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El camino de Wigan Pier - George Orwell


Cuando el minero sale a la superficie, lo primero que hace es gargarizar un poco de agua para sacarse el polvo de carbón de la garganta y de la nariz. Después, en su casa, se lava o no, según su costumbre. Por lo que he visto, yo diría que la mayoría de los mineros prefieren comer primero y lavarse después como lo preferiría yo en sus circunstancias. Es habitual ver a un minero sentado a la mesa del té con la cara completamente negra excepto los labios, limpios por el hecho de comer, y que parecen muy rojos. Después de la comida, el minero coge un balde de agua y se lava metódicamente, primero las manos, después el pecho, el cuello y los sobacos y finalmente la cara y el cuero cabelludo, donde el polvillo se acumula en mayor cantidad. Después, su mujer le lava la espalda con la toalla. Con ello, queda limpia la mitad superior de su cuerpo; probablemente tiene aún el ombligo lleno de carbón, pero aún así no es fácil quedar pasablemente limpio con un solo balde de agua. Yo, por mi parte, necesitaba bañarme dos veces cada vez que salía de una mina. Sólo para limpiarse las pestañas se requieren diez minutos.

En otra casa donde me hospedé, un muchacho de quince años trabajaba en el turno de noche. Se marchaba a las nueve y volvía a las ocho de la mañana, desayunaba y se iba en seguida a dormir. Se levantaba a las seis de la tarde. O sea que su tiempo libre era de unas cuatro horas al día, mucho menos en realidad, si se descuenta el tiempo de comer, lavarse y vestirse.

Parece ser que no se ha extinguido aún totalmente la antigua superstición según la cual trae mala suerte el hecho de ver a una mujer antes de entrar a trabajar por la mañana. Cuentan que en los viejos tiempos se daba el caso de que un minero que se encontraba con una mujer volvía a casa y dejaba de trabajar aquel día.

Si yo vivo hasta los sesenta años, habré producido, digamos, unas treinta novelas, con las que se podrán llenar dos estantes de biblioteca. En el mismo espacio de tiempo, un minero produce, como promedio, 8.400 toneladas de carbón, una cantidad suficiente para cubrir Trafalgar Square de un pavimento de cincuenta centímetros de espesor o para aprovisionar de combustible a siete familias numerosas durante más de cien años.

Los obreros han dejado de darse cabezazos contra la pared. Hasta las clases medias -sí, hasta los clubs de bridge de las ciudades de provincias- empiezan a darse cuenta de que el desempleo existe. Aquellos comentarios: "Mira, yo no me creo todo esto que cuentan del desempleo. La semana pasada, sin ir más lejos, buscábamos un hombre para limpiar el jardín y no encontramos a nadie. Lo que pasa es que no quieren trabajar", que se oían hace cinco años en todo té que se respetase, son cada día menos frecuentes.

Cuando la gente se pasa años viviendo del subsidio, acaba por acostumbrarse, y, aunque sigue considerándolo desagradable, deja de considerarlo vergonzoso. La vieja tradición del antiguo temor a las deudas se está extinguiendo, como se extingue el antiguo temor a las deudas debido a las ventas a plazos.

Un obrero no se deja aplastar por la pobreza como lo haría una persona de la clase media. Nótese por ejemplo, el hecho de que los obreros no dudan en casarse estando sin empleo. Es algo que fastidia a las ancianas de Brighton, pero que constituye una prueba de sentido común: se dan cuenta de que el hecho de quedarse sin trabajo no implica que dejen de ser seres humanos... Las familias están empobrecidas, pero el sistema familiar no se ha roto. La gente vive una versión reducida de su vida anterior. En lugar de enfurecerse contra su suerte, han hecho la situación tolerable limitando sus aspiraciones.

El muchacho que deja la escuela a los catorce años y coge un empleo en el que no aprenderá nada, se encontrará en la calle a los veinte, probablemente para siempre, pero por dos libras y diez chelines puede comprarse a plazos un traje que, durante algún tiempo y a alguna distancia, parece cortado en Savile Row. Por menos dinero aun, una chica puede ir hecha un figurín. Se puede tener dos peniques en el bolsillo y ninguna perspectiva para el futuro, y tener por todo hogar parte de una habitación con goteras, pero, con sus ropas nuevas, un chico o una chica puede ir por la calle imaginándose que es Clark Gable o Greta Garbo, y esto compensa muchas cosas.

Hay veinte millones de personas subalimentadas, pero todos los ingleses, literalmente, tienen acceso a una radio. Lo que hemos perdido en comida lo hemos ganado en electricidad. Sectores enteros de la clase obrera que han sido despojados de todo lo que realmente necesitaban son compensados, en parte, por lujos baratos que alegran superficialmente la vida.

Naturalmente, el desarrollo de la producción de artículos de lujo baratos que ha tenido lugar después de la guerra, ha sido un hecho muy afortunado para nuestros gobernantes. Es probable que el pescado con patatas fritas, las medias de seda artificial, el salmón en lata, el chocolate barato (cinco tabletas de dos onzas por seis peniques), las películas, la radio, el té fuerte y las quinielas hayan evitado, entre todos, una revolución. Por ello se dice de vez en cuando que todas estas cosas constituyen una astuta maniobra del gobierno -una forma del clásico "pan y circo"- para tener a raya a los parados. Pero lo que yo sé de nuestros gobernantes no me induce a creer que tengan este grado de inteligencia. La cosa ha ocurrido por un proceso inconsciente: la interacción natural entre la necesidad de mercado de los fabricantes y la necesidad, por parte de la gente hambrienta, de paliativos baratos.

La Gran Guerra no habría sido posible si no se hubiese inventado la carne en lata.

En todas partes se ven estatuas dedicadas a políticos, poetas y obispos, pero ninguna dedicada a cocineros, curadores de tocino o cultivadores de hortalizas.

Si la constitución física de los ingleses ha empeorado, sin duda se debe en parte al hecho de que la Gran Guerra seleccionó cuidadosamente a un millón de hombres, los mejores de Inglaterra, y los envió a la matanza, mucho antes de que tuvieran tiempo de engendrar hijos. Pero el proceso debió de comenzar ya antes, y debe de ser efecto, en último término, de formas de vida insanas, es decir, del industrialismo. No me refiero al hecho de vivir en ciudades -en muchos aspectos, seguramente, la ciudad es más sana que el campo- sino a las modernas técnicas industriales que producen sustitutivos baratos de todo. Puede que se descubra un día que, a la larga, la carne de lata es un arma más mortífera que la ametralladora.

