Buscar en este blog

Antiamericanismo en España - María Elvira Roca Barea


Fuente: Imperiofobia y leyenda negra, María Elvira Roca Barea. Biblioteca de ensayo Siruela. 

Antiamericanismo en España

Existía un estado de opinión en el país según el cual Estados Unidos no atentaría contra territorios españoles debido a la gran ayuda que se le prestó en la hora de su independencia. Eran amigos. 

Recuérdese que desde la invasión de la Santa Alianza en 1830, Estados Unidos es el único país con el que España ha estado en guerra, excepto alguna escaramuza colonial en Marruecos.

España es uno de los países más antiamericanos de la Unión Europea. Según sucesivos sondeos hechos por la German Marshall Fund, los sentimientos de España con respecto a Estados Unidos son los más fríos de Europa después de Turquía. 

Autor de varios trabajos sobre las relaciones entre España y Estados Unidos, el periodista y escritor Willian Chislett considera que el antiamericanismo español es el resultado de la acumulación sucesiva de seis factores:

1) La guerra Hispanoamericana de 1898
2) El apoyo de Washington a Franco tras la Guerra Civil de 1936-1939
3) El Pacto de Madrid de 1953, por el que se establecieron las bases estadounidenses en España
4) El poco entusiasmo mostrado por Estados Unidos en apoyar la transición española hacia una                democracia tras la muerte de Franco.
5) El apoyo dela Administración Reagan a las dictaduras militares de América Latina.
6) Más recientemente, la invasión estadounidense de Irak en 2003.

Por lo que se refiere al primer factor, no parece demasiado relevante. Es sorprendente la enorme cantidad de españoles con un título universitario que ignoran hoy día que hubo una guerra con Estados Unidos. No se ha olvidado popularmente la invasión de los franceses ni la presencia de los musulmanes pese a los siglos transcurridos, pero sí la guerra Hispanoamericana de 1898. Sin duda, porque los primeros conflictos sucedieron en España misma y acabaron en victoria, mientras que el segundo sucedió fuera de España y acabó en derrota. La acumulación de hechos de arriba, atinada y bien establecida,  en conjunto, admite una interpretación complementaria. Los factores 2 al 6 pueden resumirse en uno: la influencia de la izquierda. Ciertamente hay una relación entre el franquismo y el antiamericanismo español, y también hay una conexión estrecha, histórica y socialmente muy interesante entre el antiamericanismo español y Francia. La larga dictadura explica la buena salud de que disfruta hoy día la mentalidad de izquierdas en España. No solo en el hecho del voto, aunque también. Aquí la derecha no gana las elecciones, las pierde la izquierda. Poquísimos españoles tienen el coraje de decir en voz alta que son de derechas. Son de centro. Algún sociólogo debería hacer una interpretación de profundis sobre el hecho reiterado de que en las encuestas que se elaboran cuando va a haber elecciones, las derechas nunca ganan, aunque luego ganen.  Y si ganan en las encuestas, es por un porcentaje muy inferior al que luego se da en la realidad. A los encuestados no les gusta decir que van a votar a la derecha, que en España existe como una especie de realidad virtual.

Pero lo fundamental es que la mentalidad aceptada y compartida por la mayoría, la opinión pública, la vox populi, es la que determina la izquierda que hay hoy en España y Europa, ya sin tierra prometida y sin dictadura del proletariado, pero con el patrimonio de la brújula moral intacto. El ciudadano de clase media que quiere ser bueno y progresista necesita esa brújula, y por eso la brújula existe. La moral siempre la administra alguien. Esto sucede En España como en Francia, como en el desierto del Gobi. Los vínculos de la izquierda española con la francesa son grandísimos. En realidad, la izquierda española viene de allí. El sistema usado por una y otra para conducir la opinión pública es casi idéntico. Consiste básicamente en apropiarse del mundo de la cultura por medio de subvenciones, premios, cargos y otras sinecuras, y controlar los principales medios de comunicación. Es un procedimiento diseñado por Lenin que Willi Münzenberg llevó a la perfección y resulta de una eficacia arrolladora. Lo explica magníficamente bien Muñoz Molina en su novela-ensayo Sefarad. 

