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Conflicto y reforma en España - Stanley G. Payne

 


 

                España no es tan “diferente” como podría parecer. Hasta cierto punto, el país seguía el modelo francés, porque Francia había pasado por la gran Revolución de 1789-1794, más las llamadas revoluciones de 1930 y 1848-1849, y el episodio especialmente sangriento de la Comuna de París, en 1871, que acabó con más de quince mil ejecuciones políticas. Esta última fue la experiencia más brutal que sufrió toda Europa durante el siglo XIX. Aunque en Francia no se vivieron tantos años de revuelta como en España, tampoco aquí se pasó por la terrible experiencia de grandes asesinatos en masa que sí vivió Francia en 1793-1794 y 1871. Y a pesar de que el liberalismo español fue débil, muy imperfecto y estuvo muy dividido entre 1833 y 1923, España pasó más años bajo un Gobierno parlamentario que Francia.

 

                Al llegar la década de1920, España tenía uno de los índices de crecimiento más elevados del mundo, y las condiciones de vida y los niveles sanitarios mejoraban con rapidez. En 1930 parecía que el país inauguraba una de las mejores épocas de su historia.

 

                Mientras tanto, en la primera parte del siglo XX, Europa se adentraba en la época más convulsa de su historia contemporánea. Las tres décadas que van desde 1914 a 1945 no solamente abarcaron las guerras mundiales -las más destructivas de la historia-, sino, además, el mayor número de guerras civiles, empezando por la primera revolución rusa de 1905 y siguiendo por la iraní de 1906, la gran insurrección campesina rumana de 1907, el pronunciamiento de los Jóvenes Turcos en 1908, el levantamiento militar griego de 1909, el derrocamiento de la monarquía portuguesa y el inicio de la Revolución mexicana en 1910, y el comienzo de la Revolución china en 1911.

 

                En 1918 habían estallado guerras civiles en Finlandia y Rusia, y no se trataba de la clásica contienda civil en la que dos adversarios entablaban una lucha política con objetivos equivalentes y valores similares, sino que era un nuevo tipo de guerra civil y revolucionaria, como la desatada en Francia durante la década de 1790 y en 1871. En las primeras guerras civiles pugnaban por alcanzar el poder programas revolucionarios y contrarrevolucionarios absolutamente opuestos que no solo aspiraban al dominio político, sino a imponer programas sociales, económicos, culturales e incluso religiosos radicalmente antagónicos: lo que se contraponía eran dos formas de vida que, al ser tan contrarias, prácticamente enfrentaban a dos civilizaciones distintas. Esos conflictos civiles se libraron con un grado de crueldad y de violencia insólitos, que fueron mucho más allá del campo de batalla. Durante la guerra civil rusa, el “terror rojo” y su correlato contrarrevolucionario no solo aspiraban a la conquista, sino, hasta cierto punto, a la eliminación absoluta de la oposición, a la erradicación física y política del adversario, como si unos y otros representaran principios religiosos o metafísicos opuestos, fuerzas del bien o del mal absoluto que no solo había que domeñar, sino extirpar por completo. El resultado fue un estallido de violencia política sin precedentes en el antiguo Imperio zarista, mientras, al mismo tiempo, se producían violentos conflictos internos en la Europa central y meridional.


La primera huelga general convocada por los socialistas en 1917 fue un fracaso: durante la huelga y la represión resultante perecieron casi cien personas y, a partir de 1919, se incrementó la violencia política. Entre 1897 y 1921 los anarquistas asesinaron a tres presidentes de Gobierno y hubo otros dos atentados contra el líder principal del Partido Conservador y tres contra el rey Alfonso XIII. En ocasiones, los estallidos de violencia anarquistas desataron una virulenta represión por parte de la Policía y del ejército. En general, los socialistas no recurrieron a la violencia, pero, junto a los anarquistas, surgió un nuevo e incendiario rival, el pequeño Partido Comunista de España (PCE), que también contribuyó a las actividades de un terrorismo político que entre 1919 y 1923 causó la muerte de varios centenares de personas. 


