido las suyas. En total, unos 22.000 vascos cayeron prisioneros en la playa de Santoña; la mitad de ellos, casi todos nacionalistas, recuperó la libertad poco después. Algunos se incorporaron a las fuerzas de Franco. Otros 500 fueron enviados ante tribunales militares por los crímenes que las habían cometido en Vizcaya y fueron sentenciados a muerte, y unos 200 fueron ajusticiados.


Mucho más tarde la propaganda nacionalista elaboró el mito de que la Guerra Civil se había basado en la «invasión de Euzkadi» por España, mientras que lo cierto fue que, como hemos visto, trató de una guerra civil tanto entre vascos como entre españoles. Una parte importante del mito consistió en imputar un gran odio hacia los vascos por parte de los franquistas, que ejercieron una enorme represión sobre los nacionalistas. Una vez más, la verdad era otra. En Vizcaya y en Guipúzcoa, como se ha visto, hubo proporcionalmente menos terror revolucionario que en otras provincias. Bajo el Gobierno franquista, se procesó y se ajustició sobre todo a los revolucionarios que habían cometido la mayor parte de los crímenes, no a los nacionalistas, que sufrieron, en términos comparativos, una represión más leve.*


* Esta es la conclusión de F. Molina, «Lies of our Fathers: Memory and Politics in the Basque Country under the Franco Dictatorship, 1936-68», Journal of Contemporary History, 49, 2, 2014, págs. 296-319. Molina anota que una de las expresiones máximas de esta falacia propagandística se encuentra en la obra de P. Preston, El Holocausto español, Penguin Random House, Madrid, 2011, con la ausencia casi total de datos objetivos.


Es verdad que la represión franquista fue bastante dura con los revolucionarios en Vizcaya y Guipúzcoa. Los mejores datos que tenemos indican que en esas dos provincias los republicanos ejecutaron aproximadamente a 800 personas, mientras que, después, la justicia de Franco ejecutó a aproximadamente 2.700, entre los cuales, proporcionalmente, había menos nacionalistas que revolucionarios. 


La industria vasca, cuya producción había experimentado un brusco descenso en el primer año de la guerra, se vio favorecida por el Gobierno de Franco, que dio prioridad a la industria pesada. En general, durante la época del «primer franquismo», la economía vasca floreció más que en ninguna otra región. Desde luego, las actividades nacionalistas quedaron suprimidas, pero la idea de que la nueva dictadura trató a las provincias vascas con especial dureza es otro producto de la propaganda nacionalista. Más bien ocurrió lo contrario.


Dado que los nacionalistas no consiguieron poner en práctica su plan de evacuación con los italianos, Aguirre y otros líderes del PNV manifestaron que no les había quedado más opción que la rendición y que siempre mantuvieron su compromiso con la causa republicana. De ese modo podían mantener la ilusión de que seguía existiendo un «Gobierno vasco», ya que en ese momento un Gobierno «independiente» en el exilio habría sido ignorado por completo. Después de interceptar un telegrama de los italianos, los dirigentes republicanos ya sospechaban de los vascos, pero, desde su punto de vista, era sumamente importante que el único movimiento católico de la República revolucionaria continuara participando. Fue su único argumento en contra de la ola de críticas y denuncias suscitada por la persecución religiosa y, así, Manuel de Irujo pudo conservar la cartera de Justicia en el Gobierno Negrín.




LOS NACIONALISMOS BAJO EL GOBIERNO DE NEGRÍN


A partir de mayo de 1937, el Gobierno de Negrín comenzó a extender la autoridad estatal sobre Cataluña, incorporando, como ya vimos, el Exèrcit de Catalunya en el Ejército Popular. En Barcelona, Esquerra y el PSUC hicieron causa común con tra la CNT y el POUM, provocando la revuelta del 3 al 6 de mayo, y el 1 de julio Esquerra y el PSUC formaron un nuevo Gobierno catalán todavía encabezado por Lluís Companys. Para entonces, los catalanistas conservadores habían huido en masa, así como algunos líderes y activistas de Esquerra. Los cenetistas pasaban por un mal momento y los comunistas estaban en auge, situación que hizo que Companys se quejara de la preponderancia de sus nuevos aliados. Escuchar al presidente de la Generalitat lamentar las consecuencias de su oportunismo molestaba mucho a Azaña, que escribió en su diario que aquello revelaba la hipocresía sin límites del líder que durante meses había presidido una orgía de anarquía, pillaje, destrucción y asesinatos. En octubre, el Gobierno republicano se trasladó de modo oficial a Barcelona y desde ese momento intentó incrementar la productividad de la industria catalana algo más de su producción al esfuerzo bélico. y destinar


A partir de la segunda mitad de 1937, los líderes del PNV de Esquerra hicieron causa común para mantener el espíritu y los principios de sus autonomías y, en el caso catalán, para quejarse del poder del Gobierno de Negrín. En principio, la Generalitat se mantuvo en sus funciones, y tanto el presidente de la República como el del Gobierno se comprometieron a respetar los términos básicos del Estatuto de 1932. Pero en las condiciones de guerra total en que se encontraba el país, la autoridad gubernamental de Negrín no podía sino aumentar.


De todas las cuestiones domésticas a las que debía hacer frente el Gobierno, esta era la que más sacaba de quicio a Negrín. El propio Azaña escribió en su diario, el 29 de julio de 1937, lo siguiente:


El presidente está muy irritado por los incidentes a que ha dado ocasión el paso de Aguirre por Barcelona. Aguirre -dice- no puede resistir que se hable de España. En Barcelona afectan no pronunciar siquiera su nombre. Yo no he sido nunca lo que llaman españolista ni patriotero. Pero, ante estas cosas, me indigno. Y si esas gentes van a descuartizar España, prefiero a Franco. Con Franco ya nos las entenderíamos nosotros o nuestros hijos, o quien fuere. Pero esos hombres son inaguantables. Acabarían por dar la razón a Franco.


Casi un año después, Negrín comunicó sentimientos semejantes a su ministro de Gobernación, Zugazagoitia, que sumió así: 


Esa puede ser, muy concreta, una razón por la que me mar che del Gobierno. No estoy haciendo la guerra contra Franco para que retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino. De ninguna manera. Estoy haciendo la guerra por España y para España. Por su grandeza y para su grandeza. Se equivocan gravemente los que otra cosa supongan. No hay más que una nación: ¡España! No se puede consentir esta sorda y persistente campaña separatista, y tiene que ser cortada de raíz, si se quiere que yo continúe siendo ministro de Defensa y dirigiendo la política del Gobierno, que es una política nacional. [...] Antes de consentir campañas nacionalistas que nos lleven a desmembraciones, que de ningún modo admito, cedería el paso a Franco sin otra condición que la que se desprendiese de alemanes e italianos.