Todos los cultos marxistas, tanto en la etapa ultraortodoxa como en la versión descafeinada actual, son antiamericanos por definición. Puesto que representan la justicia social y la bondad, esto es, la administración de la moral, es de su competencia condenar la impiedad del imperio desde el trono de su superioridad moral. Si a esto sumamos el efecto de la dictadura, que hace que España sea uno de los países más de izquierdas –moralmente- de Europa, porque ser de derechas es socialmente inadmisible, encontramos la explicación del antiamericanismo español, que no es de una forma escandalosa superior al de otros países de la Unión Europea, pero sí un poquito más acentuado. Y lo raro, me atrevería a decir, es que no sea todavía más intenso, teniendo en cuenta todo lo referido. En resumen: la clave del antiamericanismo español resulta de la conjunción de dos factores: la buena salud de la izquierda moral y la influencia francesa, tanto en las izquierdas como de manera general en la vida cultural y social española. 

Pero el antiamericanismo francés no es de izquierdas ni de derechas. Es previo a estas denominaciones.  La intensidad con que se manifiestan los sentimientos antiimperiales en Francia se ve ya claramente en el Siglo de las Luces y necesitaría de una investigación concienzuda. Su arraigo es produndísimo y difícil de exagerar. El novelista Henry de Montherlant lo expresó por boca de uno de sus personajes: “Una nación que logra bajar la inteligencia, la moral, la calidad humana en casi toda la superficie del planeta es algo nunca antes visto en la historia”. 

La lista de promotores del antiamericanismo en Francia que ofrece Philippe Roger es espectacular: Baudeleaire, Stendhal, Charles Maurras, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Jean Baudrillard… Además es ajena por completo a la ideología política y se da con igual intensidad en la derecha y la izquierda. 

El antiamericanismo, como todas las leyendas negras, nace en el subsuelo de la frustración y es un fenómeno que tiene que llegar a la superficie maquillado, o sea, justificado por una serie de causas. De otro modo no servirá para aliviar el malestar que ocasiona. 

Los Reyes Católicos y los judíos (cuarta parte)


Cómo se llegó al decreto. 

Asumamos ahora el punto de vista de los inquisidores, pues es importante tener en cuenta las opiniones de ambas partes para comprender este delicado proceso. Con el paso del tiempo se recogían más y más datos acerca de la profundidad y extensión del delito que catalogaban como “judaizar”. De acuerdo con los denunciantes y testigos, que eran creídos, millares de conversos o de descendientes de éstos habían vuelto en secreto al judaísmo, haciéndose circuncidar, observando escrupulosamente las fiestas, ritos y prescripciones dietéticas, conservando sus libros y bebiendo doctrina en el Talmud.  Llegaban de este modo a la conclusión de que esta reconversión al judaísmo era posible porque, amparadas por los reyes que las habían declarado bajo su seguro, subsistían más de doscientas aljamas con sus sinagogas, escuelas, bibliotecas y rabinos correspondientes. Considerando el talmudismo como un mal peligroso, afirmaban, en consecuencia, que en las juderías se hallaba la fuente que debía ser secada. La medida adoptada en las Cortes de Toledo, radical separación entre los barrios, no daba los frutos que se esperaban. Torquemada y los inquisidores por él nombrados entendieron que se les había encerrado en un círculo vicioso: se les pedía que limpiasen la sociedad cristiana de adherencias judías, mientras que se cubría con un velo de protección al propio judaísmo. Término de llegada de todo este razonamiento era que su tarea no podría dar fruto hasta que no se prohibiese la práctica del judaísmo. 

El primer paso lo dieron los inquisidores de la primera hora, Morillo y San Martín, cuando el 1 de enero de 1483 cursaron órdenes para que fuese pregonado en todos los lugares de la diócesis de Sevilla, Cádiz y Córdoba un decreto que daba a los judíos residentes en ellas un plazo breve y perentorio para que saliesen de ellas. Evidentemente, los inquisidores no tenían poderes para adoptar una medida semejante, por lo que se hizo necesaria la intervención del Consejo Real, que actuaba en nombre de los monarcas: este organismo se limitó a confirmar el decreto inquisitorial puntualizando únicamente que, en su salida y en los nuevos lugares de residencia, los judíos estarían en las mismas condiciones de amparo hasta entonces reconocidas. Muchos de los afectados por esta disposición creyeron que se trataba de una medida provisional, y que serían autorizados a regresar cuando las actuaciones inquisitoriales hubiesen concluido. 

