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¿Por qué la República perdió la guerra? Stanley G. Payne



UN CONFLICTO ENDÓGENO


    El único proceso revolucionario del continente europeo durante el período de entreguerras tuvo lugar en España a partir de 1931. Fue absolutamente excepcional por cuanto no fue un proceso catalizado por una guerra internacional, sino que fue resultado, casi exclusivamente, de factores endógenos, lo cual, en este sentido, lo convierte en el caso más singular de todos cuantos se puedan someter a consideración. Fue aún más extraordinario puesto que España había tenido todo un siglo de Gobiernos parlamentarios, aun cuando aquel primitivo desarrollo parlamentario tuviera serias deficiencias. Durante la segunda mitad de ese período había prevalecido en España un sistema monárquico constitucional, estable y reformista, ajeno a cualquier presión significativa de índole militar o extranjera de Europa.

    Por otra parte, la innovación y los virulentos giros institucionales habían sido características peculiares de la vida política española durante más de un siglo, prácticamente desde 1810; la transición rápida hacia nuevos modelos o regímenes contaba con varios precedentes. En todo caso, en 1931 de ningún modo resultaba evidente que estuviera comenzando un proceso revolucionario y no un cambio de régimen. Gracias sobre todo a su neutralidad, el país había conseguido evitar buena parte de la crisis sobrevenida tras la Primera Guerra Mundial, aunque sufrió algunas consecuencias parecidas a las de otros países, y esta estabilidad parcial duró algunos años aún. El catalizador inmediato del cambio de régimen fue el proceso político de la dictadura bajo Primo de Rivera, desde 1923 hasta 1930, aunque esta había sido una de las formas de autoritarismo más livianas de su tiempo y había resuelto, más  que exacerbado , los problemas militares más acuciantes del país. En aquellos mismos años concluyeron también las dictaduras temporales en Grecia y Yugoslavia, y las consecuencias políticas en esos países fueron muy escasas. 


     La dictadura española duró lo suficiente para destruir por completo el sistema parlamentario precedente, y después de su caída la monarquía no pudo sostenerse, porque no contaba con el refuerzo que le hubieran proporcionado los cimientos del nacionalismo o del imperialismo. 

     Los acontecimientos en España mostraron una vez más que los procesos revolucionarios a menudo comienzan rápida y pacíficamente, y, relativamente, con poco esfuerzo -en ocasiones prácticamente sin ninguno- por parte de los revolucionarios. Desde luego, esta generalización no siempre se da, pero describe bastante ajustadamente la situación en Francia de 1789, en la Rusia de marzo de 1917 y en la España de 1931, Los procesos revolucionarios que dan comienzo con poca conflictividad habitualmente evolucionan en una serie de fases o secuencias arquetípicas, las primeras fases suelen ser moderadas, y esto, una vez más, describe la situación en España, pues el régimen de abril de 1931 adoptó la forma de una república democrática, basada en los sistemas económicos y sociales preexistentes. Uno de sus ministros socialistas, Francisco Largo Caballero, declaró que en España «el extremismo» no podía tener futuro, dado el gran éxito del reformismo pacífico. Irónicamente, algún tiempo después, él mismo sería uno de los principales líderes en adoptar «el extremismo» como una táctica indispensable.

     Los acontecimientos en España no se precipitaron como en la Rusia en 1917, porque España era un país estable, completamente en paz, y no estaba sujeto a presiones radicales importantes de ningún tipo, ni internas ni externas. La cronología de los acontecimientos fue de algún modo parecida a la de Francia en la década de 1790. El error que cometió uno de los líderes republicanos de 1931, cuando comparó la aparente democratización pacífica del país con la violencia y la sangría de la Francia revolucionaria, fue comparar la España de 1931 con la Francia de 1792 y 1793, dado que la comparación debería haberse establecido con la Francia de 1789. España se radicalizaría muy pronto. Es más, ese comentario pasaba por alto el hecho de que los republicanos habían intentado inicialmente por implantar la república mediante una revuelta militar en diciembre de 1930. Aunque en aquella ocasión fracasaron estrepitosamente, algunos de ellos no mostrarían excesivo pudor a la hora de volver a las tácticas violentas o ilegales.

