La forja de un rebelde, Arturo Barea
La llama
Durante el día la calle es calle de negocios y las gentes van afanosas arriba y abajo haciendo girar las puertas de molino de los bancos con un rebrillo de cristales. Y día y noche la calle tiene sus habitantes fijos que parecen vivir allí, en sus aceras: toreros sin contrata, músicos sin orquesta, cómicos sin teatro. Se cuentan sus miserias y sus dificultades y esperan la llegada de un conocido más afortunado que les resuelva el problema de comer un día más; trotacalles que entran y salen en el bar más cercano mirando recelosas por si un policía las detiene en el trayecto; floristas con sus ramitos de violetas o sus varitas de nardos, asaltando a los concurrentes de los bares y restaurantes de lujo; el hombre sin piernas dentro de un carrito de madera que hace andar con las manos y sobre el cual llueven las monedas todo el día; el mendigo que nunca perdió una corrida de toros, buena o mala, y a quien saludan ministros y hampones.
Las clases pobres consideraban el azúcar un artículo de lujo. Lo habían considerado siempre desde que España perdió la isla de Cuba. Aún recordaba yo la parsimonia con que mi madre prodigaba la cucharadita de azúcar en su café.
Tengo que hacer una aclaración: yo no creo que todo hombre de negocios es un canalla. He conocido y conozco muchos industriales y comerciantes honrados y sanos, con su defecto humano de querer ganar más y más. No hablo de éstos, sino de los otros. De los comerciantes e industriales que personalmente no existen. De los que se llaman Muller, Smith o Pérez, sino que se esconden bajo un anónimo y se llaman la Deutsche A.G., la British Ltd. O la Ibérica S.A., y que en la impunidad de este anónimo, sin que nunca se encuentre al responsable, acaparan negocios, imponen precios y destruyen países. Sus directores y sus agentes comerciales no tienen más que una consigna: el dividendo. Los concerns y los trust no están interesados en que sus agentes sean personas honradas, sino en que sean personas que sepan aparecer como honradas legalmente. Si es necesario sobornar a un ministro para que firme una ley, la sociedad da el dinero, pero es necesario que el agente sepa hacer de forma tal que nunca pueda probarse que fue la sociedad quien pagó.
Pero son demasiado poderosas para que simples palabras las hieran. Yo sabía quién pagó doscientas mil pesetas por el voto del más alto tribunal de España en el año 1925, para que se resolviera un pleito a su favor en el que si discutía nada más ni nada menos que el que España pudiera o no tener una industria aeronáutica propia. Sabía que los fabricantes de paños catalanes estaban a merced de un concern de industrias químicas -las Industrias Químicas Lluch- que figuraba como español pero que de hecho pertenecía nada menos que a la I.G. Farben-Industrie. Sabía quiénes pagaron y quiénes cobraron miles de duros para que el pueblo español no pudiera tener aparatos de radio baratos, a través de una sentencia injusta. Y quiénes fueron los que a través de la ceguera estúpida de un dictador de cuarto de banderas se apoderaron del control de la leche en España, arruinaron a miles de comerciantes honrados, arruinaron a los granjeros de Asturias y obligaron a pagar al público leche más cara y sin valor nutritivo.
Hasta entonces, casi todas las tardes se habían producido incidentes similares: los falangistas esperaban la salida de Mundo Obrero e inmediatamente comenzaban a vocear su revista Fe. Ninguno de los periódicos era vendido por los profesionales, sino por voluntarios de ambos partidos. A los pocos momentos estallaban los incidentes a lo largo de la calle: bofetadas y alguna que otra descalabradura y la acera llena de periódicos pisoteados y rotos. Las gentes pusilánimes corrían atemorizadas, pero en general para los paseantes era un incitante espectáculo, en el cual muchas veces se sentían arrastrados a tomar parte activa. Pero lo de aquel día era ya más grave.