He descubierto que las cosas que están muy fuera de lo corriente acaban casi siempre por fascinarme aunque al mismo tiempo las odie. Los paisajes de Birmania, que, cuando vivía entre ellos, me abrumaban hasta adquirir caracteres de pesadilla,  se quedaron después tan obsesivamente fijos en mi mente que me vi obligado a escribir una novela acerca de ellos para librarme de su asedio.

Cuando el nacionalismo empezó a convertirse en religión, los ingleses miraron el mapa, y observando que su isla quedaba bastante arriba del hemisferio norte, desarrollaron la cómoda teoría según la cual cuanto más al norte se vivía, más virtudes se poseían. Los libros de historia que estudié en mi infancia solían comenzar con una explicación extremadamente ingenua de cómo el clima frío hace a la gente enérgica, mientras que el cálido les hace perezosos, y de ahí la derrota de la Armada Invencible.

La actitud de los trabajadores hacia la educación es muy diferente de la nuestra, y muchísimo más sensata. Los obreros suelen sentir un vago respeto por el saber en los demás, pero cuando la cuestión "educación" les afecta directamente manifiestan ante ella una total indiferencia y la rechazan por un sano instinto. Hubo un tiempo en que yo me compadecía vivamente de los muchachos de catorce años a quienes, según yo imaginaba, se arrancaba de la escuela contra su voluntad para ponerles a trabajar en tareas miserables. Me parecía horroroso que, a los catorce años, alguien pudiera ser condenado a trabajar. Ahora sé que no hay una chica de clase obrera entre mil que no suspire por el día en que dejará la escuela. Estos muchachos quieren hacer un trabajo de verdad, en lugar de perder el tiempo en bobadas como la historia o la geografía. Para los obreros, el hecho de permanecer en la escuela hasta las proximidades de la edad adulta resulta despreciable e impropio de un hombre. La idea de que un grandullón de dieciocho años, que debería llevar a casa una libra semanal, vaya aún a la escuela con un uniforme ridículo, y reciba incluso bastonazos cuando no hace los deberes, es para ellos el colmo del absurdo.

Cosa curiosa, no son los triunfos de la ingeniería moderna ni la radio, ni el cine, ni las cinco mil novelas que se publican anualmente, ni las multitudes que asisten a las carreras de Ascot, ni el encuentro entre Eton y Harrow, sino el recuerdo de la vida familiar de los trabajadores -especialmente tal como vi a veces en mi infancia, antes de la guerra, cuando Inglaterra era aún un país rico- lo que me hace pensar que, en conjunto, la época que nos ha tocado vivir no ha sido mala.

En su libro sobre Oscar Wilde, G. J. Renier señala que el extraño y violento estallido de cólera popular que siguió al juicio del escritor fue, básicamente, de carácter social. La plebe londinense había cogido en falta a un  miembro de las clases altas, y no quería dejarlo en paz así como así. Esto era natural, e incluso correcto. Cuando se trata a la gente como ha sido tratada la clase obrera inglesa durante dos siglos, no es de extrañar que estén resentidos.

Nos enseñaron que "la gente de clase baja olía mal". Esto es algo que representa una barrera infranqueable, pues ninguna sensación de agrado o desagrado es tan fundamental como una sensación física. El odio racial, el odio religioso, las diferencias de educación, de temperamento, de inteligencia, incluso las diferencias de código moral pueden ser superadas, pero la repulsión física no. Se puede sentir afecto por un asesino o por un homosexual, pero no se puede sentir afecto por un hombre que tiene mal aliento, habitualmente quiero decir.... En este momento, sólo recuerdo un libro en el que esta cuestión sea tratada sin tapujos: En un biombo chino, de Somerset Maugham. Aparece en la obra un alto funcionario chino que llega a una posada y se pone a dar voces y a insultar a todo el mundo, para dejar bien claro que él es un importante dignatario y que los demás son pobres gusanos. Al cabo de cinco minutos, habiendo afirmado su dignidad de la forma que juzga adecuada, se sienta a cenar con los porteadores y come con ellos en perfecta armonía. Como funcionario, considera que ha de hacer notar su presencia, pero no cree que los culíes estén hechos de un barro diferente al suyo.... La costumbre de lavarse a diario todo el cuerpo es en Europa muy reciente, y las clases trabajadoras son, por lo general, más conservadoras que la burguesía. Pero los ingleses se están volviendo visiblemente más limpios, y se puede esperar que dentro de cien años lo sean casi tanto como los japoneses.

Una persona de la clase media puede ser socialista o incluso ingresar en el Partido Comunista. ¿Qué diferencia real representan estos dos hechos? Naturalmente, dado que vive en una sociedad capitalista, tiene que continuar ganándose la vida, y no se le puede echar en cara que conserve su posición económica burguesa. Pero ¿se produce algún cambio en sus gustos, en sus costumbres, en sus maneras, en su pensamiento, es decir, en su "ideología" según la jerga comunista? ¿Se produce algún cambio en él, a parte de que ahora vota laborista o, si es posible, comunista, cuando hay elecciones? Es evidente que, por lo general, se siente aún identificado con su clase; se encuentra mucho más a gusto con un miembro de esta clase, que le considera un rojo peligroso, que con un miembro de la clase obrera, quien en principio está de acuerdo con él. Sus gustos en cuanto a comida, vino, vestido, libros, cine, música y ballet son aún típicamente burgueses, y, lo más significativo de todo, se casa invariablemente con una mujer de su clase. Observen a cualquier socialista burgués. Observen al camarada X, miembro del Partido Comunista de Gran Bretaña y autor de El marxismo para niños. El camarada X es antiguo alumno de Eton. Está dispuesto a morir en las barricadas, en teoría por lo menos, pero aún lleva siempre desabrochado el último botón del chaleco. Idealiza al proletariado, pero es notorio lo poco que se parecen sus costumbres a las costumbres proletarias. Quizás alguna vez, por pura bravata, se ha fumado un puro sin quitarle la vitola, pero le sería casi imposible físicamente comer queso llevándose los trozos a la boca con la punta del cuchillo, estar en una habitación con el sombrero puesto, o incluso beber el té en el plato. He conocido a muchos socialistas burgueses y he escuchado durante horas sus diatribas contra su clase de origen, pero nunca, ni una sola vez, he visto a ninguno que coma como lo hacen los obreros. Al fin y al cabo ¿por qué no? ¿Por qué un hombre que cree que el proletariado es el compendio de todas las virtudes ha de tomarse tantas molestias para comer la sopa sin sorber? La única explicación es que, en el fondo, encuentra desagradables los modales proletarios. Con lo cual no hace sino actuar según la educación que recibió de niño, cuando le enseñaron a odiar, temer y despreciar a la clase obrera.

