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Subir a por aire, George Orwell


- Se dicen muchas tonterías acerca de los sufrimientos de la clase trabajadora. Yo no siento tanta compasión por los obreros. ¿Han visto alguna vez a algún peón que no pudiese dormir pensando en la posibilidad de ser despedido? El obrero sufre físicamente, pero cuando no está en el trabajo es un hombre libre. En cambio, en cada una de estas cajitas de estuco vive un pobre desgraciado que no es nunca libre excepto cuando está a punto de dormirse y sueña que ha tirado al jefe al fondo de un pozo y lo está sepultando con piedras. 

-  ¡El miedo! Estamos inmersos en él; es nuestro elemento. Todo aquel que no teme perder su trabajo teme a la guerra, al fascismo, al comunismo, a lo que sea. 

- Cuando se lee algo sobre un inquisidor español o sobre un jerarca de la OGPU, siempre aparece aquello de que en su vida privada era muy buena persona, el mejor de los esposos y padres, que quería mucho a su canario y cosas así. 

- Sea lo que sea lo que uno piense, siempre hay un millón de personas pensando lo mismo en el mismo instante. 

- El pasado es una cosa curiosa. Le acompaña a uno constantemente. Me imagino que no transcurre una hora sin que uno piense en cosas que ocurrieron hace diez o veinte años. Casi siempre son recuerdos que no adquieren realidad; son como hechos que uno conoce, como páginas de un libro de historia. Pero a veces, casualmente, una imagen, un sonido, un olor, sobre todo un olor, suscitan los recuerdos de otra manera, y el pasado no se limita a volver a la mente de uno, sino que vuelve realmente al pasado. 

- Incluso a la edad que yo tenía entonces, me daba cuenta de que la mayoría de los toros eran animales inofensivos y mansos, que solo querían volver a sus establos en paz. Pero un toro no sería considerado toro si no saliese la mitad del pueblo a fastidiarle. 

- Cuando se vuelve la vista atrás y se evoca un largo periodo de tiempo, siempre se ve a las personas en el mismo lugar y en la misma característica. Se tiene la impresión de que estaban siempre haciendo exactamente lo mismo. 

- A los chicos no les interesan los prados, las arboledas ni nada de esto. Nunca miran un paisaje; les importan un comino las flores y, a menos que les interesen por alguna razón -que sean comestibles, por ejemplo- no saben distinguir una planta de otra. Matar cosas es toda la poesía que entienden los niños. 

- Amo mi infancia; no mi propia infancia, sino la cultura en la que me eduqué y que ahora, me imagino, está dando las últimas boqueadas. 

- En esta vida que llevamos no hacemos las cosas que queremos hacer. Y no es porque estemos siempre trabajando. Nadie trabaja sin parar, ni siquiera los peones de granja o los sastres judíos. Es porque llevamos dentro un demonio que nos hace ir de aquí para allá haciendo estupideces sin parar. Hay tiempo para todo, excepto para lo que vale pena. Piensen ustedes en las cosas que realmente les gustan, y calculen en horas el tiempo de su vida que han pasado haciéndolas. Y después calculen el tiempo que han invertido en actividades como afeitarse, ir en autobús, esperar en la estación para hacer transbordo, contar chistes verdes y leer el periódico. 

- Ya es bastante fácil morir si se sabe que las cosas a las que uno tiene apego van a sobrevivirle. Uno ha vivido su vida, está cansado y le llega la hora de dormir bajo tierra. Así es como la gente lo veía antes. Individualmente, ellos se acababan, pero su forma de vida continuaba. 

- Nadie se creía las historias acerca de las atrocidades del enemigo. Los soldados opinaban que los alemanes eran buenos tipos, y no podían ver a los franceses. Sería una exageración decir que la guerra convirtió a la gente en intelectuales, pero sí los convirtió en nihilistas para una buena temporada. Gente que en circunstancias normales mostraban tanta tendencia a pensar por sí mismos como una hogaza de pan se hicieron comunistas por efecto de la guerra. 

- Cuando una mujer es asesinada, el marido es siempre el primer sospechoso. Ésta da una idea de lo que la gente realmente piensa del matrimonio. 

- Extraña profesión, el antifascismo. 

