La mayoría de las personas educadas en Occidente “saben lo que es el fascismo” de forma instintiva, hasta que se lo tienen que explicar a alguien y la definición que intentan dar se va volviendo cada vez más enrevesada e incoherente (afirmación esta que podría ponerse a prueba mandándola como ejercicio en algún seminario).
El fascismo nos proporciona un ejemplo destacado del sólido principio académico según el cual, a un nivel superior, no se puede estudiar o escribir con eficacia sobre la historia de ningún aspecto de cualquier tema importante de las ciencias humanísticas si no se clarifican primero sus contornos conceptuales y no se establece una “definición de trabajo” que preste la debida atención a cómo la disciplina lo ha abordado en el pasado.
No es de extrañar que algunos historiadores hayan visto el fascismo, junto con el comunismo, como el factor principal que determinó la historia entre 1918 y 1945, hasta el punto de que hablan de una “era fascista” o de “un movimiento que marca un hito”. Eso tiene cierto sentido, ya que, pese a que sólo se instauraron tres regímenes fascistas con todas las de la ley -los de Italia a las órdenes de Benito Mussolini, Alemania a las de Adolf Hitler y Croacia a las de Ante Pavelíc, y sólo los dos primeros en tiempos de paz-, surgieron en países europeizados numerosos movimientos que intentaban emularlos, algunos de los cuales sirvieron de gobiernos títeres que, por tanto, fueron fundamentales para que el Nazismo consiguiera mantener el control del “nuevo orden europeo” todo el tiempo que lo hizo. Además, varias dictaduras de Europa y Latinoamérica se “fascistizaron” como señal de la supuesta hegemonía del fascismo y sus perspectivas de lograr la victoria final en la era política moderna.
Después de 1945, el espacio político del fascismo quedó drásticamente reducido, y hasta podría argumentarse que el concepto en sí perdió hace mucho su estatus “clave” en el mundo político contemporáneo.
La campaña para concienciar sobre el calentamiento global, la fluorización del agua auspiciada por el Estado, las maquinaciones de las grandes empresas, la burocracia de la Unión Europea, las medidas gubernamentales para que la gente deje de fumar, la corrección política, el daño que la industria de la moda causa a la imagen que uno tiene de sí mismo y a los hábitos alimenticios saludables, e incluso el sistema tributario del Estado: todos han sido tachados de fascistas.
Llamar a los adversarios “fascistas” al instante los deslegitima y demoniza a ojos de sus críticos, ya se trate del Tea Party republicano, del presidente Obama, de Donald Trump, de Vladímir Putin, de Sadam Husein, de Bashar al-Assad, del Estado de Israel, de Estados Unidos de la eurocracia de Bruselas o de cualquier dictadura antisocialista o fuerza antipopulista o excesivamente populista. Después del 11 de septiembre se hizo muy frecuente que se denominara al Islam político (el Islamismo o, para ser más precisos, el salafismo yihadista global) “islamofascismo”, un uso refrendado por George W. Bush. Más recientemente, durante el conflicto entre Rusia y Ucrania, ambas partes se llamaron entre sí fascistas.
Desde el principio el término “Fascista” tuvo para sus seguidores una connotaciones progresistas, modernizadoras y revolucionarias, y no reaccionarias ni conservadoras.
Las piedras fundamentales de la interpretación ortodoxa soviética de lo que era el fascismo genérico se pusieron en la resolución final del Congreso de 1922. En ella se concluía que la función del fascismo era la de actuar de agente directo del capitalismo que se encargara de la represión de clases, además de ser la fuerza por medio de la cual la burguesía llevaba a cabo su ofensiva contra el proletariado, en la que los soldados paramilitares fascistas hacían las veces de “guardia blanca” de la contrarrevolución.
Tanto Zinoviev como Trotsky estuvieron de acuerdo en que “el fascismo y la socialdemocracia son dos caras del mismo instrumento: la dictadura capitalista”. En la misma línea, Stalin los describió simplemente como “gemelos”.
Fue únicamente con la brutal persecución del Tercer Reich de comunistas y de todo el movimiento socialista del tras la llegada de Hitler al poder cuando, en 1935, empezaron a haber con retraso llamamientos para formas un “frente popular”, retórica que quedó repentinamente silenciada de nuevo con el anuncio del “pacto Ribbentrop” entre nazis y soviéticos en 1939.
En Rusia Stalin insistía en usar el término “fascista” de vez en cuando para desacreditar a aquellas versiones del marxismo-leninismo que él rechazaba.
Las dictaduras militares anticomunistas (como la de Pinochet en Chile) y las formas populistas de políticas de extrema derecha (como el Frente Nacional de Le Pen) son automáticamente descritas por la prensa de izquierdas como fascistas, por muy lejana que sea su relación con el fascismo o con el nazismo.
