La finca en cuestión era un proindiviso originado por la represión republicana: había pertenecido a los tres hermanos Padierna de Villapadierna y erice; Felipe, II conde de Villapadierna, Manuel, marquesa de Padierna; y Gabriel, marqués de Muñiz. El primero había muerto en 1928, pero los otros dos fueron asesinados en Paracuellos en las sacas del 36. La misma suerte corrió su sobrina, María Padierna de Villapadierna y Avecilla, hija del primogénito, y hermana del tercer conde de Villapadierna, famoso ya en aquellas fechas por sus hazañas deportivas. Detenida junto a sus tíos, en su domicilio de la madrileña calle de O'Donnel, por tratar de impedir la detención de aquellos dos ancianos, los acompañaría hasta el final. En realidad, el marqués de Muñiz fue detenido dos veces por las milicias y encerrado las dos en la terrorífica checa de Fomento; antes de matarlo "tomaron la precaución" de llevarle a El Escorial para que entregara la propiedad de Cuelgamuros junto con 250.000 pesetas destinadas a su explotación. Antes de matarle le robaban, como hicieron por entonces con otros nobles y propietarios. Por fin, el 10 de noviembre terminaba aquel calvario con su fusilamiento, junto a su hermana y su sobrina. Cuatro años más tarde, sus herederos no estuvieron de acuerdo con la valoración de Cuelgamuros, realizada al objeto de expropiarla. También con esta cuestión se ha especulado , queriendo presentar dicha expropiación como un vulgar latrocinio que Franco -¿cómo no?- habría perpetrado contra sus legítimos dueños. Se ha llegado a decir que fue tan simbólica que no pasó de una peseta la cantidad abonada a sus propietarios. Se les pagó un precio más que razonable, resultante de una peritación del Cuerpo Nacional de Ingenieros. Estamos ante otro de los mitos urdidos por sus adversarios para transmitir una imagen negativa de Franco y del Valle en cualquier aspecto que se quisiera considerar.
Por muy altos que hubieran sido los gastos generados por la tramitación, es innegable que los herederos del marqués de Muñiz percibirían, como mínimo, unas 600.000 pesetas. Un capital nada despreciable para la época; no puede decirse que fuera precisamente simbólica la expropiación de Cuelgamuros.
Se ha criticado acerbamente la calificación de la Guerra como cruzada, pero no puede negarse que tuvo ese componente. Y no fue el Generalísimo el único que lo vio así; la propia Iglesia Católica, víctima central del holocausto, la calificó del mismo modo.
Es desconcertante, por no calificarlo de otro modo, que la llamada Comisión de Expertos nombrada por el Gobierno de Zapatero, supuestamente para tratar de buscarle alguna nueva finalidad al monumento, llegase a la conclusión de que debería respetarse literalmente el espíritu de este decreto dado por Franco, hacía más de medio siglo. Es decir, que en el Valle de los Caídos debería convertirse en monumento a los caídos de uno y otro bando. ¡Como si no lo fuera antes! Era exactamente eso lo que había quedado establecido -y con fuerza de ley- en 1957. Cabe preguntarse si lo desconocían los llamados expertos, en cuyo caso de ningún modo seles podría considerar tales.
Franco quiso dejar bien claro a quién debía honrarse en el Valle de los Caídos en un Decreto-Ley: el monumento se levantaba a todos los caídos. Por eso lo dejó escrito, firmado y promulgado.
Indudablemente, Franco quiso enterrar en el Valle a todos los caídos que fuera posible encontrar. Previa autorización escrita de sus familias. Allí irían a parar combatientes republicanos y nacionales de cualquier ideología, pero también víctimas de la represión -incluyendo mártires- tanto como sus verdugos en algunos casos. A nadie en toda España le quedó la menor duda en aquella época de que el Valle era para todos.
Los gastos de construcción del Valle de los Caídos alcanzaron los mil millones de pesetas, a lo largo de los casi veinte años que duraron las obras. En 1954 se habían invertido ya 428.646.685 pesetas con 59 céntimos, como informaba al Consejo de las Obras el consejero-interventor. Dos años antes, el Gobierno había arbitrado un sistema que garantizase el buen fin de la empresa, asignando a la misma, los beneficios del sorteo de lotería de 5 de mayo. Así lo establecía el decreto de 19 de Noviembre de 1952. El Tesoro adelantaría las cantidades necesarias a cuenta.