- Nunca se dice que un hombre está muerto hasta que su corazón se para. esto parece un poco arbitrario. Al fin y al cabo, hay partes del cuerpo que no dejan de funcionar; por ejemplo, el cabello sigue creciendo durante años. Quizá, cuando un hombre muere realmente es cuando su cerebro se detiene, cuando pierde la capacidad de adquirir una idea nueva.

- Todas las ciudades nuevas tienen el cementerio en las afueras. Lo echan fuera, lo apartan de la vista. No les gusta la idea de la muerte. 

- ¿Qué se siente al ver la tumba de los padres al cabo de veinte años? No sé lo que se debería sentir, pero les diré lo que yo sentí. Nada absolutamente. Porque padre y madre nunca se han borrado de mi memoria. Es como si existiesen en algún lugar, en una especie de eternidad. 

- Ocurrirán todas las cosas que usted sospecha, las cosas que le causan terror, las que se dice a sí mismo que solo son una pesadilla o que solo pasan en otros países. 

La Espada sobre la Balanza, Hans Fritzsche


Prólogo de Hildegard Fritzsche

- Los procesos de criminales de guerra de Nuremberg debían crear entre los pueblos un nuevo derecho. Un derecho que hiciese imposible la repetición de una catástrofe como la segunda guerra mundial. Este objetivo no fue alcanzado. La amenaza del patíbulo, como castigo de guerra, no basta para asegurar la paz. Lo vemos a diario. No se habla del nuevo derecho.

- La santidad del juramento, la seguridad del mandato, la independencia del juez del poder estatal y su ligazón a la ley existente resultaron o permanecen dudosos.

- El comunista de antes es bien recibido por la democracia, el que fue nacionalsocialista permanece tildado de sospechoso. Ni una sola vez se ha conseguido la revisión material de los juicios de guerra conforme al punto de vista de la culpa individual.

-En el gran trecho que media entre la esperanza y la muerte es visible lo humano en su grandeza o nulidad, en la actitud firme y desmayada. Entre la esperanza y la muerte estamos todos actualmente invitados a estar prevenidos, lo que es aplicable no solo a los vencidos de mañana, sino también a aquellos que actúan o sufren juntamente con otros en la eterna repetición de represalias y contrarrepresalias. Solo pocos se sitúan sobre el odio y la sed de venganza.

Entrega en Nuremberg

- Cuando se marchó el último visitante, la luz permaneció encendida para la noche e inspeccioné mi celda. Medía 5 por 2 metros, aproximadamente; la ventana, que solo se abría a medias, se encontraba situada a bastante altura en la pared y estaba provista de vidrios opacos. El techo era ligeramente cóncavo, dando cierta apariencia de abovedado. A la derecha, cerca de la puerta, había una taza de retrete, sin asiento de madera; contra la pared, al otro lado de la entrada, se veía un catre de hierro, y sobre él un colchón sucio. Las paredes y el techo estaban descuidados y presentaban profundos agujeros; aquí y allá aparecían manchas de color más fuerte y unos espacios húmedos denotaban un ambiente nada favorable; el suelo era de piedra. La anterior prisión alemana había sido evidentemente dañada y reparada muy a la ligera para su nuevo destino. Polvo de ladrillo se había desprendido de un sitio donde había sido labrada la pared para acomodar en el hueco un cable eléctrico. Por razón de seguridad, la luz había sido fijada por la parte de fuera de la puerta.

- El único mobiliario lo constituía una desvencijada mesa de cartón de encuadernar y frágiles patas. No debía ser nada segura para que nadie pudiese subir con ella a la ventana y colgarse de la misma, y por la misma razón la silla era retirada durante la noche, si bien se me advirtió que se me devolvería por la mañana.