Después me fui a la Casa del Pueblo. Había poca gente en el café, pero unos cuantos amigos se agrupaban alrededor de dos mesas juntas. Se comentaba lo ocurrido la noche antes y lo ocurrido aquella misma noche. Uno de los concurrentes, hombre ya maduro, cuando se acabaron las palabras exaltadas dijo:
-Lo malo es que con todo esto estamos haciendo el caldo gordo a los comunistas.
-Y qué, ¿te da miedo? -preguntó otro, burlón.
-A mí no me da miedo, pero lo que veo es que se nos están metiendo en casa. Para los falangistas todos somos comunistas y claro es que si nos dan de palos nos tenemos que defender; pero en lugar de esto, recomendamos paciencia a la gente y se nos van en masa a los comunistas.
-Tú porque eres de los de Besteiro. Os creéis que con paños calientes se puede arreglar esto y os equivocáis. Lo que estáis haciendo es estúpido. Las derechas están todas unidas y nosotros andamos cada uno por nuestro lado; lo que es peor aún, tirándonos los trastos a la cabeza. ¡Lo que está pasando es una vergüenza! -Puso sobre la mesa un puñado de periódicos-: Lee esto. Todos los periódicos son nuestros, de la izquierda. ¿Y qué? Los comunistas atacando a los anarquistas y éstos a aquéllos. Los dos a nosotros y nosotros a ellos; y entre nosotros, Largo Caballero y Araquistain a Prieto, y éste a los dos. De Besteiro no hablemos, porque no habla de revoluciones en la calle y nadie le hace caso porque todos hablan de revolución, de “su revolución”. Yo digo, o nos unimos pronto o vamos a acabar aquí como en Asturias con Gil Robles y Calvo Sotelo como dictadores y el Vaticano dictando.
Los socialistas se dividían en tres grupos importantes: el de Largo Caballero, que representaba la izquierda del partido; el de Indalecio Prieto, que representaba el centro, y el de Besteiro, que representaba la derecha con su teoría de evolución y reformismo. Estos tres grupos producían la escisión constante dentro de la UGT. La CNT estaba igualmente dividida en dos grupos: los partidarios de la acción directa, anarquistas, y los de la acción sindical. En ambos partidos y en ambas asociaciones se encontraban partidarios y enemigos de la fusión de la UGT y la CNT. Y para terminar la complejidad de la situación, el Partido Comunista comenzaba a desarrollarse y a infiltrarse en el ala de la UGT y del Partido Socialista, creando otro antagonismo doble, ya que comunistas y anarquistas eran enemigos declarados.
Es muy español “quedarse ciego por saltarle un ojo al vecino”. Así, se daba la absurdidad de que los anarquistas se regocijaban de los atentados de los falangistas contra los comunistas; y que éstos, a su vez, hicieran todos los esfuerzos posibles para atacar a los anarquistas a través de los medios de represión gubernamentales.
Pero, seguramente, definiendo así la situación de las izquierdas españolas cometo un grave error, el mismo que han cometido otros escritores sobre cosas de España.
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Hubo que restablecer los plenos derechos constitucionales de los ciudadanos y comenzó la batalla de propaganda. Las derechas izaron la bandera del anticomunismo y comenzaron a aterrorizar a los futuros electores con visiones horribles de lo que sería el país en el caso de una victoria de las izquierdas. Predecían el caos y dieron colorido a sus predicciones multiplicando los incidentes callejeros provocativos. Los partidos de la izquierda formaron un bloque electoral. La lista de candidatos comprendía todos los matices, desde los simples republicanos hasta anarquistas; enfocaron su propaganda sobre las atrocidades que se habían cometido con los prisioneros de izquierda después del levantamiento de Asturias y la petición de una amnistía general.
Al mismo tiempo, sin embargo, las disensiones entre los partidos de izquierda se agravaron. Su prensa dedicaba al menos tanto espacio en atacarse mutuamente como en atacar a las derechas. Cada uno de ellos tenía miedo de un golpe de Estado fascista y voceaba este miedo, proclamando a la vez su tipo particular de revolución como la única solución posible. Largo Caballero aceptó el título de “Lenin de España” y el apoyo de los comunistas. Su grupo dijo a las masas que una victoria de las eleciones no sería la victoria de un Estado democrático-burgués, sino de un Estado revolucionario.