Durante varios años fue la gran moda ser "de izquierdas". Inglaterra se llenó de inmaduras y contradictorias opiniones. Pacifismo, internacionalismo, humanitarismo de todas clases, feminismo, amor libre, divorcismo, ateísmo, control de la natalidad... todo este tipo de cosas consiguieron una audiencia mayor de la que habrían tenido en momentos normales... En aquella época todos nos veíamos a nosotros mismos como las ilustradas criaturas de una nueva edad, que rechazábamos la ortodoxia que nos habían impuesto a la fuerza aquellos odiosos "viejos". Conservamos, en su conjunto, la actitud esnob de nuestra clase, y dábamos por supuesto que podríamos seguir cobrando nuestros dividendos o acomodarnos en tranquilas profesiones, pero al mismo tiempo nos parecía natural estar "contra el gobierno".

Un día, el profesor de inglés nos hizo llenar una especie de cuestionario general, una de cuyas preguntas era: ¿A quiénes considera usted los diez hombres vivos más ilustres? De los dieciséis chicos que éramos en la clase -con una edad media de diecisiete años-, quince incluyeron a Lenin en su lista. Esto ocurría en una cara y elegante public school, en 1920 además, momento en que los horrores de la revolución rusa estaban aún recientes en la mente de todos.

Así que, a los diecisiete o dieciocho años, yo era a la vez un esnob y un revolucionario. Estaba en contra de toda autoridad. Me había leído y releído todas las obras publicadas de Shaw, Wells y Galsworthy ( a los que por entonces consideraba aún autores peligrosamente "avanzados") y me definía alegremente como socialista. Pero no tenía mucha idea de lo que era el socialismo y no tenía convicción real de que los obreros fuesen seres humanos.

Al recordar aquella época, tengo la impresión de haber pasado la mitad del tiempo denunciando el sistema capitalista, y la otra mitad indignándome por la insolencia de los cobradores de autobús.

Cuando se tienen muchos criados, no se tarda en volverse perezoso, como me ocurrió a mí, por ejemplo, que me acostumbré a vestirme y desvestirme con la ayuda de un criado birmano. Ello era posible porque el muchacho era birmano y no me resultaba repugnante; en cambio, no habría podido soportar que un criado inglés se me aproximase de una forma tan íntima. Pero ante un birmano tenía casi la misma actitud que tengo hacia una mujer. Como la mayoría de las demás razas, los birmanos tienen un olor característico que no acierto a describir: es un olor que produce un hormigueo en los dientes. Pero ese olor nunca me causó repugnancia. (Por cierto, que los asiáticos afirman que nosotros olemos. Creo que son los chinos que dicen que el  hombre blanco huele a muerto. Los birmanos también lo dicen, pero nunca me encontré con ninguno tan mal educado como para decírmelo a la cara.) Y, en cierto aspecto, aquella actitud mía era defendible, pues, mirando las cosas como son, hay que reconocer que la mayoría de las personas de raza amarilla tienen cuerpos mucho más hermosos que la mayoría de los blancos. Compárese la piel sedosa y tersa de los birmanos, que no forma la menor arruga hasta pasados los cuarenta años, y aun entonces no hace sino marchitarse como el cuero reseco, con la basta y fláccida piel del blanco. El hombre blanco tiene un vello feo y lacio pelo en los brazos y piernas y en el pecho, formando un feo parche. El birmano tiene sólo una o dos zonas de recio pelo negro en los lugares adecuados, aparte de lo cual, su piel es completamente lampiña y su cara casi siempre imberbe también. El blanco suele quedarse calvo; al birmano raramente lo ocurre tal cosa. Los dientes del birmano son perfectos, aunque generalmente coloreados por el zumo de betel, mientras que los dientes del hombre blanco se estropean invariablemente. El blanco suele tener mala figura, y cuando engorda, su cuerpo se vuelve aún más desproporcionado; el hombre de raza amarilla tiene un esqueleto armonioso, y en la edad madura su figura es casi tan agradable como en la juventud. Es cosa admitida que la raza blanca produce unos pocos individuos que, durante unos pocos años, son extremadamente bellos, pero, en conjunto, dígase lo que se quiera, es inferior en belleza a las razas orientales.

Estuve cinco años en la Policía de la India, y, al terminar ese periodo, odiaba el imperialismo al que estaba sirviendo con una fuerza que seguramente no conseguiré explicar... Los países suelen gobernar a los extranjeros mejor de lo se gobiernan a sí mismos... En Inglaterra, aceptamos mansamente que nos roben a todos para que medio millón de vagos despreciables sigan viviendo lujosamente, pero lucharíamos hasta el último hombre antes que ser dominados por los chinos.

Según el sistema capitalista, para que Inglaterra pueda vivir de forma relativamente confortable, deben vivir al borde de la indigencia cien millones de indios. Es una situación vergonzosa, pero consentimos en ella cada vez que tomamos un taxi o nos comemos un plato de fresas con nata. La alternativa es tirar el Imperio por la borda y reducir Inglaterra a un país de poca importancia, a una inhóspita isla donde tendríamos que trabajar mucho todos y sustentarnos principalmente de arenques y patatas. Y esto es lo último que desea el hombre de izquierda. Pero, así y todo, sigue creyendo que no tiene responsabilidad moral alguna por el imperialismo. Está perfectamente dispuesto a aceptar los productos del Imperio y a justificarse riéndose de la gente que mantiene el Imperio en nuestro poder.

El socialista típico es, o bien el joven esnob comunista que, seguramente, dentro de cinco años, estará casado con una joven rica y se habrá convertido al catolicismo, o bien, más probablemente, el hombrecito serio de ocupación burocrática, que suele ser secretamente abstemio, a menudo con inclinaciones vegetarianas, con un pasado no conformista y, sobre todo, con una posición social que no tiene intención alguna de abandonar.

