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El nacionalismo radical fraccionario como secesionismo - Gustavo Bueno

Fuente: Europa frente a Europa. Gustavo Bueno

Recapitulemos: los nacionalismos fraccionarios no proceden propiamente de una nación “étnica” previamente existente que buscase su autodeterminación como Estado; proceden de movimientos secesionistas promovidos por la voluntad de poder de una élite de políticos o de intelectuales regionales que logran canalizar, a través del fantasma nacionalista, reivindicaciones muy heterogéneas llegando a presentar como culpables de su pretendida postración u opresión al Estado del que forman parte y en el que se formaron como sociedad civilizada. Movimientos que sólo pueden salir adelante cuando cuentan con ayuda de terceras potencias que unilateralmente puedan estar interesadas en el éxito de la secesión (como es el caso de la “eclosión de los nacionalismo surgidos a raíz del desmoronamiento de la Unión Soviética en el territorio que ella cubría, impulsados por las potencias capitalistas, o el caso de los nacionalismos surgidos en los territorios de Yugoslavia). Ninguno de estos nacionalismos hubiera llegado a efecto si no hubiera sido por la cooperación de potencias extranjeras (por ejemplo, el reconocimiento de Croacia por parte de Alemania o del Vaticano; los intereses de las potencias ajenas pueden ser muy variados, pueden ser intereses económicos, religiosos, pero que ocultan siempre intereses políticos, como podría ser el caso de la eventual ayuda que pudieran esperar los nacionalistas vascos de las potencias angloparlantes en la medida en que la sustitución del español por el inglés en Euskadi beneficiaria al interés de la “comunidad angloparlante”). No se pretende aquí, en absoluto, decir que los nacionalistas no “debieran ser así”; si ellos se incrementan y alcanzan fuerza suficiente, lograrán sus objetivos. Lo que sí es conveniente es debilitar en los demás la general actitud de respeto que tales movimientos suele suscitar, es decir, refutar la visión “entusiástica” de tales movimientos como expresión de los más vivos impulsos democráticos de un pueblo en busca de su libertad. Tanto o más pudieran ser dignos de desprecio o de aversión (la aversión que suscita un cáncer que va creciendo en un organismo siguiendo las “leyes naturales”).
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Lo que se recubre con el rótulo de la autodeterminación, o bien es la decisión de una élite que actúa en el interior de un pueblo dado, apoyada de otros Estados, para segregarse del Estado del que forma parte (y, entonces, “autodeterminación” es un modo metafísico de designar un “movimiento de secesión”), o bien es la lucha de un pueblo contra el Estado invasor (y, entonces, “autodeterminación” es un modo metafísico de designar una “guerra de independencia”), o bien es la lucha de un pueblo colonizado contra el Estado o el Imperio depredador (y, entonces, es una guerra de liberación colonial o nacional). Lo que no se puede hacer es confundir todas estas situaciones, y otras más, con un nombre común, de pretensiones sublimes, el nombre de sabor teológico de “autodeterminación”, porque esto equivaldría, de hecho, a fomentar la transferencia del concepto, de algunas de estas situaciones a las otras, según convenga (como cuando ETA pretende hacer creer a sus partidarios que encabeza un “movimiento de liberación colonial”, como si el País Vasco hubiera sido alguna vez una colonia de España).
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Los fanatismos nacionalistas, vasco o catalán, se nutren de la energía hispánica, aunque toman el aspecto de ser “productos de la anti-España” (como los apostólicos se conformaban como anti-Cristos).Ni los apostólicos, ni los etarras, se explican tanto por la atracción de sus objetivos (que, en todo caso, o bien constituyen una patraña –conseguir la instauración del milenio en la Tierra-, o bien constituyen un “detalle oligrofrénico”, la constitución de la República Vasca independiente), cuanto por la repulsión que sobre él ejerce el “envolvente” .  No es el nacionalismo, sino el separatismo, lo que explica a los nacionalismos radicales;  no es el nacionalismo la raíz del separatismo, sino que es el separatismo la raíz del nacionalismo fraccionario. Lo cierto es que el pueblo, tras la predicación de Enrique, se dedicaba a apalear a sacerdotes por la calle o a tirarlos al fango (a la manera como los pistoleros etarras, tras la predicación de Sabino Arana, se dedicaron a asesinar a los que paseaban por las calles de las ciudades vascas o castellanas o andaluzas).
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Lo que no deja de producirnos asombro no es tanto la capacidad imaginativa de necedades que han demostrado los clásicos del nacionalismo vasco, cuanto la capacidad de asimilación que han demostrado, por el terror, o por congénita estupidez, sus seguidores o sus cómplices. Pero aun esta capacidad de asimilación tampoco tiene, en realidad, ningún misterio. Porque, para decirlo con palabras de Feijoo: Teatro Crítico, VI, 11, “… los males de la imaginativa son contagiosos. Un individuo solo [y eso que el padre Feijoo no conocía a Sabino Arana]  es capaz de inficionar a todo un pueblo. Ya se ha visto en más de una, y aun de dos, comunidades de mujeres, por creerse Energúmena una de ellas, y pasando sucesivamente a todas las demás la misma aprehensión y juzgarse todas poseídas”.  Añadiríamos, por nuestra parte, que el contagio se facilita por las perspectivas de ganancia que encuentran muchos de los posesos, y por el apoyo que reciben de terceras potencias, interesadas en que la nación canónica competidora se fraccione. ¿Cómo es posible que la ridiculez de los mitos propuestos comience a transformarse en algo muy serio y terrorífico? Porque han empezado a explotar las bombas o dispararse las metralletas o las pistolas. Sin la acción de ETA durante más de treinta años los mitos del nacionalismo vasco hubieran sido tomados a broma.

