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Controversias históricas en la España actual - Stanley G. Payne


Fuente: España una historia única. 


Se critica con frecuencia a la sociedad occidental, acusándola de amnesia y de tener poco conocimiento o interés en la historia. La creciente adicción a internet atomiza la lectura, de manera que la información se obtiene a partir de pequeños fragmentos o paquetes, sin necesidad de llevar a cabo un estudio sostenido o de tener una comprensión global, y sin criterios que determinen qué fuente es más exacta o fiable. El resultado es que nos encontramos ante una ingente cantidad de información, mucho mayor que la de ninguna época anterior, pero que carecemos de criterios, de organización y de una comprensión sólida. De este modo, los jóvenes se pasan horas y horas sentados ante las pantallas de los ordenadores, pero no leen libros. Se dice que, teniendo en cuenta su nivel de educación formal, aprenden menos que las generaciones anteriores. No estudian, sino que se limitar a “recuperar” de aquí y allá retazos de información. 

Una cultura que se basa en el individualismo y el materialismo más acusados de la historia humana tiende a la gratificación instantánea y pierde el contacto con su propia tradición cultural. 

Existen todas estas muestras de interés en la historia, pero se dan en medio de una creciente fragmentación intelectual y cultural, y sólo caracterizan a ciertas minorías, que tienen poco o ningún impacto en el conjunto de la población. El fenómeno genera una aparente paradoja: por una parte, una minoría estudia y lee más historia que nunca, mientras que la gran mayoría, a pesar de la difusión universal de la alfabetización y de la educación primaria, tiene poco o ningún conocimiento de historia, que como asignatura retrocede cada vez más en los planes de estudio. 

En las universidades, todo ello ha erradicado prácticamente ciertas áreas de estudio como la historia militar, haciendo que se insista menos en la historia política, algo que, sin embargo, es menos apreciable en España. Los grandes temas son sustituidos por consideraciones comparativamente menores, que hacen hincapié en grupos pequeños, conductas desviadas y rarezas culturales. Se exige que gran parte de los estudios encajen dentro de la nueva santísima trinidad que forman la raza, la clase y el género, el nuevo “marxismo cultural”. Cada vez es más habitual que las investigaciones que no se atienen a esos criterios queden fuera de unas universidades en las que la contratación en áreas como las humanidades y las ciencias sociales se ha vuelto flagrantemente discriminatoria. 

En la última generación, la producción de obras históricas de relevancia se ha visto limitada por una enorme insistencia en la historia local y regional. Evidentemente, este campo puede ser tan relevante como casi cualquier otro, pero en España se ha llegado a una situación de histeria política y cultural, que, estimulada por la federalización del país y por el hecho de que las instituciones locales y regionales gastan mucho dinero, y cada vez más, en cultura, suscita una atención ingente y desproporcionada. Los historiadores jóvenes saben que, por nimio o trivial que sea su tema de estudio, si se dedican a esos temas, tendrán publicaciones garantizadas. 

Gran parte de las universidades toca al son de su público local, con prácticas de contratación tremendamente endogámicas. El hecho de que el reclutamiento del profesorado no se haga de un modo más global constituye una importante limitación, que se une a la falta de insistencia en el logro de la que adolece su evaluación profesional. En la actualidad, estas mismas tendencias, además de una innegable politización de las universidades, se dan prácticamente en todos los países, aunque el localismo y la endogamia son especialmente acusados en España. 

El mejor exponente de la justicia histórica contemporánea han sido las iniciativas para llevar ante los tribunales a los criminales de guerra nazis y los serios esfuerzos realizados por los ciudadanos de la República Federal Alemana para lidiar con el horrendo pasado reciente alemán. Si los procesos de desnazificación no fueron del todo eficaces, en general, el desarrollo de la democracia germano occidental, los permanentes esfuerzos por imponer un sistema educativo serio, el encausamiento de los criminales, el estudio histórico objetivo y las iniciativas para compensar a las víctimas sí tuvieron éxito, convirtiendo a Alemania en el ejemplo más loable de lo que los alemanes llaman Vergangenheitsbewältigung (aceptación del pasado). El proceso, que no fue inmediato y que contó con altibajos, se encontró a finales del siglo XX con un movimiento de tendencia contraria que comenzaba a “normalizar” la historia. En el ámbito académico, el debate cobró forma en un fenómeno relativamente conocido, la Historikerstreit (polémica entre historiadores), aunque, en términos más generales, entre los alemanes ha ido aumentando la tendencia a ver en sus antecesores de la época nazi a víctimas, sobre todo de bombardeos indiscriminados. Evidentemente, había muchas clases de alemanes: algunos fueron grandes criminales, mientras que otros fueron relativamente víctimas, bien de sus gobiernos, bien de los enemigos de éstos. En comparación, el proceso de “desfascistización” italiano fue mucho menos entusiasta, sólo condujo a un número muy limitado de juicios, y pasados únicamente unos tres años, y por iniciativa de un ministro de Justicia comunista, se le puso punto final. En los países ocupados por la Unión Soviética, el proceso de desfascistización se basó en gran medida en castigar a aquellos a los que los soviéticos veían como sus principales enemigos. Fascistas o ex fascistas considerados útiles para los soviéticos no fueron castigados e incluso, en unos pocos casos, fueron recompensados. 

Durante la Transición el país pasó legalmente (de la ley a la ley, como se suele decir) y de forma relativamente pacífica de una dictadura a una democracia parlamentaria. Ninguno de los partidos políticos con organizaciones convencionales participó en actos de violencia, aunque ETA, la extrema izquierda y, en ocasiones, la extrema derecha sí lo hicieron. Al contrario que durante la Segunda República, cuando fuerzas importantes del sistema, como los socialistas y finalmente gran parte del Ejército, recurrieron a la violencia, ésta fue totalmente ajena al sistema durante la Transición. En 1975 el movimiento anarcosindicalista, en su momento autor de muchos actos violentos, había sido pura y simplemente eliminado por la modernización. 