A pesar de todo, Negrín no podía prescindir de la fachada pesar política que ofrecían los nacionalistas vascos católicos. En 1938 estaba tan contra las cuerdas que aceptó la sugerencia de Aguirre de que la cada vez más pequeña zona republicana mostrase algo de tolerancia religiosa para intentar influir sobre la opinión católica e internacional.


Cuando en marzo de aquel año Léon Blum regresó a la Presidencia del Gobierno en Francia, los dirigentes de Esquerra y del PNV creyeron que había llegado su momento. Por vez primera, el Gobierno francés tomó en consideración la intervención militar y Companys y sus colegas volvieron a soñar con una Cataluña bajo protección francesa, incluso asociada con el país vecino. Pero el Gobierno de Blum desechó la idea, y no hay ningún dato que nos lleve a pensar que en algún momento se tomó en serio la posibilidad de crear un protectorado en Cataluña.


A mediados de agosto, Esquerra y el PNV provocaron la penúltima crisis de la República: retiraron a sus ministros del Gobierno como gesto de protesta por la puesta bajo control estatal de la industria bélica catalana, cuya nacionalización había tenido lugar hacía poco. Para entonces, Esquerra llegó a estar marginada en Cataluña y los ministros que dimitieron fue ron reemplazados rápidamente por otros del PSUC y del pequeño partido izquierdista Acción Nacionalista Vasca.


La crisis de los Sudetes de 1938, que pisaba los talones a esta remodelación gubernamental, dio nuevas alas a los separatistas, porque, para justificar la separación de esta región de Checoslovaquia, Hitler se apoyó en el principio de autodeterminación de los pueblos. Como ya habían demostrado antes -aunque siempre de forma muy reservada-, los vascos y los catalanistas de izquierdas estaban más que dispuestos a negociar con el Eje.


El «problema vasco», por ejemplo, se presentaba de manera diferente según fuese el interlocutor: a Francia le garantizaban “la seguridad de su frontera sur con un Estado [vasco] amigo”, lo que suponía renunciar a la región vasco-francesa; al Reino Unido le ofrecían «nuestra riqueza industrial, minera, etcétera»; a los fascistas italianos les expresaban «simpatía, en la creencia de que serán elementos que pesen en la balanza, haciendo notar nuestras relaciones con el Pacto de S. [Santoña]», y a los nazis les hablaban de «raza, derecho de autodeterminación de los pueblos, plebiscito»". 


Durante el otoño de 1938, los nacionalistas vascos instaron a franceses y británicos a que aplicaran la «solución Múnich» a España, con París y Londres en el papel de Berlín. Pretendían hablar en nombre de un «pueblo vasco» sólido y democrático, aunque, de hecho, en las elecciones de 1936 solo un tercio de ese «pueblo» les había votado . Mientras Esquerra intentaba negociar en París, un delegado del PNV enviado al Foreign Office en Londres presentó a los nacionalistas vascos como una entidad extraespañola, totalmente diferente de «los dos bandos españoles en lucha», y como una «oposición al Gobierno de Negrín». Según esta fantasía, el PNV era la única «fuerza de la reacción democrática» en España.


A finales de 1938, la moral catalana estaba por los suelos y la campaña que Franco desarrolló entre diciembre y febrero apenas encontró resistencia. Pese a que más de 200.000 civiles cruzaron la frontera en febrero, junto a un número similar de soldados, la mayoría de ellos regresó muy pronto a España -una realidad que normalmente se ignora-.


Es importante resaltar que las maniobras separatistas no acabaron con el final de la Guerra Civil. Por el contrario, prosiguieron en los años cuarenta y los vascos fueron los más activos. El PNV intentó negociar con un Hitler que se encontraba en la cima de su poder y Aguirre se pasó la primera mitad de 1941 en Alemania, maniobrando en vano para que este país respaldara la separación del País Vasco. Puesto que no lo consiguieron, intentaron jugar de nuevo la baza aliada a finales de año.


Varios agentes vascos comenzaron a trabajar para los servicios de inteligencia y la Oficina de Servicios Estratégicos (OSE) de Estados Unidos, tanto dentro de España como, e incluso más, en Europa Occidental y Sudamérica. También cooperaron con la resistencia francesa y ayudaron a los refugiados y a los pilotos aliados derribados mientras intentaban cruzar los Pirineos. Incluso llegaron a facilitar informes distorsionados a la OSE norteamericana con los que pretendían demostrar que España estaba a punto de entrar en la guerra mundial y provocar de ese modo que estallara un nuevo conflicto entre España y Estados Unidos, si bien la embajada norteamericana en Madrid pudo comprobar la falsedad de esas afirmaciones. Los nacionalistas tenían puestas sus esperanzas en que, ya fuera por la Segunda Guerra Mundial, ya fuera por sus secuelas, España terminaría desmembrándose. Pero volvieron a verse defraudados.


Fuente: "La Revolución Española 1936-1939", Stanley G. Payne

Stanley G. Payne: La manipulación política de la Guerra Civil en el Siglo XXI

 

LA MANIPULACIÓN POLÍTICA DE LA GUERRA CIVIL EN EL SIGLO XXI


Veinticinco años después del fin de la Guerra Civil, en 1964, el régimen de Franco organizó una gran conmemoración por los “Veinticinco Años de Paz”, la más extensa orgía propagandística en todo el largo «reinado» de Franco. Fue la época de la más rápida e intensa transformación de España a lo largo de su Historia. Cuando Franco murió en 1975, la España agrícola y semianalfabeta de 1936 había sido reemplazada por un país transformado y moderno-moderno en casi todos los aspectos, salvo en la estructura política-. La Transición a la democracia que comenzó en el siguiente año tuvo éxito no solo por las iniciativas y acuerdos constructivos de sus nuevas élites políticas, sino porque la transformación experimentada en otros ámbitos había creado las bases de una moderna sociedad civil.


Un siglo antes-en 1875-1876- había existido una decidida conciencia histórica y una clara determinación de no repetir los errores del pasado. Aunque las izquierdas, en un principio, adoptaron la posición de los republicanos de 1931, insistiendo en la rendición de todo el Gobierno ante ellas, pronto el liderazgo hizo evidente su buena fe y su firmeza. En 1977, las nuevo izquierdas acabaron pactando y colaborando en el único proceso de toda la Historia contemporánea de España que negoció una Constitución entre los principales sectores políticos.