Hubo, pues, una primera expulsión limitada a Andalucía, que comenzó a ejecutarse precisamente en Sevilla, donde en el verano de 1484 ya no quedaban judíos. El Barrio de Triana fue repoblado por cristianos, y el Corral de Jerez, última residencia, quedó disponible para otros usos. Las últimas aljamas andaluzas, en Moguer y en Córdoba, se extinguieron en 1485 o, a lo sumo, en 1486. No había juderías en el reino de Granada, excepto esa de Málaga, cuyos miembros, prisioneros de guerra, fueron rescatados y repartidos entre las aljamas castellanas. Durante la guerra aparecen mencionados algunos judíos: se trataba de residentes en otras partes del reino que tenían negocio de suministros a las tropas y a los que se daba permiso especial que no implicaba el restablecimiento del culto judío. 

Esta primera expulsión, que no parece haberse acompañado de las exhortaciones al bautismo, se ejecutó bajo condiciones que habrían de mantenerse en 1492. Mientras tenía lugar, los judíos permanecían bajo seguro real, con libre disposición de todos sus bienes, muebles e inmuebles, estando autorizados  a dar poderes de venta a otras personas para evitar que los precios se envilecieran por la necesidad perentoria de vender. Casi todos los emigrantes se establecieron en las juderías extremeñas como si proyectaran conservar el contacto con los ámbitos de negocio a que estaban habituados. La referencia que se hace a este episodio en el decreto de 1492 -“quisímonos contentar”- da pie a la hipótesis de que los Reyes Católicos hayan concedido, en principio, como solución al problema, el establecimiento de dos zonas en sus reinos, una vedada y otra permitida a los judíos. Se trata de una mera hipótesis de base muy frágil. 

De todas formas, los inquisidores no iban a conformarse con soluciones a medias. Tras el asesinato de Pedro de Arbués, la orden de expulsión de los judíos, emanada del Santo Oficio, aunque contando con el respaldo de los reyes, fue aplicada en Zaragoza y Albarracín. Sectores muy influyentes en la Corte y en la Iglesia estaban llegando a la conclusión de que era preciso alcanzar la “solución final” por la vía recomendada desde el lullismo o por la que siguieron los otros monarcas cristianos. La mentalidad imperante en el siglo XV, cuando madura la primera forma de Estado, consideraba una anomalía la permanencia de dos o más religiones en un mismo territorio. Los nacionalismos incipientes señalaban la coincidencia en la misma fe, como explicaría más tarde Martín Lutero en una de sus principales obras, Discurso a la nobleza cristiana de la nación alemana. El propio Lutero, que al principio abrigó la esperanza de que los judíos se incorporaran a su movimiento acabó mostrándose implacable enemigo de ellos por el estorbo que significaban para esa unidad: cuius regio eius religio. Disponemos de textos que nos permiten conocer que Fernando e Isabel, en más de una ocasión, se expresaron en semejantes términos: la fe era un bien social de tanto valor que merecía se arrostrasen todos los obstáculos para salvaguardarla. Conocían los prejuicios económicos que la medida les iba a acarrear, privando al tesoro de sumas directamente aprovechables, pero los daban por bien empleados para conseguir un beneficio de tanta importancia. 

Se percibe alguna relación entre el término de la guerra de Granada y el decreto de expulsión. Para sostenimiento de aquella que había exigido de los judíos, que no podían tomar parte en la campaña, un castellano de oro al año por cada unidad impositiva. Se produjo ya entonces una importante reducción de la población judía en estos años, pues la estima, que en 1485 alcanzaba los 16.000 castellanos, descendió a 10.000 en 1488. Aunque las sumas atribuidas no obedecen a relaciones matemáticas de población, es indudable que nos hallamos en presencia de una inflexión demográfica. Pueden haber influido las conversiones, pero el factor esencial fue, sin duda, la emigración. Las presiones inquisitoriales indujeron a muchos judíos a marcharse. 