El hombre en la cárcel

- El primero que llamó mi atención fue un individuo que, maniatado y sujeto a su guardián, se mantenía a bastante distancia de los otros presos. Estaba vestido con un traje alemán de camuflaje, forrado, indescriptiblemente sucio y destrozado, y marchaba con largas y lentas zancadas, a modo de un autómata. A cada paso su pierna se adelantaba como impelida por un muelle, mientras temblaba todo su cuerpo al poner las plantas de sus pies en el suelo, calzados con zapatos grotescos, sin cordones. Andaba con su cabeza echada hacia atrás, sin que sus negros ojos, hundidos en sus cuencas, se fijasen en nadie ni en cosa alguna. De vez en cuando hacía un movimiento inesperado como si le asaltase una idea repentina. Entonces se esforzaba su guardián en volverle a su anterior sitio y enderezar su brazo esposado, que el gesto abrupto había desplazado de su posición. Este individuo era Rudolf Hess, en su día lugarteniente de Hitler. Hacia veinte años que le había visto y hablado por vez primera; desde entonces no había vuelto a cambiar palabra alguna con él. Ciertamente, no me reconocería ahora; sin embargo, un sentimiento de compasión me hizo acercarme y saludarle. El guardián me apartó; Hess permaneció completamente desinteresado, ignorando en apariencia mi presencia.

   Miré de nuevo a mi alrededor, sintiéndome muy solo. No podía sorprender que nadie se fijase en mí, pues en aquella multitud poco importaba uno más. Entonces sentí que alguien me tocaba la mano. Era el almirante Raeder. Nos habíamos encontrado en el avión en Moscú y viajando juntos hasta aquí, pero solo se nos había permitido cambiar una o dos palabras. Ahora, por fin, podíamos charlar ininterrumpidamente y pronto me vi profundamente impresionado por la calma y la gran humildad religiosa con que este hombre se enfrentaba a su sino.

Primeras visitas

- El rostro de Göring se caracterizaba actualmente por dos líneas profundamente marcadas, que se extendían desde la nariz a su ancha boca, de labios delgados. Cuando me acerqué a él, trató en vano de exteriorizar una sonrisa amable y en seguida me abrumó con preguntas; ninguna de mis respuestas le pareció suficientemente precisa. Hablamos de conocidos de ambos y de una o dos conversaciones telefónicas que habíamos celebrado cuando aún nos conocíamos personalmente. Desde el colapso de Alemania me parecía que vivía  en otro planeta, muy distante, pero este hombre extraordinario me hizo volver a un estado normal de ánimo, sin yo darme cuenta, evadiendo en su conversación problemas de índole política. En el curso del siguiente año se suscitaron muchas diferencias de opinión entre Göring y yo, pero nuestras amistosas relaciones personales, que comenzaron aquella segunda mañana de mi cautividad de Nuremberg, nunca cambiaron.

- Cuando paseaba por el pequeño patio el hombre que había sido ministro de Asuntos Exteriores, parecía marchar de aquí a allá sin objetivo, avanzando con cortos pasos, deteniéndose a veces. Su traje era una mezcla de prendas civiles y militares muy usadas, y su escaso pelo blanco ondeaba en el viento. Su rostro denotaba una expresión de asombro perpetuo. En días pasados había yo aborrecido su dominante descortesía pero, en las presentes circunstancias tal arrogancia, aunque bastante irritante, parecía reflejar un orgullo casi perdonable.

- En nuestro primer encuentro le acosé con preguntas relativas a los días que precedieron inmediatamente a la guerra. Tenía particular interés en oír lo que tenía que decir sobre el tema, en razón de ciertas alegaciones que me había hecho el doctor Goebbels, según las cuales el ministro de Asuntos Exteriores había dado a entender a Hitler que los ingleses eran una nación de degenerados que nunca nos declararían la guerra por causa de Danzig, quienes a pesar de las garantías concedidas, dejarían a Polonia en la estacada. Ahora, en presencia de Göring, negó solemnemente Ribbentrop haber proferido nunca esas palabras frívolas y fatales, y juró que eran una pura invención de Goebbels. Conocía hacía tiempo, dijo, esa calumnia, que le había creado muchas dificultades. Declaró que nunca había dejado dudar a Hitler que un conflicto con Polonia significaría una declaración de guerra por parte de Inglaterra y Francia.

   En silencio oyó Göring estas protestas, y llevándome después aparte, me dijo que él había presenciado varias veces cómo el ministro de Asuntos Exteriores exponía a Hitler sus falsos conceptos sobre Inglaterra. Ribbentrop lo había, sin duda, olvidado.