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¿Cómo van en Madrid las cosas de la política?
- Por lo que a mí me parece, confieso que soy muy pesimista. Los grupos de la izquierda no hacen más que pelearse unos con otros y las derechas están dispuestas a destruir la República. Ahora, a algún idiota se le ha ocurrido la idea de nombrar a Azaña presidente e inmovilizar así a un hombre, tal vez el único, que podía haber gobernado el país en esta situación.
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La iglesia de San Nicolás estaba ardiendo. Vi los ventanales de la cúpula saltar explosivos, y chorros de plomo incandescente deslizarse por el tejado. La media naranja era una bola gigantesca de fuego furioso, crujiendo y retorciéndose bajo las llamas. Por un instante, el incendio pareció extinguirse y la enorme cúpula se abrió con una grieta roja.
Las gentes se dispersaron gritando:
- ¡Se hunde!
Se hundió la cúpula con un chasquido y un golpazo sordo, tragada por las paredes exteriores de la iglesia. De dentro brincó a lo alto una masa silbante de polvo, cenizas, humo y chispas. De pronto, entre esta nube de cataclismo, surgió la figura de un bombero en lo alto de una escala que se balanceaba en el aire, perdido el apoyo de la cúpula; el hombre, en lo alto, seguía dirigiendo el chorro de agua de su manga sobre los puestos del mercado de la calle de Santa Isabel y las paredes del cinema a espaldas de la iglesia. Era como si Arlequín se hubiera quedado de repente solo en la escena, ridículo y desnudo. Las gentes aplaudían, no sé si al derrumbamiento de la cúpula o a la figurilla grotesca allá en lo alto. El fuego seguía rugiendo sordamente dentro de las paredes de piedra.
La iglesia de San Cayetano era una masa de llamas. Cientos de personas vecinas de las casas adyacentes habían sacado a la calle sus muebles y los habían amontonado lejos del incendio que amenazaba sus hogares. Guardaban sus propiedades y contemplaban silenciosas el incendio. Una de las torres gemelas comenzó a oscilar. La multitud gritó: si la torre caía sobre sus casas, sería el fin. El bloque de piedra y ladrillo se estrelló en mitad de la calle.
Me fui a casa profundamente emocionado. Sentía un peso en la boca del estómago como si quisiera llorar sin poder. Surgían visiones de mi infancia y tenía la sensación de sentir y de oler cosas que había querido y cosas que había odiado. Me senté en el balcón de casa sin ver la gente que pasaba por la calle o que se enracimaba en grupos, hablando a gritos. Traté de aclarar el conflicto dentro de mí. Me era imposible aplaudir la violencia. Estaba convencido de que la Iglesia en España era un daño que había que corregir, pero a la vez me rebelaba contra esta destrucción estúpida. ¿Qué habría ocurrido a la biblioteca del colegio con sus viejos libros iluminados, con sus manuscritos únicos? ¿Qué habría ocurrido a las salas de física y de historia natural, tan espléndidas, tan escasas en España? ¡Y toda la riqueza destruida en material de enseñanza! ¿Era posible que estos curas y estos señoritos de la Falange hubieran sido realmente tan estúpidos como para creer que el colegio iba a ser una fortaleza contra un pueblo enfurecido?
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Pero no podía continuar al margen de los acontecimientos. Sentía el deber y tenía la necesidad de hacer algo. El Gobierno había declarado que el levantamiento estaba sofocado, pero era evidente que lo contrario era la verdad. La batalla no había comenzado aún. Aquello era la guerra, guerra civil, y una revolución. No podía ya terminar hasta que el país se hubiera convertido en un Estado fascista o en un Estado socialista. No tenía que elegir entre ellos. La elección estaba para mí hecha durante toda mi vida. O vencía una revolución socialista, o yo estaría entre los vencidos.
Era obvio que los vencidos, fueran los que fueran, serían fusilados o encerrados en una celda de cárcel.