En la preparación del famoso decreto, que sería expresamente anulado el 16 de diciembre de 1968, como consecuencia del estatuto de libertad religiosa, dentro de la vía marcada por el Concilio Vaticano II, se tuvieron en cuenta determinadas condiciones para garantizar la legalidad de la medida. Los reyes, al suspender el permiso de residencia que de ellos dependía, otorgaron un plazo garantizado mediante el seguro real y reconocieron la disponibilidad absoluta de los bienes, lo que no se había otorgado en otros reinos. Prometieron una justicia rápida en los pleitos pendientes -es cierto que se había podido comprobar abundante número d sentencias favorables en el Consejo Real- y autorizaron la constitución de administradores que pudieran ocuparse de los inmuebles no vendidos antes de la salida. Pero la legalidad no es lo mismo que la legitimidad: se olvidaba que aquellas personas obligadas a escoger entre su fe o el destierro, eran las mismas que, durante siglos, ayudaran a construir aquella Monarquía que ahora les declaraba indeseables; por otra parte al existir la posibilidad de permanecer incólumes en su prestigio social y económico, ganando incluso posiciones si se bautizaban, se estaba ejerciendo una presión moral que invitaba a abandonar sus creencias. Aquí estaba la clave del planteamiento, tan difícil de entender desde el orden de valores actual; la fe cristiana era un bien absoluto que debía ser comunicado; la fe judía un mal merecedor de extirpación. 

Huimos, en este trabajo, de formular juicios de valor; pero resulta imprescindible explicar algunos aspectos que permitan entender en todos sus matices y hasta donde es posible la naturaleza del episodio. Ante todo debe señalarse el extremo rigor de las actuaciones. Los delitos que estaba detectando la Inquisición, que abarcaban también casos de brujería, sortilegios y nigromancia, se referían normalmente a prácticas religiosas heredadas que no pasaban de ser hábitos familiares: algunas personas fueron denunciadas porque no encendían el fuego los viernes por la noche o porque visitaban a sus vecinos en tono reconciliatorio el día de la Expiación (Kippur). Los procesos descubrían otro aspecto importante: al cabo de dos o tres generaciones eran muchos los que se mostraban arrepentidos de que sus progenitores hubiesen abandonado el judaísmo, de modo que trataban de recobrar su identidad. Circulaban noticias fantásticas como la que anunciaba el inmediato advenimiento del Mesías porque estaba concluyendo el tiempo del gallut a la que atribuía una pronta destrucción de la Cristiandad, nueva Babilonia, por el sultán de Constantinopla, que sería un nuevo Ciro. 

Entrevista de Muñoz Grandes en el búnker 13 de diciembre de 1942



Franco y el III Reich. Luis Suárez Fernández

El 13 de diciembre de 1942 Muñoz Grandes llegaba por segunda vez al búnker; estaban presentes los generales Jodl y Schmundt, el embajador Hewl y nuestro conocido sonderführer Hoffman, que iba a actuar de nuevo como intérprete. Disponemos de una versión taquigráfica de la conversación que comenzó al imponerse al general español las Hojas de Roble a la cruz de caballero, destacándose la singularidad que este acto revestía. La División Azul figuraba entre las mejores de la Wehrmacht, pero ahora la presencia de los norteamericanos en Marruecos tornaba imprescindible el regreso de don Agustín. Reconoció el Führer su propio error al buscar la amistad con Francia, ya que lo que verdaderamente convenía a Alemania era la amistad con España. Muñoz Grandes preguntó entonces a los allí presentes si tenían noticias de la maniobra que estaba preparando Abd-el-Jalak Torres, el hermano de Abd-el-Krim, para reunir a todos los independentistas marroquíes (de hecho el acuerdo iba a firmarse el 30 de diciembre) y con el beneplácito de Eisenhower poner fin al protectorado francés y en consecuencia al español. Hitler se mostró sorprendido; contaba tanto con Abd-el-Krim, como con el gran mufti de Jerusalén entre los musulmanes partidarios del Reich.
Intervino Jodl. Lo que sus servicios secretos sí conocían era que se estaba alistando en Méjico una división formada por exiliados republicanos, la cual figuraría entre las fuerzas norteamericanas cuando estas se decidieran a desembarcar en la Península. La Wehrmacht estaba interesada en conocer hasta qué punto se hallaba decidido el Ejército español a rechazar dicha maniobra. Parece que la respuesta de Muñoz Grandes fue esta: “La oficialidad joven española está claramente a favor de Alemania, pero otras muchas fuerzas están siendo ganadas poco a poco hacia las potencias anglosajonas por la propaganda de estas o por el dinero. España todavía no está perdida, pero se debe trabajar deprisa”. Parecen muy importantes las reflexiones que de forma inesperada se escaparon entonces al Führer: la decadencia de Inglaterra era ya un hecho comprobado e irremediable, lo que significaba que la jefatura entre los aliados iba a pasar a otras manos. También tenía noticias acerca de un proyecto de Pétain de viajar a Marruecos para unirse a Darlan y a sus antiguos colaboradores, pero él estaba decidido a prestar a Laval toda la ayuda necesaria. Reconocía también sus propios errores en 1940 y 1941; hubiera podido conseguir la entrada de España en la guerra aceptando sus ofertas contra Francia. 