- Keitel, que llevaba todavía su uniforme de mariscal de Campo pero sin insignias, marchaba a pasos menudos, con sus manos cogidas a la espalda. En tiempos pasados era aficionado a conversaciones sin trascendencia, sobre el tiempo y la caza, pero en los primeros días de nuestra cautividad en Nuremberg era difícil lograr de él la menor respuesta; parecía estar embargado por una preocupación que le atosigaba.

- El general Jodl, también en uniforme, solo refrenaba su marcha a largos pasos para hacer observaciones contundentes; sus preguntas eran precisas y sus respuestas agudas y cáusticas, pero mientras Keitel, a pesar de su taciturnidad, permanecía cortés, Jodl desplegaba una gran reserva.

- EL doctor Schacht no estaba resignado en modo alguno con su suerte. Frío, apartado, casi siempre solo, practicaba su ejercicio lentamente en el centro del patio. Pero después de nuestra primera conversación me di cuenta que esta frialdad era solo aparente; en su interior, el doctor Hjalmar Schacht estaba rabioso por haber sido trasladado desde un campo de concentración del Tercer Reich y puesto bajo custodia americana, para pasar después a esta prisión y ser procesado. No solo esperaba su libertad, sino que la exigía.

- Los psicólogos americanos en la prisión tenían como misión estudiarnos. Estaban bien equipados con sus técnicas científicas y se acercaban a los moradores de las veintiún celdas con el entusiasmo bacteriólogo a sus bacilos en su microscopio. Los estudios resultantes de nuestros caracteres eran sometidos a la intervención de políticos que, posteriormente, habían de perseguir a sus derrotados enemigos durante largo tiempo después de haber sido pronunciada la sentencia o la absolución. Los propios científicos eran fanáticos, sin preocuparse por ello.

- Julius Streicher cojeaba por el patio con sus manos sumergidas en los bolsillos de sus breeches; llevaba sobre su cabeza un objeto semejante a un gorro frigio, pero que visto más de cerca resultaba ser un ejemplar desfigurado de cubrecabeza standard de la Wehrmacht. Este anterior gauleiter de Nuremberg me hizo un relato sencillamente sentimental de su huída después del colapso de Alemania, y contó una larga historia relativa al suicidio abortado de él y su esposa. Después de varias semanas de tratarle, me convencí que la característica fundamental de este hombre no era su fanatismo dominante sino una obstinación ciega; a pesar de su apariencia astuta parecía incapaz en sus actuales circunstancias de sacar partido de sus habilidades, sencillamente por falta de flexibilidad mental.

- Frank, el anterior gobernador general, presentaba fuerte contraste con Streicher. Llevaba un impermeable destrozado de conductor de taxi con la dignidad de un rey y se mostraba casi refractario al contacto humano; las lamentaciones, esperanzas y ansiedades de las otras personas no le interesaban en lo más mínimo. Su esplendor anterior y sus andrajos del presente aparecían fundidos en un trágico contraste; su caída le producía indudablemente un intenso sufrimiento, pero al propio tiempo no podía por menos de admirar su actual situación; el artista que alentaba en él se complacía en contemplar el drama de su existencia. Con verdadera unción recitaba versos trágicos, extraídos de los recovecos de su inagotable memoria.

- Día tras día, Speer y yo paseábamos juntos por el patio. Encontraba difícil precisar lo que le hacía tan atrayente para mi. ¿Era la alegría que, a pesar de su carácter serio y de nuestras actuales circunstancias, demostraba incesantemente? ¿Era su actitud desapasionada respecto a la vida o su disposición para reconocer la responsabilidad, lo que le hacía tan simpático? Hasta los guardas le apreciaban, aunque algunos de sus compañeros de cárcel se desviaban de él deliberadamente.

- Sauckel estaba absorto; sus pensamientos estaban concentrados en su familia; se le había amenazado entregarla a los rusos.

- Un día el coronel Andrus, el comandante, dictó el primero de una serie interminable de edictos que modificaron por completo nuestra vida de reclusos. En uno de ellos afirmaba que el tribunal no había promulgado orden alguna que le permitiese la comunicación entre nosotros, y que, en su vista, los presos se mantendrían incomunicados en lo sucesivo. Los grupos en el patio fueron prohibidos, y teníamos que hacer nuestro ejercicio aisladamente, manteniendo siempre una distancia entre nosotros de unos diez pasos.