La “nación fraccionaria” necesita la mentira histórica - Gustavo Bueno


Mientras que las naciones canónicas se constituyen por integración de componentes prepolíticos, frente a otras naciones canónicas, los nacionalismos radicales pretenden constituirse a partir de una nación canónica ya dada, y contra ella, con objeto de desintegrarla, mediante un acto de secesión. Mientras el “nacionalismo canónico” (el clásico o el romántico) se desenvuelve como un proceso de integración de pueblos o de naciones étnicas previamente dadas (ya sea mediante la hegemonía de una de ellas sobre las demás, ya sea mediante una homogeneización de las partes integrantes y, en todo caso, mediante una “refundición” de las “partes del todo”), el “nacionalismo fraccionario” tiene lugar mediante un proceso de desintegración de alguna parte formal actuante ya en el Estado-nación respecto del todo constituido por ese Estado-nación de referencia.

Por ello, los proyectos de los nacionalismos radicales son esencialmente proyectos de nación fraccionaria, de nación que sólo puede resultar de la desintegración de una nación entera previamente dada de la que han recibido, precisamente, sus dimensiones políticas, por no decir sus mismos contenidos tecnológicos, económicos o sociales. ¿Acaso el País Vasco evolucionó por sí solo, en el “seno de la Humanidad”, desde una situación prehistórica no muy lejana hasta la situación de vanguardia industrial, cultura, etcétera, que comenzó a ocupar, hace ya cien años, en el conjunto de España? ¿Acaso el “autós” sobre el que gira el proyecto de “autodeterminación”, que hoy reclaman los nacionalistas radicales vascos, no se ha constituido precisamente en el contexto global del desarrollo de España? ¿De dónde vino, no sólo el idioma que necesitaron para alcanzar su posición de vanguardia (el español), sino también la mano de obra, la ingeniería, las obras de infraestructura, y por supuesto, las aportaciones masivas de capital que dieron lugar a la industrialización del País Vasco? Los vascos, como “conjunto étnico” , como “nación étnica”, en el mejor caso, habían sido integrados, desde siglos, en la sociedad hispánica y, en su momento, en la nación política española: no sólo participaron desde sus fueros, en primera línea de la vida política, militar y social de los siglos medievales; participaron también en la Monarquía Universal, en la época de Carlos V, Felipe II o Felipe III (Elcano, los Idiáquez –Alonso, Juan- o los Eraso) y en la reorganización de la monarquía en la Ilustración (las Sociedades de Amigos del País, por ejemplo); las guerras carlistas nada tuvieron que ver con un nacionalismo fraccionalista. Sencillamente, los vascos actuaron como españoles desde el momento en que ingresaron en la vida histórica, es decir, desde el momento en que dejaron de ser sólo un capítulo interesante de la antropología de los salvajes o de los pueblos neolíticos; y sus diferencias con otros pueblos peninsulares, no tuvieron mayor alcance que el que podían tener las diferencias entre estos otros pueblos entre sí. La Historia del País Vasco es una parte de la Historia de España y, en especial, de la Historia de la nación política española. Jamás fue el País Vasco algo que pudiera compararse a una colonia o a un Estado sojuzgado por los españoles. Por ello, equiparar el nacionalismo vasco que busca la independencia, con un movimiento de “liberación nacional” es una desvergonzada mentira.  El proyecto de nacionalismo radical que se incuba a finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX (a través de personajes de la catadura de Sabino Arana, Gallastegui, Krutwig, Txillardegi, y otros que tan admirablemente ha analizado Jon Juaristi) es sólo un caso particular de los proyectos de nacionalismos radicales que han ido surgiendo a partir de las naciones canónicas ya constituidas, como proyectos de naciones forjadas en el seno de las naciones canónicas preexistentes y como contrafigura de ellas.