A veces tiene uno la impresión de que las solas palabras "socialismo" y "comunismo" atraen con fuerza magnética a todo bebedor de zumos de fruta, nudista, maníaco sexual, cuáquero, curandero naturista, pacifista y feminista de Inglaterra.

Creía, probablemente, que todo socialista tenía algún tipo de excentricidad. Y entre los mismos socialistas parece existir una idea de este tipo. Por ejemplo, en un folleto de una escuela de verano que tengo ante mí, están los precios por semana, y se me pide que especifique "si mi dieta alimenticia es corriente o vegetariana". Dan por supuesto que es necesario preguntar esto. Este tipo de cosas, por sí solas, bastan para alejar a cantidades de gente honrada, y el instinto que las hace alejarse es perfectamente sensato, pues el maniático de la comida es, por definición, una persona dispuesta a alejarse de la sociedad por la esperanza de prolongar en cinco años la vida de su chasis, es decir, una persona desconectada de la gente normal.

El hecho es que el socialismo, en la forma en que se ha presentado hoy en día, atrae principalmente a personas de poca calidad e incluso inhumanas.

Cuando una persona no esta comiendo, bebiendo, durmiendo, haciendo el amor, hablando, jugando o simplemente matando el rato -y estas cosas no llenan todos los años de una vida- necesita del trabajo y suele buscarlo, aunque no le de el nombre de trabajo. Aparte de los retrasados mentales, el esfuerzo es parte fundamental de la vida humana. El hombre no es, como parecen creer los hedonistas vulgares, una especie de estómago andante; ademas del estómago tiene manos, ojos y cerebro. Dejar de usar las manos representa amputar un buen pedazo de la mente.

Si se mecaniza el mundo tan a fondo como es posible, habrá, en todos los campos, alguna máquina quitándonos la posibilidad de trabajar, es decir, de vivir.

En los países altamente industrializados, gracias a las latas de conserva, el paladar se ha convertido casi en un órgano muerto. Como se puede comprobar mediante la observación en cualquier tienda de verduras, lo que la mayoría de los ingleses entienden por una manzana es una bola de serrín de vivos colores importada de América o de Australia;  devoran esas cosas, con placer según parece,  y dejan que las manzanas inglesas se pudran bajo los árboles. Lo que les gusta es la apariencia brillante, estereotipada y artificial de las manzanas americanas; el mejor sabor de las manzanas inglesas  es algo de lo que simplemente no se dan cuenta.

Los socialistas tienen razón cuando afirman que la rapidez del progreso mecánico será mucho mayor una vez instaurado el socialismo.

El fascismo es una especie de reacción, no ante el socialismo, sino ante una plausible deformación del socialismo. Puede describirse de manera resumida como la decisión de hacer lo contrario de lo que haga el socialista mítico.

Para combatir el fascismo es necesario entenderlo, lo cual implica reconocer que contiene alguna cosa buena, además de las muchas malas... Hemos de admitir que si el fascismo está ganando adeptos en todas partes, se debe en gran medida a los errores cometidos por los socialistas. Se debe en parte a la equivocada táctica de los comunistas de sabotear la democracia, es decir, de tirar piedras contra el propio tejado pero aún más al hecho de que los socialistas, por así decirlo, han presentado mal su causa desde el principio.Nunca han dejado suficientemente claro que los fines esenciales del socialismo son la justicia y la libertad. Con la atención centrada en los hechos económicos, han partido de la base de que el hombre no tiene alma, y, explícita o implícitamente, han propuesto como meta una Utopía materialista. Como consecuencia de esto, el fascismo ha podido utilizar en su provecho todo movimiento de rebeldía contra el hedonismo y contra una concepción burda del "progreso". Ha podido presentarse como el defensor de la tradición europea y apelar a la fe cristiana, al patriotismo y a las virtudes militares. Es Peor que inútil quitar importancia al fascismo tachándolo de "sadismo masivo" o cualquier frase fácil de este tipo. Pretender que el fascismo no es más que una aberración que pronto desaparecerá por sí sola equivale a soñar un agradable sueño del que se despertará bajo los golpes de una gorra de goma. La única actuación válida es analizar fríamente el fascismo, entender que en él hay algo de positivo y después explicar claramente a todo el mundo que lo que pueda haber de bueno en el fascismo está también implícito en el socialismo.

Hemos llegado a un punto en que la misma palabra "socialismo" evoca, por una parte, una imagen de aviones, tractores y grandes y brillantes fábricas construidas de vidrio y cemento, y, por otra parte, una imagen de vegetarianos de lacias barbas, de comisarios bolcheviques mitad gángsters y mitad gramófonos, de señoras muy serias con sandalias, de marxistas de cabello revuelto masticando polisílabos, cuáqueros despistados, fanáticos del control de los nacimientos y de escaladores del Partido Laborista. El socialismo, por lo menos en esta isla nuestra, no huele ya a revolución y a derrocamiento de la tiranía; huele a extravagancia, a veneración de la máquina y a estúpido culto a Rusia. Si no se elimina este olor, y deprisa, el fascismo puede vencer.

Algunos apuntes sobre Salvador Dalí, George Orwell


El privilegio del fuero. Algunos apuntes sobre Salvador Dalí. 1944

De una autobiografía solo podemos fiarnos cuando revela algo vergonzoso. Un hombre que da una buena imagen de sí mismo seguramente está mintiendo pues cualquier vida vista desde dentro no es más que una sucesión de derrotas.

Durante la Guerra Civil española evita astutamente tomar partido y realiza un viaje a Italia. Se siente cada vez más atraído hacia la aristocracia, frecuenta salones elegantes, se agencia valedores ricos y se fotografía con el rechoncho vizconde de Noailles, al que se refiere como su "mecenas". Cuando se avecina la guerra europea solo tiene una preocupación: encontrar un lugar donde haya buena cocina y desde el que pueda huir como un rayo si el peligro se acerca demasiado. Se establece en Burdeos, y durante la batalla de Francia escapa puntualmente a España. Se queda en el país el tiempo suficiente para recopilar algunas historias de atrocidades cometidas por los rojos, y luego parte a Estados Unidos. La historia termina con un despliegue de respetabilidad. Dalí, a los treinta y siete años, se ha convertido en un marido devoto, está curado de sus aberraciones, o de alguna de ellas, y se ha reconciliado por completo con la Iglesia católica. Y está además, ganando un montón de dinero.