Ante estas palabras tan significativas, Muñoz Grandes dijo: “Quiero viajar a España para comprobar qué aspecto tienen allí las cosas. Conozco el significado que allí tiene mi nombre y sé que no me encontraré solo”. Hablando ahora como un hijo a un padre, pedía al Führer que le aconsejara lo que debía hacer. Se había llegado aun punto clave que demuestra el acierto de Franco cuando evitó que Arrese pudiera hallarse presente en aquel momento. Refiriéndose a la petición de armas, Hitler dijo que antes de entregarlas tenía que saber si iban a emplearse contra los aliados o únicamente para salvaguardar el orden interno. Aludió a la profunda decepción que Rumanía e Italia significaran en este punto, y empleó exactamente estas palabras: “En el caso de que entreguemos armas a España tenemos que saber si España está dispuesta a luchar con ellas, pues a fin de cuentas nosotros entregamos armas a costa de otro frente (…). Había oído -en realidad era el contenido del telegrama de Stohrer del día 11 -que España negociaba con Estados Unidos”.

Muñoz Grandes replicó: si los alemanes podían retener Túnez, a donde habían llegado desde Libia, la entrada de España en guerra sería una consecuencia inevitable. El Führer respondió que estaba plenamente decidido a hacerlo, e iba a enviar sus mejores divisiones, entre ellas la Adolf Hitler y la Hermann Göring. “En tales circunstancias -explicó entonces don Agustín-, no sería difícil llevar a España a una decisión”. Esta era, al parecer, la postura de los alemanes: el retorno del jefe de la División Azul serviría para conseguir que España abrazase la gran causa. Pero Hitler, que había comentado con su colaboradores que esto podía ser una carga, hizo una precisión bien distinta: “La neutralidad española también tiene su ventajas”. Un frente ibérico podía superar las comprometidas posibilidades. 

La verdadera tarea que se encomendaba a Muñoz Grandes desde el despacho del Führer era convencer a Franco de que permaneciese al lado de Alemania, que iba a consolidarse en Túnez, ya que “África pertenece a Europa, de eso no puede dudarse, y a los Estados Unidos nada se les ha perdido en África”. Al final de la guerra se aseguraría a España también una parte del gobierno de aquel continente. En cambio se pediría al Generalísimo la firma de un compromiso, considerando casus belli la instalación de los aliados en Tánger o en la Zona Española de Marruecos. Muñoz Grandes prometió ocuparse de ello y proporcionar información de sus gestiones. Jodl intervino entonces para aclarar otros puntos. Las armas que se iban a entregar seguirían siendo parte del Ejército alemán, de modo que convenía que una comisión española viajase a Alemania para fijar los modos de su empleo. Y sobre todo para fijar el número de divisiones terrestres y aéreas que se utilizarían en España si llegara el caso de una invasión. De las garantías ofrecidas por Roosevelt no había que fiarse; se trataba de presidente más hipócrita en los trescientos años de historia de aquel país.

