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Diario de un exquisito, Pierre Drieu La Rochelle

Un hombre cobarde piensa que podría ser valiente. ¿Piensa un hombre valiente -al menos a partir del día en que se ha dado al vicio del valor- que podría ser cobarde? No, y esto es todo cuanto les diferencia.

Cada mañana, cuando despierto, sonrío forzadamente, asegurándome a mí mismo que aquélla será mi última jornada de trabajo. Me repito: "No es posible, yo no soy un trabajador, un hombre que va a su oficina, por hermosa que sea." Pues mi oficina es hermosa.

Nuestros cristianos permanecen atrapados para siempre en la trampa que tanto tiempo atrás les tendieron los judíos y según la cual todo cuanto creen proviene de los judíos. Mientras que los dos tercios de cuanto creen  los mismos judíos les viene de los arios. Los judíos se desarrollaron entre los egipcios, los sumerios, que no eran semitas, los asirios y los caldeos, que eran semitas muy distintos a los que ahora conocemos, así como entre los fenicios, que tal vez, no eran semitas, filisteos, hititas, egeos, asiánicos de todas las especies.

El cristianismo proviene del pensamiento ario, como todo lo indio y, de rebote, todo lo chino, lo japonés. Y también a que los arios de hoy, que han debido volverse antisemitas, no tienen motivos para rechazar el cristianismo por semita.

Mi soledad se hace miedo, y el miedo angustia. Sin ningún motivo una angustia repentina me hiere como si me cerrara lentamente una puerta sobre un dedo; yo soy quien cierra la puerta. Busco esa angustia. Cuando más avanzo en mis días, más sé que las causas inmediatas que elijo para mi angustia son absurdas, risibles: recoger en mi carne la palabra de un enemigo, sentirme sin ganas de pensar, tener miedo a morir viejo.

Voy a encarar mi vejez con un vivo deseo de goce espiritual. Y es sin duda porque estoy saturado de voluptuosidad.

El hijo, aunque más tarde sea una persona fea y estúpida, es la vida renaciente que justifica el común suicidio de los padres.

Un hijo es un monumento de carne que, aun fracasado, puede engendrar otro monumento más feliz. Si eso no es un partenón, es una promesa de partenón. Es la matriz renovada de la arquitectura sempiterna que es ahora el Partenón, mañana será Chartres, pasado mañana aquel palacio florentino, aquella música de Bach y Mozart (pues los alemanes son por su música tan grandes arquitectos como los griegos, los italianos y los franceses).

No puedo evitar mirar continuamente la gente que me rodea y eso es un gran pecado, pues cuanto más la miro más odio. Con un odio tranquilo, dulce, jovial, que tal vez no les hiera nunca pero que sin duda me hiere. ¿No sería más sano odiarles activamente, invadiéndoles, explotándoles?

¿Si no tengo hijos, qué diferencia hay entre un pederasta y yo? ¿Qué diferencia entre mis amores y los de un pederasta? Además, tengo amigos pederastas que tienen hijos.

He entrado en la iglesia, que es moderna y, por tanto, tan fea por dentro como por fuera. ¿Cómo nos hiere todo en nuestro tiempo! Y, sin embargo, existe la belleza de las máquinas. Intenté una vez recogerme y -me atreveré a decirlo- rogar en la paz de una central eléctrica en la que había más orden y armonía que en una iglesia llena de sillas y de grotescos San José, con los labios pintados, la barba rizada y teatralmente togados, cuando deberían llevar pantalones como todo el mundo.

En verdad el paso por la tierra es efímero, el mundo es sólo una pequeña polvareda. Pero la fealdad sigue siendo un crimen a los ojos del instante como lo es a los ojos de la eternidad. Sólo algunos santos tienen derecho a ser feos.

¿Por qué se dice historia del arte o historia de las religiones? No hay, sin embargo, más que una religión, la misma en Egipto y en la América precolombina, la misma en la India y en China, la misma en Grecia y en la Europa medieval. Siempre un Dios por encima de los dioses, los héroes, los santos, los demonios. Siempre el misterio de la creación del mundo. Siempre un alma inmortal. Siempre la redención de esa alma. Siempre un dios salvador que muere y renace.  Siempre un paraíso y un infierno. Siempre el Espíritu Santo que envuelve, aniquila y lo sobrepasa todo e incluso la noción del Dios creador y la del Dios salvador.

Antes de escribir no reflexiono bastante y siempre me ha parecido que sólo pienso con la pluma en la mano.

El ateísmo no ha logrado nada: expulsad a san Pablo por la puerta y Freud entra por la ventana. Expulsad a Freud, quedan Esquilo y Sófocles.