Todo ello creó un nuevo “modelo español” de transición a la democracia. No se trataba del valeroso pero incoherente modelo de 1808-1814 y 1820 (también emulado con profusión en otros lugares, casi siempre sin éxito), sino de una pauta eminentemente productiva que se convertiría realmente en el nuevo modelo de transición democrática a escala mundial. Se emuló en países latinoamericanos y también en casi todos los comunistas de Europa oriental, así como en Asia central y septentrional, aunque -en función de cuál fuera el legado cultural o el nivel de desarrollo de esos países- algunos no lograron convertirse en democracias operativas, engrosando las filas de un tipo diferente de autoritarismo del siglo XXI. Se intentó por doquier, salvo en Yugoslavia y Rumanía, aplicar algo equivalente al modelo español, y en la mayoría de los casos la democracia triunfó. 

Uno de los requisitos del modelo español era el rechazo a la política de la venganza, lo cual comportaba evitar cualquier búsqueda política o jurídica de “justicia histórica”. En esa época, esto era algo que aceptaban totalmente los principales actores políticos, en parte con la excepción del PNV, todavía anclado en hábitos arcaicos. La izquierda estaba tan deseosa como la derecha de abrazar esta política, porque, dejando a u lado su retórica y sus gestos típicos, los credenciales democráticos de la izquierda española eran igualmente dudosos, por lo que ésta estaba deseando hacer borrón y cuenta nueva. A pesar de que se dijera que todos los criminales de izquierdas habían sido castigados por Franco, no era cierto, ya que uno de los principales, Santiago Carrillo, fue una de las figuras más destacadas de la propia Transición. Se decidió conscientemente evitar cualquier iniciativa relativa a la justicia histórica, porque todos eran conscientes de que esta empresa la había abordado la Segunda República de forma vengativa entre 1931-1932 y, posteriormente, con mucha mayor brutalidad, el régimen de Franco. Los dirigentes de la Transición se daban cuenta de que sería prácticamente imposible acometer con imparcialidad otra iniciativa de esa índole, que casi sin ninguna duda sería más perjudicial que beneficiosa. 

Para ocuparse de algunos importantes malhechores del pasado, los checos introdujeron un proceso que llamaron de “lustración”, al que acabaron por dar poco uso. En Alemania se hicieron más esfuerzos para purgar a los comunistas de las universidades de Alemania Oriental, pero poco más. En las nuevas repúblicas bálticas y en Asia central, los regímenes postsoviéticos se dedicaron principalmente a sustituir a los rusos por miembros de sus mayorías étnicas, pero hubo poquísimas causas penales. Sólo con el paso del tiempo Chile y Argentina acabaron por iniciar procesos judiciales contra un reducido número de personalidades destacadas de los regímenes anteriores. En general, los nuevos regímenes democráticos o poscomunistas no incluyeron entre sus políticas la búsqueda vigorosa de la “justicia histórica”. 

Otro de los rasgos de la Transición española que figuró en gran parte de los demás casos fue la gran atención que se prestó a la historia reciente, a la que se dio toda clase de publicidad, dedicándole muchas nuevas investigaciones, multitud de publicaciones académicas, e incluso más atención periodística. No obstante, el grado de atención que el tema suscitó en España parece haber superado al registrado en algunos de los demás países. En parte, esto se debía simplemente a que España era un país más grande que la mayoría y que la amplitud de su mercado podía acoger un gran número y un gran abanico de publicaciones, así como productos de otros medios de difusión. Éste es uno de los aspectos en los que se puede establecer cierta comparación con Rusia, porque en este país, durante los primeros años de la era Yeltsin, relativamente más libres, aunque caóticos, también se asistió a la aparición de bastantes publicaciones nuevas y críticas sobre la historia reciente.

Una de las diferencias entre el caso español y muchos de los nuevos regímenes democráticos fue que, al principio, no se fabricaron muchos mitos nacionales nuevos para disimular o explicar los aspectos negativos del pasado reciente. En la Italia posfascista y en la Francia que surgió tras la caída del régimen de Vichy, no tardaron en aparecer nuevos mitos hegemónicos sobre la “resistencia” nacional al fascismo y al nazismo, que distorsionaron enormemente la realidad histórica, exagerando de modo considerable la amplitud de la resistencia y disimulando la generalizada complicidad con los anteriores sistemas autoritarios. En muchos países proliferaron mitos de victimismo nacional. Los austríacos, que en su mayoría habían sido cómplices relativamente entusiastas del nazismo, se crearon una nueva imagen histórica, gracias a la cual, al aparecer Austria como simplemente la “primera víctima” de Hitler, se alimentaba la autoestima del país. En el nuevo Japón democrático surgió una tendencia considerable a pasar por alto las atrocidades masivas del anterior régimen militar y a retratar en gran medida a los japoneses como poco más que víctimas inocentes de la guerra atómica. De los países poscomunistas, no hay duda de que Rusia ha sido escenario del más fanático nacionalismo y de un renovado autoengaño, ya que abundan diversas manifestaciones de teorías victimistas. 

Al mismo tiempo, ciertos sectores políticos han promovido mitos e interpretaciones propios, que, en algunas regiones españolas, han sido equivalentes a los de otros países. Los franquistas que quedan, aunque no sean muy numerosos, han seguido difundiendo su concepción de Franco como salvador nacional y como artífice de un beneficioso régimen modernizado. De forma similar, el camuflaje de la política republicana iniciado durante la propia Guerra Civil se convirtió en parte de la imagen que de sí misma tenía la izquierda, con sus místicas y rutinariamente falseadas invocaciones a la “democracia” republicana, que se combinaban con el maquillado de la revolución. Los catalanistas, sobre todo de izquierdas, han conservado el mito igualmente distorsionado de la “democracia catalanista”. No hay duda de que los nacionalistas vascos son quienes viven en la más grande negación, con sus delirantes mitos históricos que, considerando que los vascos siempre han sido víctimas, hacen caso omiso de una realidad histórica: lo que realmente tuvo lugar en lo que ahora consideran Euskal Herria fue una guerra civil entre vascos. Prescinden igualmente de los constantes esfuerzos que hizo el PNV para traicionar a la causa republicana durante la propia guerra y de las repetidas intrigas que urdió durante la década posterior con todas y cada una de las potencias extranjeras para conseguir la partición de España.