Se estaba cerrando un capítulo: Muñoz Grandes podía entender que Hitler ya no era el brillante canciller de Berlin ni menos un general de grandes dotes; estaba atrapado en un cubil de lobo. Comprendiendo lo que se le ocultaba, explicó al despedirse que España no necesitaba hombres sino armas para defender el régimen. 


Cómo se eleva un mito - Dionisio Ridruejo , Casi unas memorias


La edición madrileña de Mundo Obrero publicaba el día 19 de noviembre de 1936 la siguiente mancheta junto a su cabecera: “El pueblo ha ordenado ajusticiar al jefe de los asesinos de Falange Española. ¡Cúmplase la sentencia!. Al amanecer la sentencia quedaba cumplida y la prensa y la radio de todo el mundo daban la noticia del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera. Sin embargo, la España nacionalista no admitiría la realidad del hecho hasta dos años después. En efecto, sólo el 20 de noviembre de 1938 se celebraría en Burgos el primer funeral oficialmente organizado para el fundador de Falange.  Aunque la noticia había corrido por los frentes y las ciudades de retaguardia, pronto se impusieron los contrarrumores. El fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera habría sido una simulación para complacer a las masas revueltas pero, en rigor, éste seguía vivo en consideración a su alto valor como rehén e incluso como instrumento para lanzarlo en su día sobre la retaguardia nacionalista y obtener de ésta una paz razonable. Había que reconocer que la hipótesis tenía sentido. Luego supimos que tanto por simpatía o piedad como cálculo, hombres como Indalicio Prieto en España o Léon Blum en Francia lucharon porque la sentencia no se ejecutase, y que el mismo Azaña sintió una viva contrariedad cuando el hecho se consumó. Aquel argumento de esperanza, válido, sin duda, para el caso de una contienda ordinaria, no lo era tanto en el contexto de un proceso revolucionario. Por otra parte la tesis de la ejecución fingida y el escamoteo del rehén carecía de cualquier prueba de hecho. Por todo ello en el primer momento hubo muchas personas que se resistieron a aceptar lo que era una simple hipótesis adoptada por algunos por conveniencia y por los más -dentro del falangismo- por sentimentalismo o un subconsciente temor a perder la esperanza, ya que la confianza en el jefe era mucho más viva -como con frecuencia sucede entre españoles- que la adhesión a la ideología. Una Falange acéfala -mejor diría huérfana- nos resultaba , a muchos de nosotros, difícil de llevar a puerto a pesar de su impetuoso crecimiento o quizá a causa de él. Pronto se acuñó la palabra “ausente”, que acertaba a significar lo que se pretendía y que seguramente se formó por oposición a la de “presente” que se usaba reiteradamente para honrar a los muertos o “caídos”. El adverbio se nominalizó pronto y “el ausente” fue ya, por definición, José Antonio. 

Pronto fue difícil para cualquiera poner en duda esa presunción, que para unos expresaba un deseo y para otros tomaba la forma de un temor. Sólo a dos personas les oí negar resueltamente que semejante esperanza fuera atendible. El primero fue Andrés Redondo. Vino éste a Segovia no muchos días después de haberse extendido la noticia de la ejecución. Ya he hablado otra vez de Andrés Redondo. Era hermano de Onésimo, el jefe vallisoletano, y le acompañaba en el coche cuando un grupo de milicianos filtrados desde Guadarrama lo abatieron de una descarga cerrada en el pueblo de Labajos. El hermano superviviente fue elevado, de una manera un tanto visigótica, a la jefatura territorial de Castilla la Vieja. Cuando nos visitó en Segovia aún era poco conocido pero pisaba firme. Nos habló de la muerte de José Antonio con grave serenidad, excluyendo de modo terminante que la noticia fuera falsa. Al terminar y para paliar nuestra consternación nos dijo: “Hay que pensar que nada es irreparable. Yo os aseguro que he hablado despacio con Franco, le he visto trabajar y me inspira una gran confianza. Tenemos un jefe”. He de decir que el consuelo que nos ofrecía Redondo nos pareció a todos desgracia sobre desgracia. 

