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La lucha por la unidad - Julián Juderías

La lucha por la unidad
Cuando vencidos los españoles, pueden alardear los romanos de haber derrotado y reducido nuestra patria a la condición de dependencia, es  ésta la que los conquista y gobierna merced a su entendimiento. No solamente se asimilan los españoles la cultura latina, sino que sobresalen en ella y dan a Roma filósofos y poetas cuando ya no los tenía y hasta emperadores de gran fama y justo renombre.

Y si de la literatura pasamos a la política, ¿no merecen acaso grato recuerdo los nombres de Adriano y Trajano, Marco Aurelio y Teodosio, grandes emperadores oriundos de España? ¿Qué colonia romana facilitó al Imperio, no ya elementos de defensa y de gobierno, sino caudillos de tan justo y merecido renombre? España devolvió, pues a Roma con creces la merced recibida de ella, y el pueblo dominado y vencido por Augusto tomó el desquite convirtiendo a sus hijos en señores del mundo.

Los godos acertaron a crear una unidad política más eficaz que la de Roma, porque se fundaban en la religión, en las leyes y en la independencia nacional e imprimieron un sello propio en el alma del pueblo español. Este sello está representado por el influjo de las ideas religiosas y por el predominio del derecho. Los romanos habían creado en España la ciudad, el régimen municipal; los godos crearon el estado y auxiliados por la Iglesia le dieron formas superiores a las que revestía en los demás pueblos de Europa.

La invasión árabe, que fue un retroceso en el camino de la unidad nacional, no contribuyó menos, al fin y al cabo, a la formación del pueblo español, merced al aportamiento de nuevos importantes caracteres intelectuales y morales.

Los pueblos sometidos al yugo de los árabes disfrutaron de un sosiego mayor que los situados en los límites de las nuevas monarquías cristianas y tuvieron mayor oportunidad que éstos para enriquecerse y prosperar.

Digna de estudio es, desde muchos puntos de vista, la lucha sostenida por los godos refugiados en las montañas contra los árabes invasores. Su primer rasgo característico es haber sido una guerra esencialmente religiosa. Combatían los hispanogodos a los árabes no tanto por ser invasores como por ser musulmanes, es decir, enemigos de su religión.

El hecho mismo de que la Reconquista se inicie en la región cantábrica, en lo que fue último baluarte de la resistencia contra Roma, prueba que, además del ideal religioso, el factor étnico desempeñó en la larga y cruenta guerra un papel principal.

Hubo momentos en que el poder real significó muy poco al lado del poder de los magnates.

Otro tanto ocurría en la región dominada por los árabes. En tiempo de Mohamed I, en 852, y sobre todo bajo el reinado de Abdalá, en 886, los mozárabes y muladíes, primero, y más tarde los mismos moros, se sublevaron contra los emires y pusieron en tela de juicio la existencia del Estado musulmán. Aben-Hafsun, uno de los rebeldes, se erigió en señor de media Andalucía, organizó ejércitos, recibió embajadas, pactó con otros moros tan levantiscos como él y tuvo en jaque a los soberanos legítimos por espacio de cuarenta años.

Sin embargo, la incorporación de los reinos  cristianos se llevó a cabo sin efusión de sangre, merced a enlaces sucesivos de los monarcas. Fue una unión personal, puesto que cada uno conservó sus leyes, sus fueros, sus costumbres, su modo de ser propio, pero fue una unión que preparó la definitiva, la verdadera, la única posible. Castilla y león se unen en 1037 en cabeza de Fernando I y el nuevo Estado adquiere notable preponderancia sobre los demás Estados cristianos de la península.

Cataluña se incorpora a Aragón en 1162 en cabeza de Alfonoso II. En el siglo XIII, la historia de España, de la España cristiana, queda reducida a la historia de los dos grandes sistemas políticos determinantes de su vida moderna: Castilla y Aragón. En Castilla reina Fernando III, en Aragón Jaime I. El uno conquista Córdoba  y Sevilla, el otro Valencia y las Baleares. No solamente se ha dado ya un gran paso hacia la unidad política, sino que es un hecho la existencia de la unidad moral, de la unidad de pensamiento, no en lo que pudiéramos llamar pequeño, en los fueros, en los privilegios, en las rivalidades de comarca a comarca y de reino a reino, sino en lo fundamental, en la idea que a todos debía servir de norma, en la reconquista completa y definitiva del territorio. En las Navas de Tolosa habían peleado juntos aragoneses, catalanes y castellanos contra el enemigo común; el Cid había conquistado Valencia, perdida después y Jaime I acabó por reconocer el derecho preferente de Castilla a Murcia, conquistada por él…
… tanto las provincias como las diferentes clases que componían el reino de Aragón, tuvieron órganos de sus respectivas opiniones; así los principados de Aragón, Valencia y Cataluña concurrieron por terceras partes al nombramiento de los nueve grandes electores de la dignidad real, los cuales fueron escogidos entre el clero, la nobleza y el tercer estado, tres de cada clase, como elementos de toda asamblea parcial o general.