El “pacto del olvido” no es más que un lema propagandístico. No existió tal cosa. La Transición se caracterizó justamente por lo contrario, puesto que se basó en una profunda conciencia de los fracasos del pasado y en la decisión de evitarlos. De hecho, como Paloma Aguilar ha escrito, “pocos procesos de cambio político han estado tan inspirados por el recuerdo del pasado y por las lecciones asociadas al mismo, como el el español. En realidad es imposible encontrar ningún caso en el que esa conciencia fuera mayor. No se acordó imponer el “silencio”, sino que los conflictos históricos quedarían en manos de historiadores y periodistas, y que los políticos no los utilizarían en la pugna partidista, que se centraría en los problemas presentes y futuros. Durante la Transición, historiadores y periodistas trabajaron sin cesar, inundando el país con nuevos relatos sobre los años de la Guerra Civil y del franquismo, que en modo alguno disimulaban sus aspectos más atroces.
Durante la Transición, historiadores y periodistas trabajaron sin cesar, inundando el país con nuevos relatos sobre los años de la Guerra Civil y del franquismo, que en modo alguno disimulaban sus aspectos más atroces. Pasados algunos años, comenzaron a aparecer detallados estudios académicos como los de Josep Maria Solé Sabaté, Joan Villarroya, Vicent Gabarda Cebellán, Francisco Alía Miranda y otros, que por primera vez comenzaron a situar la investigación de las represiones enun preciso terreno académico. Todo esto contradecía totalmente la existencia de cualquier tipo de "olvido" y fue una empresa mucho más cuidadosa y precisa que la de la posterior agitación en pro de "la memoria histórica".

En líneas generales, todos los grandes partidos mantuvieron el rechazo consensuado a la politización de la historia de la Guerra Civil y la dictadura hasta 1993, cuando los socialistas se vieron en grave peligro de perder las elecciones generales por primera vez en más de una década. En ese momento, Felipe González puso un especial empeño en advertir de que votar al Partido Popular conllevaba el gran riesgo de restaurar algunos de los más sombríos aspectos del franquismo. Esto equivalía a lo que en los Estados Unidos de las décadas posteriores a la guerra civil americana se denominó "agitar la camisa ensangrentada". En las elecciones más importantes, el Partido Republicano, que en el caso estadounidense había liderado a los vencedores, recurría regularmente a "agitar la camisa ensangrentada", recordando a sus votantes el precio que se había pagado con la guerra civil y aduciendo que votar a los rivales demócratas supondría el retorno del "poder esclavista". Esta actitud en ocasiones les fue útil  a los republicanos, pero no siempre, y en España cada vez fue siendo menos positiva para los socialistas durante los comicios de 1996 y 2000. En 2002, después del fracaso total de los socialistas dos años antes, hubo un momento en el que José María Aznar declaró que la utilización del pasado reciente para fines partidistas había quedado enterrado.

Era una afirmación prematura, porque, una vez fuera de la botella, el genio se fue convirtiendo en un rasgo cada vez más habitual de la política española. Jordi Pujol, normalmente sensato, ya había hecho anteriormente referencias politizadas a la Guerra Civil, e incluso el Partido Popular acabaría por hacer algo similar ante el nuevo programa izquierdista desarrollado por Zapatero después de 2004. Para la izquierda, ese recurso se convirtió simplemente en práctica habitual.

Una nueva fase se inició en los primeros años del siglo XXI cuando se incrementó la agitación relativa a la "memoria histórica", que no surgió de un único movimiento, sijno que representaba a muy diversos grupos, muchos con motivaciones políticas, otros interesados en la historia y la arqueología. El sector más serio era el representado por Emilio Silva y la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), que comenzó a excavar su primera fosa común en 2000. El interés por identificar y enterar dignamente a víctimas no reconocidas anteriormente de las represiones perpetradas durante la Guerra Civil y la posguerra -o, en realidad, a víctimas militares no identificadas de la propia contienda- constituye una importante y loable iniciativa, que debería contar con apoyo público. Sin embargo, otros grupos han ido más allá, exigiendo una especial conmemoración política, un reconocimiento formal de que los izquierdistas represaliados murieron "por la democracia", y también una condena tanto de Franco como de su régimen e, implícitamente, de todos los que se enfrentaron a la izquierda durante la Guerra Civil.Todo ello fue acompañado de estridentes e histéricas denuncias de la represión franquista, que, exagerando su carácter y alcance, insinuaban que había sido la única. Una política muy inclemente y brutal se presentaba como algo todavía peor, equiparable a las de la Alemania nazi o a las de los regímenes comunistas más atroces. Se diseminaron imprecisas concepciones de "memoria histórica", como si fueran equivalentes a datos de investigaciones históricas profesionales. el resultado fue un esfuerzo prácticamente sistemático de reescritura y de falsificación, que en ocasiones también se esgrimió como arma táctica contra un Partido Popular cuya torpeza al lidiar el asunto no hizo más que agravar el problema.

La propia expresión "memoria histórica" es desafortunada, porque constituye un oxímoron, una contradicción fundamental en los términos, algo que en estricta lógica no puede existir. La memoria es intrínsecamente individual, subjetiva y, como todo el mundo sabe, muy frecuentemente falaz. Hasta la gente de buena fe recuerda constantemente detalles que entran bastante en contradicción con lo que realmente ocurrió. La memoria no define ni explica totalmente acontecimientos pasados, sino que se limita a proporcionar una versión o interpretación de los mismos. Por su parte, la historia no es ni individual ni subjetiva, sino que precisa de la investigación empírica, objetiva y profesional tanto de documentos como de otros datos y objetivos. Es un proceso que el conjunto de los estudiosos, debatiendo y contrastando resultados que se afanan por ser lo más impersonales y objetivos posibles, lleva más allá del individuo.