   Desde entonces los guardias mantuvieron una vigilancia tan estrecha que hasta era imposible hablarse en voz baja, adoptándose las medidas más rigurosas para impedir ninguna clase de contacto. Aun en los recintos de la ducha, que acomodaban a dos personas simultáneamente, un guardián permanecía, a distancia precisa para no resultar salpicado, pero lo suficientemente próximo, para no dejar pasar una sola palabra. Si alguno de nosotros, no pudiendo aguantar más, le lanzaba un chorro de agua, daba un paso hacia atrás, profiriendo la orden: Nix spräken (No hablar), con fuerte acento americano.

- El intento de estigmatizar como criminal al Gobierno de una gran Potencia en conjunto, aunque se tratase de una nación derrotada, no tenía paralelo en la Historia. Así, muchos de nosotros no acertábamos a comprender que nos enfrentábamos con una convicción política en serio y nos imaginábamos aquel proceso como una medida demagógica consecuencia de la propaganda aliada.

- La más extraña entre nuestras opiniones fue la de Rudolf Hess. Se vio de pronto liberado de la cadena de la que, no se sabe por qué razón, era antes conducido. Raras veces hablaba, pero cuando lo hacía se refería a acontecimientos enigmáticos para un futuro próximo. El proceso no llegaría probablemente a su fin, y seguramente no habría que esperar ninguna sentencia de muerte. Si se le apremiaba para que diese las razones que tenía para esa creencia, indicaba misteriosamente que estaba en posesión de hechos que daban la clave de toda la situación, que comunicaría en tiempo oportuno. Si alguien quería saber algo más, Hess cerraba su boca y su rostro tomaba una expresión anodina.

- Uno que desde el principio se mantuvo contra tales esperanzas fue Hermann Göring. Se reía sencillamente de Hess, le decía en su cara que estaba trastornado, y a los demás: "Este hombre delira." Una y otra vez el mariscal de Campo apagaba nuestro optimismo, producto del miedo: "He mirado tantas veces frente a frente a la muerte - nos decía - que ya no es extraña para mí. Como comandante en jefe he tenido que enviar tantos soldados a la muerte, que no la temo."

Göring es apaleado

- Hubo muchos ejemplos de conducta incorrecta por parte de los guardianes, entre ellos el día en que Göring preguntó por la silla que era devuelta del cuarto de guardias e introducida en la celda cada mañana. Su guardián estaba sentado en ella, jugueteando con su garrote, y no hizo el menor caso de la demanda de Göring, que fue hecha en inglés. En vista de ello el preso sacó la mano por la mirilla, tocó al guarda en el hombro y le dijo: Give me that chair.

   Al instante se levantó el soldado, descorrió el cerrojo de la puerta de Göring y forzando su entrada en la celda, comenzó a golpear a éste con el garrote, con el que había estado jugueteando hacía un momento. Temí que Göring arrebatase el arma contundente de manos del joven y le arrojase fuera. A juzgar por sus respectivas constituciones físicas, el hecho podía ocurrir fácilmente, con el riesgo de malas interpretaciones y consecuencias imprevisibles.

   Probablemente por esta misma causa, Göring se mantuvo quieto, levantando solo su brazo sobre su cabeza como medida de protección, a medida que cada golpe de la porra era aplicado a la altura de sus hombros. Pude presenciar todos los detalles de esta escena, que tuvo lugar en la puerta de la celda número 5, justamente enfrente de la mía.

Nadie puede esperar que un joven soldado permanezca quieto durante varias horas; evidentemente tiene que encontrar algo con que distraerse, y es improbable que se imagine si molesta o no con su ocupación. Pero significaba mucho para nosotros la forma en que empleaba nuestro guardián su tiempo libre.

   Si, por ejemplo, silbaba incesantemente al exterior de la celda de uno, el hecho era suficiente para poner los nervios de punta durante todo el día. De noche, la situación se agravaba. Las lámparas se mantenían encendidas constantemente y todo dependía de que el guardián dirigiese la luz sobre nuestra cabeza o nuestros cuerpos cuando estábamos en la cama. Más perturbador todavía era el centelleo del foco luminoso sobre uno, tratamiento que nunca faltaba para despertar  al durmiente más profundo.