España tenía fama de ser la tierra del fracaso y la división políticos, pero en 1978 recibió el aplauso internacional, virtual mente unánime, por el éxito de su democratización. Además, ofreció el primer ejemplo en toda la Historia contemporánea de Europa, desde la Revolución rusa, de una transición pacífica, sin violencia entre las fuerzas políticas nacionales¹ (¹ En los últimos años, diversas voces han insistido en que no se puede decir la Transición fuera "pacífica", porque se produjeron centenares que de asesinatos políticos. Tal conclusión es muy ambigua, porque confunde deliberadamente las muertes por terrorismo de parte de grupos marginales con el empleo más sistemático de la violencia por parte de las grandes fuerzas políticas nacionales. Esto no ocurrió en la Transición, mientras, al contrario, en la República, el PSOE-UGT, uno de los principales movimientos nacionales, fue también el principal autor de la violencia política), no por rebelión o por derrocamiento, sino desde dentro hacia fuera, empleando las mismas leyes e instituciones de la dictadura para alcanzar la democracia. En ningún otro país tuvo lugar un proceso semejante con un régimen autoritario firmemente establecido durante tantos años, sin que confluyera con una derrota militar exterior. En 1936-1937 el horror de la Guerra Civil fascinó a toda Europa y al mundo occidental; cuarenta años más tarde, el proceso cívico español era una maravilla a ojos de casi todos.


La conciencia de la Historia fue muy importante en este proceso, porque hubo una voluntad evidente de no repetir los errores sectarios de 1931-1936. Se llegó a crear un entendimiento tácito que consistía en que se dejaría la Historia en manos de los historiadores y de los medios de comunicación, y que no se emplearían argumentos ni propaganda derivados de la Historia en la competición política diaria. La Historia en sí estuvo muy presente durante la Transición, no como arma política en la lucha partidista, sino en las universidades, en las publicaciones de todo tipo y en los medios de comunicación. Probablemente, la Historia contemporánea haya recibido más publicidad durante estos años que en cualquier otra época. Hubo también cierto grado de ecuanimidad: todo el mundo tenía su punto de vista, pero existía tolerancia para aceptar puntos de vista diferentes. En 1990, un historiador tan solvente como Javier Tusell afirmó, sin duda con un poco de exageración, que se podría leer un escrito sobre la Historia más reciente sin saber si el historiador tendía a la izquierda o a la derecha.


En el mundo de la política, la actitud con respecto a la Historia cambió por primera vez durante la campaña electoral socialista de 1993. Hasta entonces, el éxito electoral de Felipe González había sido extraordinario. Nadie en la historia parlamentaria del país había ganado tres elecciones consecutivas. En este contexto, los socialistas volvieron a su antigua idea de <hiperlegitimidad> -que tácitamente habían abandonado durante la Transición-, según la cual solo las izquierdas podían os tentar el poder legítimamente. Es decir, empezaron a olvidar la Historia. Ya no aceptaban la posibilidad de una derrota, opción perfectamente normal en la vida política democrática. En 1993, González comenzó a emplear una nueva retórica al enfrentarse a José María Aznar y al Partido Popular, alegando que un voto a favor de este sería un voto para volver al franquismo. Después del tono blandengue empleado por Aznar en el segundo debate de televisión, González ganó los comicios de 1993 -aunque no con una victoria tan contundente como en ocasiones anteriores, pero a costa de haber transgredido una de las normas de la Transición. El empleo de la Historia como arma política se repetiría en las elecciones siguientes, aunque los efectos conseguidos fueron menores. 


Sin embargo, el argumento político basado en una versión de la historia llegaría a ser más importante en el siglo XXI. Ya no se trataba de una singularidad de la Historia o de la vida política española, sino más bien una variante específicamente española de una tendencia más general. Era una consecuencia, en el mundo occidental, del dominio de las doctrinas de la corrección política, la nueva religión que ha llegado a ser prácticamente de dominio universal. Esta es la primera religión secular, o ideología moderna, que no tiene nombre oficial, sino que se denomina con varios términos, como «el buenismo» o la pensée seule. Es también la primera que ha surgido de la democracia, y no de las sociedades y culturas predemocráticas, y la primera cuyos orígenes son, en una parte considerable, norteamericanos. También es original porque, mucho más que en el caso de sus predecesoras, es el resultado de la secularización del cristianismo-especialmente del protestantismo liberal-, mezclado con residuos de un marxismo transformado.


Su influencia principal con respecto a la Historia ha surgido con la doctrina del victimismo, concepto absolutamente funda mental en esta ideología. Con el declive de las doctrinas clásicas de izquierda, como el socialismo, el comunismo y el anarquismo, las ideas clave no se fijaban tanto en conceptos socioeconómicos, sino en cuestiones políticas y socio-morales. La principal, ya a finales del siglo XX, es la del victimismo, reemplazando el ideal histórico del héroe -la norma clásica- por el de la víctima. En la aplicación de esta nueva norma, la Historia es muy importante porque esta se define básicamente como la crónica de la victimización. Las personas identificadas como víctimas son los beatos y mártires de esta nueva religión. Mientras el cristianismo predicaba el rechazo del mundo pecaminoso, la nueva religión secular predica la transformación milenaria de un mundo pecaminoso y victimario por medio del progresismo actual, algo que, entre otras cosas, requiere el rechazo de la Historia y, por tanto, de la civilización occidental en su forma y cultura históricas.


Entendida de este modo, la Historia es una narración de la opresión y de la ausencia de nuevas normas que deben dominar la sociedad, tanto en su comprensión del pasado como del futuro. Los protagonistas de la Historia han sido por definición unos victimarios y merecen la condena más severa. Como en la antigua Unión Soviética, la función de la Historia es “desenmascarar” y denunciar esta opresión y controlar la vida política cotidiana para repudiarla. La nueva doctrina impone un «presentismo» cuyas normas deben ser consideradas válidas universalmente y para cualquier época. La arrogancia y la conciencia de superioridad moral de los victimistas son totales.


El movimiento de la «memoria histórica» en España es, sobre todo, una hechura de esta ideología, aunque alguna de sus facetas pueda tener, al menos en parte, unos orígenes más serios. La Asociación para la Memoria Histórica, dirigida por Emilio Silva, fue fundada en primera instancia para recuperar los restos de algunos de los represaliados en la Guerra Civil que no habían sido identificados y sepultados debidamente. De ta les orígenes dignos, sin embargo, pasó a convertirse en una maniobra puramente política para encomiar a los revolucionarios de la Guerra Civil, bautizándolos como «demócratas», y denunciar a Franco. Todo esto, basado en una versión simplista y sesgada de la Segunda República y la Guerra Civil, en un primer momento culminó en lo que se conoce informalmente como la Ley de Memoria Histórica de José Luis Rodríguez Za patero (2007), que proveyó fondos públicos para actos y propaganda, y la excavación de fosas.