La frase “teorías marxistas del fascismo” abarca una rica variedad de posturas matizadas, algunas de las cuales ofrecen importantes puntos de vista para los no marxistas, pero, inevitablemente, son las interpretaciones más simplistas las que todavía prevalecen en el discurso marxista dominante en el periodismo de izquierdas, los análisis académicos y, lo que es más notorio, las concentraciones antifascistas.
Mi propia formulación de la definición de trabajo del fascismo que se propone en este capítulo hace uso del término palingenesia, del griego palin (de nuevo) y genesis (nacimiento) para referirse a la idea de los fascistas de un renacimiento, ya fuera inminente o más tardío.
Cuando se usan “palingenésico” o “revolucionario” en el contexto de los estudios del fascismo, indican un gran cambio con respecto a los enfoques marxistas dominantes, que niegan al fascismo un verdadero estatus revolucionario como ideología, y a los enfoques liberales anteriores, que tendían a caracterizar el fascismo de acuerdo con sus negaciones (irracional, intolerante, antisocialista, antihumanista, antimoderno, patológico, etc.).
Hemos de dejar constancia de que el concepto orgánico de nación también se puede dar en un contexto no fascista, como es, por ejemplo, la idea romana clásica de “la ciudad eterna”, la de los judíos de ser una “nación eterna”, y la de cualquier forma extrema de patriotismo que sostiene que los que mueren por la causa nacional son “mártires” de una causa trascendental y sagrada que, al dar la vida, están trascendiendo la mera muerte individual.
La ultra-nación fascista puede entenderse como un producto supra-individual de la imaginación fascista que toma aspectos de la “madre patria” histórica, pero también de los pasados mitificados de la historia y la raza y de sus destinos futuros. Proporciona a los fascistas el foco mítico para que se sientan parte de una comunidad supra-personal en la que comparten ese sentido de pertenencia a ella, su identidad y su cultura (ya estén basadas en la historia, la lengua, el territorio, la religión o la raza, o en una mezcla de varios de estos componentes).
Es importante que no infiramos de esto que el fascismo es inherentemente racista desde un punto de vista biológico o genético. Cierto es que cualquier concepto orgánico de nación es intrínsecamente racista por la forma en que tiende a tratar las etnias o nacionalidades como entes singulares e idealizados que están amenazados or el mestizaje, la migración masiva, el cosmopolitismo, el materialismo, el individualismo o la absorción en organismos internacionales.
Mientras que para George Mosse (1966) el nazismo representa la personificación más completa del fascismo genérico, para Sternhell (1976) su racismo biológico excluye al nacionalsocialismo de la familia de los fascismos.
Payne ofreció por primera vez una taxonomía coherente del fascismo como categoría distintiva de la extrema derecha, aprovechando su amplio estudio de la Europa de entreguerras y sus grandes conocimientos sobre el papel específico que había jugado el fascismo falangista en la España de los años treinta (Payne, 1961).
Dentro del contexto de la “fe” fascista, también conviene señalar que, inevitablemente, el compromiso fanático, ciego y entusiasta con el credo fascista solo se da en una minoría de los miembros de un gran movimiento fascista, una minoría que es aún más pequeña dentro de un partido fascista, e incluso más escasa dentro de un régimen entero.
Es significativo que las iniciales del Partido Fascista que se sellaban en el carnet de afiliación, PNF, se convirtieran en el acrónimo per necesità familiare (por necesidad familiar), y que los que se apresuraron a unirse al NSDAP tras la victoria de Hitler fueran llamados con desprecio por los que se habían unido antes de 1933 los Märzgefallene, “los caídos en marzo”, una alusión irónica a una famosa estatua a las víctimas de las revoluciones de 1848 de Viena y Berlín.
Ahora existe una perspectiva real de que el fascismo de entreguerras llegue a ser visto, no ya como el archienemigo de la modernidad, sino como el aspirante a arquitecto de una cultura moderna y un Estado totalitarios que tenían sus raíces en un pasado mitificado (Griffin, 2008).
Existe una peculiar tensión entre el análisis del fascismo genérico como “tipo ideal” y la tendencia del lenguaje a narrarlo, cosificarlo y sintetizarlo hasta el punto de tratarlo como si fuera una entidad vida. Objetivamente, el fascismo no “surge”, “se extiende”, “cae”, “sobrevive a la guerra” y “se reinventa” por medio de “la adaptación de su visión central a las nuevas realidades”.
La historia del fascismo es la de un movimiento complejo en evolución, que adapta pragmáticamente sus principios básicos, objetivos y fórmulas ideológicas a las circunstancias en constante cambio que son exclusivas de cada país y región, pero siempre con una tendencia hacia el activismo revolucionario y el cambio.