    Por otra parte, la ausencia de consenso político no era un hecho excepcional, pues, como ya hemos visto, durante la década de los treinta la divergencia de criterios políticos era casi más extrema que en cualquier otra época de la historia. La desgracia de España fue intentar dar con un nuevo sistema político en tales circunstancias. En 1919, por ejemplo, la democracia liberal disfrutaba de un prestigio mayor que en 1931, y la democratización posiblemente pudiera haberse implantado con más facilidad en 1923 que en 1931!.

    Otro detalle en el que España resultaba excepcional era que su sociedad política entre 1931 y 1936 era la más plural, desde todos los puntos de vista, de todos los países que experimentaron procesos revolucionarios: había una amplísima variedad de alternativas, con rapidísimos cambios en el poder político, de tal modo que las diferentes opciones políticas pudieron tener ciertas posibilidades de éxito en distintas ocasiones. A lo largo de fases sucesivas, tuvieron su oportunidad proyectos de régimen muy distintos: una democracia liberal (1931-1932 y 1933-1934), la república exclusivista «jacobina» de extrema izquierda (1932-1933 y 1936), una coalición católica (1934-1935), el socialismo revolucionario (1936), la «nueva fórmula» de la república popular (1937-1938) y una especie de semifascismo (1937-1939); la última opción venció finalmente por la fuerza de las armas. Ningún otro país experimentó semejante caleidoscopio de posibilidades de regímenes ni sufrió tal variedad de procesos revolucionarios extremos.

    Lo fundamental para que se precipitara el proceso en España fue la presencia del elemento básico en todas las revoluciones: la revolución psicológica que conlleva un considerable aumento de las esperanzas en el futuro, que se produjo entre 1914 y 1931. Dichas expectativas habían aumentado y se habían fortalecido no tanto gracias al desarrollo político, sino a la rapidísima expansión social y económica de la década de los veinte, que fue durante algunos años una de las más importantes del mundo; semejante expansión produjo una asombrosa modernización que quedó brutalmente truncada, aunque no invertida del todo, con la Gran Depresión. En torno a 1930 el empleo en el sector primario había descendido a menos de la mitad de la fuerza laboral, y estos cambios decisivos provocaron una demanda cada vez mayor de discursos políticos de mayor calado y reformas institucionales y sociales más profundas. Los efectos iniciales de la depresión fueron comparativamente más leves en España que en la mayoría del resto de los países, pero sus consecuencias, sin embargo, contribuyeron a exacerbar la radicalización que impulsó las exigencias de reformas dirigidas a alcanzar objetivos revolucionarios, en una típica demostración de la teoría fundamental de la revolución tal y como se ha comentado en la Introducción.

    Nada de esto se percibía en 1931, pues, aunque en realidad solo había un acuerdo parcial, la sensación general era que en la coalición gobernante inicial existía un consenso político para mantener la democracia liberal. Sin embargo, de los tres sectores que inicialmente lideraron la República (izquierda republicana, los socialistas y los centristas radica les?), solo el último hizo de la democracia liberal parlamentaria y de las reglas del juego electoral un valor fundamental en sí mismo'. Los republicanos izquierdistas de Manuel Azaña no identificaron la República con un proceso democrático que debe respetarse legal y procedimentalmente, sino como un proyecto de reforma radical para el cual el mismo Azaña y otros líderes del partido en ocasiones utilizaron el término «revolución». Para ellos, «la República» era un programa político e ideológico de carácter especial, no necesariamente una democracia funcional, cuyo objetivo más importante era la exclusión permanente de los intereses católicos y. conservadores de la participación en su Gobierno.

    Esta idea alcanzó un grado incluso mayor en los socialistas, que se comprometieron únicamente a una «lealtad parcial» al nuevo régimen democrático y basaron esa semilealtad en una convicción que sostenían la mayoría de los líderes (si no todos): que el nuevo sistema inauguraba un cambio fundamental que subyugaría permanentemente los intereses políticos y económicos conservadores, iniciando un proceso indefinido de reformas que culminaría en el socialismo. Este no era el resultado de un nuevo análisis estructurado de la doctrina marxista, por una parte, o de la sociedad española, por otra, sino que se formulaba como una idea bastante superficial según la cual, puesto que las fuerzas conservadoras no habían hecho nada, literalmente, para defender la monarquía o prevenir la implantación de la República -un proceso inmediato, no violento, pero en todo caso anómalo e irregular-, España había cambiado definitivamente y para siempre. Como resultado de un rápido desarrollo económico, el materialismo histórico había debilitado irremediablemente, al parecer, los fundamentos de las fuerzas de derechas, las cuales, a partir de ese momento, apenas tendrían capacidad alguna para evitar el advenimiento del socialismo. 