Esta ley ha sufrido una nueva radicalización mediante la presentación en el Congreso de los Diputados de la proposición de ley número 190-1 por el Grupo Parlamentario Socialista, el 22 de diciembre de 2017. Intelectualmente adolece de los mismos defectos de la legislación de diez años antes, ya que presenta la “memoria histórica” como memoria y como historia , cuando no puede ser ni la una ni la otra. Como he explicado en otras publicaciones, la «memoria histórica» no existe. Es un oxímoron, una contradicción en sus propios términos. La verdadera memoria es siempre individual y subjetiva, mientras la Historia es objetiva, basada no en memorias subjetivas, sino en documentos y otros datos más objetivos. No es una obra única mente individual, sino que es producto del trabajo de todos los historiadores serios que buscan la objetividad. Los historiadores profesionales que trabajan en el campo técnico que se llama “memoria colectiva” están de acuerdo en que se trata de una creación cultural o política, un artefacto del presente con respecto al pasado.


La nueva propuesta socialista es bastante peor que su antecesora, que pretendía establecer una interpretación de la Historia a través de la acción del Estado, porque pretende criminalizar el juicio y las opiniones de los historiadores, al estilo soviético. Busca crear una checa historiográfica mediante la creación de una Comisión de la Verdad, que tendrá la capacidad de decretar los términos de discusión de la Historia española contemporánea. Para los que infringen tal norma arbitraria se prescriben castigos directos: encarcelamiento de uno a cuatro años, multas de hasta 150.000 euros y, para profesores y maestros, la inhabilitación para la docencia. La aprobación de una norma de este calado significaría el comienzo del fin del Estado liberal y democrático de derecho creado en 1977-1978. (En mi caso, las consecuencias son irónicas. En el siglo pasado, durante la década de 1960, mis primeras obras fueron prohibidas por el franquismo. En el siglo XXI, si las izquierdas se salen con la suya, el círculo se cerrará y mis últimas obras podrían ser suprimidas por las izquierdas de la autoritaria <memoria histórica>)


La interpretación de la Guerra Civil presentada por la «memoria histórica» es simplista, maniquea y ahistórica. De entrada, nunca hay ninguna discusión sobre los orígenes de la contienda, ni de la larga serie de atropellos que se produjeron entre febrero y julio de 1936. Siempre se presenta a la Segunda República como un paraíso democrático, sin la menor discusión sobre los graves abusos que tuvieron lugar. No hay una palabra de autocrítica de los socialistas, cuando este partido fue la fuente principal de la violencia política de 1934-1936. Según ella, la amplia insurrección militar de 1936 no fue tal, sino un «golpe de Estado fascista» contra una democracia casi perfecta. La revolución, a pesar de sus grandes dimensiones, casi no se discute, porque pasar por encima de ella forma parte del «gran camuflaje» que ha llegado hasta el siglo XXI. Lo que más llama la atención es que todo esto no tiene nada que ver con la Historia, sino que, después de ochenta años, todavía no es más que la repetición de los tópicos de la propaganda guerracivilista.


Puesto que las izquierdas viven inmersas en la cultura del victimismo, lo más importante para ellas es la cuestión de las víctimas. Es notable que todas parecen ser de izquierdas, dato realmente extraordinario en una gran guerra civil. Las víctimas resultado del asesinato en masa de no izquierdistas por izquierdistas no parecen ser <víctimas>, una conclusión aún más extraordinaria cuando algunos escritores izquierdistas sugieren que las víctimas de la violencia izquierdista en cierto sentido «lo merecían» por no ser obreros -salvo que, en realidad, algunas sí que eran obreros-. Casi nunca se refiere a la enorme violencia anticatólica -por su volumen e intensidad, única en el mundo- y en ocasiones se sugiere que la Iglesia y los católicos igualmente «lo merecían». Todo esto es una farsa y un fraude del mismo concepto de victimismo. Mientras los derechistas, por lo general, <lo merecían>, nunca hay la menor disposición de  reconocer -a pesar del gran número de evidencias presentado- que al menos una parte considerable de las víctimas -realmente victimarios-, izquierdistas juzgados y condenados por los tribunales militares, sí eran culpables de acciones condenables en aquella época en los tribunales de cualquier país.


Todo este discurso parece que derive más de un cuento de hadas que de la Historia seria, pero es un discurso dominante, incluso en la mayor parte de las universidades. En el siglo XXI, la época de la «posverdad», del victimismo y de las políticas de identidad, la Historia, sobre todo la contemporánea, ha llegado a estar muy politizada y tergiversada en casi todos los países europeos y occidentales, pero en ninguno como en España.

¿Por qué la República perdió la guerra? Stanley G. Payne



UN CONFLICTO ENDÓGENO


    El único proceso revolucionario del continente europeo durante el período de entreguerras tuvo lugar en España a partir de 1931. Fue absolutamente excepcional por cuanto no fue un proceso catalizado por una guerra internacional, sino que fue resultado, casi exclusivamente, de factores endógenos, lo cual, en este sentido, lo convierte en el caso más singular de todos cuantos se puedan someter a consideración. Fue aún más extraordinario puesto que España había tenido todo un siglo de Gobiernos parlamentarios, aun cuando aquel primitivo desarrollo parlamentario tuviera serias deficiencias. Durante la segunda mitad de ese período había prevalecido en España un sistema monárquico constitucional, estable y reformista, ajeno a cualquier presión significativa de índole militar o extranjera de Europa.

    Por otra parte, la innovación y los virulentos giros institucionales habían sido características peculiares de la vida política española durante más de un siglo, prácticamente desde 1810; la transición rápida hacia nuevos modelos o regímenes contaba con varios precedentes. En todo caso, en 1931 de ningún modo resultaba evidente que estuviera comenzando un proceso revolucionario y no un cambio de régimen. Gracias sobre todo a su neutralidad, el país había conseguido evitar buena parte de la crisis sobrevenida tras la Primera Guerra Mundial, aunque sufrió algunas consecuencias parecidas a las de otros países, y esta estabilidad parcial duró algunos años aún. El catalizador inmediato del cambio de régimen fue el proceso político de la dictadura bajo Primo de Rivera, desde 1923 hasta 1930, aunque esta había sido una de las formas de autoritarismo más livianas de su tiempo y había resuelto, más  que exacerbado , los problemas militares más acuciantes del país. En aquellos mismos años concluyeron también las dictaduras temporales en Grecia y Yugoslavia, y las consecuencias políticas en esos países fueron muy escasas. 


     La dictadura española duró lo suficiente para destruir por completo el sistema parlamentario precedente, y después de su caída la monarquía no pudo sostenerse, porque no contaba con el refuerzo que le hubieran proporcionado los cimientos del nacionalismo o del imperialismo. 

     Los acontecimientos en España mostraron una vez más que los procesos revolucionarios a menudo comienzan rápida y pacíficamente, y, relativamente, con poco esfuerzo -en ocasiones prácticamente sin ninguno- por parte de los revolucionarios. Desde luego, esta generalización no siempre se da, pero describe bastante ajustadamente la situación en Francia de 1789, en la Rusia de marzo de 1917 y en la España de 1931, Los procesos revolucionarios que dan comienzo con poca conflictividad habitualmente evolucionan en una serie de fases o secuencias arquetípicas, las primeras fases suelen ser moderadas, y esto, una vez más, describe la situación en España, pues el régimen de abril de 1931 adoptó la forma de una república democrática, basada en los sistemas económicos y sociales preexistentes. Uno de sus ministros socialistas, Francisco Largo Caballero, declaró que en España «el extremismo» no podía tener futuro, dado el gran éxito del reformismo pacífico. Irónicamente, algún tiempo después, él mismo sería uno de los principales líderes en adoptar «el extremismo» como una táctica indispensable.