   Pero lo peor de todo eran los ruidos nocturnos; pensábamos que habíamos soportado toda variación posible de sonido, pero siempre surgía uno nuevo. Ningún estrépito de máquina de vapor puede compararse con el efecto de las pisadas de una bota con clavos sobre losas en los oídos del que está deseando dormir, aunque la cosa mejoraba poco cuando dicho ritmo era sustituido por el ruido desagradable de la cadena en una mirilla, el sonido metálico de llaves o el rumor sordo de las voces de los guardianes cantando al unísono  alguna canción oída en el concierto de la noche anterior. A veces, un joven hacía una observación, otro le contestaba en tono más alto y se establecía una competencia para ver quién alborotaba más. Cada sonido en sí era bastante inofensivo, pero colectivamente el efecto era semejante al de la más cruel de las torturas chinas, a saber, la continua caída de una gota de agua hasta que la víctima se vuelve loca. Si un preso rogaba que le dejasen en paz, su petición no era atendida mucho tiempo, aun en el caso de los guardianes más inteligentes, pues en los de mal humor la petición era contraproducente. Lo mejor que podíamos hacer era mantenernos perfectamente tranquilos hasta que el agotamiento extremo venciese a los nervios en tensión, pero ello suponía un gran esfuerzo de voluntad. Al final me acostumbré a taponarme los oídos con algodón y, si era posible, tomar algo para dormir. Todo el mundo sabía que de nada servía el excitarse, pero no es fácil practicar lo que se predica.

   Keitel mostró, en general, una paciencia especial. Se sometía a cada situación no con un ánimo activo, sino soportándola pasivamente. Pero algunas noches eran superiores a sus fuerzas. Después de varias de éstas de continuo alboroto, prorrumpió en gritos, insultos y denuestos, lo que hizo venir al oficial de servicio. Consiguió tranquilidad durante cinco o diez minutos, mas luego se reprodujo el alboroto, como en cada momento durante las horas, días, semanas y meses de todo un año.

   Jodl, Ribbentrop y Streicher se vieron próximos al límite de la desesperación con estos fenómenos acústicos. Pero a mi me atormentaba más otra cosa.

- Me refiero a la orden de tener que volver invariablemente la cara al vigilante, lo que significaba tener que dormir del lado derecho durante la noche. Es posible llegar a dormirse en una cierta postura, si es necesario; pero nadie puede garantizar de no dar la vuelta estando dormido. La orden del coronel Andrus era que cualquiera que volviese la espalda al guardián sería despertado, y como el guardián no podía entrar en la celda, esta disposición tenía que llevarse a efecto bien gritando al durmiente o tocándole con el palo largo que se usa para abrir ventanas. A primera vista esta medida de dormir del lado derecho parecía bastante inofensiva, pero, en realidad, suponía un esfuerzo tremendo. Médicos, sacerdotes y abogados presionaban todos por su supresión, pero en vano.

- Había algunos guardianes que se contentaban con lanzar una mirada a la parte de atrás de la cabeza del que dormía, pero otros tomaban las órdenes recibidas al pie de la letra. Recuerdo una noche en que intentaba conciliar el sueño con la droga para dormir que rara vez era permitida. En un tiempo sumamente me quedé inconsciente, pero involuntariamente di la vuelta al lado izquierdo. Un pinchazo con el palo me despertó; una y otra vez ocurrió la misma cosa, y cada vez era más difícil vencer la amargura, que es más dañina para el reposo que la molestia externa. Además, el efecto del sedante iba disminuyendo poco a poco y necesitaba más tiempo para quedarme dormido.

   Cuando en el reloj de la prisión sonaron las notas metálicas de las cuatro de la madrugada, me di cuenta, con espanto, que en pocas horas tenía que comparecer ante un abogado fiscal que había gozado de un buen descanso durante la noche, y yo estaba considerando mi estado de ánimo cuando llegase el día; aquel palo me despertó por vigésima vez, perdiendo yo los estribos.

   Chillando, colérico, salté de la cama. El guardián, que ahora tenía motivo para vigilar mis movimientos, elevó la lámpara para ver mejor y pegó su rostro a la mirilla. Cogí mi palangana y lancé su contenido a su cara. La lámpara se apagó con un chasquido y el vigilante lanzó un juramento. Al realizar esta acción experimenté una profunda sensación de alivio y satisfacción, aunque sabía muy bien que sería castigado.