El nacionalismo radical comienza reivindicando su condición de nación étnica, pero concibiendo esta nación étnica (que había sido elevada al plano político precisamente por su integración, junto con otras naciones étnicas, en la nación canónica) como si fuera ya por sí misma (e incluso anteriormente a su integración en la nación canónica) una entidad de rango político, renegando literalmente de su historia real. Una historia en la que había tenido lugar la elevación de una nación étnica a la condición de parte formal de una nación histórico-política. La condición de “renegados de España” podría definir, con una aproximación bastante exacta, la situación de los nacionalistas radicales; como ejemplo pondríamos, desde luego, a los vascos que reniegan de la historia de San Sebastián, llamándola “Donostia”; a los que reniegan de la historia de Vitoria, llamándola “Gasteiz”,  o a los que reniegan de la historia de Estella, llamándola “Lizarra”.

Pero “los hechos que ocurrieron ni Dios puede borrarlos”. No se trata de negar los poblados precursores, a veces romanos o celtíberos. Se trata de no confundir una alquería, o una aldea prehistórica, con una ciudad histórica. Por muchos años y décadas que transcurran en los tiempos venideros nadie podrá desmentir que San Sebastián no fue ciudad fundada por tribus vasconas, como tampoco lo fue Vitoria, ni Estella, ni Bilbao.

La clave ideológica de todo proyecto de nacionalismo radical es la mentira histórica. Por ello, es necesario afirmar que sólo a través de la falsificación y de la mentira, del moldeamiento de los jóvenes, al modo como se moldean los miembros de una secta “destructiva”, es decir, de la falsa conciencia de su propia realidad, el proyecto del nacionalismo radical puede echar a andar. Mientras que la nación canónica se funda sobre proyectos reales en los que hay invención verdadera de realidades nuevas, “creación” de estructuras políticas específicamente nuevas,  sobre situaciones preexistentes (dado que no es posible una creatio ex nihilo), el proyecto de nación radical sólo puede fundarse en la mentira histórica y esto, no sólo porque tiene que comenzar postulando, como históricamente  preexistente, una nación política que jamás pudo existir por sí sola, sino porque tiene que presentar también como una novedad específica un proyecto que es necesariamente vacío, puesto que sólo puede consistir en la escisión o segregación de una parte de la nación entera que la conformó políticamente, para reproducir en ella su misma estructura. Es la vacuidad del proyecto específico de esa nación futura (sin contenido específico nuevo, porque su contenido es, por decirlo así, a lo sumo, meramente numérico, el que es propio de un “Estado más”) lo que obliga a tratar de rellenar el vacío, o bien con imágenes poéticas de paisajes vividos en la adolescencia de los creadores (verdes helechos, recuerdos infantiles, como si esto tuviera algo que ver con la nación política), o bien con mitos históricos o con invenciones de naciones políticas dadas in illo tempore (por ejemplo, de la Atlántida).  La mentira histórica es sólo, en realidad, la proyección hacia el pasado histórico de la vacuidad del proyecto del futuro.  Se pretende retrotraer a los tiempos pretéritos los contenidos con los que se quisiera rellenar el porvenir: a veces la recuperación de una raza pura imaginaria (la raza vasca, la raza celta…); otras veces ese proyecto de raza se suaviza como “proyecto de etnia” (la etnia vasca, la etnia celta, la etnia layetana…). Al final se acaba concretando este contenido con el nombre sublime de la “cultura propia” reducida, sobre todo, a la lengua existente o regenerada supuestamente por la “normalización” (“vasco es quien habla euskera, aunque haya nacido en Extremadura” –aunque es más dudoso que pudiera extenderse el beneficio a quienes hayan nacido en el Senegal-; y “no es vasco quien no hable euskera, aunque tenga dieciséis apellidos vascos”).

Por ello, los nacionalismos radicales, al estar movidos por una voluntad de libertad-de, antes que por una voluntad de libertad-para (con objetivos específicos, distintos a los de una mera escisión), carecen de interés histórico y, desde luego, de la grandeza que pueda corresponder a algunas naciones canónicas. Lo único que en realidad puede resultar de un proyecto nacionalista radical es una unidad parasitaria (cuanto a la estructura de sus creaciones propias), en primer lugar de la nación canónica de la que procede por escisión, y, en segundo lugar, de las naciones canónicas a las que tendrá que asimilarse (en lengua y en cultura) si quiere formar parte del nuevo espacio internacional (una hipotética República de Euskadi autodeterminada, segregada de la nación española, sólo asimilándose a la cultura francesa o a la inglesa, podría formar parte de la “Comunidad Internacional”; dicho de otro modo: el nuevo Estado vasco soberano no tendría mayor alcance que el que pueda corresponder a una circunscripción administrativa de algún tercer Estado, o a un Imperio; su lenguaje privado, interesante para los filólogos, perdería incluso el interés científico a medida en que se transforme artificialmente en un idioma normalizado; la única diferencia con la situación actual consistiría en que, en el mejor caso, se habría producido una sustitución del español por el francés o por el inglés, es decir, en Euskadi siendo o haciendo parecidas cosas a las que hace desde siglos, pasaría a hablar inglés en lugar de hablar español, aunque esto es lo que se trata de demostrar por sus obtusos e interesados dirigentes).