No le está concedido a nadie poseer todos los vicios, y Dalí se jacta de no ser homosexual, pero por lo demás parece el mayor inventario de perversiones que alguien pudiera desear.

Es apestoso. Si fuera posible que un libro desprendiera físicamente hedor a través de sus páginas, este lo haría; y a Dalí le encantaría la idea, ya que antes de cortejar por primera vez a su futura esposa se embadurnó todo el cuerpo con un ungüento hecho de estiércol de cabra hervido en cola de pescado.

Dalí es un exhibicionista y un arribista, pero no es un fraude. Tiene cincuenta veces más talento que la mayoría de la gente que podría condenar su moral y mofarse de sus cuadros.

Es antisocial como una pulga. Claramente, las personas como él son indeseables, y algo va mal en una sociedad que permite que florezcan.

Si dices que Dalí, pese a ser un dibujante brillante, es un sucio canalla, te miran por encima del hombro como a un cafre. Si dices que no te gustan los cadáveres putrefactos, y que la gente a la que le gustan los cadáveres putrefactos está mentalmente enferma, se da por hecho que careces de sentido estético.

Solo hay que pronunciar la palabra mágica "arte" y está todo bien: los cadáveres putrefactos con caracoles arrastrándose sobre ellos están bien, darle un puntapié en la cabeza a una niñita está bien, incluso una película como La edad de oro está bien. Y también está bien que Dalí prosperara a costa de Francia durante años y que luego se escabullera como una rata en cuanto Francia estuvo en peligro. Mientras pintes lo bastante bien como para pasar la prueba, todo se te perdonará.

Dalí es un buen pintor y es un ser humano repugnante. Una cosa no invalida ni, en cierto modo, afecta a la otra.

Por supuesto, no es que la autobiografía de Dalí o sus cuadros tengan que ser suprimidos. Menos en el caso de las postales indecentes que solían venderse en los pueblos costeros del Mediterráneo, suprimir algo es una política cuestionable, y es probable que las fantasías de Dalí arrojen una luz muy útil sobre la decadencia de la civilización capitalista. Pero lo que le hace falta, claramente, es un diagnóstico. La cuestión no es tanto qué es, sino por qué es como es. No debería caber ninguna duda de que se trata de una mente enferma, seguramente no demasiado transformada por su presunta conversión, ya que los auténticos penitentes, la gente que regresa a la cordura, no alardean de sus vicios pasados de un modo tan satisfecho. Dalí es un síntoma de la enfermedad del mundo. Lo importante no es condenarlo por ser un sinvergüenza al que habría que idolatrar, ni defenderlo como a un genio al que no habría que cuestionar, sino averiguar por qué hace gala de se repertorio concreto de aberraciones.

Quizá sea posible encontrar la respuesta en sus cuadros, y yo no estoy cualificado para examinarlos. Pero sí puedo señalar una pista que podría servir para avanzar un poco en el camino: ese estilo anticuado, sobrecargado, eduardiano, al que Dalí tiende a volver cuando no es surrealista. Algunos de los dibujos de Dalí recuerdan a Durero, otro parece revelar la influencia de Beardsley, un tercero parece haber tomado algo prestado de Blake. Pero la vena más persistente es la eduardiana. Cuando abrí el libro por primera vez, mientras miraba las incontables ilustraciones me acompañaba una sensación de parecido que no podía acabar de precisar. Reparé en el candelabro decorativo que hay al principio de la primera parte. ¿A qué me recordaba ese libro? Finalmente di con ello. Me recordaba a una edición, grande, de mal gusto, a todo lujo, de Anatole France (en traducción) que debió de publicarse más o menos en 1913. Tenía encabezados y pies de página decorativos del mismo estilo. El candelabro de Dalí tiene en uno de los extremos una criatura pisciforme y llena de florituras que resulta curiosamente familiar.

Tal vez sus aberraciones sean una forma de asegurarse de que no es una persona cualquiera. Las dos cualidades que Dalí posee de forma incuestionable son un don para el dibujo y una egolatría atroz. "Cuando tenía seis años quería ser cocinero y a los siete, Napoleón -dice en el primer párrafo de su libro-. Desde entonces mi ambición ha ido aumentando sin parar". Está escrito con la clara intención de desconcertar, pero no cabe duda de que es bastante cierto. Este tipo de ideas son bastante comunes. "Sabía que era un genio -me dijo alguien una vez-, mucho antes de saber en qué iba a ser un genio." Y supongamos que no tienes nada salvo tu egolatría y una destreza que no va más allá del codo; que tu verdadero don es para el dibujo detallado, académico, figurativo; que tu auténtico métier es el de ilustrador de libros de texto científicos. Entonces ¿cómo te vas a convertir en Napoleón?

Siempre hay una vía de escape: la maldad. Haz siempre aquello que conmocione y cause daño a la gente. A los cinco, arroja a un niño por un puente, crúzale la cara con un látigo a un viejo doctor y rómpele los anteojos; o, al menos, sueña con hacer estas cosas. Veinte años después, vacíales los ojos a unos asnos con unas tijeras. De este modo, siempre puedes sentir que eres original. Y, al fin y al cabo, ¡sale a cuenta! Es mucho menos peligroso que el crimen. Teniendo en cuenta todas las posibles omisiones que pueda haber en la autobiografía de Dalí, es evidente que no ha sufrido por sus excentricidades lo que habría padecido en una época anterior. Creció en el mundo corrupto de los años veinte, cuando la sofisticación estaba enormemente generalizada y todas las capitales europeas rebosaban de aristócratas y rentistas que habían dejado de lado el deporte y la política y se habían aficionado al mecenazgo de las artes. Tú le lanzabas asnos muertos a la gente, ella te lanzaba dinero. La fobia a los saltamontes, que unas décadas antes no habría provocado más que una risita de desdén, era ahora un "complejo" interesante que podía ser provechosamente explotado. Y cuando ese mundo se desmoronó frente al ejército alemán, Estados Unidos estaba esperando. Incluso podías acabarlo de rematar con una conversión religiosa, pasando de un saltito y sin sombra de arrepentimiento de los elegantes salones de París al seno de Abraham.