La unión de Castilla y de Aragón a fines del siglo XV, unión tan personal como las que habían determinado anteriormente la fusión de los diversos reinos cristianos en dos grandes sistemas políticos, tiene algo de novelesco, por no decir de maravilloso.

… se vieron Isabel y Fernando elevados a los dos primeros tronos de España, a que ni el uno ni el otro habían tenido sino un derecho eventual y remoto…. Pero ¿hubiera bastado el matrimonio de los dos príncipes para producir él solo el consorcio de los dos reinos? Obra fue ésta tal vez la más grande del talento, de la discreción y de la virtud de Isabel… Isabel, dominando el corazón de un hombre y haciéndose amar de un esposo, hizo que se identificasen dos grandes pueblos. Esta fue la base de la unidad de Aragón y Castilla.

Cuatro grandes acontecimientos cierran este período de grandeza. La transformación de Castilla, la conquista de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo y el engrandecimiento de Aragón asentando sólidamente su supremacía en Italia. Lafuente caracteriza magistralmente estos grandes sucesos: “Halló Isabel cuando empezó a reinar, una nación corrompida y plagada de malhechores, una nobleza díscola, turbulenta y audaz, una corona sin rentas, un pueblo agobiado y pobre…  A los pocos años los magnates se ven sometidos, los franceses rechazados en Fuenterrabía, los portugueses vencidos y arrojados de Castilla, la competidora del trono encerrada en un claustro, el jactancioso rey de Portugal peregrinando por Europa, el ladino monarca francés firmando una paz con la reina de Castilla, los ricos malhechores castigados, los receptáculos del crimen destruidos, los soberbios próceres humillados, los prelados turbulentos pidiendo reconciliación, los alcaides rebeldes implorando indulgencia, los caminos públicos sin salteadores, los talleres llenos de laboriosos menestrales, los tribunales de justicia funcionando, las Cortes legislando pacíficamente, con rentas la Corona, el tesoro con fondos, respetada la autoridad real, establecido el esplendor del trono, el pueblo amando a su reina y la nobleza sirviendo a su soberana. Castilla había sufrido una completa transformación y esta transformación la ha obrado una mujer”.

“La conquista de Granada no representa sólo la recuperación material de un territorio más o menos vasto, más o menos importante y feraz, arrancado del poder de un usurpador. La conquista de Granada no es puramente la terminación de una lucha heroica de cerca de ocho siglos, y la muerte del imperio mahometano en la península española. La conquista de Granada no simboliza exclusivamente el triunfo de un pueblo que recobra su independencia, que lava una afrenta de centenares de años, que ha vuelto por su honra y asegura y afianza su nacionalidad. Todo esto es grande, pero no es solo, y no es lo más grande todavía. A los ojos del historiador que contempla la marcha de la humanidad, la material conquista de Granada representa otro triunfo más elevado; el triunfo de una idea civilizadora, que ha venido atravesando el espacio de muchos siglos, pugnando por vencer el mentido fulgor de otra idea que aspiraba a dominar el mundo. La idea religiosa que armó el brazo de Pelayo, el principio que puso la espada en la mano de Fernando V. La tosca cruz de roble que se cobijó en la gruta de Covadonga es la brillante cruz de plata que vio resplandecer en el torreón morisco de la Alhambra. Era el emblema del cristianismo que hace a los hombres libres, triunfante del mahometismo que los hacía esclavos…”.

Faltaba el engrandecimiento de Aragón. Castilla se había transformado. Castilla había expulsado definitivamente a los árabes. Castilla había recibido como recompensa de aquella lucha secular –así se creyó entonces- un mundo nuevo, maravilloso, con ríos anchos como mares, con montañas portentosas, cubiertas de perpetuas nieves, con selvas vírgenes de descomunales árboles, con inmensos tesoros que hablaban a la fantasía de los aventureros, con razas semisalvajes, cuya ignorancia hablaba al corazón de los misioneros. A Aragón le tocó ensanchar sus fronteras, llevarlas al otro lado del Mediterráneo, y así como Castilla había puesto fin a la reconquista de su territorio con el auxilio de Aragón, Aragón conquistó Nápoles con el auxilio de Castilla y mientas el Gran Capitán derrotaba a los franceses, el rey don Fernando adquiría el renombre político mejor ganado de su tiempo.