Nación canónica: Dando por supuesto que el concepto de nación, en su acepción política, cristaliza en la época moderna en el contexto de la constitución de los Estados sucesores del antiguo régimen, llamamos naciones canónicas a las que efectivamente se han conformado o redefinido a escala de tales estados: Francia, España, después Alemania, Italia... La nación canónica, en su sentido político, se contrapone a la nación étnica, continuamente confundida, anacrónicamente, con la nación política. Los nacionalismos del siglo XX, contradistintos de los nacionalismos del romanticismo, pueden considerarse como proyectos de secesión de naciones canónicas preexistentes, por tanto, como naciones fraccionarias desde su mismo origen. Estas naciones fraccionarias no pueden ponerse en el mismo plano de realidad política de las anteriores, puesto que sólo existen en proyecto. Un proyecto que pretende confundirse con una pretendida realidad pretérita, apoyada en una prehistoria ficción que presenta como si se tratase de entidades efectivas supuestas sociedades políticas, generalmente definidas en términos inequívocamente racistas, pese al carácter enteramente gratuito de sus fundamentos (por ejemplo la celtomanía fantástica de algunos gallegos o asturianos, que olvidan que hubo más celtas en la Península Ibérica no fue en el norte sino precisamente en la meseta; la reivindicación de una mitología aria que se fundamenta en características cromosómicas, olvidando los componentes bereberes del cromosoma 6 de los vascos de ocho apellidos, &c.)

España en el Nuevo Mundo - Julián Juderías

España en el Nuevo Mundo. Julián Juderías, La leyenda negra

Grande sobre toda ponderación fue la obra de España en América. Leyendo las historias de aquella conquista y, sobre todo, las de aquella prodigiosa colonización, es como desaparecen todos los pesimismos con que pretenden amargarnos los sabios al uso. Hemos hablado ya del descubrimiento y conquista de aquellos territorios y del derroche de energía y de constancia que fueron necesarios para llevarla a cabo. ¿Qué decir ahora del tacto y de la energía que fueron necesarios para realizar en las recién descubiertas tierras la obra de la civilización y de cultura que tres siglos después iba a producir diez y ocho naciones?

“Antes –escribe Gómara-, refiriéndose a los indios, pechaban el tercio de lo que cogían y si no pagaban eran reducidos a la esclavitud o sacrificados a sus ídolos; servían como bestias de carga y no había año que no muriesen sacrificados a millares por sus fanáticos sacerdotes. Después de la conquista, son señores de lo que tienen con tanta libertad que les daña. Pagan tan pocos tributos que viven holgando. Venden bien y mucho las obras y las manos. Nadie los fuerza a llevar cargas ni a trabajar. Viven bajo la jurisdicción de sus antiguos señores, y si éstos faltan, los indios se eligen señor nuevo y el rey de España confirma la elección. Así, que nadie piense que les quitasen las haciendas, los señoríos y la libertad, sino que Dios les hizo merced en ser españoles, que les cristianizaron y que los tratan y que los tienen ni más ni menos que digo. Diéronles bestias de carga para que no se carguen, y de lana para que se vistan y de carne para que coman, que les faltaba. Mostráronles el uso del hierro y del candil, con que mejoraron la vida. Hánles dado moneda para que sepan lo que compran y venden, lo que tienen y lo que deben. Hánles enseñado latín y ciencias, que vale más que cuanta plata y oro les tomamos. Porque con letras son verdaderamente hombres y de la plata no se aprovechan muchos ni todos. Así que libraron bien en ser conquistados…”.

Como hace observar Coroleu, “una nación atrasada no es capaz de enseñar estas industrias, ni una raza cruel y exterminadora se complace en crear tales instituciones, ni cabe, en lo posible, que en el decurso de tan pocos años alcance tan maravillosos resultados un pueblo que no esté dotado de singularísimas cualidades para una obra tan ardua como la de colonizar y civilizar un mundo nuevo. Esto, en los tiempos modernos, sólo España lo ha hecho”.