Durante mucho tiempo, el nacionalismo vasco fue minoritario, en tanto que el catalán cobró fuerza con mayor rapidez. 


Técnicamente, los candidatos monárquicos ganaron con una ventaja considerable, pero su derrota en casi todas las ciudades grandes y capitales de provincia generó una gran oleada de confianza en la nueva coalición republicana. 


La situación española puso de relieve una verdad histórica fundamental: que los procesos revolucionarios con frecuencia comienzan de forma rápida y pacífica, y con un esfuerzo relativamente escaso. Esta generalización no siempre es cierta, pero se refleja on exactitud en la situación imperante en la Francia de 1789, en la Rusia de marzo de 1917 y en la España de 1931. Los procesos revolucionarios que se inician de forma poco conflictiva pasan por diversas fases, y las primeras son bastante moderadas. Esta característica describe la situación española, porque el nuevo régimen de abril de 1931 adoptó la forma de una república democrática basada en las estructuras sociales y económicas vigentes. Uno de sus ministros socialistas, Francisco Largo Caballero, declaró que, en España, lo que llamó el “extremismo” no tendría futuro a causa del reformismo pacífico. Irónicamente, en poco más de dos años, él mismo sería uno de los líderes que más recurriría al “extremismo”, viendo en ello una táctica indispensable. 


Los socialistas, que por primera vez asistían un rápido incremento de sus bases, solo se comprometieron parcialmente con el nuevo régimen democrático. Gran parte de sus dirigentes estaban convencidos de que este suponía el inicio de un cambio fundamental que subyugaría para siempre el conservadurismo político y económico, comenzando un proceso ilimitado de reformas destinado a culminar pronto en el socialismo. Como las fuerzas conservadoras parecían totalmente desorganizadas y nada habían hecho para defender la monarquía, los socialistas llegaron a la errónea conclusión de que en el futuro no podrían hacer mucho por evitar el advenimiento del socialismo. 


En consecuencia, los republicanos de izquierda y los socialistas pergeñaron un régimen radicalmente reformista que, casi de inmediato, procedió a cercenar ciertos derechos y a silenciar a la oposición, convirtiéndose en un sistema que, como lacónicamente señalaría Javier Tussell, principal historiador político español de finales del siglo XX, era “una democracia poco democrática”, y quizá esta sea la mejor síntesis en cuatro palabras que se haya hecho de la Segunda República. Donde primero se apreció esta situación fue en la esfera religiosa, cuando el nuevo Gobierno reaccionó con lentitud ante la “quema de conventos” de los días 11 y 12 de mayo de 1931, solo un mes después del establecimiento de la República. El clima de anticlericalismo radical venía acentuándose desde más de una generación. Sus apologistas han dicho siempre que esto fue una consecuencia inevitable del “poder de la Iglesia” en España, pero tal interpretación no explica por qué, mientras este poder se debilitaba año tras año, el anticlericalismo aumentaba y asumía formas cada vez más violentas. En esta ocasión, turbas organizadas, principalmente compuestas por anarquistas y republicanos extremistas, quemaron más de cien iglesias y otros edificios religiosos en Madrid y otras ciudades (principalmente en el sur y el este), de manera que, después de la indiferencia gubernamental en la primera fase, fue preciso recurrir al ejército para que se restableciera el orden. Este proceso breve de solo dos días resumió, en sí mismo, lo que sería el proceso de la República en 1936: extremismo acompañado por la indiferencia gubernamental, pero acabando en una represión más violenta por parte del ejército. 


El anticlericalismo extremo era algo bastante habitual a comienzos del siglo XX en el suroeste de Europa y ciertas zonas de Hispanoamérica. La transición hacia los regímenes parlamentarios modernos, con la separación de Iglesia y Estado, venía desatando conflictos desde la Revolución francesa. La restricción drástica de las libertades religiosas y la persecución de la Iglesia produjeron grandes tensiones en países tan distintos como Francia, Portugal y México, llegando a provocar en este último una especia de segunda guerra civil entre 1926 y 1929. En lugar de aprender de estos conflictos, las izquierdas españolas estaban decididas a seguir su ejemplo. 