Evolución política, literaria y científica del pueblo español durante la Reconquista - Julián Juderías


Pasajes de "La leyenda negra", de Julián Juderías

Evolución política, literaria y científica del pueblo español durante la Reconquista

Leyendo nuestros anales se echa de ver que si ha habido un principio dominante en nuestra historia, más dominante que en la historia de otras naciones, es el de la intervención del pueblo en los negocios públicos, dando a la palabra pueblo un sentido amplio capaz de abarcar todos los elementos ajenos al poder real. Lo prueba antes que nada el carácter electivo que en un principio tuvo la dignidad real. “La elección popular era en España, ha dicho Du Hamel, el principio constitutivo del trono, y componiendo de hecho los Concilios en los primeros tiempos la representación nacional, por consentimiento de los pueblos, se hallaron, por consecuencia, en posesión del derecho de nombrar soberano”.

El IV Concilio de Toledo, presidido por San Isidoro sentó el principio de que nadie sería rey sin que precediese su reconocimiento por los Concilios y de que una vez reconocido como tal, nadie podría atentar a su vida bajo pena de excomunión. Es en esencia el mismo principio que rigió después y que sigue rigiendo hoy con las alteraciones de forma introducidas por el tiempo. La monarquía absoluta, la monarquía de derecho divino, puede afirmarse que no ha existido en nuestra patria y que el derecho divino de los reyes, su autoridad absoluta, comenzaba en el punto y hora en que la representación nacional sancionaba su derecho a ocupar el trono y por ende le trasmitía el poder para gobernar el reino. La monarquía electiva se transformó en España en monarquía hereditaria de una manera lenta e insensible y se había admitido como una costumbre antes de que la ley sancionase el cambio. De dos medios se valieron los reyes para conseguirlo: poniendo en vigor antiguas leyes godas o adoptando procedimientos adecuados a los tiempos y a las circunstancias.

Demuestra lo dicho la importancia extraordinaria que tuvieron siempre en nuestra patria las representaciones nacionales llámense Concilios, como los de Toledo, Curias o Juntas mixtas como las de los primeros tiempos de la monarquía cristiana, o Cortes como las sucesivas a partir del siglo XII. La intervención del estado llano en las asambleas nacionales, que es lo que caracteriza las verdaderamente populares, comienza en las celebradas en Burgos en 1169. Desde entonces el estado llano, los representantes de las villas y ciudades no dejan de asistir a ellas. Quedaron, pues, las Cortes constituidas en Castilla por el clero, la nobleza y los personeros, mandaderos o procuradores de las villas, ciudades. Debía reunirse la asamblea en el lugar que el rey designase, pero no en plaza fuerte donde la libertad de los procuradores se hallase cohibida por la fuerza militar y disfrutaban los mandatarios de una inviolabilidad que comenzaba el día en que marchaban a las Cortes y terminaba el en que regresaban a sus casas. Reuníanse las Cortes para presenciar el juramento de los reyes y príncipes y jurarles a su vez, para votar los impuestos, para hacer súplicas al monarca y para conocer de los asuntos graves como paces y guerras. No tenían, sin embargo, participación en la potestad legislativa, aun cuando, poco a poco, la costumbre les fue otorgando intervención en la redacción de las leyes. En Cataluña, comienzan las Cortes en 1064 con las celebradas aquel año en Barcelona; en Aragón, con las de Jaca en 1071; en Navarra, con las de Huarte Araquil en 1090, y en Valencia, con las de 1239, reunidas un año después de reconquistada la ciudad y el reino por los aragoneses. Las Cortes aragonesas, navarras y catalanas se diferenciaban de las de Castilla en un punto esencial: en que compartían con el monarca la potestad legislativa, es decir, que gozaban de las mismas facultades que las asambleas modernas. Como vemos, el régimen parlamentario, entendiendo por tal la intervención directa de la nación en los asuntos del Estado, el derecho de que los impuestos sólo pudiesen cobrarlos los reyes después de votados por los representantes de los que iban a pagarlos, y, sobre todo, la participación más o menos directa en la redacción de las leyes y en la validez de las mismas, existió en España mucho antes que en los países que nos califican de atrasados y de sometidos al yugo clerical o al de los monarcas. En Inglaterra el parlamento no quedó constituido hasta el siglo XIII y el model Parliament del rey Eduardo no fue convocado hasta 1295, cuando ya llevaban casi un siglo asistiendo a las Cortes nuestro procuradores mientras que en Francia, según confesión de Guizot, los Estados generales nada representaron en la gobernación del país y su primera asamblea legislativa fue la de 1789. “La constitución –dice Du Hamel- siguió compuesta de los triples elementos del torno, la aristocracia y la democracia, tan útiles a las sociedades cuando los tres están combinados en justa y exacta proporción. Bajo su imperio llegó España a un grado de prosperidad y de civilización superior al de otros Estados del continente, época que resume tan juiciosamente Robertson, el célebre historiador del emperador Carlos V, con estas palabras: “La España tenía al principio del siglo XV un grandísimo número de ciudades mucho más pobladas y florecientes en las artes, en el comercio y en la industria que las demás de Europa, a excepción de las de Italia y de los Países Bajos que podían rivalizar con ellas”. El mismo escritor añade en otra parte: “Los principios de libertad parece que fueron en esta época mejor entendidos por los castellanos que por nadie. Generalmente poseían estos sentimientos más justos sobre los derechos del pueblo y nociones más elevadas acerca de los privilegios de la nobleza que las demás naciones. En fin, los españoles habían adquirido ideas más liberales y mayor respeto por sus derechos y sus privilegios; sus opiniones sobre las formas del gobierno municipal y provincial, lo mismo que sus mirar políticas, tenían una extensión a la que los ingleses mismos no llegaron hasta más de un siglo después.