Estas son, quizá, las líneas esenciales de la historia de Dalí. Pero por qué sus aberraciones fueron esas en particular, y por qué fue tan fácil venderle horrores tales como cadáveres putrefactos a un público sofisticado, son cuestiones para los psicólogos y los críticos sociológicos. La crítica marxista no se anda con miramientos ante fenómenos como el surrealismo. Son la "decadencia burguesa" (se juega mucho con expresiones como "la gangrena de la sociedad" o "una clase rentista corrompida"), y eso es todo. Pero, aunque esto probablemente exponga un hecho, no establece una conexión. Seguimos queriendo saber por qué Dalí tendía a la necrofilia  (y no, por ejemplo, a la homosexualidad), y por qué los rentistas y los aristócratas compraban sus cuadros en lugar de cazar y hacer el amor, como sus abuelos. La simple desaprobación moral no nos lleva más lejos, pero tampoco debemos fingir, en nombre del "desapego", que fotografías como la de Taxi lluvioso sean moralmente neutrales. Son enfermizas y repugnantes, y cualquier indagación debería partir de este hecho.


Los presos del Valle de los Caídos - Alberto Bárcena Pérez


La finca en cuestión era un proindiviso originado por la represión republicana: había pertenecido a los tres hermanos Padierna de Villapadierna y erice; Felipe, II conde de Villapadierna, Manuel, marquesa de Padierna; y Gabriel, marqués de Muñiz. El primero había muerto en 1928, pero los otros dos fueron asesinados en Paracuellos en las sacas del 36. La misma suerte corrió su sobrina, María Padierna de Villapadierna y Avecilla, hija del primogénito, y hermana del tercer conde de Villapadierna, famoso ya en aquellas fechas por sus hazañas deportivas. Detenida junto a sus tíos, en su domicilio de la madrileña calle de O'Donnel, por tratar de impedir la detención de aquellos dos ancianos, los acompañaría hasta el final. En realidad, el marqués de Muñiz fue detenido dos veces por las milicias y encerrado las dos en la terrorífica checa de Fomento; antes de matarlo "tomaron la precaución" de llevarle a El Escorial para que entregara la propiedad de Cuelgamuros junto con 250.000 pesetas destinadas a su explotación. Antes de matarle le robaban, como hicieron por entonces con otros nobles y propietarios. Por fin, el 10 de noviembre terminaba aquel calvario con su fusilamiento, junto a su hermana y su sobrina. Cuatro años más tarde, sus herederos no estuvieron de acuerdo con la valoración de Cuelgamuros, realizada al objeto de expropiarla. También con esta cuestión se ha especulado , queriendo presentar dicha expropiación como un vulgar latrocinio que Franco -¿cómo no?- habría perpetrado contra sus legítimos dueños. Se ha llegado a decir que fue tan simbólica que no pasó de una peseta la cantidad abonada a sus propietarios. Se les pagó un precio más que razonable, resultante de una peritación del Cuerpo Nacional de Ingenieros. Estamos ante otro de los mitos urdidos por sus adversarios para transmitir una imagen negativa de Franco y del Valle en cualquier aspecto que se quisiera considerar.

Por muy altos que hubieran sido los gastos generados por la tramitación, es innegable que los herederos del marqués de Muñiz percibirían, como mínimo, unas 600.000 pesetas. Un capital nada despreciable para la época; no puede decirse que fuera precisamente simbólica la expropiación de Cuelgamuros.

Se ha criticado acerbamente la calificación de la Guerra como cruzada, pero no puede negarse que tuvo ese componente. Y no fue el Generalísimo el único que lo vio así; la propia Iglesia Católica, víctima central del holocausto, la calificó del mismo modo.

Es desconcertante, por no calificarlo de otro modo, que la llamada Comisión de Expertos nombrada por el Gobierno de Zapatero, supuestamente para tratar de buscarle alguna nueva finalidad al monumento, llegase a la conclusión de que debería respetarse literalmente el espíritu de este decreto dado por Franco, hacía más de medio siglo. Es decir, que en el Valle de los Caídos debería convertirse en monumento a los caídos de uno y otro bando. ¡Como si no lo fuera antes! Era exactamente eso lo que había quedado establecido -y con fuerza de ley- en 1957. Cabe preguntarse si lo desconocían los llamados expertos, en cuyo caso de ningún modo seles podría considerar tales.

Franco quiso dejar bien claro a quién debía honrarse en el Valle de los Caídos en un Decreto-Ley: el monumento se levantaba a todos los caídos. Por eso lo dejó escrito, firmado y promulgado.

Indudablemente, Franco quiso enterrar en el Valle a todos los caídos que fuera posible encontrar. Previa autorización escrita de sus familias. Allí irían a parar combatientes republicanos y nacionales de cualquier ideología, pero también víctimas de la represión -incluyendo mártires- tanto como sus verdugos en algunos casos. A nadie en toda España le quedó la menor duda en aquella época de que el Valle era para todos.

Los gastos de construcción del Valle de los Caídos alcanzaron los mil millones de pesetas, a lo largo de los casi veinte años que duraron las obras. En 1954 se habían invertido ya 428.646.685 pesetas con 59 céntimos, como informaba al Consejo de las Obras el consejero-interventor. Dos años antes, el Gobierno había arbitrado un sistema que garantizase el buen fin de la empresa, asignando a la misma, los beneficios del sorteo de lotería de 5 de mayo. Así lo establecía el decreto de 19 de Noviembre de 1952. El Tesoro adelantaría las cantidades necesarias a cuenta.

Es imposible explicar la presencia de presos en la construcción del Valle de los Caídos, sin empezar exponiendo la causa de su participación en aquellas obras: la redención de penas por el trabajo, pieza clave del sistema penitenciario español durante el primer franquismo, diferenciando muy claramente los trabajos forzados de la redención de penas por el trabajo, para evitar confusiones. Un sistema cuyos orígenes se encuentran en las conversaciones mantenidas, en plena Guerra Civil, entre un sacerdote jesuita, el padre Pérez del Pulgar, y un militar, el futuro general Cuervo, que le darán forma a una idea del propio Franco.

Se redimía condena por cualquier cosa; es indiscutible. Lo reconocen muchos autores antifranquistas. Pero, aparte de estos supuestos, se consideraban también los derivados de la nueva legislación social de la época. Se redimía condena sin trabajar cuando la inactividad del preso estaba originada por accidentes de trabajo. Seguía cobrando un salario -como cualquier trabajador libre en la misma situación- pero también redimía su condena durante el tiempo que durase su baja laboral.