     El resultado político de este nuevo sistema de fuerzas fue un régimen radicalmente reformista que comenzó en algunos aspectos a cercenar bruscamente ciertos derechos civiles, dando lugar a un sistema que el historiador Javier Tusell definiría más adelante lacónicamente como «una democracia poco democrática», la mejor descripción acuñada jamás a росо propósito de la Segunda República, y en solo cuatro palabras. El régimen pareció concentrarse en primer lugar en la esfera religiosa, tolerando o cuasi tolerando «la quema de conventos» que tuvo lugar durante los días 12 y 13 de mayo de 1931, la violenta expresión de un sentimiento e y que había ido forjándose durante más de una generación“, coronado por la absoluta negación del principio de una iglesia libre en un país libre y el cercenamiento constitucional de los derechos religiosos, con la idea de poner en marcha un plan para dar fin a la educación católica. Todo ello constituye e la variante española de las restricciones que se aplicaron a la Iglesia en Francia en 1905; también se siguieron las prácticas de las repúblicas radicalmente anticlericales de Portugal y México; este último país, en 1926, había intentado simplemente ilegalizar las misas católicas en todo el territorio, siguiendo más tarde una política generalizada de asesinatos selectivos de los líderes católicos. En realidad, las políticas republicanas españolas de 1931 y 1932 eran solo el principio; en junio de 1936 los servicios religiosos quedarían completamente suprimidos en algunas regiones de España y las escuelas católicas se cerrarían en la mayor parte del país. Luego vendrían los asesinatos masivos, en un grado incomparablemente superior a cualquier cosa que se hubiera visto en México.

    A lo largo de 1932, a medida que las reformas se ocupaban de los asuntos laborales, el ejército y la autonomía catalana, y posteriormente del eterno problema de la reforma agraria, la opinión pública se fue polarizando cada vez más. El centro político (los radicales) abandonó la coalición de gobierno, alegando que resultaba imposible hacer compatible un régimen republicano constitucionalmente basado en la democracia y la propiedad privada con la convivencia con los socialistas. En septiembre de 1933 la alianza entre los socialistas y la izquierda republicana también se quebró, estableciendo el escenario para la celebración de nuevas elecciones en noviembre de ese mismo año.

    Los primeros grupos que rechazaron el nuevo régimen republicano con violencia e insurrecciones fueron los comunistas (PCE) y los anarcosindicalistas de la FAI-CNT. Entre 1931 y 1933 el Partido Comunista siguió la estrategia del llamado «Tercer Período» de la Internacional Comunista, que consistía en promover la insurrección y la revolución, pero el partido era demasiado pequeño como para intentar llevar a cabo nada serio. Por el contrario, los activistas de la FAI-CNT aprovecharon la inauguración del régimen democrático para causar toda suerte de estragos sobre sus enemigos, provocando veintitrés asesinatos en Barcelona durante las primeras semanas de la República. Más adelante lleva ron a cabo tres insurrecciones revolucionarias sucesivas en enero de 1932, en enero de 1933 y en diciembre de ese mismo año. No consideraban que esos estallidos fueran una guerra civil en sí mismos, sino que lo entendían como el principio de lo que esperaban que sería un levantamiento generalizado de todo el país contra el sistema capitalista. Aun que cada una de esas insurrecciones se extendió por media docena de provincias, o quizá por alguna más, todas adolecían de una organización muy deficiente y ninguna alcanzó ni remotamente a desestabilizar el país, a pesar de los actos de terrorismo y de la muerte de varios centenares de personas.. Algunos pequeños sectores de la derecha radical organizaron una revuelta militar, dirigida por José Sanjurjo, uno de los generales más relevantes del país. Tuvo lugar el 10 de agosto de 1932. Esta revuelta, llamada «sanjurjada», se formuló en efecto como un antiguo y desfasado «pronunciamiento», y prácticamente la totalidad de Ejército la ignoró. Murieron diez personas. Durante los primeros tres años de la República, los enemigos violentos del nuevo régimen no disfrutaron de excesivos apoyos. Ninguna de las cuatro revueltas, tres de la extrema izquierda y una de la extrema derecha, tenía realmente posibilidades de ser una verdadera amenaza para el sistema en aquel momento.