La Constitución aragonesa ha merecido grandes elogios de los tratadistas extranjeros, Prescott llama al Justicia “barrera interpuesta por la Constitución entre el despotismo por una parte y la licencia popular por otra” y Pruth dice en la Historia universal, de Oncken, que la organización política de los aragoneses fue la única de la Edad Media que puede compararse con las Constituciones modernas.

Pero si todo esto revela el espíritu de independencia de los españoles y destruye no pocos argumentos de los escritores extranjeros en punto a su sumisión y a su servilismo ante el rey o la iglesia, era también causa no pequeña de debilidad. Los privilegios obtenidos por la nobleza y su derecho a abandonar el servicio del rey, reconocido en las leyes antiguas, y los privilegios obtenidos por los concejos y consignados en los fueros municipales, consecuencia necesaria unos y otros del estado constante de guerra, determinaron la existencia en la península de multitud de Estados pequeños dentro de cada uno de los grandes, señoriales los unos, concejiles los otros, con facultades ambos para tener tropas, pactar alianzas e imponerse al poder real hasta el extremo de hacerlo ilusorio. El individualismo de la raza se desarrolló portentosamente durante aquellos tiempos y causa verdadero asombro el más ligero examen de aquella sociedad, que tenía, sí, una idea común, la guerra contra los infieles, pero que se hallaba dividida y subdivida hasta el infinito por leyes, fueros, privilegios y rivalidades que hacían imposible la coordinación de tantas y tan robustas energías. De aquí que la labor de los reyes consistiera, necesariamente, en la destrucción de los obstáculos que se oponían a su autoridad. La labor fue dura y lenta. Tropezó con innumerables obstáculos y no se consiguió en Castilla hasta una fecha relativamente reciente; en Aragón y Cataluña la uniformidad legislativa se obtuvo antes, pero todavía quedaba por realizar en el siglo XV la fusión de aquellos elementos políticos discordes y a esta obra se consagraron los monarcas apelando a los procedimientos más distintos.


La Inquisición española, María Elvira Roca Barea

Fuente: Imperiofobia y leyenda negra, María Elvira Roca Barea. Biblioteca de ensayo Siruela. 

(Pasajes del libro)


El Santo Oficio: algunos datos

La Inquisición nació en 1184 en el Languedoc para luchar contra la herejía de los cátalos en tiempos de grandes turbulencias espirituales y sociales. Montados como tenemos en el cerebro los resortes de prejuicios inveterados, la primera idea que surge inmediatamente es que la Inquisición nació para “reprimir” -palabra maldita- a los herejes. Y es cierto. Pero también nació para evitar linchamientos y atropellos indiscriminados, y que cuatro vecinos de un villorrio decidieran quemarle la casa o colgar de un árbol a un compadre al que detestaban, con la excusa de que era un hereje. Su propósito, por tanto, eran también evitar desórdenes públicos y someter el delito de herejía a un procedimiento reglamentado de forma que nadie pudiera tomarse la justicia por su mano. Esta primera Inquisición, la llamada Inquisición papal, no tuvo jurisdicción en todos los territorios católicos y quedaron excluidas la Europa Oriental, Inglaterra y Castilla. Porque no había en el reino, Enrique IV solicitó al papa su creación. En Aragón existía desde 1249. En Castilla la implantó una bula de Sixto IV en 1476.

La Inquisición, que existía en muchos reinos europeos, empezó a adherirse a la hispanofobia en Italia por el sencillo motivo de que fue vista como una institución española. 