Esto era la espuma de la ciudad. No lucharían, ni llevarían a cabo ninguna revolución. Lo único que harían seria robar, destruir y matar por puro placer.
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Pero aunque había entusiasmo de sobra, aún no existía cohesión. El orgullo de cada partido parecía mucho más fuerte que el sentimiento de defensa común. La victoria de un batallón anarquista se restregaba en la cara de los comunistas, y la victoria de una unidad comunista se lamentaba y desvirtuaba por los otros grupos. La derrota de un batallón se volvía en ridículo para el grupo político a que pertenecía. Hasta cierto punto esto fortalecía el espíritu de lucha de las unidades aisladas, pero también creaba un semillero de resentimiento mutuo que perjudicaba las operaciones militares en su conjunto y anulaba un mando unificado.
Cuando salimos de casa, los vecinos nos contaron que un aeroplano había volado bajo sobre Madrid desde el sur al norte, regando de bombas el camino. Había dejado un rastro de sangre desde la Puerta de Toledo a Cuatro Caminos. Por accidente o porque el piloto se guiara él mismo por los espacios abiertos entre las calles, la mayoría de las bombas habían caído en las plazas públicas y muchos chiquillos habían sido víctimas.
Esto fue el 7 de agosto de 1936. Aquella tarde y aquella noche, los fascistas recomenzaron a disparar desde balcones y buhardillas. Se hicieron centenares de detenciones y aquella noche se ejecutó en masa a los sospechosos.
Las ejecuciones habían atraído mucho más público del que yo hubiera imaginado. Había familias enteras con sus chicos, excitados y aún llenos de sueño. Milicianos cogidos del brazo de muchachas, novias o mujeres, y bandadas de chiquillos. Todos yendo Paseo de las Delicias abajo, todos en la misma dirección. A la entrada del mercado y de los Mataderos, en la Glorieta, se agolpaba un verdadero gentío. Mientras carros y camiones cargados de legumbres iban y venían, piquetes de milicianos se mezclaban con los curiosos y pedían la documentación a quien se les antojaba.
Los cadáveres yacían entre los arbolillos. Los curiosos iban de uno a otro y hacían observaciones humorísticas; un comentario piadoso hubiera provocado sospechas.
Había esperado los cadáveres y su vista no me impresionó. Había unos veinte, ninguno profanado. Había visto cosas peores en Marruecos y el día antes. Pero me impresionó terriblemente la brutalidad colectiva y la cobardía de los espectadores.
Llegaron los camiones de la limpieza del Ayuntamiento de Madrid que venían a recoger los cuerpos. Uno de los chóferes dijo:
-Ahora vamos a regar eso y lo vamos a dejar como la patena para el baile de esta noche. -Se echó a reír, pero sonaba a miedo.
Alguien nos dejó montar en un coche hasta Antón Martín y nos fuimos a desayunar al bar de Emiliano. Sebastián, el portero del número siete, estaba allí con un fusil arrimado a la pared. Cuando nos vio, dejó el vaso de café sobre el platillo y comenzó a explicar con gestos extravagantes:
-¡Vaya una noche! Estoy reventado. ¡Once me he cargado hoy!
Ángel le preguntó:
- ¿Qué has estado haciendo? ¿De dónde vienes?
- De la Pradera de San Isidro. He estado allí con los compañeros del sindicato y nos hemos llevado unos cuantos fascistas con nosotros. Luego han venido otros amigos de otros grupos y les hemos echado una mano para acabar antes. Creo que hemos suprimido más de ciento esta vez.
Se me contrato la boca del estómago. Aquí había alguien a quien yo conocía casi desde que era niño. Le conocía como un hombre alegre y trabajador, enamorado de sus chiquillos y de los chiquillos de los demás; seguramente un poco rudo, con pocas luces, pero honrado y decente. Y aquí estaba convertido en un asesino.
Me llevó a una de las iglesias más populares de Madrid, que se había convertido en una prisión y un tribunal. El tribunal se había instalado en la rectoría y la prisión en la cripta.