El filósofo Gustavo Bueno es todavía más crítico, e insiste en que en España todo esto representa pura y simplemente una maniobra política, que él califica de "invención, por parte de la izquierda, del concepto de "memoria histórica". Señala que el decano de los últimos estudios sobre memoria, Pierre Nora, distingue entre la historia, cuya investigación aspira a la objetividad, y la memoria, que es una construcción objetiva. Bueno recalca que la memoria histórica nunca puede ser más que una elaboración social, cultural o política. Para él, el concepto de "memoria histórica común" es "una idea metafísica" que "pretende remitirnos... a un sujeto abstracto (de Sociedad, la Humanidad, una especia de divinidad que todo lo conserva y lo mantiene presente) capaz de conservar en su seno la totalidad del pretérito que los mortales del presente deben descubrir".

En la empresa objetiva de realizar excavaciones de arqueología forense descubrimos que los paladines de la Europa contemporánea no son los españoles de la ARMH, que en ocasiones han llevado a cabo una labor meritoria pero recuperando relativamente pocos restos, sino los rusos de finales del siglo XX. El país que más sistemáticamente ignoró la existencia de fosas comunes, tanto de ejecutados por el estalinismo como durante la Segunda Guerra Mundial, fue la Unión Soviética, algunos de cuyos correligionarios españoles se han mostrado muy activos en la propaganda relativa a la "memoria histórica" y el "pacto del olvido". Como los restos de muchos de los millones de víctimas soviéticas de la guerra nunca se recuperaron, ni siquiera los de quienes cayeron en batallas registradas en suelo ruso, durante las décadas de 1970 y 1980 miles de voluntarios dedicaron el tiempo libre de sus fines de semana a recuperar los cuerpos de miles y miles de soldados.

Por otra parte, es probable que la utilización más refinada de la memoria colectiva de la Guerra Civil española no la propiciara ninguno de los herederos españoles de ambos bandos, sino que fue la que se plasmó en el culto a la Guerra Civil antifascista y revolucionaria impulsada en la República Democrática Alemana (RDA). Un sector importante de los primeros mandatarios de la RDA había luchado en las Brigadas Internacionales (cuyo objetivo no era desde luego lograr la democracia para España) y, al mismo tiempo que se revelaban en la Unión Soviética los crímenes de Stalin, el mito de la Revolución rusa era hasta cierto punto sustituido por el de la revolución y la lucha antifascista de España, que se constituiría en una especie de mito fundacional del régimen germano-oriental. Huelga decir que nadie pretendía señalar que la Segunda República hubiera sido una democracia liberal de cuño occidental. La decadencia del mito de la memoria colectiva de la Guerra Civil española durante la década de 1980 coincidió con el declive general del régimen de Alemania Oriental. No sólo de pan vive el hombre.



La nueva ideología común de la izquierda occidental, la única gran ideología contemporánea que carece de un nombre generalmente aceptado. Su denominación más técnica es corrección política, pero en España se le ha llamado, con mayor frecuencia, simplemente "buenismo" o incluso "pensamiento dominante". Al igual que todas las doctrinas izquierdistas radicales de la época contemporánea, la corrección política rechaza de plano el pasado, pero convierte en un fetiche singular la revolución cultural y el rechazo del legado de la civilización occidental, algo en lo que en ciertos aspectos se aparta categóricamente del marxismo clásico.

El "victimismo" es especialmente importante para esta ideología contemporánea, ya que, al igual que sus antecesores inmediatos, tiende a convertirse en un credo laico o en un sucedáneo de religión, por lo que debe encontrar formas de abordar la cuestión fundamental de la culpa.

En España, lo habitual es que esas cuestiones apenas se discutan y que simplemente se afirmen.. Así suele ser, tanto en la polémica sobre las identidades nacionales como al hablar de las represiones de la Guerra Civil o de la posguerra. Cuando se convocan congresos académicos, sólo suele organizarlo uno de los bandos, que atiborra el programa con representantes de su punto de vista, mientras el contrario hace lo mismo. Ha habido unas pocas excepciones parciales en congresos dedicados al nacionalismo y la identidad, y también en ocasiones insólitas como el curso de verano dedicado a la memoria histórica y las represiones que organizó la Universidad de Burgos durante el verano de 2005.

Un signo esperanzador es que el texto definitivo de la habitual pero incorrectamente denominada "Ley de la Memoria Histórica" (su exacto y profuso nombre es "Ley por la que se reconocen y amplían los derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura". Evidentemente, es imposible poner totalmente en práctica una medida de esta índole, ya que, durante la Guerra Civil, una parte considerable de la población sufrió algún tipo de persecución, directa o indirecta, en una u otra zona; también, y especialmente, durante los primeros años de la dictadura, y en menor medida después de esa época.) que acabó por aprobar el Gobierno de Zapatero fue más moderada que los borradores anunciados entre 2004 y 2006. Gracias a un amplio abanico de críticas, que iban desde las expresadas por los portavoces del Partido Popular a las de historiadores profesionales (entre ellos unos pocos prestigiosos académicos socialistas), la expresión "memoria histórica" prácticamente desapareció, siendo sustituida por la "memoria democrática" que la ley se proponía fomentar. Hablando con propiedad, esta expresión debería aplicarse a la Transición, ya que en la España anterior a 1977 nunca existió una democracia completa, quizá con la excepción parcial de los gobiernos de Lerroux-Samper del periodo 1933-1934, contra los que los socialistas lanzaron una insurrección. Sin embargo, cabe suponer que no fuera ésta precisamente la intención de los legisladores izquierdistas responsables de la aprobación de la ley. Ésta reconoce que "no es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva", pero a continuación se contradice encomendando al Gobierno la implantación de "políticas públicas dirigidas al conocimiento de nuestra historia y fomento de la memoria democrática", de manera que "en el plazo de un año a partir de la entrada en vigor de esta ley, el Gobierno establecerá el marco institucional que impulse las políticas públicas relativas a la conservación y fomento de la memoria democrática".