    La República con frecuencia restringió los derechos civiles e impuso una censura más amplia que la que había existido normalmente bajo el régimen de la monarquía parlamentaria. La Ley para la Defensa de la República, de carácter especial, otorgaba al Gobierno amplios poderes para suspender los derechos civiles y las garantías constitucionales. Preveía tres niveles diferentes de suspensión: «estado de alarma», «estado de prevención» y «estado de guerra». Estos tres niveles se invocaron con mucha frecuencia durante esos años, tanto contra la derecha como contra la extrema izquierda, de modo que, en total, la Segunda República pasó más días con las garantías constitucionales suspendidas, o parcialmente suspendidas, que en un estado de normalidad constitucional. Estas cosas no las inventó Franco.

    Este fue uno de los modos que encontraron los republicanos para crear su propia versión del «estado de seguridad» desarrollado por la República de Alemania, la cual había formado unos nuevos cuerpos especiales de policía que se ocuparían de la vigilancia en grandes eventos y en situaciones especiales de emergencia. Del mismo modo, los republicanos potenciaron la Guardia Civil, destinada a la seguridad en áreas rurales, con un nuevo cuerpo de seguridad, la Guardia de Asalto, destinada a servicios especiales en las ciudades. La propia nomenclatura «de Asalto» era el reflejo español del movimiento hacia el desarrollo de organizaciones paramilitares que se produjo entreguerras. 

    A lo largo de 1932 las fuerzas conservadoras consiguieron reorganizarse: al principio adoptaron la forma de la nueva Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), de raíces católicas, que en lo sucesivo sería el partido político más grande de España. El tamaño y fuerza de este resurgir conservador representó una verdadera conmoción la para la izquierda, dada la superficialidad del análisis que habían hecho de la sociedad española en los últimos años.

    Para cuando se celebraron las elecciones de noviembre de 1933, la mayoría de los socialistas expresan una grave desilusión con la República, la cual ya no parecía que fuera a ser automáticamente un paso previo inevitable hacia el socialismo. Aunque la coalición izquierdista había conseguido sacar adelante una nueva ley electoral solo unos pocos meses antes de los comicios -pergeñada efectivamente para perpetuar el control izquierdista de la República y otorgar una ventaja enormemente des proporcionada a las grandes coaliciones, los socialistas se negaron a seguir en coalición con las fuerzas republicanas de izquierdas, a las que tildaron de irremisiblemente «burguesas».

    Las elecciones de 1933 depararon un resultado casi diametralmente opuesto al que se produjo dos años antes: la CEDA ganó por pluralidad de votos, aunque no logró mayoría absoluta en escaños. Durante algún tiempo, los radicales —el segundo partido en escaños— lideraron un Gobierno de minoría que recibió el apoyo de la CEDA, una forma de Gobierno minoritario que también se reproducirá al otro lado del espectro político tras las elecciones de 1936.

    Los dirigentes de la izquierda republicana y de los socialistas respondieron con la exigencia de que el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, anulara los resultados electorales y permitiera cambiar las reglas electorales para celebrar nuevas elecciones con el fin de garantizar la victoria de una coalición de izquierdas. No denunciaban que las elecciones hubieran sido un fraude: simplemente protestaban ante el hecho de que la victoria hubiera caído del lado del centro y la derecha. Rechazaron en ese momento el principio básico según el cual la democracia constitucional descansa en la asunción de las reglas de juego y en la supremacía de la ley, sobre lo que se denomina «reglas de juego fijas y resultados inciertos», e insistieron en un resultado garantizado -que les otorgaría el poder, y que solo podría alcanzarse mediante la manipulación de las reglas electorales.

    Mientras que la CEDA había aceptado la ley electoral redactada por sus oponentes izquierdistas, la izquierda sostenía que no se podía permitir que el partido católico ganara las elecciones -incluso bajo las normas electorales redactadas por la izquierda—, porque la CEDA proponía ciertos cambios fundamentales en el sistema republicano. Aunque la izquierda había promovido y ejecutado un cambio de sistema de España, y los socialistas proponían ir incluso mucho más lejos e implantar el socialismo, la izquierda alegaba que a la derecha católica no se le podía permitir introducir cambio alguno. La izquierda insistía en que la República no pretendía ser un régimen democrático igualitario para todos, sino un sis. tema exclusivamente identificado con la izquierda, y no con los deseos expresados por la sociedad española. Así pues, la forma de la República democrática y parlamentaria, si fuera necesario, no sería más que una ficción o un disfraz para legitimar el poder de la izquierda.