     Los acontecimientos en España no se precipitaron como en la Rusia en 1917, porque España era un país estable, completamente en paz, y no estaba sujeto a presiones radicales importantes de ningún tipo, ni internas ni externas. La cronología de los acontecimientos fue de algún modo parecida a la de Francia en la década de 1790. El error que cometió uno de los líderes republicanos de 1931, cuando comparó la aparente democratización pacífica del país con la violencia y la sangría de la Francia revolucionaria, fue comparar la España de 1931 con la Francia de 1792 y 1793, dado que la comparación debería haberse establecido con la Francia de 1789. España se radicalizaría muy pronto. Es más, ese comentario pasaba por alto el hecho de que los republicanos habían intentado inicialmente por implantar la república mediante una revuelta militar en diciembre de 1930. Aunque en aquella ocasión fracasaron estrepitosamente, algunos de ellos no mostrarían excesivo pudor a la hora de volver a las tácticas violentas o ilegales.

    Por otra parte, la ausencia de consenso político no era un hecho excepcional, pues, como ya hemos visto, durante la década de los treinta la divergencia de criterios políticos era casi más extrema que en cualquier otra época de la historia. La desgracia de España fue intentar dar con un nuevo sistema político en tales circunstancias. En 1919, por ejemplo, la democracia liberal disfrutaba de un prestigio mayor que en 1931, y la democratización posiblemente pudiera haberse implantado con más facilidad en 1923 que en 1931!.

    Otro detalle en el que España resultaba excepcional era que su sociedad política entre 1931 y 1936 era la más plural, desde todos los puntos de vista, de todos los países que experimentaron procesos revolucionarios: había una amplísima variedad de alternativas, con rapidísimos cambios en el poder político, de tal modo que las diferentes opciones políticas pudieron tener ciertas posibilidades de éxito en distintas ocasiones. A lo largo de fases sucesivas, tuvieron su oportunidad proyectos de régimen muy distintos: una democracia liberal (1931-1932 y 1933-1934), la república exclusivista «jacobina» de extrema izquierda (1932-1933 y 1936), una coalición católica (1934-1935), el socialismo revolucionario (1936), la «nueva fórmula» de la república popular (1937-1938) y una especie de semifascismo (1937-1939); la última opción venció finalmente por la fuerza de las armas. Ningún otro país experimentó semejante caleidoscopio de posibilidades de regímenes ni sufrió tal variedad de procesos revolucionarios extremos.

    Lo fundamental para que se precipitara el proceso en España fue la presencia del elemento básico en todas las revoluciones: la revolución psicológica que conlleva un considerable aumento de las esperanzas en el futuro, que se produjo entre 1914 y 1931. Dichas expectativas habían aumentado y se habían fortalecido no tanto gracias al desarrollo político, sino a la rapidísima expansión social y económica de la década de los veinte, que fue durante algunos años una de las más importantes del mundo; semejante expansión produjo una asombrosa modernización que quedó brutalmente truncada, aunque no invertida del todo, con la Gran Depresión. En torno a 1930 el empleo en el sector primario había descendido a menos de la mitad de la fuerza laboral, y estos cambios decisivos provocaron una demanda cada vez mayor de discursos políticos de mayor calado y reformas institucionales y sociales más profundas. Los efectos iniciales de la depresión fueron comparativamente más leves en España que en la mayoría del resto de los países, pero sus consecuencias, sin embargo, contribuyeron a exacerbar la radicalización que impulsó las exigencias de reformas dirigidas a alcanzar objetivos revolucionarios, en una típica demostración de la teoría fundamental de la revolución tal y como se ha comentado en la Introducción.

    Nada de esto se percibía en 1931, pues, aunque en realidad solo había un acuerdo parcial, la sensación general era que en la coalición gobernante inicial existía un consenso político para mantener la democracia liberal. Sin embargo, de los tres sectores que inicialmente lideraron la República (izquierda republicana, los socialistas y los centristas radica les?), solo el último hizo de la democracia liberal parlamentaria y de las reglas del juego electoral un valor fundamental en sí mismo'. Los republicanos izquierdistas de Manuel Azaña no identificaron la República con un proceso democrático que debe respetarse legal y procedimentalmente, sino como un proyecto de reforma radical para el cual el mismo Azaña y otros líderes del partido en ocasiones utilizaron el término «revolución». Para ellos, «la República» era un programa político e ideológico de carácter especial, no necesariamente una democracia funcional, cuyo objetivo más importante era la exclusión permanente de los intereses católicos y. conservadores de la participación en su Gobierno.

    Esta idea alcanzó un grado incluso mayor en los socialistas, que se comprometieron únicamente a una «lealtad parcial» al nuevo régimen democrático y basaron esa semilealtad en una convicción que sostenían la mayoría de los líderes (si no todos): que el nuevo sistema inauguraba un cambio fundamental que subyugaría permanentemente los intereses políticos y económicos conservadores, iniciando un proceso indefinido de reformas que culminaría en el socialismo. Este no era el resultado de un nuevo análisis estructurado de la doctrina marxista, por una parte, o de la sociedad española, por otra, sino que se formulaba como una idea bastante superficial según la cual, puesto que las fuerzas conservadoras no habían hecho nada, literalmente, para defender la monarquía o prevenir la implantación de la República -un proceso inmediato, no violento, pero en todo caso anómalo e irregular-, España había cambiado definitivamente y para siempre. Como resultado de un rápido desarrollo económico, el materialismo histórico había debilitado irremediablemente, al parecer, los fundamentos de las fuerzas de derechas, las cuales, a partir de ese momento, apenas tendrían capacidad alguna para evitar el advenimiento del socialismo. 