No teníamos contra Franco ningún prejuicio absoluto, pero de ningún modo lo considerábamos nuestro y la equiparación que sugería nos parecía blasfematoria. Nuestra reacción fue bastante viva y, aunque Redondo procuró quitar hierro a su proposición, la fecha había dado en el blanco, acaso porque aquella sustitución se nos había ocurrido a todos como algo tan irremediable como insatisfactorio. Era un sentimiento que no se cancelaría fácilmente y que acaso para muchos no se canceló nunca. 

En términos muy distintos me confiaría su convicción de que la muerte de José Antonio era cosa segura, varios meses después, el jefe de la Junta de Mando, Manuel Hedilla. Hedilla, dentro de lo que le permitía su carácter más bien reservado, hablaba conmigo  con bastante confianza. Más d una vez le oí desahogar las irritaciones o precauciones que le causaban sus conversaciones con el Alto Mando o su brega con los camaradas, tanto con los que le espolean para que tomase el mando resueltamente y en exclusiva como con los que le oponían dificultades o conspiraban para que no pudiera mandar. Aquel día -recuerdo la imagen de un modo concreto- estábamos ambos en pie, ante la ventana de su despacho, mirando al exterior. Me hablaba de sus gestiones para conseguir el canje de Fernández Cuesta, cuya llegada deseaba, quizá para descargarse del peso excesivo que pesaba sobre sus hombros, y se mostraba optimista sobre el caso. “¿Y de José Antonio -le pregunté yo- qué se sabe?”. 

Me miró un momento perplejo. Luego, como quien hace algo con pena, me dijo: “Mira, José Antonio murió el 19 de noviembre del año pasado. Creer otra cosa es querer engañarse. Yo tengo información de la “otra zona” y no me cabe la menor duda. Comprendo que si se les dijese esto claramente a los camaradas se desmoralizarían. Pero hay que aceptar las cosas como son. En realidad esta leyenda de la ausencia de José Antonio ha podido mantener la ilusión de la gente pero no sé si, en el fondo, no nos ha hecho también mucho daño. Eso es vivir de ilusiones y, a la larga, no se puede vivir así. Todo se vuelve provisional. Naturalmente yo soy la última persona para desengañar a quienes creerían que lo hacía por ambición personal. Por eso me interesa tanto que Fernández Cuesta llegue aquí de una vez”. No garantizo, claro es, la literalidad de sus palabras pero sí el sentido. 

Repito que sólo en esas dos ocasiones oí a personas de respeto oponerse a la leyenda general con tanta convicción. El mito de la ausencia se había generalizado en términos casi inconcebibles. Para unos era un verdadero sebastianismo. Para otros una cauta manifestación de zozobra. Lo que me sorprendió más -sobre todo a posteriori- es que la leyenda del escamoteo del jefe falangista prosperase incluso en aquellos lugares donde más parecía interesar la constatación de su muerte. Así en el Cuartel General de Franco. El mismo Franco -me lo confirmó Serrano Suñer- llegó a creer y a decir que José Antonio había sido entregado a los rusos y estaba prisionero en la Unión Soviética, aunque, añadía, allí le hubieran sometido a una mutilación humillante y destructora. Por cierto, hay que decir aquí que a Franco -que había tenido con José Antonio un trato muy escaso- éste no le era simpático y su exaltación constante le molestaba mucho y aún le molestaría más -hasta la irritación- cuando la Unificación puso bajo su mando a las antiguas huestes del “ausente”. Foxá solía decir con gracia que tal cosa era lógica. “Es como si un hombre se casa con una viuda y ésta se pasa día y noche hablando de su primer marido”. Sólo cuando, pasado el tiempo, los falangistas se le mostrarían incondicionales remitió aquella irritación de la que Serrano Suñer me ha contado más de una anécdota expresiva. 

Creo que la larga etapa en que el mito del “ausente” se convirtió en lema oficial contribuyó mucho al proceso de la otra mitificación -la personal- que sufriría la figura del fundador de Falange y a muchos aspectos esa mitificación fue paralizante y convirtió en meros escoliastas y grosores a los no muy abundantes hombres de cabeza -y no me excluyo- que tuvo el falangista aquellos largos años. Desencadenó una beatería inhibitoria y convirtió al personaje en alguien que quizá no hubiera sido ya reconocido por sus inventores de haber vuelto -como se esperaba- con su estatura de hombre real. 