Irónicamente, justo cuando el Vaticano y los líderes eclesiásticos estaban dispuestos por primera vez a aceptar una separación de cuño americano entre Iglesia y Estado, los partidos de izquierda rechazaron un borrador de la Constitución que, basándose en la necesidad de promover una absoluta libertad religiosa para todos los sectores, proponía precisamente ese ordenamiento. Los partidos de izquierda insistieron en aprobar normativas que restringían ciertas actividades católicas, sobre todo las de las órdenes religiosas, y en expulsar a los jesuitas (por tercera vez en la historia de España). Además, para obstaculizar la educación católica y convertir la enseñanza en un monopolio estatal, anunciaron la intención de prohibir la docencia de las órdenes. Esas políticas de 1931-1933 solo eran el principio: en junio de 1936 se habían erradicado los servicios religiosos en algunas zonas y en muchas partes del país se eliminaron las escuelas católicas. 


Los principales líderes eran Manuel Azaña y los republicanos de izquierdas, que tomaban como modelo la III República francesa, fundada en 1871. Sin embargo, sus tácticas eran bastante diferentes de las de sus antecedentes galos. La III República nació, de hecho, siendo un régimen contrarrevolucionario que reprimió con dureza a la Comuna de París, ya que sus dirigentes moderados comprendieron que solo podrían consolidar el nuevo régimen si este procedía de manera ordenada y respetando la ley. La República francesa había evolucionado con cuidado, paso a paso, y no procedió a implantar la separación entre Iglesia y Estado, ni a la consiguiente confiscación de los edificios eclesiásticos, la supresión de las órdenes religiosas y el cierre de las escuelas católicas hasta tres décadas después, cuando el régimen ya estaba totalmente consolidado. 


Antes de llegar al poder, los líderes republicanos franceses ya eran políticos veteranos, mientras que en 1931 gran parte de los dirigentes y diputados españoles eran principiantes. Al comienzo, la República francesa la dirigieron moderados, en tanto que la española de 1931-1933 estuvo dominada por una coalición preponderantemente izquierdista y socialista. Liberados de la presión de la izquierda, al principio los líderes franceses evitaron caer en el anticlericalismo radical, para centrarse en la educación y la “revolución de la conciencia”, pero en Madrid, la insistencia de los republicanos de izquierda en granjearse el apoyo de los socialistas y no llegar a un acuerdo con el centro moderado fomentó una posición más doctrinaria. 


Con todo, la primera rebelión contra la nueva República no surgió de la derecha, sino del extremismo revolucionario de izquierdas. 


Los militantes de la FAI-CNT vieron en los primeros días de la República una oportunidad para vengarse de sus enemigos. Durante las primeras semanas del nuevo régimen cometieron al menos veintitrés asesinatos políticos en Barcelona y, más tarde, promovieron tres levantamientos revolucionarios consecutivos en enero de 1932, enero de 1933 y diciembre de 1933. 


Durante los tres primeras años de la República, sus enemigos violentos no tuvieron muchos apoyos. Ninguna de las cuatro sublevaciones -tres llevadas a cabo por la extrema izquierda revolucionaria y una por la derecha- amenazó realmente al nuevo régimen. 


Con frecuencia, la República limitó los derechos ciudadanos e impuso una censura más profunda que la que había sido habitual durante la monarquía constitucional. 


Las leyes republicanas siguieron contemplando tres niveles distintos de suspensión de derechos y libertades: “el estado de alarma”, el “estado de prevención” y el “estado de guerra”, situaciones de excepción que se utilizaron con frecuencia, tanto contra la derecha moderada y extrema como contra la extrema izquierda, de manera que, en conjunto, la Segunda República vivió prácticamente el mismo número de días de suspensión total o parcial de las garantías constitucionales que en situación de normalidad. 