“No se lee sin sorpresa en la Gaceta de Méjico, escribía Humboldt, que, a cuatrocientas leguas de distancia de la capital, en Durango, por ejemplo, se fabrican pianos y clavicordios…”. “Es una cosa que merece ser observada, que entre los primeros molines de azúcar, trapiches, construidos por los españoles a principios del siglo XVI había ya algunos movidos por ruedas hidráulicas y no por caballos, aunque estos mismos molinos de agua hayan sido introducidos en la isla de Cuba en nuestros días como una invención extranjera por los refugiados de Cabo Francés”.
Verdadero asombro causa el leer que los metales se trabajaban en la América española, a los pocos años de haber empezado la colonización con más perfección que en la península, como lo prueban las fundiciones de Coquinbo, de Lima, de Santa Fe, de Acapulco y otras; que las verjas, fuentes y puentes de aquella parte del mundo sobrepujaban en hermosura a las de Europa; que los altares, templetes, tabernáculos, custodias, lámparas y candelabros de oro, plata, bronce que salían de las manos de artífices hispanoamericanos podían sostener la comparación con las obras de Benvenuto Cellini; que, según el inglés Guthrie, eran admirables los aceros de Puebla y otras ciudades de Méjico; que según el mismo autor, las fábricas de algodón, lana y lino producían en Méjico, Perú y Quito tejidos más perfectos  que los de las más acreditadas fábricas de Francia e Inglaterra; que los cueros que se curtían allí de admirable manera; que las telas, mantas y alfombras de Perú, Quito y Nueva Granada eran estimadísimas y excelentes; que la fabricación de vidrio y loza era muy superior a la de Europa, en una palabra, que tenía razón Humboldt cuando decía que “los productos de las fábricas de Nueva España podrían venderse con ganancia en los mercados europeos”.

¿Dónde está, pues, la tiranía económica de España, ni cómo pueden acusarnos de haberla ejercido los ingleses, que hasta fines del siglo XVIII sostuvieron el criterio de que no debía fabricarse nada en sus colonias americanas para no perjudicar los intereses de las industrias de la Metrópoli? ¿No pidieron ya en el siglo XVI las Cortes de Castilla que se reprimiese la exportación a América, puesto que teniendo aquellas colonias primeras materias abundantes y hábiles artífices podían bastarse a sí mismas sin necesidad de la madre patria?

Dos elementos contribuyeron poderosamente a la organización de aquellas tierras a las cuales fue a parar lo mejor y lo más selecto de la sociedad española de la época: el elemento político representado por las leyes de Indias y el elemento religioso representado por las órdenes monásticas.

Los reyes de España, bueno es decirlo y afirmarlo frente a tanta ridícula y falsa afirmación como se ha hecho, jamás vieron en América una colonia de explotación, ni desde el punto de vista de las riquezas mineras, ni desde el punto de vista del comercio.  Las industrias se desarrollaron en el Nuevo Mundo merced al constante cuidado del Consejo de Indias, que allí enviaba labradores y artesanos, artífices y artistas, semillas y plantas, animales domésticos y aperos de labranza, y en cuanto al comercio distó mucho de ser un monopolio de los españoles, quienes a lo sumo se convirtieron en agentes del comercio europeo.

Es cierto que los indios fueron objeto de malos tratos en los primeros tiempos de la Conquista. ¿Pero lo fueron con anuencia de los reyes y de sus representantes como ha ocurrido en fecha reciente en algunas comarcas de África explotadas por naciones cristianas? Evidentemente no, y es más, los mismos historiadores españoles de las Indias achacan la muerte de no pocos conquistadores a un castigo divino de sus fechorías…  Los reyes, respondiendo a la misión que les competía, reprimieron severamente los abusos y dictaron la admirable colección de Leyes de Indias.

Paralelamente a la organización política que comienza con los cabildos y culmina en los virreyes, se desarrolla la organización de la cultura que comienza en las escuelas de las misiones, fundadas a raíz casi de la llegada de los españoles y tiene su manifestación más elevada y perfecta en las universidades de Méjico y Lima, fundadas en 1553 la primera y en 1551 la segunda y dotadas por Carlos V de todos los privilegios de que disfrutaban la Universidad y estudios de Salamanca. A principios del siglo XVII había en la Universidad de Lima cátedras de teología, derecho, medicina, matemáticas, latín, filosofía y lengua quichua y se conferían los grados con extraordinaria pompa, asistiendo a la ceremonia el virrey rodeado de su corte para dar público testimonio del interés que a la Corona inspiraba aquel establecimiento de enseñanza. En el Perú existían, además, la Universidad de San Antonio Abad del Cuzco, fundada en 1598 y los colegios de San Felipe y San Martín, en Lima, y otros en Arequipa, Trujillo y Guamangua. Antes de terminar el siglo XVI no solamente se imprimían y publicaban libros en el Perú, sino que estaban escritos por nacidos en el virreinato, como Calancha, Cárdenas, Sánchez de Viana y Adrián de Alesio.  En Méjico se enseñaba la medicina, el derecho, la teología, pero eran los mejicanos algo más tardos que los peruanos aunque más constantes en el esfuerzo.  Multiplicáronse los colegios en aquel virreinato; lo mismo las autoridades que los particulares, que las órdenes monásticas rivalizaban en celo por la enseñanza y un siglo apenas después del descubrimiento, ya había concursos literarios y científicos en la capital. “Así era cómo revelaba la raza conquistadora su rudeza, su despotismo y su empeño en mantener ignorante a la subyugada América para mejor explotarla. No creemos que ninguna nación culta y civilizadora haya hecho en tan poco tiempo lo que hizo España en aquellas regiones durante el siglo XVI, erigiendo edificios y fundando y dotando escuelas para la enseñanza de tantas ciencias. Y eso lo hacía mientras sus guerreros iban avanzando sin tregua en busca de nuevos territorios que agregar al imperio español y los misioneros les acompañaban –si ya no les precedían en sus exploraciones-, afanosos por convertir nuevas tribus a la fe cristiana, y los naturalistas organizaban caravanas científicas para enriquecer con miles de ejemplares, hasta entonces ignorados, el catálogo de las plantas científicamente clasificadas”.