El estudio serio de la Inquisición lo comenzó el estadounidense Lea, todavía fuertemente contaminado de prejuicios, el cual fue el primero que se metió a fondo en los archivos de la Suprema en Simancas. La Suprema era el órgano rector del Santo Oficio y el que desde mediados de siglo XVI centralizó y clasificó la documentación de todo el país. Su trabajo monumental probaba que la realidad había sido muy distinta de la propaganda. Es el primer intento, bastante tímido pero meritorio, de sacar la Inquisición del mundo de las pasiones y los mitos. Las dos guerras mundiales y la Guerra Civil detuvieron el progreso de esta investigación a gran escala, que recibió un nuevo impulso en los años sesenta. Precedidos por el trabajo innovador de Julio Caro Baroja, que rompía con los tópicos habitualmente aceptados parar presentar al inquisidor como un funcionario bastante burocratizado y poco peligroso, el danés Gustav Henningsen y Jaime Contreras comenzaron en 1972 una revisión de las más de 44.000 causas archivadas por la Suprema con el objeto, en un primer momento, de estudiar el desarrollo de la brujería en España. Por aquel entonces los archivos de la Inquisición, que se habían custodiado en Simancas, habían sido trasladados al Archivo Histórico Nacional de Madrid, mudanza que se verificó en 1914. Sus conclusiones fueron sorprendentes. 

Los estudios de Henningsen y Contreras sobre las 44.674 causas abiertas por la Inquisición entre 1540 y 1700 dan una cifra de 1.346 personas condenadas a muerte por el Santo Oficio. Henry Kamen eleva la cifra a unas 3.000 víctimas en toda su historia y territorios en que existió. Para contextualizar adecuadamente estas cifras se debe tener en cuenta que la Inquisición entendía de crímenes que son así considerados hoy día: bigamia, prostitución, proxenetismo, perjurio, violaciones, abusos a menores, falsificación de documentos y de moneda, contrabando de armas y caballos y piratería de libros, esto es, lo que hoy llamamos delitos contra los derechos de autor. 

Sir James Stephen calculó que el número de condenados a muerte en Inglaterra en tres siglos alcanzó la escalofriante cifra de 264.000 personas. Algunas condenadas fueron por delitos tan graves como robar una oveja. Según el investigador protestante E. Schafer, autor de un monumental trabajo de investigación sobre el protestantismo en España, el número de protestantes condenados por la Inquisición española entre 1520 y 1820 fue de 220. De ellos solo doce fueron quemados.

La practica de la tortura estaba rigurosamente reglada en el Santo Oficio. Los estudios de Lea y Kamen confirman que su uso fue siempre excepcional, y que apenas se utilizó el 1 o 2 por ciento de los casos que se investigaban. La tortura no podía poner en peligro la vida del reo ni provocar mutilaciones y se hacía siempre en presencia del médico.

La Inquisición fue el primer tribunal del mundo que prohibió la tortura, cien años antes de que esta prohibición se generalizara. En contra de la opinión común, nunca se aceptaron las denuncias anónimas. 

En 1994 la BBC produjo un documental de 50 minutos titulado “The Myth of the Spanish Inquisition”. Participan en él Stephen Haliczer, Álvarez-Junco, Henry Kamen y Jaime Contreras. Se emitió en el espacio de máxima audiencia Whatch time en el primer canal de la BBC. Lo produjo el historiador e hispanista Nigel Towson. Es uno de los mejores documentales sobre la Inquisición que se han hecho. Hasta donde alcanzan mis conocimientos, nunca ha sido emitido en España por una cadena abierta de alcance nacional. Comienza con un parodia de los Monty Python (uno de ellos caracterizado de Guy Fawkes) bastante graciosa y, aunque la frase inicial no anima al optimismo, la intervención de algunos de los mejores especialistas sobre el tema consigue ofrecer al público lo que las investigaciones históricas a base de archivos y documentos, no de panfletos y truculentas imágenes, ha podido poner en claro. En conjunto, la exposición del contexto y los datos es impecable. El profesor Haliczer, de la Universidad de Illionois, basándose en su trabajo sobre la Inquisición en Valencia hecho sobre el análisis de 7.000 casos, pone de manifiesto que solo se empleó la tortura en menos del 2 por ciento de los casos, y que las sesiones no pasaban de 15 minutos. De ese 2 por ciento, menos de un 1 por ciento recibió una segunda sesión y nadie soportó una tercera. Además los inquisidores tenían su propio manual de procedimiento en el que se especificaba qué se podía hacer y qué no. Quien se excedía, era destituido. Haliczer insiste en que las cárceles de la Inquisición eran muy benignas. En los casos por él revisados aparecen reos que blasfeman con el propósito de ser trasladados a las cárceles inquisitoriales. Un truco que los inquisidores conocían, pero no podían evitar. 