     El resultado político de este nuevo sistema de fuerzas fue un régimen radicalmente reformista que comenzó en algunos aspectos a cercenar bruscamente ciertos derechos civiles, dando lugar a un sistema que el historiador Javier Tusell definiría más adelante lacónicamente como «una democracia poco democrática», la mejor descripción acuñada jamás a росо propósito de la Segunda República, y en solo cuatro palabras. El régimen pareció concentrarse en primer lugar en la esfera religiosa, tolerando o cuasi tolerando «la quema de conventos» que tuvo lugar durante los días 12 y 13 de mayo de 1931, la violenta expresión de un sentimiento e y que había ido forjándose durante más de una generación“, coronado por la absoluta negación del principio de una iglesia libre en un país libre y el cercenamiento constitucional de los derechos religiosos, con la idea de poner en marcha un plan para dar fin a la educación católica. Todo ello constituye e la variante española de las restricciones que se aplicaron a la Iglesia en Francia en 1905; también se siguieron las prácticas de las repúblicas radicalmente anticlericales de Portugal y México; este último país, en 1926, había intentado simplemente ilegalizar las misas católicas en todo el territorio, siguiendo más tarde una política generalizada de asesinatos selectivos de los líderes católicos. En realidad, las políticas republicanas españolas de 1931 y 1932 eran solo el principio; en junio de 1936 los servicios religiosos quedarían completamente suprimidos en algunas regiones de España y las escuelas católicas se cerrarían en la mayor parte del país. Luego vendrían los asesinatos masivos, en un grado incomparablemente superior a cualquier cosa que se hubiera visto en México.

    A lo largo de 1932, a medida que las reformas se ocupaban de los asuntos laborales, el ejército y la autonomía catalana, y posteriormente del eterno problema de la reforma agraria, la opinión pública se fue polarizando cada vez más. El centro político (los radicales) abandonó la coalición de gobierno, alegando que resultaba imposible hacer compatible un régimen republicano constitucionalmente basado en la democracia y la propiedad privada con la convivencia con los socialistas. En septiembre de 1933 la alianza entre los socialistas y la izquierda republicana también se quebró, estableciendo el escenario para la celebración de nuevas elecciones en noviembre de ese mismo año.

    Los primeros grupos que rechazaron el nuevo régimen republicano con violencia e insurrecciones fueron los comunistas (PCE) y los anarcosindicalistas de la FAI-CNT. Entre 1931 y 1933 el Partido Comunista siguió la estrategia del llamado «Tercer Período» de la Internacional Comunista, que consistía en promover la insurrección y la revolución, pero el partido era demasiado pequeño como para intentar llevar a cabo nada serio. Por el contrario, los activistas de la FAI-CNT aprovecharon la inauguración del régimen democrático para causar toda suerte de estragos sobre sus enemigos, provocando veintitrés asesinatos en Barcelona durante las primeras semanas de la República. Más adelante lleva ron a cabo tres insurrecciones revolucionarias sucesivas en enero de 1932, en enero de 1933 y en diciembre de ese mismo año. No consideraban que esos estallidos fueran una guerra civil en sí mismos, sino que lo entendían como el principio de lo que esperaban que sería un levantamiento generalizado de todo el país contra el sistema capitalista. Aun que cada una de esas insurrecciones se extendió por media docena de provincias, o quizá por alguna más, todas adolecían de una organización muy deficiente y ninguna alcanzó ni remotamente a desestabilizar el país, a pesar de los actos de terrorismo y de la muerte de varios centenares de personas.. Algunos pequeños sectores de la derecha radical organizaron una revuelta militar, dirigida por José Sanjurjo, uno de los generales más relevantes del país. Tuvo lugar el 10 de agosto de 1932. Esta revuelta, llamada «sanjurjada», se formuló en efecto como un antiguo y desfasado «pronunciamiento», y prácticamente la totalidad de Ejército la ignoró. Murieron diez personas. Durante los primeros tres años de la República, los enemigos violentos del nuevo régimen no disfrutaron de excesivos apoyos. Ninguna de las cuatro revueltas, tres de la extrema izquierda y una de la extrema derecha, tenía realmente posibilidades de ser una verdadera amenaza para el sistema en aquel momento.


    La República con frecuencia restringió los derechos civiles e impuso una censura más amplia que la que había existido normalmente bajo el régimen de la monarquía parlamentaria. La Ley para la Defensa de la República, de carácter especial, otorgaba al Gobierno amplios poderes para suspender los derechos civiles y las garantías constitucionales. Preveía tres niveles diferentes de suspensión: «estado de alarma», «estado de prevención» y «estado de guerra». Estos tres niveles se invocaron con mucha frecuencia durante esos años, tanto contra la derecha como contra la extrema izquierda, de modo que, en total, la Segunda República pasó más días con las garantías constitucionales suspendidas, o parcialmente suspendidas, que en un estado de normalidad constitucional. Estas cosas no las inventó Franco.

    Este fue uno de los modos que encontraron los republicanos para crear su propia versión del «estado de seguridad» desarrollado por la República de Alemania, la cual había formado unos nuevos cuerpos especiales de policía que se ocuparían de la vigilancia en grandes eventos y en situaciones especiales de emergencia. Del mismo modo, los republicanos potenciaron la Guardia Civil, destinada a la seguridad en áreas rurales, con un nuevo cuerpo de seguridad, la Guardia de Asalto, destinada a servicios especiales en las ciudades. La propia nomenclatura «de Asalto» era el reflejo español del movimiento hacia el desarrollo de organizaciones paramilitares que se produjo entreguerras. 

    A lo largo de 1932 las fuerzas conservadoras consiguieron reorganizarse: al principio adoptaron la forma de la nueva Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), de raíces católicas, que en lo sucesivo sería el partido político más grande de España. El tamaño y fuerza de este resurgir conservador representó una verdadera conmoción la para la izquierda, dada la superficialidad del análisis que habían hecho de la sociedad española en los últimos años.

    Para cuando se celebraron las elecciones de noviembre de 1933, la mayoría de los socialistas expresan una grave desilusión con la República, la cual ya no parecía que fuera a ser automáticamente un paso previo inevitable hacia el socialismo. Aunque la coalición izquierdista había conseguido sacar adelante una nueva ley electoral solo unos pocos meses antes de los comicios -pergeñada efectivamente para perpetuar el control izquierdista de la República y otorgar una ventaja enormemente des proporcionada a las grandes coaliciones, los socialistas se negaron a seguir en coalición con las fuerzas republicanas de izquierdas, a las que tildaron de irremisiblemente «burguesas».

    Las elecciones de 1933 depararon un resultado casi diametralmente opuesto al que se produjo dos años antes: la CEDA ganó por pluralidad de votos, aunque no logró mayoría absoluta en escaños. Durante algún tiempo, los radicales —el segundo partido en escaños— lideraron un Gobierno de minoría que recibió el apoyo de la CEDA, una forma de Gobierno minoritario que también se reproducirá al otro lado del espectro político tras las elecciones de 1936.

    Los dirigentes de la izquierda republicana y de los socialistas respondieron con la exigencia de que el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, anulara los resultados electorales y permitiera cambiar las reglas electorales para celebrar nuevas elecciones con el fin de garantizar la victoria de una coalición de izquierdas. No denunciaban que las elecciones hubieran sido un fraude: simplemente protestaban ante el hecho de que la victoria hubiera caído del lado del centro y la derecha. Rechazaron en ese momento el principio básico según el cual la democracia constitucional descansa en la asunción de las reglas de juego y en la supremacía de la ley, sobre lo que se denomina «reglas de juego fijas y resultados inciertos», e insistieron en un resultado garantizado -que les otorgaría el poder, y que solo podría alcanzarse mediante la manipulación de las reglas electorales.