Las polémicas históricas en la España contemporánea no se resolverán en un futuro próximo, porque no las alimentan intereses eruditos o académicos, sino pasiones políticas. La forma habitual de resolver polémicas históricas pasa por la realización de investigaciones extensas y análisis profundos, pero probablemente los éxitos de la investigación histórica no tendrán grandes consecuencias.

No es Alemania el otro país en el que se han registrado polémicas equivalentes, sino la Rusia de la década de 1990, donde no sólo se debatió  sobre las atrocidades soviéticas, también sobre la historia y la identidad nacionales en su conjunto. En líneas generales. en Rusia el debate ha concluido con la llegada al poder de Vladímir Putin y con la proyección de un mito nacional que abunda en los aspectos positivos del pasado ruso sin negar del todo las atrocidades cometidas por el totalitarismo. Esta versión se ha visto alentada tanto por los amplios poderes autoritarios de la administración de Putin como por la actual prosperidad económica. Sin embargo, también ayuda que la cultura y la sociedad rusas conserven ciertos rasgos propios que, ajenos a la cultura occidental, se ven poco afectados por la corrección política. Así es hasta el punto de que ahora hay una amplia minoría de rusos que ve de nuevo en Stalin a un héroe nacional. No hace falta decir que, una vez más, Rusia constituye un ejemplo negativo, y que apenas hay riesgo de que España siga su misma senda.

Para España, el problema radica más bien en proporcionar coherencia nacional a la trayectoria elegida, sea la que sea, y en reconocer la ambigüedad y la complejidad de la propia historia. Las dos polémicas históricas principales -la relativa a la nación y la que se centra en la Guerra Civil y el franquismo, relacionadas entre sí- no tienen una solución inmediata, ya que las divisorias  no son únicamente de índole historiográfica, sino todavía más políticas, y pervivirán durante cierto tiempo.



Los futuristas y el fascismo italiano - Stanley G. Payne


Los futuristas, encabezados por Marinetti, fueron la tercera fuerza ideológica en la fundación del fascismo. Iban tan a la “izquierda” como los sindicalistas o Mussolini en cuanto a rechazar las viejas normas y las instituciones existentes, y los sobrepasaban en su exaltación virtualmente nihilista de la violencia (“la guerra es la única higiene de las naciones”). Los futuristas eran motociclistas metafísicos, fascinados por la velocidad, la potencia, los motores, las máquinas y todas las posibilidades de la tecnología moderna, como indicaban muchas de sus pinturas. Pero además de las innovaciones, a menudo juveniles, a la destrucción de todo lo antiguo y la apoteosis de todo lo nuevo, los futuristas también decían ser partidarios de grandes procesos de transformación social que traerían el derecho de voto democrático y la emancipación de todas las clases bajas, comprendido el derecho de voto para la mujer (postura que también apoyó Mussolini, por lo menos hasta 1927).

De esta mezcla salió el programa de los fundadores del fascismo en 1919 en el que se pedía la instalación de una república, en lugar de la monarquía, además de reformas radicalmente democráticas y semisocialistas. En el gobierno, esto exigiría la descentralización del poder ejecutivo y una magistratura electiva e independiente; en los asuntos militares, la terminación del servicio militar obligatorio, el desarme general y el cierre de las fábricas de armas; en la estructura económica, la supresión de las sociedades anónimas, la confiscación del capital improductivo, de las utilidades de guerra excesivas y de las propiedades de la Iglesia, la confiscación de la tierra para el cultivo en sociedad por campesinos sin tierras, y en la industria un sistema nacional sindical de gestión industrial por sindicatos de obreros y técnicos; por último, en el terreno de las relaciones exteriores, la abolición de la diplomacia secreta y una nueva política basada en la independencia y la solidaridad de todos los pueblos dentro de una federación general de naciones. Evidentemente, esto no es lo que se entiende en general como “fascismo”.

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Willi Münzenberg - Antonio Muñoz Molina


Münzenberg no se pareció nunca del todo a sus camaradas comunistas. Siempre hubo algo raro o excesivo en él, aun en los tiempos de su más firme ortodoxia. Le gustaba la buena vida, y habiendo nacido y vivido en la pobreza tenía una espléndida vocación por los grandes hoteles, los trajes caros y los automóviles de lujo. Estaba hecho de la misma materia que los grandes plutócratas americanos surgidos de la nada, enérgicos patronos de ferrocarriles o de minas de carbón o de hierro enriquecidos gracias a la clarividencia y al pillaje, pero sobre todo a una forma irresistible de inteligencia práctica aliada a una voluntad sin reposo ni misericordia. Quienes le conocieron dicen de él que si hubiera decidido servir al capitalismo y no al comunismo habría llegado a ser un W.R. Hearst, un Morgan, un Frick, uno de esos patronos colosales a los que no sacia ninguna posesión por desaforada que sea y jamás pierden la rudeza de sus orígenes, jamás se apaciguan ni con la edad ni con el poder ni con la posesión, y siguen siendo patanes joviales en medio del lujo y trabajadores sin sosiego a pesar de su insondable riqueza.

En los primeros años de la Revolución Soviética, cuando Lenin, alucinado en las estancias del Kremlin, intoxicado por su propio fanatismo, rodeado de teléfonos y lacayos, todavía imaginaba que Europa entera iba a incendiarse de un momento a otro de sublevaciones proletarias, Münzenberg comprendió antes que nadie que la revolución mundial no llegaría enseguida, si es que llegaba alguna vez, y que el comunismo sólo podría difundirse en Occidente de una manera oblicua y gradual, no con la propaganda chillona, ruda y monótona que complacía a los soviéticos, sino a través de causas en apariencia desinteresadas y apolíticas, gracias a la complicidad en gran parte involuntaria de algunos intelectuales de mucho prestigio, celebridades independientes y de buena voluntad que firmaran manifiestos a favor de la paz, de la cultura, de la concordia entre los pueblos.