Lo que España no hacía en su propia casa lo hacía en América. … Si se nos pregunta cuáles fueron los maestros de ciencias exactas en América, diremos que los frailes. Si se nos pregunta quiénes fueron sus discípulos, contestaremos que los blancos, los mestizos y los indios.

A principios del siglo XIX los peruanos, que habían estudiado en la Salamanca de América, en la Universidad de Lima, sostenían, quizá con razón, que estaban más adelantados que los españoles de la península. “En el Perú, decían, la instrucción es general, como el talento y la penetración de sus hijos y el amor al estudio”.
En la América española  había a principios del siglo XIX multitud de sociedades literarias, de academias, de museos… Las ciencias naturales estaban allí, sin disputa, más adelantadas que en Europa.

Un escritor inglés hace observar la diferencia esencial que se observa entre la América española y la inglesa: la de que no existe el odio de razas. “Podrán ser despreciados por débiles, ignorados como ciudadanos, maltratados y oprimidos, pero no excitan repulsión personal. No se les desdeña porque pertenecen a otra raza, sino por la inferioridad de sus condiciones. Así es que los americanos españoles no se conducen con los indios como los yanquis, los holandeses y los ingleses. No hay allí la aversión que se nota en California y Australia respecto a los chinos, indios y japoneses. Y añade Mr. Bryce, de quien traducimos estas palabras, que quizá se deba esta diferencia a la que existe entre el catolicismo y el protestantismo; al hecho de que el indio en las posesiones españolas nunca fue legalmente esclavo y a que los españoles, al llegar a ellas sin mujeres, consideraron como legítimos a sus hijos mestizos…”. Nada más exacto.

El día que Inglaterra nos demuestre que admitió a los indígenas de cualquier territorio sometido a su imperio al ejercicio pleno y entero de todos los derechos de la ciudadanía inglesa, y nos pruebe que tienen asiento en la Cámara de los Lores descendientes de antiguos reyes desposeídos por ella de sus Estados, o que envió a una colonia suya en calidad de virrey al descendiente de uno de esos reyes, entonces creeremos en su humanidad y en su justicia; mientras tanto, creemos en la nuestra.

Los hispano-americanos nos han combatido en otros tiempos. Ahora ha cambiado no poco su modo de pensar. Olvidemos los ataques y recordemos las alabanzas. “España, España, escribía el ecuatoriano Juan Montalvo, lo que hay de puro en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos. El pensar grande, el sentir a lo animoso, el obrar a lo justo en nosotros son de España; y si hay en la sangre de nuestras venas algunas gotas purpurinas, son de España. Yo, que adoro a Jesucristo; yo, que hablo la lengua de Castilla; yo, que abrigo las afecciones de mis padres y sigo sus costumbres, ¿cómo la aborreceré?...”.

¿Cómo van a aborrecerla? ¿No ha creado España diez y ocho naciones que hablan su lengua y profesan su religión? ¿Qué nación puede enorgullecerse de algo semejante?