    Mientras que la CEDA había aceptado la ley electoral redactada por sus oponentes izquierdistas, la izquierda sostenía que no se podía permitir que el partido católico ganara las elecciones -incluso bajo las normas electorales redactadas por la izquierda—, porque la CEDA proponía ciertos cambios fundamentales en el sistema republicano. Aunque la izquierda había promovido y ejecutado un cambio de sistema de España, y los socialistas proponían ir incluso mucho más lejos e implantar el socialismo, la izquierda alegaba que a la derecha católica no se le podía permitir introducir cambio alguno. La izquierda insistía en que la República no pretendía ser un régimen democrático igualitario para todos, sino un sis. tema exclusivamente identificado con la izquierda, y no con los deseos expresados por la sociedad española. Así pues, la forma de la República democrática y parlamentaria, si fuera necesario, no sería más que una ficción o un disfraz para legitimar el poder de la izquierda.

    La situación de la izquierda en España en 1933 no tenía precedentes en la reciente historia de Europa; el equivalente más cercano --aunque mucho más extremo— era el de la Unión Soviética. La socialdemocracia alemana, por ejemplo, se había esforzado enormemente para conseguir la igualdad de derechos para todos al fundar la República de Weimar (sobre cuya Constitución se modeló en parte la Constitución republicana española), e incluso los socialistas revolucionarios «maximalistas» de Italia. 6. entre 1919 y 1922, jamás habían propuesto seriamente manipular los resultados electorales. Frente al ascenso del fascismo, su último gesto importante fue el sciopero legalitario (huelga que reclama la ley), de mediados de 1922, que solo exigía un retorno a la ley y el orden y a un Gobierno democrático.

    La primera «izquierda» española, en 1810, había sido realista, coherente y moderada. Aunque en aquellos momentos España carecía del verdadero impulso de una sociedad civil para sostener un sistema liberal constitucional moderno, la Constitución que redactaron en 1812 sirvió como un faro del liberalismo europeo, desde Portugal a Rusia, durante las décadas siguientes. Los «exaltados» de la extrema izquierda irrumpieron por vez primera en el panorama político entre 1820 y 1823, y se convirtieron en una maldición para la vida política española desde entonces. Mientras que los llamados «doceañistas» habían aprendido de su experiencia y tratan de ajustar sus objetivos políticos a los intereses y las posibilidades de la sociedad real, los exaltados avanzaron hacia objetivos más extremos, los cuales, fueron o no deseables en sí mismos, no se correspondían en absoluto con la estructura y los valores de la sociedad española. De aquella época nace el objetivo de la izquierda española de sus valores por las buenas o por las malas. A lo largo de la mayor parte del siglo XIX, esto se resolvió en una combinación de pronunciamientos militares (la mayoría de los pronunciamientos sirvieron a los proyectos más liberales) y algaradas callejeras. El desarrollo de los movimientos revolucionarios obreros (anarcosindicalistas y marxistas) acentuó el extremismo. Desde la década de 1860 también se produjeron corrientes de republicanismo radical que atravesaron numerosas vicisitudes y mutaciones, hasta que encontraron su encarnación más innovadora en los nuevos partidos que se crearon como reacción a la dictadura de Primo de Rivera. Estos últimos, en conjunción con otros grupos izquierdistas, desarrollaron la doctrina según la cual todo lo que se opusiera a la izquierda era reaccionario y, de inmediato, se consideraba ilegítimo: un nuevo estilo de «izquierdismo cañí» que no encuentra una modalidad equivalente en ningún sitio fuera de España, al menos en Europa.

    En noviembre de 1933, el presidente Alcalá Zamora, un católico liberal, rechazó cuatro peticiones distintas de la izquierda republicana y de los socialistas que exigían anular los resultados electorales y cambiar las reglas ex post facto, es decir, implantar una ley a posteriori y con carácter retroactivo. En ese sentido, el presidente insistió en la ley de las reglas de juego fijas y de los resultados inciertos. Aun así, el hecho de que la mayoría de los fundadores de la República rechazaran la democracia electoral en cuanto perdieron unas elecciones solo significa que su deseo de implantar una verdadera la democracia era, como mucho, dudoso. El establecimiento de la democracia dependería del centro, y en alguna medida también de la derecha moderada, a menos que la izquierda cambiara su modo de entender las cosas. Sin embargo, aunque la derecha moderada, al revés que la izquierda, se ajusta a la ley, su último objetivo no era mantener una república democrática, sino convertirla en una especie de régimen distinto de tendencias conservadoras y corporativistas. Desde luego, no parecía muy probable que los demócratas liberales centristas, liderados s por Alejandro Lerroux y su Partido Radical, con poco más del 20% del voto popular, pudieran mantener un régimen democrático. 

    La radicalización del socialismo español y de la Unión General de Trabajadores (UGT) durante los años 1933 y 1934 confundió a todos los analistas, porque aquella deriva parecía ir contra la tendencia de todos los partidos socialistas o socialdemócratas de Europa occidental, los cuales se habían tornado más moderados y pragmáticos, buscando resultados prácticos más que soluciones revolucionarias. ¿Qué significaba esto en realidad? ¿Ocurría solo porque «España es diferente»?

    Las razones eran de índole práctica; en realidad, casi visceral. Los primeros signos de que la coalición izquierdista estaba perdiendo poder habían aparecido en verano de 1933. El hundimiento final de la coalición izquierdista se corroboró tras el estrepitoso fracaso en las elecciones, y estos fueron los factores principales del radicalismo izquierdista en España, aunque las perspectivas de un socialismo internacional, cada vez mas dudosas, sobre todo en Centroeuropa, probablemente también desempeñó algún papel. Para los socialistas españoles, el principal objetivo no era ni la democracia ni la revolución: se trataba puramente de una cuestión de poder. La gran expansión de su movimiento les había proporcionado
una cucharadita del poder por vez primera en su historia, y el sabor les había encantado: fuera como fuera, no estaban dispuestos a entregarlo de buena gana. giro hacia posturas violentas se materializa en la campaña electoral de 1933, cuando los socialistas fueron responsables de la mayoría de los incidentes, que se resolvieron con alrededor de veintiséis muertes Sus objetivos particulares durante los siguientes meses serían los miembros de una nueva organización fascista: la Falange Española. Paradójicamente, fue el principal estudioso del marxismo entre los líderes del socialismo, el profesor de filosofía Julián Besteiro, también jefe de la comisión ejecutiva de UGT, quien más abiertamente se opuso a la pro puesta revolucionaria de carácter violento. Besteiro advirtió que España no era Rusia, que una revolución armada en España requeriría, de he cho, más violencia de la que los bolcheviques habían ejercido en la Rusia completamente fragmentada de 1917 y que, aun así, probablemente fracasaría, y que la «dictadura del proletariado» que invocaban los revolucionarios ya no era más que un concepto superado en el mundo democrático occidental".