Es imposible explicar la presencia de presos en la construcción del Valle de los Caídos, sin empezar exponiendo la causa de su participación en aquellas obras: la redención de penas por el trabajo, pieza clave del sistema penitenciario español durante el primer franquismo, diferenciando muy claramente los trabajos forzados de la redención de penas por el trabajo, para evitar confusiones. Un sistema cuyos orígenes se encuentran en las conversaciones mantenidas, en plena Guerra Civil, entre un sacerdote jesuita, el padre Pérez del Pulgar, y un militar, el futuro general Cuervo, que le darán forma a una idea del propio Franco.
Se redimía condena por cualquier cosa; es indiscutible. Lo reconocen muchos autores antifranquistas. Pero, aparte de estos supuestos, se consideraban también los derivados de la nueva legislación social de la época. Se redimía condena sin trabajar cuando la inactividad del preso estaba originada por accidentes de trabajo. Seguía cobrando un salario -como cualquier trabajador libre en la misma situación- pero también redimía su condena durante el tiempo que durase su baja laboral.
Desde cualquier punto de vista que quiera considerarse, la redención de penas solo presentaba ventajas considerables para el penado. Por eso atrajo a un alto porcentaje de los presos españoles. En 1941 los acogidos al sistema oscilaban entre los 16.356 del mes de enero y los 18.427 de septiembre, para disminuir levemente en diciembre cuando se registraban 18.375. Si tantos los solicitaban fue porque no dudaban de su conveniencia; no fueron "esclavos de Franco". Ni ellos se consideraron nunca así.
En 1941 se puso en marcha un proyecto tan complicado como ambicioso: integrar a los hijos de los presos en el sistema educativo en pie de igualdad con el resto de los escolares españoles. No se trataba solamente de escolarizarlos, sino de eliminar cualquier discriminación que pudiera estigmatizarles a causa de su situación familiar.
Los niños eran colocados en una amplísima red de colegios repartidos por toda España, desde Melilla hasta Guipúzcoa, y desde Galicia hasta Valencia. En todos ellos, se cuidó de que sus compañeros ignorasen sus circunstancias familiares, con el fin de evitarles "complejos de inferioridad y amargura", sin exagerar lo más mínimo. Los hijos de los presos "políticos", a los dos años de acabarse una guerra civil, podrían encontrarse en situaciones verdaderamente difíciles en cualquier país que se encontrase en aquellas circunstancias. No se trataba solamente de instruirles; los colegios se hacían cargo de la manutención y el vestido de aquellos niños. Y, por supuesto, de todo su material escolar.
En junio de 1952, el que fuera "mecánico del grupo electrógeno", Valentín Martín, recibía una ayuda que le permitió llevar a uno de sus hijos "a una consulta médica de especialista de garganta en Madrid". Meses más tarde, se otorgó como "gratificación" otra de esas ayudas al llavero de la abadía, el famoso "Matacuras". Se trataba de cubrir el importe de un medicamento verdaderamente caro; superaba el de la operación de amigdalitis que se le practicó al hijo del mecánico en Madrid. El "Matacuras", que padecía úlcera de estómago, estuvo tomando aquella mediación "que venía de Holanda" -durante mucho tiempo; años más tarde, le regalaría alguna caja a su amigo el carnicero de Peguerinos, como recordaba su sobrino hablando del insólito personaje. Mucho más elevada fue la ayuda recibida por otro de los más famosos presos del Valle, el doctor Lausín, para que hiciera frente a los gastos de una operación de su mujer. Naturalmente, todos percibían sus nóminas y no eran ni mucho menos insignificantes.
En 1950 llegaría Huarte que construyó la cruz monumental. Comenzaba a levantarse la mayor cruz del mundo; esa cruz asombrosa que no goza de ninguna protección oficial a causa de la pasión política.
Los penados llegaron dispuestos a sacarle partido a la oportunidad que se les ofrecía de cambiar su destino, gracias a la redención de penas. Y, en general, trabajaron con el mayor entusiasmo, dando lo mejor de sí mismos en aquellas obras; llegando a considerar el Monumento de los Caídos, en muchos casos, como algo de lo que podían sentirse orgullosos; una obra suya -que en buena parte lo fue- y símbolo de reconciliación, tal como estaba previsto.
La llegada de los presos al Valle y su trabajo allí, a partir de 1943, se organizó mediante la colaboración entre las empresas, el COMNC, y el Patronato de Nuestra Señora de la Merced a quien las constructoras debían solicitar los trabajadores penados. El Patronato los seleccionaba y controlaba las condiciones en las que se desarrollaban su trabajo, introduciendo, en ocasiones, mejoras sociales que solo a ellos afectaban, hasta llegar a la plena equiparación con los trabajadores libres.