Sobre el concepto de pensamiento español

Fuente: España frente a Europa


En cuanto a la construcción “lingüístico-oficial” se justifica porque las determinaciones lingüísticas del adjetivo “español” se encuentran en el centro de las polémicas más vivas en la actualidad: para una de las partes contendientes, el adjetivo “español”, como determinación lingüística, ha de ser predicado de todos los idiomas peninsulares, y así el gallego es un idioma español, como lo es el catalán, el valenciano, el vasco o el castellano; para gallegos, catalanes, vascos, hablar de español en lugar de hablar de castellano es un insulto, si es que se consideran tan españoles como los castellanos, cuando hablan gallego o valenciano o vasco. Otro partido, en cambio, ya no se considerará español cuando habla euskera, considerado indiferente que se utilice el adjetivo español o castellano. Pero otros, y son la mayoría, defenderán español habrá de entenderse como una determinación lingüística que se refiere al idioma oficial (por ejemplo, en virtud del artículo 3 de la Constitución de 1978) de todos los españoles, si se quiere, de los ciudadanos del Estado español Por ello, y para distinguir, por un criterio tomado de instancias externas a las partes en polémica, a esta acepción, nos acogemos al criterio de la oficialidad jurídico política; oficialidad reforzada también por el hecho fundamental de que esta acepción del adjetivo “español” está recogida, aunque no exclusivamente, por la Academia de la Lengua Española, y es la acepción más extendida entre los países americanos y en la terminología del derecho internacional.

“Español”, según su acepción geográfica, tiene que ver con todo aquello que se desarrolla en la Península Ibérica, incluyendo a veces a Portugal e islas adyacentes, pero dentro de unos intervalos históricos determinados, aunque borrosos. No basta que algo haya tenido lugar en esta circunscripción geográfica para que pueda ser denominado  español, salvo por denominación extrínseca.  Los hombres de Atapuerca no son “españoles”, en la acepción segunda y tercera, como tampoco, menos aún, cabría decir son burgaleses. Tampoco son “españoles” los pintores de Altamira, ni las gentes que construyeron las casas circulares de Santa Tecla (fueran o no celtas). Por ello, es conveniente utilizar aquí el término “Península Ibérica”, como suele hacerse, cuando se quiere subrayar el aspecto geográfico estricto y restringir el adjetivo “español”, incluso en su acepción geográfica, a los intervalos históricos en los cuales la “geografía” haya servido de asiento a una “sociedad española” ya constituida, es decir, a lo “español” en la acepción segunda, la sociológica; dicho de otro modo, cuando la “geología” haya experimentado las modificaciones pertinentes para convertirse en “paisaje” característico de esta sociedad. Sólo entonces, cuando pueda decirse que la sociedad peninsular moldeó un “pasaje” que, a su vez, contribuyó a conformar la sociedad peninsular, tendrá pleno sentido hablar de “geografía española”.


“Español”, en su acepción histórico-sociológica es predicado que debe ir referido a una sociedad o a diferentes sociedades entrelazadas de algún modo en una “sociedad española”. Ahora bien, la variedad de opiniones acerca de los límites históricos en los cuales puede ser circunscrita esta sociedad, susceptible de recibir internamente el predicado “español”, es tan grande que sólo me queda en esta ocasión declarar la mía propia. El criterio principal en el que se fundamenta la opinión que vamos a exponer es este: que el concepto de una sociedad española, en su sentido más general (es decir, prescindiendo de sus determinaciones políticas e incluso lingüísticas, en alguna medida) es un “concepto de escala” paralelo a conceptos tales como “sociedad francesa” o como “sociedad italiana”. Admitir este paralelismo implica reconocernos situados en unas coordenadas históricas en función de las cuales pueda conservar algún sentido preciso la delimitación de esa “sociedad española” respecto de sus congéneres de escala.

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¿Cabría tomar como línea divisoria a la monarquía visigoda? ¿Son ya españoles los hispanorromanos o los godos unificados bajo la corona de Leovigildo? Son, indudablemente, protoespañoles, a la manera como los hombres de Neanderthal son protohombres y los españoles se han modelado en gran medida a partir de ellos. Pero todavía no son españoles a la escala histórica presupuesta, porque aún no se han dibujado las coordenadas en las cuales habrá de definirse la sociedad española, a saber, las coordenadas cuyos ejes pasan principalmente por las sociedades europeas y las sociedades islámicas. Desde este punto de vista tampoco el pensamiento de san Isidoro, por ejemplo, podrá considerarse como un momento del pensamiento español, y esto dicho sin perjuicio del reconocimiento de la enorme influencia que a san Isidoro le corresponde en la composición del pensamiento español propiamente dicho.