Igualmente, los republicanos, mientras mantenían en funcionamiento la Guardia Civil, un cuerpo policial de carácter paramilitar que cuidaba del orden público, también crearon un nuevo cuerpo, la Guardia Civil de Asalto -basado en una fuerza formada en la República de Weimar- que, armada con porras en lugar de los fusiles Mauser del otro cuerpo, actuaría sobre todo en las ciudades. Sin embargo, su propio nombre, al incluir el término “asalto”, daba idea de la tendencia general hacia la paramilitarización de la vida política europea y también de la actitud algo agresiva del nuevo régimen. 


Durante 1932, el Gobierno aprobó reformas laborales favorables a los sindicatos socialistas, intentó transformar y reorganizar el ejército y concedió a Cataluña un estatuto de autonomía. Al año siguiente tomó medidas para abordar el arraigado problema agrario y la tendencia de la tierra en un país en que un quinto de la población total lo componían jornaleros sin tierra y sus familias. La situación política se polarizó aún más, aunque la legislación resultante fuera de alcance limitado. 


Los principales sectores de las derechas comenzaron por fin a organizarse y su agrupación principal cristalizaría en la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), que a partir de ese momento sería el partido político más nutrido de España y, en proporción, la principal formación política católica del mundo, al menos en un país relativamente grande. 


Después de dos años y medio, la mayoría de los socialistas comenzaron a mostrarse enormemente desilusionados con el nuevo régimen, una república “burguesa” que no parecía conducir hacia el socialismo. 


Para unas izquierdas desunidas, su propia ley electoral funcionó como un bumerán. El número de escaños socialistas se redujo, al tiempo que los republicanos de izquierda fueron prácticamente barridos del mapa. Los líderes de estos dos grupos reaccionaron exigieron que el presidente de la República, Nieto Alcalá-Zamora, un católico de centro, anulara los resultados de las elecciones para permitirles cambiar su propia normativa general y así garantizar la victoria a una izquierda escarmentada y reunida. 


Mientras la CEDA había aceptado provisionalmente una ley electoral redactada por sus adversarios y preparada con el solo fin de excluirla del poder, las izquierdas afirmaban que no se podía permitir que la oposición ganara los comicios, ni siquiera en unas elecciones democráticas y auténticas -las primeras en la historia de España-, porque la CEDA abogaba por introducir cambios fundamentales en el régimen republicano. Las izquierdas insistían en que la República no debía ser un régimen democrático igual para todos -un sistema con reglas fijas y resultados inciertos-, sino un sistema con reglas cambiantes -a su antojo- y resultados ciertos para mantenerse permanentemente en el poder. 


Era una posición sin parangón en la historia reciente de los sistemas parlamentarios europeos. Los socialdemócratas alemanes, por ejemplo, habían puesto un gran empeño en defender la igualdad de derechos para todos durante la República de Weimar, y ni siquiera los “maximalistas” revolucionarios socialistas de la Italia convulsa de 1919-1922 habían llegado a proponer realmente la manipulación de los resultados electorales. Ante el avance del fascismo, su última gran medida había sido el sciopero legalitario (“huelga legalista”) de mediados de 1922, que se había limitado a solicitar la recuperación del orden público y del sistema democrático. 


En 1923, gran parte de las izquierdas había exigido una democratización electoral como petición principal. Cuando la tuvieron, rechazaron sus resultados en el primer momento en que vieron que dicha democratización no garantizaba su preponderancia. 


Los primeros izquierdistas españoles; los liberales de 1810, habían sido en su mayoría realistas, coherentes y moderados.


El germen de la izquierda intransigente o extrema se encuentra en los “exaltados” de 1821-1823, dispuestos a imponer sus valores por las buenas o por las malas. 


Se fue desarrollando una actitud que sostenía que cualquier oposición que encontraran las izquierdas sería reaccionaria y, por tanto, ilegítima, una postura que tendría correlatos muy escasos en cualquier otra parte de Occidente. Su equivalente principal solo se encontraría en Rusia. 


El hecho de que la mayoría de los fundadores de la República rechazara la democracia electoral en cuanto perdió unas elecciones hacía pensar que las perspectivas de esa democracia eran, en el mejor de los casos, inciertas. 



Gran parte de los socialistas comenzaban a decantarse por la revolución violenta. 

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