Willi Münzenberg inventó el halago político a los intelectuales acomodados, la manipulación adecuada de su egolatría, de su poco interés por el mundo real. Con cierto desdén se refería a ellos llamándoles el Club de los Inocentes. Buscaba a gente templada, con inclinaciones humanitarias, con cierta solidez burguesa, a ser posible con un resplandor de dinero y de cosmpolitismo: André Gide, H.G. Wells, Romain Rolland, Hemingway, Albert Einstein. A esa clase de intelectuales Lenin los habría fusilado de inmediato, o los habría enviado a un sótano de la Lubianza o a Siberia. Münzenberg descubrió lo inmensamente útiles que podían ser para volver atractivo un sistema que a él, en el fondo incorruptible de su inteligencia, debía de parecerle aterrador en su incompetencia  y su crueldad, incluso en los años en que aún lo consideraba legítimo.

Descubrió que el radicalismo imaginario y la simpatía hacia revoluciones muy lejanas era un atractivo irresistible para intelectuales de una cierta posición social.

Su primer éxito de organización y propaganda masiva fue la campaña mundial de envío de alimentos a las regiones de Rusia asoladas por las grandes hambres de 1921. El Socorro Internacional de los Trabajadores, dirigido por él, logró que docenas de barcos cargados de alimentos llegaran a Rusia y que se creara en todo el mundo una corriente poderosa de simpatía humanitaria hacia el sufrimiento y el heroísmo del pueblo soviético. La desganada caridad de otros tiempos se trasmutaba en vigorosa solidaridad política, y el benefactor podía sentirse confortablemente a un paso de la militancia activa. Müzenberg ideó sellos, insignias, folletos de propagada con fotografías de la vida en la URSS, cromos en colores, pisapapeles con bustos de Marx y de Lenin, postales de obreros y soldados, cualquier cosa que se pudiera vender a bajo precio y que permitiera sentir al comprador que sus pocas monedas eran un gesto solidario, no una limosna, una forma práctica y confortable de acción revolucionaria.

En 1925 fue Münzenberg quien ideó y dirigió, a través de comités innumerables, de publicaciones, de marchas, de imágenes en los noticiarios de cien, la gran oleada de solidaridad con Sacco y Vanzetti. Sus publicaciones comerciales le proporcionaban el dinero para costear la propagada política, y también multiplicaban la resonancia pública de las campañas que emprendía. En los años terribles de la inflación en Alemania, en el terremoto de Japón de 1923, el Socorro Internacional de los Trabajadores sostenía las cajas de resistencia y organizaba comedores populares, escuelas y albergues para niños huérfanos. Fue la necesidad de imprimir y difundir panfletos políticos la que despertó en Willi Münzenberg su interés por imprentas y editoriales. En 1926 poseía en Alemania dos diarios de circulación masiva, un semanario ilustrado que tiraba un millón de ejemplares y era, dice Koestler, la comunista a Life, y una serie de publicaciones que incluía revistas técnicas para fotógrafos y para aficionados a la radio o al cine.  En Japón, su organización controlaba directa o indirectamente diecinueve diarios y revistas. En la Unión Soviética producía las películas de Eisenstein y Pudovkin, y en Alemania organizaba la distribución del cine soviético y financiaba los espectáculos de vanguardia de Erwin Piscator y de Bertolt Brecht. Cinematecas, clubs de lectura o de deporte, sociedades de excursionismo, grupos de activistas a favor de la paz, se convertían a lo largo del mundo en sucursales fuera de sospecha del gran Club de los Inocentes.

Todo lo que Münzenberg poseía y controlaba en Alemania lo perdió tras la llegada de Hitler a la cancillería. Pero era como uno de esos magantes americanos que sufrían espantosas bancarrotas y al poco tiempo habían empezado a labrarse desde la nada y con la misma energía invencible una nueva fortuna. Nada más llegar exiliado a París compró una editorial y emprendió la organización y el sostenimiento económico de la resistencia clandestina en Alemania. Con ceguera escalofriante el Partido Comunista Alemán había considerado hasta última hora que los nazis eran un adversario menor, porque el verdadero enemigo de la clase trabajadora eran los socialdemócratas. El desastre de enero de 1933 acabó de convencer a Willi Münzenberg de que el sectarismo suicida de sus compañeros de partido debía ser abandonado a favor de una gran alianza de todas las fuerzas democráticas dispuestas a resistir la mera siniestra del fascismo. En pocos meses publicó uno de los libros más vendidos del siglo XX, el Libro pardo del terror nazi, y alcanzó su mayor éxito, la obra maestra de su instinto formidable para la propaganda de masas, la campaña internacional a favor de Dimitrov y de los otros acusados en el proceso por el incendio del Reichstag.

Fuente: Sefarad, Antonio Muñoz Molina

Vasconia bajo el franquismo - Jon Juaristi


Fuente: Historia Mínima del País Vasco. Jon Juaristi

Vasconia bajo el franquismo

La posguerra

Toda la Vasconia española quedó en poder de los sublevados desde junio de 1937. El encargado de hacer entrega de las industrias siderúrgicas a los militares franquistas fue un antiguo miembro de Comunión Nacionalista pasado a ANV, Anacleto Ortueta. Para la izquierda, la negativa de Aguirre a apagar los hornos y dinamitar las principales fábricas fue el comienzo de una serie de traiciones a la República, que se prolongarían con la negociación secreta del PNV con los italianos y culminaría con el pacto de Santoña. Sin embargo, el presidente vasco obró con cordura: la destrucción de la industria pesada vizcaína habría supuesto la ruina de la región para bastantes años, lo que no obsta para reconocer que Aguirre le dio a Franco una baza importante. Al contrario de lo que había hecho el efímero gobierno vasco, los franquistas dedicaron las fábricas y la siderurgia de la ría a producir armamento y suministros para su ejército.
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Como toda la derecha española, Franco padecía de un vasquismo congénito. El vasquismo es un achaque común del nacionalismo español, que se empeñó siempre en ver en los vascos lo que quedaba de la raza española genuina y primitiva. Obviamente, esto no implicaba simpatía alguna por el nacionalismo vasco, más bien todo lo contrario, en la medida que este se contraponía al nacionalismo español. Al revés que los republicanos del sexenio, Franco creía que los vascos eran españoles por naturaleza, una visión simétrica de la de Sabino Arana. Los héroes de su novela (y película) Raza son vascos hasta los tuétanos Churrucas y Echevarrías. Veraneaba en San Sebastián, le gustaba asistir a los partidos de frontón y admiraba al Athletic de Bilbao.