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“Español”, en su acepción lingüística oficial, se refiere al idioma común que, tras un largo proceso histórico, hablan los miembros de la esa sociedad que hemos llamado española. Pero puesto que en esta sociedad también se hablan idiomas “regionales”, como el gallego, el vasco, el catalán o el valenciano, y teniendo en cuenta que Galicia, País Vasco, Cataluña o Valencia son regiones o nacionalidades de la misma escala que Castilla-León, ¿por qué no suprimir esta acepción del adjetivo “español” y llamar castellano al español? La respuesta me parece evidente: porque ello distorsionaría el sistema de relaciones realmente existentes entre las diferentes sociedades que hablan hoy este idioma, incluyendo las sociedades americanas o africanas.
En efecto: “castellano”, referido al idioma, y esto se olvida con frecuencia, es ante todo un concepto histórico y no un concepto geográfico o político-administrativo. “Castellano” no es el idioma que “hoy” se habla en Castilla, como podría hablarse en la época de Gonzalo de Berceo; precisamente porque ese castellano, fuera o no una coiné, desbordó los límites de la Castilla histórica, y comenzó a constituirse en idioma nativo, y aun con características locales propias respecto de otras muchas circunscripciones de la sociedad española y, más tarde, de otras sociedades americanas, africanas o asiáticas. Por ello fue preciso desvincularlo de su origen, y al “español” no lo debiéramos llamar “castellano” de la misma manera a como al idioma italiano tampoco hoy se le denomina “toscano”. Un idioma que, como el castellano, ha desbordado los límites de su territorio originario (si es que lo tuvo definidamente alguna vez), puede llegar a ser tan propio de quienes lo han asimilado como pudiera haberlo sido de sus primeros hablantes, y la circunstancia de haber nacido en Castilla o en La Rioja no confiere ningún privilegio, ni “título de propiedad”, en lo que al idioma se refiere, a los castellanos o a los riojanos. El español que se habla en Extremadura, o en Andalucía, o en Galicia, y luego en Cuba o en México, podrá ser tan genuino, dentro de sus modulaciones propias, como el español que llegue a hablarse en Castilla, una vez que haya experimentado las modulaciones correspondientes. En efecto, en Castilla seguirá hablándose el “castellano”, pero como en Andalucía se habla el “andaluz” o en Cuba el “cubano”. Todas estas modalidades son modulaciones del “español”, y si se mantuviese para todas ellas la denominación de “castellano” quedaría sin nombre propio el español de la Castilla actual, salvo que ésta pretendiese mantener una hegemonía canónica, absurda en un idioma internacional. Porque tan genuino es el español de Castilla, como el de Andalucía o el de Cuba, tan genuino como hombre es el hombre blanco, como el negro o el amarillo, aunque todos procedan de una raza precursora que acaso se aproximase más a alguna de las razas actuales que a otras. Quienes insisten en llamar castellano al español parecen empeñados en no querer reconocer la evolución de lo que fue un idioma local, una “especie generadora”, en un idioma internacional, en un “género”, olvidando, al encastillarse en el pretérito, que en la evolución de los idiomas, como en la de las especies biológicas, las nuevas especies pueden seguir siendo tan genuinas como las especies generadoras, y que las nuevas modulaciones no constituyen necesariamente una de-generación de la especie originaria, sino acaso una regeneración del género que se está formando precisamente en ese proceso de “especiación”.

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Pero la aplicación abstracta o rígida de las diversas acepciones, utilizadas por separado, conduce a consecuencias incompatibles entre sí, y no siempre ajustables al concepto estricto de un pensamiento funcional, tal como lo venimos entendiendo. En efecto, si mantenemos como criterio ineludible de un pensamiento público su vinculación a la sociedad (a los marcos sociales) en los cuales funciona el pensamiento, es evidente que, en todo caso, el pensamiento español tendrá siempre que contar con la referencia a la sociedad española. Pero esta no es inmutable históricamente. Y así, en nuestros días, la expresión “pensamiento español” tendrá que dejar fuera de su extensión al pensamiento de los países americanos, aunque se exprese en español (en su sentido lingüístico) y tendrá que incluir desde luego al pensamiento gallego, catalán, valenciano o vasco aunque vengan expresados en idiomas distintos del español. Por consiguiente, también será pensamiento español el que figura en las obras de los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII aunque estén escritas en latín.

En cambio, si se toma la acepción tercera del término “español”, la lingüística, habrá que excluir de la extensión del pensamiento español no sólo al pensamiento gallego, catalán o valenciano, expresado en sus idiomas respectivos, sino que también habrá que excluir a los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII, entre otros, que escribieron en latín.

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Así las figuras más representativas del pensamiento gallego (a través de pensadores como Gómez Pereira, suponemos, Francisco Sánchez, Benito Feijoo, Ramón de la Sagra o Amor Ruibal) han escrito en latín o en español. La hermosa lengua gallega fue utilizada históricamente para la música o para la poesía (incluso por castellanos) pero no para el “pensamiento”. E incluso lo mejor de esta poesía en gallego que hoy conservamos, como son las Cantigas de Santa María, no representarían tanto el espíritu gallego (si creemos a Xose María Dobarro Paz) cuanto el espíritu de la aristocracia feudal dominante en el Reino de Castilla.

Y si nos atenemos a los pensadores más reconocidos del país vasco, Unamuno o Zubiri, también hay que subrayar que ellos escribieron en español y no en euskera.