Por cierto que he de consignar mi sospecha de que ese proceso de “transfiguración por la ausencia” produjo, al menos, una obra literaria de positivo interés. Años después de la guerra Gonzalo Torrente Ballester publicó un drama -el mejor de los suyos para mi gusto- titulado El retorno de Ulises. En él se ve a Penélope tejiendo un tapiz con un retrato del ausente de proporciones gigantescas y semidivinas. Quizá lo hace como defensa frente a los pretendientes porque, al final, es solo ella -usando del piadoso acomodo femenino a la realidad- la que reconoce al héroe al que niegan el pueblo, los pretendientes y su propio hijo. Sería muy raro que en esa sutil y bien organizada réplica del argumento homérida no hubiese incidido una experiencia que el autor vivió como todos los residentes en la trágica Babia de los años 36 a 39. 

En rigor el certificante de la muerte de José Antonio fue- como era natural- un notario: su amigo Fernández Cuesta, que antes de salir canjeado de Madrid tuvo, como ya dejé dicho, una detenida conversación con Indalecio Prieto. Para mí es indudable que fue a Fernández Cuesta, y en mano, a quien Prieto entregó el testamento y otros apuntes manuscritos de José Antonio que dibujaban un gobierno de mediación para evitar la guerra. Fernández Cuesta, sin embargo, no los entregó personalmente a nadie sino que los hizo llegar (¿por correo?) a manos de Pilar Primo de Rivera y de Agustín Aznar. Eran ejemplares facsímiles, que hoy llamaríamos fotocopias, de una perfecta e indudable fidelidad. Muchas veces he oído afirmar -a veces en forma de pregunta- que el testamento de José Antonio había sido manipulado y alterado. Debo aclarar que ello me parece absurdo y lo tengo por físicamente imposible. La prueba grafológica que yo mismo hice hacer -tuve el documento en mis manos al momento de su recibo- no dejaba lugar a duda. Las pruebas psicológicas y estilísticas dan el mismo resultado. El documento, por otra parte, lo hice publicar yo mismo en facsímil y no en transcripción tipográfica antes de que se repitiesen estas otras ediciones. Las sospechas de inautenticidad nacieron, a mi juicio, de una coincidencia que no tenía nada de casual: la de que los dos albaceas testamentarios de José Antonio resultaran ser los que en aquel momento aparecían como sus herederos políticos: Serrano Suñer y Fernández Cuesta, el primer hombre del Gobierno de Franco y el presunto jefe de los legitimistas falangistas. Pero para quien hubiera conocido a José Antonio no cabía duda de que ambos habían sido sus mejores amigos: el uno compañero de la Universidad y luego del Parlamento y frecuente colaborador en asuntos jurídicos y confidente de su intimidad; el otro hijo del médico de la familia Primo de Rivera, amigo personal del jefe falangista desde la infancia y su secretario general de Falange por razones de confianza. Y por añadidura, ambos relacionados con las técnicas el Derecho, lo que para un albacea idóneo resulta siempre recomendable. 

Los funerales de José Antonio se celebraron, al fin, en la catedral de Burgos el día 20 de noviembre de 1938. Conservo el folleto de la ceremonia. Previamente se había inciso su nombre en las piedras exteriores del templo, junto a la puerta de la Sacramental. Otro tanto se hizo en todas las iglesias de España. Fue una decisión de la Junta Política de Falange. Al nombre del jefe debían seguir los de los vecinos de cada localidad muertos en acción de guerra. Era la imitación de algo que ya se había hecho en Francia después del 18. Sí, pero aquello era una guerra internacional y los muertos eran de todos los franceses. Aquí la cosa resultaría, más pronto o más tarde, cuestión litigiosa y memoria agresiva. Pero como yo tengo la costumbre de confesar mis culpas, no omitiré el dato de que la orden para que aquella medida se cumpliese fue firmada por mí. Así es la vida.