Aunque castigadas con la supresión del concierto económico, Guipúzcoa y Vizcaya fueron, bajo el franquismo, dos provincias económicamente privilegiadas, como destino preferente de la inversión pública y del ahorro privado. Álava y Navarra, donde la sublevación había triunfado desde el primer momento, conservaron su régimen de conciertos al que las élites gobernantes locales dieron la apariencia de una foralidad restaurada (y lo era, en cierto modo: la foralidad que convenía a los sectores franquistas).

Por lo demás, el trato dispensado a las provincias vascas y Navarra fue el esperable por parte de una dictadura nacionalista (española), reaccionaria y autoritaria, coincidente en muchos de sus postulados con el tradicionalismo. Se concedió a Navarra la Laureada de San Fernando, la más alta condecoración militar. Franco visitó las capitales vascas en numerosas ocasiones (además de sus habituales veraneos en San Sebastián), y fue recibido siempre por multitudes entusiasmadas, que no representaban seguramente el sentir de toda la población ni de su mayoría, pero no cabe duda de que expresaban el apoyo activo al régimen de sectores muy amplios y diversos. Los ministros vascos y navarros de Franco, salvo el caso de Antonio María de Oriol y Urquijo, no procedían de la oligarquía, sino de las clases medias católicas (Rafael Sánchez Mazas, José Felix de Lequerica, Fernando Castiella, José Luis Arrese) y de un espectro ideológico que iba del alfonsismo autoritario al carlismo y al falangismo. Hubo, sin duda, un franquismo popular, y hasta un franquismo obrero que enlazaba con el movimiento obrero católico de anteguerra, minoritario frente a las centrales sindicales como UGT y SOV, pero importante en determinadas localidades (como Baracaldo, por ejemplo).
Ni que decir tiene que la iglesia ejerció hasta la década de 1960 un poder omnímodo sobre la sociedad vasca y navarra. Muy superior, desde luego al ya desmesurado que tenía en las demás regiones, donde buena parte de los obispos eran originarios de Vasconia (Pildain, Olaechea, Eijo y Garay, etcétera). Los seminarios diocesanos y los noviciados estaban llenos a rebosar, y extendían por el mundo legiones de misioneros y misioneras. Nunca se había vivido, desde el siglo XVII, un fervor religioso público tan intenso como entonces. Muchos hijos de vencidos, y no solamente de nacionalistas vascos, ingresaron en el clero. Las procesiones, actos eucarísticos, misiones populares, romerías y peregrinaciones a santuarios eran, más que frecuentes, habituales, y la vigilancia moral de las costumbres, axfisiante.
En cuanto a la cultura, el tópico de una persecución enconada del eusquera debe revisarse. Por supuesto, se prohibió todo lo que sonase a nacionalismo (como la onomástica creada por Sabino Arana, muy extendida antes de la guerra entre los nacionalistas) pero no el uso de la lengua vasca en la vida cotidiana. Hubo, eso sí, un notable descenso en el entusiasmo de los tradicionalistas por la cultura eusquérica. La Academia de la Lengua Vasca, dirigida por Resurrección María de Azkue, y con una composición en la que predominaba el clero carlista, mantuvo su actividad, si bien en niveles muy modestos. Se publicaron gramáticas y vocabularios de dialectos vascos, como los del sacerdote Pablo de Zamarripa, en vizcaíno, y se editaron o reimprimieron devocionarios, novenas y catecismos en eusquera. Desde 1948, la revista Egan, publicada por el seminario Julio de Urquijo de la diputación de Guipúzcoa, comenzó a admitir colaboraciones en vascuence, y desde 1950 su contenido era ya totalmente eusquérico. Siguieron funcionando instituciones como la Sociedad Vascongada de Amigos del País, cuyo boletín recogía trabajos de carácter histórico o filológico. En general, ni la filología, ni la etnografía ni la poesía vasca, mientras fueran puramente líricas, molestaban lo más mínimo al régimen.


Legado de ETA:

En sus cuarenta años de terrorismo, ETA asesinó a 829 personas, la mayor parte pertenecientes a las fuerzas de seguridad (policía, guardia civil, ertzantza) y al ejército (486). De los 343 restantes, una parte corresponde a antiguos miembros de la administración franquista (dos presidentes de diputación, exalcaldes y exconcejales) y a tradicionalistas, miembros de Falange, de la guardia de Franco, de hermandades de legionarios. Otra, a funcionarios de prisiones y magistrados. Una tercera a empresarios (aunque a estos ha preferido secuestrarlos o extorsionarlos directamente mediante “el impuesto revolucionario”). Otra, en fin, a políticos y cargos del PP y del PSOE, desde dirigentes del partido a simples concejales y militantes de base, pero no ha desdeñado asesinar a sus propios disidentes. En cualquier caso, el porcentaje mayor de sus víctimas civiles es de gente sin connotaciones políticas y de profesiones muy variadas. Ha matado a hombres, mujeres, niños y ancianos. Prácticamente todos los estamentos están representados entre sus víctimas. Salvo curas y banderilleros.

¿Qué significa el término “fascismo”?


Fuente: El fascismo, Stanley G. Payne. Alianza Editorial.

Se dice que el fascismo era imperialista por definición, pero esto no queda totalmente claro si se hace una lectura comparada de los programas de los diversos movimientos fascistas. La mayoría eran, efectivamente, imperialistas, pero parece que todos los tipos de movimientos y sistemas políticos han producido políticas imperialistas, mientras que varios movimientos fascistas estaban poco interesados en nuevas ambiciones imperiales, o incluso las rechazaban. Todos ellos, no obstante, aspiraban a un nuevo orden en las relaciones exteriores, a una nueva relación o conjunto de alianzas con respecto a los estados y las fuerzas contemporáneas y a que su nación tuviera una posición nueva en Europa y en el mundo.