Con gran ardor, Kamen insiste en que en comparación con otros tribunales de España, la Inquisición es la que menos se vale de la tortura y, si se amplia la perspectiva al resto de Europa, resulta que el comportamiento de la Inquisición “es impecable”. En Inglaterra una persona podía ser torturada o ejecutada -descuartizada, para ser más precisos- por dañar unos jardines públicos, y en Alemania las torturas podían llevar a perder los ojos. En la vecina Francia era admisible desollar viva a la gente. La Inquisición española jamás empleó estos métodos tan frecuentes en los tribunales de toda Europa. Nunca hubo emparedamientos ni se usó el fuego ni se golpeó a nadie en las articulaciones ni se usó la rueda ni la dama de hierro. Tampoco acosaban ni vejaban a las mujeres, que raramente fueron torturadas. Estaba prohibido el empleo de la tortura en mujeres embarazadas o criando, y en niños con menos de doce años. 

La desproporción en el número de muertos entre la Inquisición española y las inquisiciones protestantes es brutal. Contreras destaca que en toda Europa solo un tribunal reaccionó de manera diferente ante la brujería y este fue la Inquisición, que simplemente consideró la brujería un engaño y no procesó a casi nadie solo por ese motivo. Los inquisidores eran abogados y apoyaban sus conclusiones en pruebas y evidencias, no en rumores ni acusaciones anónimas. En España mueren por herejía muchas menos personas que en cualquier otro país de Occidente. En el siglo XVI se ejecutaron (son cifras de Kamen) entre 40 y 50 personas en todos los territorios españoles, incluida América. Solo las persecuciones de herejes católicos en la Inglaterra isabelina provocaron casi 1.000 muertos, entre religiosos y seglares. Por no mencionar a los irlandeses. En Francia, según las propias autoridades católicas, se ejecutaron en el espacio de unos cinco años en ese siglo a más de 300 personas, y esta desproporción se repite en cada país que consideremos: “Encontramos que las personas que murieron por herejía en España o por persecución religiosa de cualquier tipo, incluyendo a los falsos conversos, es mínimo comparado con otros países”. 

Un documental tan inesperado, tan plagado de datos irrefutables, puede llevar al optimismo. Este se acaba de inmediato cuando se descubre que en el año 2000 la misma BBC produjo otro documental titulado Spanish Inquisition: the brutal truth. Comienza de este modo: “Entre 1478 y 1833 miles de personas fueron detenidas, torturadas y ejecutadas porque sus creencias religiosas no estaban bien vistas en su país. Fueron víctimas de la Inquisición española. La Inquisición fue una organización siniestra tan oculta por la leyenda que hasta ahora ha sido difícil contar la verdadera historia de eso días lúgubres de la Iglesia católica”. Y sigue: “La Inquisición española se recuerda como el primer y más terrorífico ejemplo de policía del pensamiento”. Mientras tanto, en pantalla, la bandera española (la actual, la constitucional) ondea entre hogueras y desfiles nazis. No hubo aparato de tormento y represión comparable hasta la Gestapo y el KGB. Guillermo de Orange hubiera palidecido de envidia ante un reportaje semejante. A quien no esperaríamos encontrar en medio de este aquelarre de hogueras y banderas nazis es al señor Henry Kamen. Sin comentarios. 

Goya, abducido por la propaganda ilustrada, dibuja escenas inquisitoriales que él ya no tuvo ocasión de presenciar. 

La Inquisición es un icono y su representación mental pertenece más al mundo de las realidades simbólicas que al de la verdad histórica. 

El solo hecho de que la palabra haya pasado al uso común ya indica que hace tiempo que la Inquisición pasó de ser una institución histórica a evocar un complejo mundo de representaciones inventadas. 

Llegados a este punto, no es exagerado decir que hace ya mucho tiempo que la Inquisición abandonó el terreno tangible de la historia para alcanzar el Olimpo de los mitos, y desde ese punto debería ser estudiada. 

Los Reyes Católicos y los judíos (quinta y última parte)



31 de marzo de 1492

En la tradición historiográfica judía se ha conservado conciencia de que la decisión de expulsarlos de España estaba tomada desde mucho tiempo antes, pero que se esperó hasta el fin de la guerra de Granada para no privarse de los beneficios económicos que se estaban obteniendo. Menos verosímil es otra versión que pretende que Isabel, muy presionada por Torquemada, era muy partidaria de la medida, pero que costó trabajo convencer a Fernando. La documentación conocida no permite sostener tales diferencias; marido y mujer aparecen, en este asunto, absolutamente unánimes. Ambas noticias quedaron después envueltas en muchos relatos fantásticos y legendarios. Pero subsiste el hecho de que, generación tras generación, el odio a la memoria de Isabel se ha conservado incólume y sin variaciones apreciables. Los cronistas cristianos se limitan a decir que el rey y la reina, movidos por el convencimiento de que se hallaba en peligro la fe, decidieron firmar el decreto. 