Desde cualquier punto de vista que quiera considerarse, la redención de penas solo presentaba ventajas considerables para el penado. Por eso atrajo a un alto porcentaje de los presos españoles. En 1941 los acogidos al sistema oscilaban entre los 16.356 del mes de enero y los 18.427 de septiembre, para disminuir levemente en diciembre cuando se registraban 18.375. Si tantos los solicitaban fue porque no dudaban de su conveniencia; no fueron "esclavos de Franco". Ni ellos se consideraron nunca así.

En 1941 se puso en marcha un proyecto tan complicado como ambicioso: integrar a los hijos de los presos en el sistema educativo en pie de igualdad con el resto de los escolares españoles. No se trataba solamente de escolarizarlos, sino de eliminar cualquier discriminación que pudiera estigmatizarles a causa de su situación familiar.

Los niños eran colocados en una amplísima red de colegios repartidos por toda España, desde Melilla hasta Guipúzcoa, y desde Galicia hasta Valencia. En todos ellos, se cuidó de que sus compañeros ignorasen sus circunstancias familiares, con el fin de evitarles "complejos de inferioridad y amargura", sin exagerar lo más mínimo. Los hijos de los presos "políticos", a los dos años de acabarse una guerra civil, podrían encontrarse en situaciones verdaderamente difíciles en cualquier país que se encontrase en aquellas circunstancias. No se trataba solamente de instruirles; los colegios se hacían cargo de la manutención y el vestido de aquellos niños. Y, por supuesto, de todo su material escolar.

En junio de 1952, el que fuera "mecánico del grupo electrógeno", Valentín Martín, recibía una ayuda que le permitió llevar a uno de sus hijos "a una consulta médica de especialista de garganta en Madrid". Meses más tarde, se otorgó como "gratificación" otra de esas ayudas al llavero de la abadía, el famoso "Matacuras". Se trataba de cubrir el importe de un medicamento verdaderamente caro; superaba el de la operación de amigdalitis que se le practicó al hijo del mecánico en Madrid. El "Matacuras", que padecía úlcera de estómago, estuvo tomando aquella mediación "que venía de Holanda" -durante mucho tiempo; años más tarde, le regalaría alguna caja a su amigo el carnicero de Peguerinos, como recordaba su sobrino hablando del insólito personaje. Mucho más elevada fue la ayuda recibida por otro de los más famosos presos del Valle, el doctor Lausín, para que hiciera frente a los gastos de una operación de su mujer. Naturalmente, todos percibían sus nóminas y no eran ni mucho menos insignificantes.

En 1950 llegaría Huarte que construyó la cruz monumental. Comenzaba a levantarse la mayor cruz del mundo; esa cruz asombrosa que no goza de ninguna protección oficial a causa de la pasión política.

Los penados llegaron dispuestos a sacarle partido a la oportunidad que se les ofrecía de cambiar su destino, gracias a la redención de penas. Y, en general, trabajaron con el mayor entusiasmo, dando lo mejor de sí mismos en aquellas obras; llegando a considerar el Monumento de los Caídos, en muchos casos, como algo de lo que podían sentirse orgullosos; una obra suya -que en buena parte lo fue- y símbolo de reconciliación, tal como estaba previsto.

La llegada de los presos al Valle y su trabajo allí, a partir de 1943, se organizó mediante la colaboración entre las empresas, el COMNC, y el Patronato de Nuestra Señora de la Merced a quien las constructoras debían solicitar los trabajadores penados. El Patronato los seleccionaba y controlaba las condiciones en las que se desarrollaban su trabajo, introduciendo, en ocasiones, mejoras sociales que solo a ellos afectaban, hasta llegar a la plena equiparación con los trabajadores libres.

En un principio, estaba previsto que los que hubiesen cometido delitos más graves no pudieran acogerse al sistema, pero muy pronto dicho requisito desapareció en la práctica y al Valle llegaron condenados a las penas más graves; muy frecuentemente la de muerte, conmutada por la de treinta años de prisión.

De los casi veinte años que duraron las obras, solamente durante siete participaron presos en ellas; y cuando lo hicieron se juntaron con los trabajadores, libres que ya estaban antes, además de los que se contratarían después.

Entre unos y otros, a finales de 1943 y principios de 1944, no pasaban de 815, de los que 615 eran reclusos. Cifra escandalosamente lejana de la mítica y machaconamente repetida de los 20.000.

Poniéndonos en el supuesto más favorable para los autores de la leyenda, que sería considerar que todos los destacamentos se renovaron anualmente, podríamos llegar a "calcular" que fueron unos 3500, lo que sigue estando muy lejos del mito.

El número total de empleados siguió descendiendo para aumentar ligeramente en noviembre de 1952, cuando llegaron a ser 722. Pero ya no había ningún penado entre los obreros del Valle; los destacamentos penales, como sabemos, se habían disuelto en 1950.

Ya sabemos que el régimen hacía, por entonces, lo posible por vaciar las cárceles sin exceptuar a casi nadie.

16.300 condenados a muerte se libraban de ella in extremis solamente porque los nuevos gobernantes se negaban a ejecutarlos. Un número considerable de aquellos condenados fueron llegando en esos años al Valle.

Al Valle no llegaron deficientes ni perturbados mentales. Eran responsables de sus actos. Por eso fueron juzgados. El poder redimir sus condenas trabajando era un inmenso beneficio que se les otorgaba entonces. Conseguir hacerlo, en las especiales condiciones que encontraron en el Valle de los Caídos, representaba una ventaja añadida de la que fueron plenamente conscientes.