La ideología y la cultura fascistas merecen más atención de la que reciben normalmente, pues la doctrina fascista, igual que todas las demás, se derivaba de ideas, y las ideas de los fascistas tenían claras bases filosóficas y culturales, pese a frecuentes afirmaciones en contra. A menudo se dice que las ideas filosóficas fascistas derivaban de la oposición a la Ilustración o a las “ideas de 1789”, cuando de hecho son un producto directo de aspectos de la Ilustración, y derivaban directamente de los aspectos modernos, seculares y prometeicos del siglo XVIII. Es probable que la divergencia esencial de las ideas fascistas respecto de determinados aspectos de la cultura moderna se halle más exactamente en el antimaterialismo del fascismo, y en la importancia que atribuía al vitalismo y al idealismo filosóficos y a la metafísica de la voluntad. La cultura fascista, al revés que la de la derecha, era secular en la mayoría de los casos, pero al contrario de la de la izquierda y hasta cierto punto la de los liberales, se basaba en el idealismo y el vitalismo y en el rechazo del determinismo económico, tanto el de Manchester como el de Marx. El objetivo del idealismo y el vitalismo metafísicos era la creación de un hombre nuevo, un nuevo estilo de cultura que lograse la excelencia tanto física como artística y que ensalzase el valor, la osadía y la superación de los límites anteriormente establecidos mediante el desarrollo de una cultura nueva y superior que comprometiese al hombre entero. Los fascistas esperaban recuperar el verdadero sentido de lo natural y de la naturaleza humana –idea básicamente dieciochesca- en un plano más elevado y más firme de lo que había logrado hasta entonces la cultura reduccionista del materialismo moderno y del egotismo prudencial. El hombre libre natural, cuya voluntad y determinación estuvieran desarrolladas, podría reevaluarse e ir más allá de sí mismo, y no titubearía en sacrificarse en aras de esos ideales. Esas formulaciones modernas rechazaban el materialismo del siglo XIX, pero no representaban nada que pudiera calificarse de vuelta a los valores morales y espirituales tradicionales del mundo occidental antes del siglo XVIII. Representaban una tentativa específica de alcanzar una forma moderna, normalmente atea, de transcendencia, y no, como dice Nolte, una “resistencia a la transcendencia”.

Muchos observadores se sintieron impresionados por el ambiente novedoso de los mítines fascistas en los decenios de 1920 y 1930. Todos los movimientos de masas emplean símbolos y diversos efectos emotivos, y quizá fuera difícil establecer que la estructura simbólica de los mítines fascistas era completamente diferente de la de otros grupos revolucionarios. Pero lo que sí parecía claramente distinto era el gran hincapié que se hacía en mítines, marchas, símbolos visuales y rituales ceremoniales o litúrgicos, a los que en la actividad fascista se les daban un papel central y una función que iba más allá de lo que ocurría en los movimientos revolucionarios de izquierda. Con ello se trataba de envolver al participante en una mística y en una comunidad de ritual que apelaban al factor religioso, además de al meramente político.

En su mayor parte, los movimientos fascistas no lograron movilizar verdaderamente a las masas, pero sin embargo resulta característico que fuera ése su objetivo, pues siempre trataron de transcender el carácter de caramilla parlamentaria elitista de los grupos liberales poco movilizados, o el mero exclusivismo sectario y el recurso a la manipulación elitista que se solía encontrar en la derecha autoritaria. Junto a la campaña de movilización de las masas se daba uno de los rasgos más característicos del fascismo: su tentativa de militarizar la política en una medida sin precedentes. Para ello se hacía que los grupos de milicias fueran algo central en la organización del movimiento y se utilizaban insignias y terminología militares a fin de reforzar el sentimiento de nacionalismo y de combate constante. Las milicias de partido no las inventaron los fascistas, sino la extrema izquierda y la derecha radical (por ejemplo, la Action Francaise), y en un país como España, los “movimientos de camisas” predominantes que practicaban la violencia callejera eran los de la izquierda revolucionaria. Sin embargo, la oleada inicial del fascismo centroeuropeo se basó desproporcionadamente en excombatientes de la Primera Guerra Mundial y en su ethos militar. En general, la milicia del partido desempeñó un papel mayor, y se desarrolló en mayor grado, entre los fascistas que entre los grupos de izquierdas.

Esto guardaba relación con la evaluación positiva de la violencia y la lucha que se hacía en la doctrina fascista. Todos los movimientos revolucionarios de masas han iniciado y practicado la violencia en mayor o menor medida, y probablemente sea imposible llevar la violencia a mayores extremos de lo que han hecho algunos regímenes leninistas, que han practicado, como decía uno de los viejos bolcheviques, la “compulsión infinita”. El único rasgo excepcional de la relación fascista con la violencia era la evaluación teórica que hacían algunos movimientos fascistas: la violencia poseía un cierto valor positivo y terapéutico en y por sí misma, y una cierta cantidad de combate violento constante, en el sentido del darwinismo social de fines de siglo XIX, era necesaria para la buena salud de la sociedad nacional.

Esto, a su vez, guardaba relación con otra característica fundamental: la insistencia en lo que se califica actualmente de “chauvinismo masculino” y la tendencia a exagerar el principio masculino en todos los aspectos de su actividad. En la era del fascismo, todas las fuerzas políticas europeas estaban abrumadoramente dirigidas e integradas por hombres, y quienes hablaban de la igualdad de la mujer de labios para afuera, de hecho sentían muy poco interés por ella. Pero los fascistas fueron los únicos que transformaron en fetiche perpetuo la “virilidad” de su movimiento y su programa y estilo, lo cual sin duda se debía en gran medida al concepto fascista de la militarización de la política y a la necesidad de un combate constante. Al igual que los grupos derechistas y algunos de la izquierda, el concepto fascista de la sociedad era orgánico; pero en esa relación debían predominar los derechos del varón. Ningún otro tipo de movimiento manifestaba un horror tan completo a la más leve sugerencia de androginia.
Descripción tipológica del fascismo.