    La situación de la izquierda en España en 1933 no tenía precedentes en la reciente historia de Europa; el equivalente más cercano --aunque mucho más extremo— era el de la Unión Soviética. La socialdemocracia alemana, por ejemplo, se había esforzado enormemente para conseguir la igualdad de derechos para todos al fundar la República de Weimar (sobre cuya Constitución se modeló en parte la Constitución republicana española), e incluso los socialistas revolucionarios «maximalistas» de Italia. 6. entre 1919 y 1922, jamás habían propuesto seriamente manipular los resultados electorales. Frente al ascenso del fascismo, su último gesto importante fue el sciopero legalitario (huelga que reclama la ley), de mediados de 1922, que solo exigía un retorno a la ley y el orden y a un Gobierno democrático.

    La primera «izquierda» española, en 1810, había sido realista, coherente y moderada. Aunque en aquellos momentos España carecía del verdadero impulso de una sociedad civil para sostener un sistema liberal constitucional moderno, la Constitución que redactaron en 1812 sirvió como un faro del liberalismo europeo, desde Portugal a Rusia, durante las décadas siguientes. Los «exaltados» de la extrema izquierda irrumpieron por vez primera en el panorama político entre 1820 y 1823, y se convirtieron en una maldición para la vida política española desde entonces. Mientras que los llamados «doceañistas» habían aprendido de su experiencia y tratan de ajustar sus objetivos políticos a los intereses y las posibilidades de la sociedad real, los exaltados avanzaron hacia objetivos más extremos, los cuales, fueron o no deseables en sí mismos, no se correspondían en absoluto con la estructura y los valores de la sociedad española. De aquella época nace el objetivo de la izquierda española de sus valores por las buenas o por las malas. A lo largo de la mayor parte del siglo XIX, esto se resolvió en una combinación de pronunciamientos militares (la mayoría de los pronunciamientos sirvieron a los proyectos más liberales) y algaradas callejeras. El desarrollo de los movimientos revolucionarios obreros (anarcosindicalistas y marxistas) acentuó el extremismo. Desde la década de 1860 también se produjeron corrientes de republicanismo radical que atravesaron numerosas vicisitudes y mutaciones, hasta que encontraron su encarnación más innovadora en los nuevos partidos que se crearon como reacción a la dictadura de Primo de Rivera. Estos últimos, en conjunción con otros grupos izquierdistas, desarrollaron la doctrina según la cual todo lo que se opusiera a la izquierda era reaccionario y, de inmediato, se consideraba ilegítimo: un nuevo estilo de «izquierdismo cañí» que no encuentra una modalidad equivalente en ningún sitio fuera de España, al menos en Europa.

    En noviembre de 1933, el presidente Alcalá Zamora, un católico liberal, rechazó cuatro peticiones distintas de la izquierda republicana y de los socialistas que exigían anular los resultados electorales y cambiar las reglas ex post facto, es decir, implantar una ley a posteriori y con carácter retroactivo. En ese sentido, el presidente insistió en la ley de las reglas de juego fijas y de los resultados inciertos. Aun así, el hecho de que la mayoría de los fundadores de la República rechazaran la democracia electoral en cuanto perdieron unas elecciones solo significa que su deseo de implantar una verdadera la democracia era, como mucho, dudoso. El establecimiento de la democracia dependería del centro, y en alguna medida también de la derecha moderada, a menos que la izquierda cambiara su modo de entender las cosas. Sin embargo, aunque la derecha moderada, al revés que la izquierda, se ajusta a la ley, su último objetivo no era mantener una república democrática, sino convertirla en una especie de régimen distinto de tendencias conservadoras y corporativistas. Desde luego, no parecía muy probable que los demócratas liberales centristas, liderados s por Alejandro Lerroux y su Partido Radical, con poco más del 20% del voto popular, pudieran mantener un régimen democrático. 