    Las instrucciones del Comité declaraban que la insurrección debería tener «todos los caracteres de una guerra civil», y que su éxito dependía de «la extensión que alcance y la violencia con que se produzca». Se elaboró un mapa de Madrid, por distritos, con puntos clave señalados como objetivos, y listas de personas que debían ser arrestadas. El Comité Revolucionario planeó utilizar miles de voluntarios milicianos, con la complicidad de bastantes guardias de asalto y guardias civiles: algunos de los insurrectos vestirían uniformes de la Guardia Civil. Se hizo uso habitual del viejo manual preparado por el mariscal Mijail Tujachevsky y otros oficiales del Ejército Rojo en 1928 para la ofensiva revolucionaria del «Tercer Período» de la Internacional Comunista. Tujachevsky redactó La insurrección armada con el seudónimo A. Neuberg y el texto fue amplia mente difundido y leído asiduamente entre los comunistas alemanes.

    Pío Moa tiene razón al sugerir que la insurrección de los socialistas españoles fue la más organizada, la más elaborada y la mejor armada de todas las acciones de insurrección que tuvieron lugar en Europa occidental durante el período de entreguerras. Y fue así porque no se trató, como se ha dicho, de una reacción defensiva y desesperada (como la de los socialistas austríacos en febrero de 1934, después de la implantación de un Gobierno autoritario), sino una actividad agresiva, larga y cuidadosamente planificada que había estado preparándose teórica y retóricamente durante más de un año y que tácticamente se planificó durante nueve meses. Ninguna de las acciones de insurrección de los comunistas o espartaquistas en Alemania, por ejemplo, revelaron ese grado de preparación.

    La entrada de tres cedistas en un Gobierno de coalición de centro derecha dominado por Alejandro Lerroux y los radicales centristas se convirtió de hecho en la justificación expresa de la insurrección revolucionaria lanzada por los socialistas y la Alianza Obrera (una nueva asociación formada por otros grupos obreristas), junto con la Esquerra catalana, el 4 de octubre. El argumento de la izquierda era que tanto Mussolini como Hitler habían accedido al poder legalmente con solo una minoría de escaños en una coalición gubernamental. Semejante fundamento descansaba en la idea de que la CEDA era «fascista», incluso aun que el nuevo partido católico hubiera observado escrupulosamente la legalidad y, al contrario que los socialistas, hubieran evitado cualquier tipo de violencia y de acción directa, a pesar de que numerosos miembros del partido hubieran sido asesinados por la izquierda. La única actividad «fascista» con la que tuvo relación la CEDA fue la violencia que la izquierda desató contra ella. En este sentido, el PSOE tenía más características de una organización fascista que la CEDA, como señaló el veterano socialista Besteiro. La insurrección también asumió, en interés de España -o, al menos, de la izquierda—, abandonar el ámbito parlamentario, aunque una proposición semejante era de todo punto dudosa.

     Aunque la insurrección estalló en quince provincias, acompañada de una revuelta frustrada de la Generalitat catalana en Barcelona, solo tuvo éxito en Asturias, donde se extendió por toda la cuenca minera y la mayor parte de Oviedo. Se enviaron algunos destacamentos del Ejército des- de el Protectorado de Marruecos y de otros lugares, que tuvieron que emplearse durante más de dos semanas de combates hasta que la revuelta fue finalmente sofocada. Los revolucionarios cometieron numerosas atrocidades, asesinando a más de 40 sacerdotes y civiles, llevaron a cabo una destrucción generalizada e incendios premeditados, y saqueando al me nos quince millones de pesetas de los bancos, la mayoría de los cuales nunca se recuperó. Para sofocar la insurrección, los militares celebraron numerosas ejecuciones sumarias, que se han estimado en una horquilla que va desde las 19, por lo bajo, a las 100 o más por lo alto. En total, murieron casi 1.500 personas, la mayoría de ellos revolucionarios. Otros 15.000 fueron arrestados, y durante las primeras semanas tras la algarada hubo torturas a los prisioneros.

    Las insurrecciones contra gobiernos parlamentarios tenían preceden tes en Europa; la primera, tal y como hemos visto, la habían lanzado los socialistas daneses en enero de 1918, precipitando la guerra civil en Finlandia. En Alemania se habían producido confusas intentonas por parte de los espartaquistas en 1919, los comunistas en 1921, y, más adelante, algaradas distintas de nazis y comunistas dos años después. Solo la guerra civil resultante en Finlandia había igualado o excedido la insurrección española de 1934 en cuanto a violencia e intensidad se refiere.

    Las consecuencias de la insurrección frustrada de octubre fueron mucho más intensas y traumáticas que las de otras revueltas anarquistas o de la «sanjurjada» militar, porque en Asturias los revolucionarios se habían hecho con el control de prácticamente toda una provincia y fue precisa una campaña militar para sofocarla. Desde ese momento, la polarización se haría cada vez más intensa, y muchos historiadores se han referido a esa insurrección bien como el «preludio» o «la primera batalla» de la Guerra Civil. En su planificación, los socialistas lo reconocieron como una forma de guerra civil, para la cual podría haber sido un violen to preludio, pero este no fue todavía el comienzo de la Guerra Civil de 1936, simplemente porque fue completamente sofocada. 

    Hay pocas dudas de que la división ideológica que se había producido en España se había visto influida por el giro hacia alarmantes poderes y alternativas radicales en distintos lugares de Europa durante los cuatro años precedentes. Pero la repentina democratización de 1930 y 1931 había sido exclusivamente endógena en sus orígenes y, en menor medida, lo mismo puede decirse de la nueva polarización. Los socialistas, por ejemplo, no estaban realmente muy influenciados por sus homónimos del extranjero, pues ninguna de las agrupaciones socialistas europeas se había rebelado contra un Gobierno parlamentario desde 1918. Del mismo modo, en ningún otro país los conservadores habían sido tratados desde locamente como «fascistas». Más que abrir la puerta al «fascismo», los Gobiernos del Partido Radical, de 1933 a 1935, diseñaron los Gabinetes más democráticos y equilibrados que tuvo la República, particularmente si se considera la violenta oposición a la que tuvieron que hacer frente, tan diferente de las condiciones de 1931 y 1933. En realidad, la izquierda española creía que Europa se dirigía hacia nuevas alternativas políticas, pero en ningún otro lugar la izquierda rechazó los procedimientos constitucionales y parlamentarios. Toda esa ideología revolucionaria era, más que otra cosa, el producto interno de la tradición de los «exaltados» y de los acontecimientos recientes que se desarrollaron en España.