- Bueno -dijo el cabo-, hoy nos cargamos a todos los fascistas que tenemos aquí. Es una lástima que no sean más que media docena; hoy me gustaría tener seis docenas.
Dos milicianos trajeron el primer prisionero, un muchacho de veintidós años, la ropa de buen corte llena de polvo y telarañas y los párpados enrojecidos.
-¡Acércate, pajarito, que no te vamos a comer!- bromeó Manitas.
El miliciano en el sillón sacó una lista del cajón de la mesa y leyó en voz alta el nombre y las circunstancias del acusado; pertenecía a Falange, varios camaradas le habían visto vendiendo periódicos falangistas y en dos ocasiones había tomado parte en riñas callejeras. Cuando le habían arrestado encontraron sobre él una matraca de plomo, una pistola y un carnet de la Falange.
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Nuestras órdenes eran más que simples: ¡teníamos que suprimir todo lo que no indicara una victoria del Gobierno republicano!
Al mismo tiempo, el Gobierno trataba de suprimir los tribunales terroristas, creando una nueva forma, legalizada, de tribunales populares, en los cuales un miembro del cuerpo jurídico actuaría como juez, y delegados de las milicias como asesores: se autorizaba a las milicias de vigilancia a investigar y detener fascistas, pero únicamente a las debidamente autorizadas, para eliminar así el terror de la caza del hombre. Pero la ola de miedo y odio estaba aún creciendo y el remedio era peor que la enfermedad.
La orden oficial para la censura fue: dejar pasar únicamente las informaciones en las que apareciera que el Alcázar estaba a punto de rendirse, la columna de Yagüe detenida en su avance, y los tribunales populares un dechado de justicia.
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El tío Juan, el molinero de Novés, vino a verme una mañana. Me lo llevé a un café y comenzó a contarme su historia, en su modo lento y ecuánime:
- Yo tenía razón, don Arturo. Los viejos nos equivocamos pocas veces. ¡Las cosas que han pasado! Cuando estalló la revuelta, nuestra gente se volvió loca. Arrestaron a todos los ricos del pueblo y a todos los que habían trabajado con ellos; a mí también. Me dejaron fuera después de un par de horas. Los muchachos sabían que yo no me había mezclado jamás en política y que en mi casa siempre había un pedazo de pan para el que lo necesitara. Además, a mi chico le dio la ventolera de hacerse guardia de asalto, y por eso yo era también un republicano para ellos. Bueno, montaron un tribunal en el Ayuntamiento y los fusilaron a todos, hasta al cura. A Heliodoro le fusilaron el primero. Pero los enterraron a todos en tierra sagrada. El único que se escapó con el pellejo fue José, el del casino, porque muchas veces les daba una pesetilla a los pobres que no tenían nada que comer. ¡Siempre es bueno encender una vela a Dios y otra al Diablo! Y así, las familias de los fusilados se marcharon del pueblo y al principio la gente quería repartirse las tierras; después quería trabajarlas en común. Total, que no se ponían de acuerdo y no había dinero. Se incautaron de mi molino, pero naturalmente, no había grano que moler y lo mismo pasaba en los otros pueblos. Unos cuantos de los jóvenes se marcharon a Madrid con las milicias, pero la mayoría de nosotros nos quedamos y fuimos viviendo con lo poco de las huertas y lo que se había encontrado en las casas de los ricos.
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Estaban llegando tanques rusos, cañones antiaéreos, aeroplanos y camiones llenos de munición… Esperábamos todos que, ahora, a través de la defensa de Madrid -¿qué mejor voto?-, el mundo se enteraría al fin de por qué luchábamos. La censura de prensa extranjera en Madrid era una parte de esa defensa; o al menos entonces yo lo creía así.
Me fui a casa y recogí las fotografías de los niños asesinados en Getafe. Me las llevé al Partido Comunista para que se usaran en carteles de propaganda.