Lo que unía a los fascistas y nazis más entregados a la causa era el hecho de que ambos buscaban programas fascistas de renacimiento natural, pero lo que los separaba era su compromiso con unas combinaciones muy distintas de mitos ultranacionalistas. El resultado es que incluso elementos en apariencia comunes pueden ocultar profundas diferencias. Por ejemplo, las esculturas neoclásicas idealizadas de atletas masculinos desnudos en recintos deportivos son un rasgo tanto del régimen fascista como del nazi.
Tanto el Fascismo como el Nazismo surgieron en países que sólo habían conseguido la unificación ya entrado el siglo XIX.
En España, el Siglo de Oro (1492-1659), con su absolutismo monárquico, su poder imperial, la autoridad de la Iglesia y sus destacados logros artísticos , se convirtió en el modelo para el renacimiento cultural y político que el escritor Ernesto Giménez Caballero quería que se consiguiese en el régimen del general Franco.
Uno de los mitos fundamentales más originales, que mezclaba fantasías protocrónicas con otras de una edad de oro, lo desarrolló Acción Integralista Brasileña (AIB). Habida cuenta de la compleja mezcla racial de un país en el que los indígenas y los descendientes de generaciones de colonizadores portugueses y de sus esclavos africanos se habían casado entre sí durante siglos, Plínio Salgado no podía permitirse nociones más o menos científicas de pureza biológica, eugenesia o de una mítica super-raza ancestral. En su lugar, para él la esencia de lo brasileño (brasilidade), que proporcionaría la fuerza espiritual cohesiva que se necesitaba para el renacimiento del país, radicaba precisamente en su singular mezcla étnica y cultural, que había hecho posible el auge de Brasil como potente economía moderna y nación política. La AIB, por lo tanto, celebraba el mestizaje al que tanto temían los racistas nazis, la Legión, los hungaristas y la Ustacha.
Hasta que su movimiento fue prohibido por el dictador Getulio Vargas en 1938, Salgado hizo campaña para que se considerase Brasil un laboratorio ideal en el que demostrar el poder de una sociedad de mezcla racial para revitalizar una nación espiritual y culturalmente, y a partir de ahí política y económicamente, y así poner los cimentos para la “cuarta era de la humanidad”.
Es especialmente errónea la idea de que el fascismo simplemente quería devolver a las mujeres a los papeles que les asignaban los conservadores tradicionales…. La doctrina del fomento de la natalidad (o “natalismo”) en los regímenes del Duce y del Führer hizo gala de un elemento claramente modernizador y anticonservador. Las innovaciones que se introdujeron para mejorar la salud demográfica de la nación, como la inversión estatal para la ayuda a la maternidad y la medicina infantil, se adelantó a determinados aspectos de la asistencia sanitaria a las mujeres que es normal en los Estados del bienestar democráticos modernos, pero sin el énfasis liberal en el individualismo o en los derechos de la mujer.
Además, ahora se animaba a las mujeres a que volvieran a experimentar su compromiso con la vida familiar, la vida doméstica y la maternidad dentro del contexto de una visión oficial que atribuía un papel heroico a su sacrificio por el bien de las generaciones futuras, un mito este que, por el poder del que parecía dotarlas, resultó muy atractivo para una minoría de mujeres que querían conseguir mayor relevancia tanto en la Italia fascista como en Alemania, e incluso entre algunas antiguas sufragistas inglesas.
El entorno social profundamente católico del Fascismo italiano y el Falangismo español garantizó que, a diferencia de lo que ocurrió en el Nazismo, en Italia y España no se practicara la eugenesia negativa que en el Tercer Reich llevó a la esterilización o matanza de mujeres consideradas física o mentalmente deficientes.
En los regímenes de Mussolini y Franco era imposible que las mujeres tuvieran que someterse al equivalente de la llamarada Prueba Mischling (mezcla racial) que sus homólogas alemanas tenían que hacerse antes de casarse para determinar la pureza aria de su sangre.
Una facción de los líderes nazis veía el expresionismo alemán (el no comunista) como la encarnación de un espíritu faustiano que era arquetípicamente ario. En 1934 hasta se celebró en Berlín una exposición de Aeropittura italiana, una rama del futurismo, que se inauguró con un discurso visionario del poeta archi-expresionista Gottfried Ben. Mientras, Goebbels rendía homenaje a Edvard Munch (el pintor noruego de El grito) por su expresión del espíritu nórdico, y algunos oficiales de las SS, así como Goebbels, seguían siendo grandes aficionados al jazz pese a la censura oficial. En las artes visuales, el estilo racionalista internacional de arquitectura se usó en fábricas, puentes, centrales eléctricas e incluso en algunos edificios civiles, mientras que el diseño del Volkswagen era tan avanzado que en 2006 formó parte de la exposición “Modernismo: el diseño de un nuevo mundo”, que organizó el Victoria and Albert Museum de Londres.