Tras las investigaciones de Maurice Kriegel y otros historiadores muy recientes, se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que el texto del famoso decreto fue redactado por Torquemada. Luego, por su propia autoridad, el inquisidor general amplió el plazo que se diera para la salida a fin de cubrir la diferencia entre la firma y la publicación. Fue pregonado en Granada el mismo día 31 de marzo, pero en otros lugares del reino transcurrió cierto tiempo antes de que se diera a conocer. La cancillería aragonesa lo registró por tratarse de un documento que afectaba también a los reinos de la Corona. 
A fin de asegurar la legalidad de la medida se establecían en el decreto las tres siguientes condiciones:

  1. Se había comprobado la existencia de dos delitos sociales cometidos por los judíos y de consecuencias muy graves: usura y herética pravedad. Los medios empleados para combatirlos habían resultado hasta entonces ineficaces, por lo que no existía otro recurso que eliminar la fuente de la que procedían. 
  2. Se otorgaba un plazo de cuatro meses antes de hacer efectiva la salida, considerado como tiempo suficiente para tomar una decisión: los que recibieran el bautismo o retornaran con propósito de recibirlo, quedaban integrados en la comunidad del reino sin diferencia alguna. 
  3. Reconocimiento de la plena propiedad y disponibilidad de todos sus bienes, muebles e inmuebles, sometiéndose desde luego a las leyes del reino que prohibían la salida de oro, plata, caballos y armas; de modo que podían llevar su capital en letras de cambio o en mercancías de libre circulación. Esa segunda opción resultaba ventajosa para quienes tenían posibilidades de comerciar. Ninguna de estas cláusulas se habían aplicado en anteriores expulsiones -Inglaterra, Francia, Austria-, ni tampoco en las persecuciones religiosas y antisemitas cercanas a nosotros. 

Como en la aplicación del decreto y en otras disposiciones posteriores se especificaron con detalle las ventajas que acompañaban a la conversión -entre otras, la de quedar a salvo de cualquier acusación inquisitorial-, es evidente que el objetivo perseguido era la erradicación del judaísmo y no la salida de los judíos. Recurriendo al absurdo podríamos llegar a decir que si todos los miembros de la comunidad hubiesen optado por el bautismo, no podríamos hablar de expulsión. Pero la comunidad judía española, víctima de persecuciones y violencias, se había depurado adquiriendo firmeza en la fidelidad a su religión. La respuesta, por tanto, iba a enderezarse por caminos distintos. 

Como los otros altos dirigentes, siguiendo el ejemplo de Seneor y del rabí Mayr, se bautizaron, Isaac Ben Judah Abravanel se encontró al frente de la comunidad y un poco responsable de la misma. Los reyes le mostraron su favor otorgándole condiciones muy especiales -un finiquito de todas sus deudas y una licencia singular para sacar oro y plata procedentes de sus bienes- que habrían de permitirle alcanzar con sus hijos, una holgada posición en Italia, conservando incluso condiciones de interlocutor válido tras el destierro. Años más tarde, cuando vivía fuera de España, reveló a sus amigos y parientes que durante su estancia en Santa Fe, aclarando las cuentas, había efectivamente negociado un permiso de residencia de algunos años más, pagando por él. De ahí nació la leyenda de que, advertido Torquemada, se presentó éste ante los reyes y arrojó sobre la mesa un crucifijo recordando que Judas había vendido a Jesús por treinta monedas y ellos iban a hacerlo por treinta mil. Las novelas suelen tener un fondo real. 

Importa mucho recoger aquí la exposición de motivos con que comienza el decreto, ya que constituye la “versión oficial” acerca de todo el proceso. No tenemos que recurrir a suposiciones, pues sabemos cómo enfocaban el asunto los autores de la declaración. Toda ella tiene un contenido religioso de acuerdo con las tesis de los inquisidores. Los Reinos se hallaban bajo la gravísima amenaza de la “herética pravedad”; si no se eliminaba, llegaría a destruir a la sociedad cristiana. Los motivos de las Cortes de Toledo para imponer una radical separación se fundaban en que la convivencia favorecía “el mayor de los crímenes y más peligroso y contagioso”, pues “se prueba que (los judíos) procuran siempre por cuantas vías y maneras pueden subvertir y sustraer de nuestra santa fe católica a los fieles cristianos”. De este modo quedaba establecido el principio de la maldad congénita del judaísmo y de quienes lo practicaban. 