    La radicalización del socialismo español y de la Unión General de Trabajadores (UGT) durante los años 1933 y 1934 confundió a todos los analistas, porque aquella deriva parecía ir contra la tendencia de todos los partidos socialistas o socialdemócratas de Europa occidental, los cuales se habían tornado más moderados y pragmáticos, buscando resultados prácticos más que soluciones revolucionarias. ¿Qué significaba esto en realidad? ¿Ocurría solo porque «España es diferente»?

    Las razones eran de índole práctica; en realidad, casi visceral. Los primeros signos de que la coalición izquierdista estaba perdiendo poder habían aparecido en verano de 1933. El hundimiento final de la coalición izquierdista se corroboró tras el estrepitoso fracaso en las elecciones, y estos fueron los factores principales del radicalismo izquierdista en España, aunque las perspectivas de un socialismo internacional, cada vez mas dudosas, sobre todo en Centroeuropa, probablemente también desempeñó algún papel. Para los socialistas españoles, el principal objetivo no era ni la democracia ni la revolución: se trataba puramente de una cuestión de poder. La gran expansión de su movimiento les había proporcionado
una cucharadita del poder por vez primera en su historia, y el sabor les había encantado: fuera como fuera, no estaban dispuestos a entregarlo de buena gana. giro hacia posturas violentas se materializa en la campaña electoral de 1933, cuando los socialistas fueron responsables de la mayoría de los incidentes, que se resolvieron con alrededor de veintiséis muertes Sus objetivos particulares durante los siguientes meses serían los miembros de una nueva organización fascista: la Falange Española. Paradójicamente, fue el principal estudioso del marxismo entre los líderes del socialismo, el profesor de filosofía Julián Besteiro, también jefe de la comisión ejecutiva de UGT, quien más abiertamente se opuso a la pro puesta revolucionaria de carácter violento. Besteiro advirtió que España no era Rusia, que una revolución armada en España requeriría, de he cho, más violencia de la que los bolcheviques habían ejercido en la Rusia completamente fragmentada de 1917 y que, aun así, probablemente fracasaría, y que la «dictadura del proletariado» que invocaban los revolucionarios ya no era más que un concepto superado en el mundo democrático occidental".


    Las instrucciones del Comité declaraban que la insurrección debería tener «todos los caracteres de una guerra civil», y que su éxito dependía de «la extensión que alcance y la violencia con que se produzca». Se elaboró un mapa de Madrid, por distritos, con puntos clave señalados como objetivos, y listas de personas que debían ser arrestadas. El Comité Revolucionario planeó utilizar miles de voluntarios milicianos, con la complicidad de bastantes guardias de asalto y guardias civiles: algunos de los insurrectos vestirían uniformes de la Guardia Civil. Se hizo uso habitual del viejo manual preparado por el mariscal Mijail Tujachevsky y otros oficiales del Ejército Rojo en 1928 para la ofensiva revolucionaria del «Tercer Período» de la Internacional Comunista. Tujachevsky redactó La insurrección armada con el seudónimo A. Neuberg y el texto fue amplia mente difundido y leído asiduamente entre los comunistas alemanes.

    Pío Moa tiene razón al sugerir que la insurrección de los socialistas españoles fue la más organizada, la más elaborada y la mejor armada de todas las acciones de insurrección que tuvieron lugar en Europa occidental durante el período de entreguerras. Y fue así porque no se trató, como se ha dicho, de una reacción defensiva y desesperada (como la de los socialistas austríacos en febrero de 1934, después de la implantación de un Gobierno autoritario), sino una actividad agresiva, larga y cuidadosamente planificada que había estado preparándose teórica y retóricamente durante más de un año y que tácticamente se planificó durante nueve meses. Ninguna de las acciones de insurrección de los comunistas o espartaquistas en Alemania, por ejemplo, revelaron ese grado de preparación.

    La entrada de tres cedistas en un Gobierno de coalición de centro derecha dominado por Alejandro Lerroux y los radicales centristas se convirtió de hecho en la justificación expresa de la insurrección revolucionaria lanzada por los socialistas y la Alianza Obrera (una nueva asociación formada por otros grupos obreristas), junto con la Esquerra catalana, el 4 de octubre. El argumento de la izquierda era que tanto Mussolini como Hitler habían accedido al poder legalmente con solo una minoría de escaños en una coalición gubernamental. Semejante fundamento descansaba en la idea de que la CEDA era «fascista», incluso aun que el nuevo partido católico hubiera observado escrupulosamente la legalidad y, al contrario que los socialistas, hubieran evitado cualquier tipo de violencia y de acción directa, a pesar de que numerosos miembros del partido hubieran sido asesinados por la izquierda. La única actividad «fascista» con la que tuvo relación la CEDA fue la violencia que la izquierda desató contra ella. En este sentido, el PSOE tenía más características de una organización fascista que la CEDA, como señaló el veterano socialista Besteiro. La insurrección también asumió, en interés de España -o, al menos, de la izquierda—, abandonar el ámbito parlamentario, aunque una proposición semejante era de todo punto dudosa.