Visto desde ese ángulo, queda claro que el uso de un austero neoclasicismo para edificios civiles icónicos de los nazis, como la Casa de Arte Alemán o el aeropuerto de Tempelhof, no ha de entenderse como antimoderno, sino como la propia estética revolucionaria del nazismo, un híbrido de lo antiguo y lo moderno que de nuevo indica una forma del “modernismo con arraigo” típico del fascismo genérico.
No hay duda de que, para los fascistas más radicales, el objetivo a largo plazo era remplazar la profunda desigualdad social y el individualismo atomizador, producidos por el capitalismo y la estratificación de clases, por una comunidad nacional cuyos miembros estuvieran protegidos de la explotación y las privaciones por un Estado altamente intervencionista que dirigiría la economía para salvaguardar los intereses de toda la nación, entendida ésta como un organismo homogéneo en lo étnico o en lo cultural.
Los marxistas militantes ven, como era de esperar, al fascismo en acción en cualquier forma organizada de racismo, xenofobia, islamofobia o discriminación, como es el caso de las protestas contra la inmigración, las cumbres del G8 y todas las formas de totalitarismo de anti-izquierda, que atribuyen a la tendencia latente del capitalismo a generar exclusión social y discriminación. El modo en que periodistas y políticos manejan el término “fascismo” tampoco contribuye a crear un clima sereno de investigación forense.
En el contexto en buenos hallamos, debemos separar cuidadosamente “fascismo” de “populismo”, ya que la supuesta amenaza cada vez mayor de éste a la democracia se confunde a menudo con una señal de la expansión del fascismo, y, además, mi propia definición habla de “ultranacionalismo populista”.
Hay que diferenciar el populismo, tanto ideológica como psicológicamente, del fascismo, lo cual o quiere decir que algunos partidos populistas europeos de derechas no consigan el voto de “auténticos” fascistas. Por usar la distinción legar que establece el derecho constitucional alemán, el populismo de derechas es “radical” y por lo tanto legal, mientras que el fascismo es “extremista”, y por lo tanto ilegal.
El fascismo sigue siendo una fuerza laica, y por lo tanto es distinto del terrorismo islamista, que representa una forma extrema de la politización y secularización de una religión que se remonta a los orígenes del propio Islam.
Siguiendo la teoría de Gramsci de la “hegemonía cultural” como condición previa para la hegemonía política, la Nueva Derecha preconiza un “gramscismo de derechas”.
Los dos principales precursores intelectuales del Neo-fascismo meta-político son el italiano Julius Evola, fascista y euro-fascista racista, y el alemán Armin Mohler, al que ya conocimos antes como recopilador de un compendio muy influyente de fuentes (alemanas) de una nueva “Revolución Conservadora” de posguerra.
Es en Rusia donde el Neo-fascismo de la Nueva Derecha ha tenido el mayor impacto manifiesto en la política oficial. Bajo el mandato de Putin se han reforzado las nociones geopolíticas de proteger la homogeneidad cultural y hegemonía de Rusia de la europeización, gracias a la prolífica tarea publicitaria de Aleksandr Dugin, que lleva dos décadas entregado a la misión de revitalizar el Eurasianismo dentro del patrón de la Revolución Conservadora.
Remedando un famoso comentario del Pigmalión de Bernard Shaw, podríamos decir que “es imposible que un experto en el fascismo abra la boca sin que consiga que otro experto lo odie o desprecie”.
El neo-fascismo se caracteriza por tener tantas visiones y planes palingenésicos que es imposible generalizar sobre cómo ocurrirá ese renacimiento, sobre todo ahora que, para muchos fascistas, ese renacimiento ha quedado pospuesto indefinidamente y debe esperar a que la civilización liberal se desmorone desde dentro, lo que Julius Evola (1961) llamó “montar (cabalgar) el tigre”.
El fascismo italiano fue un fenómeno plural, en el que tenían cabida muchas teorías enfrentadas, e incluso filosofías, sobre cómo debería ser el nuevo Estado, así como corrientes conservadoras y futuristas elitistas y populistas, burguesas y proletarias, urbanas y rurales, juveniles y gerontrocráticas, revolucionarias y reaccionarias.
El Fascismo italiano fue “una mezcla desordenada” (Roberts, 2000), que incorporó elementos como el catolicismo ultraconservador que se contradecía con el culto pagano de la romanitá, la cual a su vez chocaba directamente con las visiones tecnocráticas y futuristas de la nueva Italia y con la teoría hegeliana de Giovanni Gentile del Estado ético, que fue la base para la definición oficial dela ideología fascista en la Enciclopedia Italiana.