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Durante la noche escuchábamos el anillo de explosiones de los morteros. En los amaneceres grises y sucios nos asomábamos a la ventana y escuchábamos cómo el horizonte de ruidos se apagaba. Uno de los hombres del Control Obrero vino y me mostró un fusil mexicano: México había mandado miles de fusiles. Los aviones de caza que volaban sobre nuestras cabezas procedían de Rusia. En la Casa de Campo estaban luchando camaradas franceses y alemanes y se dejaban matar por nosotros. En el Parque del Oeste se estaba atrincherando el batallón vasco. Hacía mucho frío y los cristales de nuestras ventanas estaban salpicados de agujeros diminutos.
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- Y hablando de la guerra, ¿qué dicen las gentes aquí sobre ello? Aunque de todas maneras esto se acaba en unos días. Con la ayuda de Rusia, no dura ni dos meses. Se están portando. ¿Ha visto usted los cazas? En cuanto tengamos unos pocos más de ellos, se les acabó el cuento a los alemanes amigos de Franco. Ésta es una de las cosas que yo no puedo entender. ¿Por qué tienen que mezclarse estos italianos y alemanes en nuestras cuestiones, si a ellos no les hemos hecho nada?
- Después, los mexicanos, y Dios los bendiga, nos mandaron unos fusiles, pero luego resultó que nuestros cartuchos eran un poco grandes para ellos y se atascaron.
- Rusia es un país socialista y tiene la obligación de ayudarnos, porque para eso somos socialistas; comunistas, si usted quiere, da igual.
Me ahogaba el sentimiento de impotencia personal frente a la tragedia. Era amargo pensar que yo era un entusiasta de la paz, amargo pronunciar la palabra pacifismo. Me había convertido en un beligerante. No podía cerrar los ojos y cruzarme de brazos mientras se asesinaba impunemente a mi propio país, sin más finalidad que el de que unos pocos se hicieran los amos y esclavizaran a los supervivientes. Sabía que había fascistas de buena fe, admiradores del pasado glorioso, soñadores de imperios que desaparecieron para siempre, conquistadores que se creían en una cruzada; pero no eran más que la carne de cañón del fascismo. Los otros, los otros, los herederos de la casta que había regido España durante siglos, los que yo había conocido manejando la guerra en Marruecos, con su corrupción estupenda, con sus glorias retiradas, cebándose en latas de sardina podridas, en sacos de judías llenos de gusanos: esto era lo que había que combatir. No era una cuestión de teorías políticas, sino de vida o muerte. Había que luchar contra los enterradores; los Franco, los Sanjurjo, los Mola, los Millán Astray, que ahora coronaban su hoja de servicios cañoneando su propio país para hacerse los amos de esclavos y a la vez convertirse para ello en esclavos de otros amos. Oh, ¿cómo un general puede tener tan poca vergüenza de sí mismo?
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El camino a Valencia es largo, y yo hablé y hablé, para aclarar mi mente, para desahogarme, mientras García escuchaba y hacía preguntas. Cuando llegamos a la ciudad, fuimos directamente a un bar para comer algo y para beber un vaso juntos antes de separarnos. Y fue únicamente entonces cuando García dijo:
- Bueno, compañero, ahora dame las señas del fulano ese. Esta noche le vamos a hacer una visita.
-Caray, ¿para qué?
- Ah, no te preocupes, aquí en Valencia a veces la gente desaparece de la noche a la mañana. Se los llevan a Malvarrosa, al Gran o a la Albufera, se ganan un tiro en la nuca y el mar se los lleva. Bueno, algunas veces los devuelve porque le dan asco.
-… Conozco al tipo y por causa de ellos vamos a perder la guerra. ¿O tú crees que nosotros sabemos las cosas que la censura deja pasar? Ese hombre es un fascista y ya le tenemos marcado hace mucho tiempo. Además, le hemos avisado más de una vez. Tú podrás decir lo que quieras, pero a ése le damos el paseo más tarde o más temprano.
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España, su pueblo y su Gobierno, no existían más que en una forma definida; eran el objeto de un experimento en el cual los países partidarios de un fascismo internacional y los países partidarios de socialismo o comunismo tomaban parte activa, mientras los demás países nos contemplaban como espectadores vitalmente interesados. Lo que estaba ocurriendo era un claro preludio del rumbo futuro de Europa y posiblemente del mundo.