En un principio, estaba previsto que los que hubiesen cometido delitos más graves no pudieran acogerse al sistema, pero muy pronto dicho requisito desapareció en la práctica y al Valle llegaron condenados a las penas más graves; muy frecuentemente la de muerte, conmutada por la de treinta años de prisión.
De los casi veinte años que duraron las obras, solamente durante siete participaron presos en ellas; y cuando lo hicieron se juntaron con los trabajadores, libres que ya estaban antes, además de los que se contratarían después.
Entre unos y otros, a finales de 1943 y principios de 1944, no pasaban de 815, de los que 615 eran reclusos. Cifra escandalosamente lejana de la mítica y machaconamente repetida de los 20.000.
Poniéndonos en el supuesto más favorable para los autores de la leyenda, que sería considerar que todos los destacamentos se renovaron anualmente, podríamos llegar a "calcular" que fueron unos 3500, lo que sigue estando muy lejos del mito.
El número total de empleados siguió descendiendo para aumentar ligeramente en noviembre de 1952, cuando llegaron a ser 722. Pero ya no había ningún penado entre los obreros del Valle; los destacamentos penales, como sabemos, se habían disuelto en 1950.
Ya sabemos que el régimen hacía, por entonces, lo posible por vaciar las cárceles sin exceptuar a casi nadie.
16.300 condenados a muerte se libraban de ella in extremis solamente porque los nuevos gobernantes se negaban a ejecutarlos. Un número considerable de aquellos condenados fueron llegando en esos años al Valle.
Al Valle no llegaron deficientes ni perturbados mentales. Eran responsables de sus actos. Por eso fueron juzgados. El poder redimir sus condenas trabajando era un inmenso beneficio que se les otorgaba entonces. Conseguir hacerlo, en las especiales condiciones que encontraron en el Valle de los Caídos, representaba una ventaja añadida de la que fueron plenamente conscientes.
La mayoría de las veces, los presos del Valle fueron juzgados y condenados por graves delitos. Aparte de los que fueron autores materiales de asesinatos, había otros que los facilitaron: algunos estaban allí por haber puesto sobre la pista de sus presas a los verdugos de víctimas inocentes. Tal era el caso del comunista de Piedralaves, Crescencio Sánchez Carrasco. Fue él quien informó del paradero del diputado de la CEDA, Dimas Madariaga, al grupo de milicianos llegado desde Toledo, el 27 de julio de 1936, para "mantener el orden". Como en una verdadera cacería del hombre por el hombre, Crescencio les guió para por un pinar, cercano a la casa del diputado y secretario de las Cortes, donde este trató de esconderse sabiéndose delatado. Alcanzado por sus perseguidores, fue asesinado inmediatamente, sin el menor simulacro de juicio, en aquel mismo lugar. Le acusaron de "fascista y católico". Murió como un mártir, dando testimonio de la fe que le hacía culpable a los ojos de sus verdugos. Sus últimas palabras fueron: "Soy de los que nunca niegan al Divino Maestro". Sánchez Carrasco fue detenido en abril de 1939 y condenado a diez y ocho años de prisión, al entender sus jueces que su responsabilidad se limitaba "tan solo" a la del "colaborador necesario" en aquel asesinato. Y lo había sido, indudablemente, a pesar de lo cual no le condenaron a una de las penas más altas -como sí tenían tantos otros presos del Valle- lo que permite valorar la severidad de aquellos tribunales, descritos como implacables tan frecuentemente. Tras pasar por la prisión de Yeserías, Crescencio llegó al Valle de los Caídos en 1943. Dos años más tarde ya era libre, habiendo cumplido solamente un tercio de su condena. Un ejemplo más de los beneficios de la redención de penas; un nuevo alegato a favor del sistema penitenciario del primer franquismo.
Las remuneraciones de los obreros de Cuelgamuros no dependían del arbitrio del empresario ni tampoco del COMNC. Fueron las que percibían los que trabajaban entonces en cualquier lugar de España. Con la oportuna puntualización de siempre estuvieron sujetas a lo establecido "para cada oficio y categoría". No caben simplificaciones. El tema de los jornales pagados en el Valle de los Caídos es muy amplio.
En realidad estaba por encima de muchos de los jornales de entonces. En cuanto a beneficios sociales, dos comentarios. El primero, que jamás antes el obrero había llegado a tener tales coberturas en España. En cualquiera de los periodos históricos que queramos considerar. El segundo es que aquellas conquistas sociales, producto de una verdadera revolución desde arriba, alcanzaron a los reclusos que redimían sus condenas. Y, por último, destacar también que se buscara, a través de la redención de penas, que los presos puestos en libertad se encontraran con algún dinero al salir de prisión. Algo que tampoco antes de había contemplado y que dejó de contemplarse al desaparecer aquel sistema, presentado como perverso por la sencilla razón de que su legislador, ideólogo y promotor fuese Francisco Franco.