Hasta aquí la exposición de los motivos. Inmediatamente después se pasaba a explicar las medidas adoptadas, de tal forma que pudieran sostener el principio de que se había procedido siempre de acuerdo con las leyes del reino. Los judíos, que no eran parte del mismo y, por consiguiente, entraban en la categoría de simples moradores, dispondrían de cuatro meses para preparar y efectuar su salida, la cual podían evitar únicamente dejando de ser judíos para convertirse en cristianos. Se les garantizaba la libertad personal y la disponibilidad de bienes por medio de un seguro real, el más fuerte que las leyes contemplaban. 

¿Creyeron los Reyes Católicos que, dadas las condiciones indicadas, muchos judíos iban a optar por el bautismo? Imposible dar una respuesta. Lo único que conocemos con certeza es que, durante los cortos meses hasta la salida, hubo intensificación en las predicaciones, de acuerdo con el programa lulliano. Se conserva un documento muy significativo, que se refiere a las aljamas de Torrijos y Maqueda: el licenciado Luis de Sepúlveda, en nombre de los reyes, prometió a quienes se convirtiesen la exención de impuestos durante varios años y la salvación absoluta respecto a cualquier proceso inquisitorial. A los judíos importantes que se bautizaron servían de padrinos los propios reyes o los grandes de la Corte, proporcionándoseles además apellidos que permitían la inmediata adscripción a la nobleza. Así Abraham Seneor pasó a llamarse Fernando Núñez Coronel, fue regidor de Sevilla, miembro del Consejo Real y tesorero mayor del Príncipe de Asturias; su yerno, Mayr, tomaría el nombre de Fernando Pérez Coronel. Se procuró una integración de los neófitos, de acuerdo con su nivel, en la sociedad cristiana. 

Es absolutamente imposible conocer el número de los que se convirtieron o cuántos regresaron para ser cristianos después de la salida. A estos últimos otorgaron los reyes una condición: podían recuperar todos los bienes que hubiesen vendido pagando por ellos exactamente la misma cantidad que percibieran. Era importante ya que muchos especuladores se habían aprovechado de los apremios de la expulsión. Algunos conversos acudieron en ayuda de sus parientes haciéndose cargo de sus propiedades para venderlas luego con tranquilidad, sin malbarato. De todo tenemos noticia, pero sin la posibilidad de convertirla en cifras. Tampoco estamos en condiciones de conocer cuántos se fueron. Los historiadores judíos tienden a exagerar el número: las cifras imaginadas por Netanyahu no resisten el menor análisis. Itzhak Baer, utilizando noticias de Bernáldez, calcula el número de residentes en España en 200.000, de los que se habrían bautizado 50.000, saliendo en consecuencia 150.000; pero esto también resulta excesivo si se tienen en cuenta datos cronísticos de la salida hacia Portugal y Navarra o de los embarques a Marruecos e Italia que se cuentan por centenares. De acuerdo con los datos fiscales, había en Castilla unos 15.000 hogares judíos, aun atribuyéndoles coeficientes muy altos, es imposible que superasen los 80.000 individuos. Al sumar a éstos los residentes en la Corona de Aragón, nos encontramos con un techo de 100.000. Miguel Ángel Ladero piensa que debe rebajarse esta cifra y seguramente tiene razón. Es indudable que la mayoría prefirió el dolor del exilio a la conversión. 

La salida tuvo el tono de un exilio bíblico; era España la nueva Misraim; se entonaron los cantos del destierro y se desplegó el apoyo solidario. La mayor parte de los judíos cruzó la raya de Portugal, donde su estancia quedó limitada en tiempo y espacio. Unos pocos se refugiaron en Navarra desde donde hubo un permiso para viajar hasta los puertos mediterráneos. Los que llegaron a Marruecos fueron objeto de increíbles vejaciones. De modo que los que corrieron mejor suerte fueron los que pudieron instalarse en Italia -nunca se expulsó a los judíos de los Estados Pontificios- y sobre todo en el Imperio turco y Próximo Oriente, identificándose a sí mismos como sefardíes, una palabra que significa solamente españoles. Han conservado, hasta hoy, una lengua derivada del antiguo castellano, con fuertes intrusiones turcas y eslavas, que se conoce como “ladino” (latín). 

Algunos testimonios fehacientes nos ayudan a comprender cuál era el sentir de la época. Escribe el cronista Andrés Bernáldez, que los vio pasar: “ved qué desventuras, qué plagas, qué deshonras vinieron del pecado de la incredulidad”. De modo que las desdichas de los judíos eran consecuencia de su empeño en permanecer en su fe. Los maestros que formaban el Claustro de la Universidad del Estudio General de París se reunieron para redactar una felicitación a los monarcas españoles que habían decidido, al fin, adoptar la “sabia medida” que sus propios reyes tomaran un siglo antes. En Roma el papa Alejandro VI ordenó celebrar fiestas corriendo toros al uso de su tierra.