Los espectadores favorecían a uno u otro de los dos combatientes; sus clases directoras se inclinaban del lado del fascismo internacional; parte e sus trabajadores y de sus intelectuales se inclinaban más o menos claramente hacia un socialismo internacional. Una guerrilla ideológica de ambos bandos combatía en Europa y América. Reclutas para las Brigadas Internacionales venían de todos los países, y todos los países se negaban a vender a la República española las armas que necesitaba. La razón que se daba era que se quería evitar una guerra internacional. Sin embargo, algunos grupos tenían la esperanza de que España provocaría la guerra entre Alemania y Rusia y muchos tenían curiosidad por ver enfrentarse la fuerza de las dos ideologías políticas, no en el campo de la teoría, sino en el de la batalla.
No podíamos ganar la guerra.
Los hombres de Estado de la Rusia soviética no iban a ser tan estúpidos como para llevar su intervención a un punto en que constituyera peligro de guerra contra Alemania, en una situación en la que Rusia se encontraría abandonada por todos y Alemania disfrutaría del apoyo de las clases directoras y la ayuda de las industrias pesadas de todos los demás países. Muy pronto los rusos nos dirían: “Lo sentimos mucho, no podemos hacer más por vosotros, arreglároslas como podáis”.
Estábamos condenados de antemano. Y sin embargo continuábamos una lucha feroz. ¿Por qué?
No teníamos otra solución. Ante España no había más que dos caminos: la terrible esperanza, peor aún que desesperación, de que estallara una guerra europea y obligara a algo de los otros países a intervenir contra la Alemania de Hitler; y la desesperada solución de sacrificarnos nosotros mismos para que otros pudieran ganar tiempo y hacer sus preparativos, y así, cuando un día llegara el fin del fascismo, tener el derecho de pedir nuestra compensación. En cualquiera de los dos casos teníamos que pagar con la moneda de nuestra sangre y la destrucción bárbara de nuestro propio suelo. Era por esto que muchos miles, que se se enfrentaban en el frente con la muerte, luchaban con un credo y una convicción política, con fe y con esperanza de victoria.
Entre los líderes de la lucha, la idea de salvar la República como base de un gobierno democrático había desaparecido; cada grupo se había vuelto monopolista e intolerable…. Ahora nos llegaban noticias de batallas en las calles de Barcelona entre los antifascistas.
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Escribí una charla. Como vehículo de la noticia, la hice como dirigida a un famoso capitán de barco inglés que había roto el bloqueo de Bilbao para llevar socorros a la ciudad y que todo el mundo conocía como Potato Jones. Le contaba que Bilbao había caído, le explicaba lo que esto significaba para España, nuestra España, y lo que significaría cuando la reconquistáramos; le contaba que nosotros estábamos luchando y que no nos quedaba tiempo para llorar por Bilbao. Miaja leyó aquello, dio un puñetazo en la mesa y me ordenó que radiara la charla. Llamó al editor del único periódico que se publicaba en Madrid al día siguiente, por ser lunes, y le ordenó que imprimiera el texto. Y así, de esta forma, fue como Madrid se enteró de la caída de Bilbao.
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Nuestras tropas habían conquistado Teruel. Los corresponsales volvían del frente con historias de muerte en el fuego y en la nieve. Nuestra amiga noruega Niní Haslund, organizadora de la ayuda internacional, nos contó historias de niñas temblorosas en un convento bombardeado y de viejas mujeres que lloraban cuando se les daba pan. Me comenzaba a abrumar un sentido de inferioridad: nuestros soldados estaban muriendo en las calles de Teruel. Estábamos destruyendo nuestras propias ciudades y matando a nuestros propios hombres porque no había otra solución contra el horror de vivir en la esclavitud fascista. Yo debería estar en el frente, y no era ni aún capaz de trabajar en Barcelona cuando había un bombardeo. Era un inútil físico y mental, acurrucado en una cueva en lugar de estar ayudando a los niños o a los hombres.