     Aunque la insurrección estalló en quince provincias, acompañada de una revuelta frustrada de la Generalitat catalana en Barcelona, solo tuvo éxito en Asturias, donde se extendió por toda la cuenca minera y la mayor parte de Oviedo. Se enviaron algunos destacamentos del Ejército des- de el Protectorado de Marruecos y de otros lugares, que tuvieron que emplearse durante más de dos semanas de combates hasta que la revuelta fue finalmente sofocada. Los revolucionarios cometieron numerosas atrocidades, asesinando a más de 40 sacerdotes y civiles, llevaron a cabo una destrucción generalizada e incendios premeditados, y saqueando al me nos quince millones de pesetas de los bancos, la mayoría de los cuales nunca se recuperó. Para sofocar la insurrección, los militares celebraron numerosas ejecuciones sumarias, que se han estimado en una horquilla que va desde las 19, por lo bajo, a las 100 o más por lo alto. En total, murieron casi 1.500 personas, la mayoría de ellos revolucionarios. Otros 15.000 fueron arrestados, y durante las primeras semanas tras la algarada hubo torturas a los prisioneros.

    Las insurrecciones contra gobiernos parlamentarios tenían preceden tes en Europa; la primera, tal y como hemos visto, la habían lanzado los socialistas daneses en enero de 1918, precipitando la guerra civil en Finlandia. En Alemania se habían producido confusas intentonas por parte de los espartaquistas en 1919, los comunistas en 1921, y, más adelante, algaradas distintas de nazis y comunistas dos años después. Solo la guerra civil resultante en Finlandia había igualado o excedido la insurrección española de 1934 en cuanto a violencia e intensidad se refiere.

    Las consecuencias de la insurrección frustrada de octubre fueron mucho más intensas y traumáticas que las de otras revueltas anarquistas o de la «sanjurjada» militar, porque en Asturias los revolucionarios se habían hecho con el control de prácticamente toda una provincia y fue precisa una campaña militar para sofocarla. Desde ese momento, la polarización se haría cada vez más intensa, y muchos historiadores se han referido a esa insurrección bien como el «preludio» o «la primera batalla» de la Guerra Civil. En su planificación, los socialistas lo reconocieron como una forma de guerra civil, para la cual podría haber sido un violen to preludio, pero este no fue todavía el comienzo de la Guerra Civil de 1936, simplemente porque fue completamente sofocada. 

    Hay pocas dudas de que la división ideológica que se había producido en España se había visto influida por el giro hacia alarmantes poderes y alternativas radicales en distintos lugares de Europa durante los cuatro años precedentes. Pero la repentina democratización de 1930 y 1931 había sido exclusivamente endógena en sus orígenes y, en menor medida, lo mismo puede decirse de la nueva polarización. Los socialistas, por ejemplo, no estaban realmente muy influenciados por sus homónimos del extranjero, pues ninguna de las agrupaciones socialistas europeas se había rebelado contra un Gobierno parlamentario desde 1918. Del mismo modo, en ningún otro país los conservadores habían sido tratados desde locamente como «fascistas». Más que abrir la puerta al «fascismo», los Gobiernos del Partido Radical, de 1933 a 1935, diseñaron los Gabinetes más democráticos y equilibrados que tuvo la República, particularmente si se considera la violenta oposición a la que tuvieron que hacer frente, tan diferente de las condiciones de 1931 y 1933. En realidad, la izquierda española creía que Europa se dirigía hacia nuevas alternativas políticas, pero en ningún otro lugar la izquierda rechazó los procedimientos constitucionales y parlamentarios. Toda esa ideología revolucionaria era, más que otra cosa, el producto interno de la tradición de los «exaltados» y de los acontecimientos recientes que se desarrollaron en España.

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