La mayoría de las veces, los presos del Valle fueron juzgados y condenados por graves delitos. Aparte de los que fueron autores materiales de asesinatos, había otros que los facilitaron: algunos estaban allí por haber puesto sobre la pista de sus presas a los verdugos de víctimas inocentes. Tal era el caso del comunista de Piedralaves, Crescencio Sánchez Carrasco. Fue él quien informó del paradero del diputado de la CEDA, Dimas Madariaga, al grupo de milicianos llegado desde Toledo, el 27 de julio de 1936, para "mantener el orden". Como en una verdadera cacería del hombre por el hombre, Crescencio les guió para por un pinar, cercano a la casa del diputado y secretario de las Cortes, donde este trató de esconderse sabiéndose delatado. Alcanzado por sus perseguidores, fue asesinado inmediatamente, sin el menor simulacro de juicio, en aquel mismo lugar. Le acusaron de "fascista y católico". Murió como un mártir, dando testimonio de la fe que le hacía culpable a los ojos de sus verdugos. Sus últimas palabras fueron: "Soy de los que nunca niegan al Divino Maestro". Sánchez Carrasco fue detenido en abril de 1939 y condenado a diez y ocho años de prisión, al entender sus jueces que su responsabilidad se limitaba "tan solo" a la del "colaborador necesario" en aquel asesinato. Y lo había sido, indudablemente, a pesar de lo cual no le condenaron a una de las penas más altas -como sí tenían tantos otros presos del Valle- lo que permite valorar la severidad de aquellos tribunales, descritos como implacables tan frecuentemente. Tras pasar por la prisión de Yeserías, Crescencio llegó al Valle de los Caídos en 1943. Dos años más tarde ya era libre, habiendo cumplido solamente un tercio de su condena. Un ejemplo más de los beneficios de la redención de penas; un nuevo alegato a favor del sistema penitenciario del primer franquismo.

Las remuneraciones de los obreros de Cuelgamuros no dependían del arbitrio del empresario ni tampoco del COMNC. Fueron las que percibían los que trabajaban entonces en cualquier lugar de España. Con la oportuna puntualización de siempre estuvieron sujetas a lo establecido "para cada oficio y categoría". No caben simplificaciones. El tema de los jornales pagados en el Valle de los Caídos es muy amplio.

En realidad estaba por encima de muchos de los jornales de entonces. En cuanto a beneficios sociales, dos comentarios. El primero, que jamás antes el obrero había llegado a tener tales coberturas en España. En cualquiera de los periodos históricos que queramos considerar. El segundo es que aquellas conquistas sociales, producto de una verdadera revolución desde arriba, alcanzaron a los reclusos que redimían sus condenas. Y, por último, destacar también que se buscara, a través de la redención de penas, que los presos puestos en libertad se encontraran con algún dinero al salir de prisión. Algo que tampoco antes de había contemplado y que dejó de contemplarse al desaparecer aquel sistema, presentado como perverso por la sencilla razón de que su legislador, ideólogo y promotor fuese Francisco Franco.

La equiparación en cuanto a salarios no obedeció a una concesión generosa de los empresarios sino a una imposición del Ministerio de Trabajo; fue una medida procedente del Gobierno que no podía interpretarse discrecionalmente.

Indudablemente, una de las mayores ventajas que disfrutaron los penados del Valle fue la de llevar allí a sus familias.

Las chabolas no surgieron solamente allí, sino también en Madrid y otras ciudades. En cuanto a las viviendas que ocuparon en Cuelgamuros ellos y sus familias, ofrecían unas condiciones de habitabilidad que miles de españoles libres, en cualquier punto de la geografía nacional, estaban muy lejos de poder alcanzar.

El Valle llegó a considerarse, por extraño que resulte, lugar de veraneo. Y no precisamente para personajes del régimen o los contratistas que lo construían, sino para los propios trabajadores. Cuando se trató de controlar, ya en 1950, la entrada de visitantes o las estancias de los mismos en los poblados, se puso de manifiesto que realmente, desde hacía años, había sido lugar de vacaciones para muchos familiares de los residentes en Cuelgamuros. Y lo seguía siendo.

Una vez más aparece, por cierto, la advertencia de las autoridades de castigar las faltas de los trabajadores con la expulsión, como en el caso de los trabajadores que no informen sobre la identidad de las personas que alojasen en sus viviendas: la expulsión del Valle como suprema amenaza. Y otra vez surge la misma reflexión: la enorme distancia entre el recinto de Cuelgamuros y los campos de concentración con los que se ha comparado. A nadie le amenazaron con ser expulsado de Dachau o del gulag soviético. Hubiera sido el más cruel de los sarcasmos.

Resulta impensable que un abuelo quisiera llevar a sus nietos a veranear en algo parecido a un "campo de concentración".

A los obreros del Valle se les buscaron colocaciones a medida que iban cesando los trabajos. Y se les facilitaron viviendas. Sobre todo en los barrios madrileños de San Blas, La Elipa, San Cristóbal de los Ángeles y Pan Bendito, en plena construcción en aquellos años. Pero también se les entregaron en otros lugares, como el Poblado Virgen de Begoña, al final de la recién abierta Avenida del Generalísimo, que perdió su nombre para tomar el de Paseo de La Castellana, como si fuera solamente una prolongación del mismo; como si no se hubiera construido enteramente durante el franquismo. Aquel cambio de nombre, ocurrido en plena Transición, presagiaba lo que estaba a punto de comenzar; la permanente denigración de Franco y el ocultamiento sistemático de todos sus logros. Pero, allí mismo, frente a la clínica de La Paz, donde el Generalísimo llegó para morir en 1975, se les concedieron viviendas a los trabajadores del Valle.

Uno de los falsos argumentos, más frecuentemente, en contra del Valle, es del elevado número de muertes de trabajadores durante su construcción. Se empeñan los autores adversos en sostener las cifras más descabelladas, para poder mantener la comparación -ya tópica- entre la construcción del monumento y la de las pirámides de Egipto. O más frecuentemente con lo sucedido en los campos de exterminio nazis. No lo comparan, curiosamente, con algo más cercano en el tiempo; algo que sí estaba sucediendo todavía mientras el Valle estaba en construcción: el gulag soviético.

Allí no reposan los restos de quienes lo construyeron; ninguno de los fallecidos en accidente laboral fue enterrado en Cuelgamuros. Y además, como sabemos, tampoco eran trabajadores forzados sino algo tan diferente como penados acogidos al sistema de la redención de penas. Por no hablar de los trabajadores libres, que trabajaron allí durante mucho más tiempo que los otros. Más inexacto es aún presentar el Valle como cementerio de los "asesinados por Franco" en no se sabe qué otros lugares, para ser convertidos nada menos que en "escombro".

Frente a estas especulaciones, cabe señalar que la cifra más aceptable, desde la objetividad, es la que dio el doctor Lausín a Sueiro en 1976: catorce muertos en total durante los diecinueve años que duraron las obras. A la pregunta del escritor; "¿Hubo muchos accidentes mortales?", el médico respondió: "Sí, hubo catorce muertos, en todo el tiempo de la obra, porque yo he estado allí prácticamente todo el tiempo."