La equiparación en cuanto a salarios no obedeció a una concesión generosa de los empresarios sino a una imposición del Ministerio de Trabajo; fue una medida procedente del Gobierno que no podía interpretarse discrecionalmente.
Indudablemente, una de las mayores ventajas que disfrutaron los penados del Valle fue la de llevar allí a sus familias.
Las chabolas no surgieron solamente allí, sino también en Madrid y otras ciudades. En cuanto a las viviendas que ocuparon en Cuelgamuros ellos y sus familias, ofrecían unas condiciones de habitabilidad que miles de españoles libres, en cualquier punto de la geografía nacional, estaban muy lejos de poder alcanzar.
El Valle llegó a considerarse, por extraño que resulte, lugar de veraneo. Y no precisamente para personajes del régimen o los contratistas que lo construían, sino para los propios trabajadores. Cuando se trató de controlar, ya en 1950, la entrada de visitantes o las estancias de los mismos en los poblados, se puso de manifiesto que realmente, desde hacía años, había sido lugar de vacaciones para muchos familiares de los residentes en Cuelgamuros. Y lo seguía siendo.
Una vez más aparece, por cierto, la advertencia de las autoridades de castigar las faltas de los trabajadores con la expulsión, como en el caso de los trabajadores que no informen sobre la identidad de las personas que alojasen en sus viviendas: la expulsión del Valle como suprema amenaza. Y otra vez surge la misma reflexión: la enorme distancia entre el recinto de Cuelgamuros y los campos de concentración con los que se ha comparado. A nadie le amenazaron con ser expulsado de Dachau o del gulag soviético. Hubiera sido el más cruel de los sarcasmos.
Resulta impensable que un abuelo quisiera llevar a sus nietos a veranear en algo parecido a un "campo de concentración".
A los obreros del Valle se les buscaron colocaciones a medida que iban cesando los trabajos. Y se les facilitaron viviendas. Sobre todo en los barrios madrileños de San Blas, La Elipa, San Cristóbal de los Ángeles y Pan Bendito, en plena construcción en aquellos años. Pero también se les entregaron en otros lugares, como el Poblado Virgen de Begoña, al final de la recién abierta Avenida del Generalísimo, que perdió su nombre para tomar el de Paseo de La Castellana, como si fuera solamente una prolongación del mismo; como si no se hubiera construido enteramente durante el franquismo. Aquel cambio de nombre, ocurrido en plena Transición, presagiaba lo que estaba a punto de comenzar; la permanente denigración de Franco y el ocultamiento sistemático de todos sus logros. Pero, allí mismo, frente a la clínica de La Paz, donde el Generalísimo llegó para morir en 1975, se les concedieron viviendas a los trabajadores del Valle.
Uno de los falsos argumentos, más frecuentemente, en contra del Valle, es del elevado número de muertes de trabajadores durante su construcción. Se empeñan los autores adversos en sostener las cifras más descabelladas, para poder mantener la comparación -ya tópica- entre la construcción del monumento y la de las pirámides de Egipto. O más frecuentemente con lo sucedido en los campos de exterminio nazis. No lo comparan, curiosamente, con algo más cercano en el tiempo; algo que sí estaba sucediendo todavía mientras el Valle estaba en construcción: el gulag soviético.
Allí no reposan los restos de quienes lo construyeron; ninguno de los fallecidos en accidente laboral fue enterrado en Cuelgamuros. Y además, como sabemos, tampoco eran trabajadores forzados sino algo tan diferente como penados acogidos al sistema de la redención de penas. Por no hablar de los trabajadores libres, que trabajaron allí durante mucho más tiempo que los otros. Más inexacto es aún presentar el Valle como cementerio de los "asesinados por Franco" en no se sabe qué otros lugares, para ser convertidos nada menos que en "escombro".
Frente a estas especulaciones, cabe señalar que la cifra más aceptable, desde la objetividad, es la que dio el doctor Lausín a Sueiro en 1976: catorce muertos en total durante los diecinueve años que duraron las obras. A la pregunta del escritor; "¿Hubo muchos accidentes mortales?", el médico respondió: "Sí, hubo catorce muertos, en todo el tiempo de la obra, porque yo he estado allí prácticamente todo el tiempo."