   En vez de castigo, acudieron los guardianes de las celdas colindantes y me felicitaron por mi excelente puntería. Su camarada había resultado empapado. Respetuosamente, me ofrecieron cigarrillos. No sabía si reír o llorar. ¿Quién podía imaginarse semejante final a mi acción?

   Unos pocos días después, a pesar de oponerse a ello violentamente, el doctor Schacht fue fotografiado mientras comía. El joven, con la cámara, se acercó al financiero, gozando plenamente de la perspectiva de obtener una fotografía de él lleno de rabia. Schacht cogió su taza de café y lanzó el líquido al persistente fotomaníaco. Solo unas gotas salpicaron la manga de su uniforme, pero Schacht fue condenado a quedar sin el ejercicio diario, tabaco y café durante varias semanas.

- El detalle más curioso de nuestra cautividad era la pasión por los autógrafos. Los presos dieron, no únicamente centenares sino miles de autógrafos en el transcurso del proceso de Nuremberg. Cada guardián quería autógrafos para él y sus amigos, para sus padres, hermanos y hermanas, mujer, novia o simplemente para venderlos. Muchos los pedían con finura y se accedía a sus ruegos; otros, en cambio, los exigían con brusquedad, y al verse defraudados recurrían a otros medios.

- Algunos de nosotros supimos sacar ventaja a esta manía de los autógrafos y pedíamos cigarrillos a cambio; otros imponían condiciones especiales. Había, por ejemplo, prospectos ilustrados con grabados del antiguo Nuremberg y del actual en ruinas, de las celdas de los principales criminales de guerra y del local del club nocturno con su barra. En otra hoja estaba impreso del texto de las acusaciones individuales contra los veintiuno que éramos. Los autógrafos para este folleto eran especialmente solicitados, pero yo solo di el mío con la condición de que podría tachar la acusación contra mi y escribir "¡Qué desatino!" al margen. Nadie me hizo la menor objeción, encontrándolo todos O kay.

   Al principio tuve a los guardianes como a los únicos coleccionistas de autógrafos, pero más tarde comprobé que la administración de la prisión exigía, sin motivo, muchas pruebas de firmas en unos formularios impresos para este fin. Como en un mismo día se me exigiese la firma en cinco de tales pliegos, me negué a ello. De la queja promovida por un empleado alemán se sacó en claro que el comandante, que esperaba visitas, deseaba dichos formularios.

Trato que recibíamos

- Cada semana recibía el doctor Pflücker unos cuantos paquetes de raciones "K" del ejército americano, envueltas en papel celofán, que compartía como juzgaba adecuado entre los que encontraba más desnutridos. A unos entregaba los diminutos cakes, a otro la rebanada de pan tierno o uno de los tres cigarrillos.

   La mera idea de que este hombre desease envenenar a nadie era sencillamente ridícula, pero Hess, quien vivía en perpetuo temor de ser envenenado, no tenía confianza en los obsequios de Pflücker. Un día, en el banquillo de los acusados, hizo circular una nota el anterior representante de Hitler, preguntando cuál de nosotros estaría dispuesto a ofrecerse para una experiencia. Le contesté que yo era voluntario, y Hess, rogándonos a todos el silencio, nos dijo que el doctor alemán le había dado un azúcar sospechosa. Sacó entonces un paquete auténtico americano, que contendría unos 20 gramos. Lo abrí y eché su contenido en mi boca, ante cuya acción el desconfiado Hess dio muestras de gran alarma. A la mañana siguiente, cuando me pregunto cómo me encontraba, puse una cara muy larga y a medias palabras di a entender que había notado ciertas molestias internas, añadiendo que cantidad tan pequeña como la que había ingerido no era suficiente para formar un juicio definitivo, y que lo mejor seria probar de nuevo la próxima vez que le diese el doctor azúcar.

- Los dos psicólogos americanos, el comandante Kelley y el teniente Gilbert, desempeñaban un importante papel en nuestras vidas y realizaban sus deberes a plena conciencia. Acostumbraban a ir de celda en celda, con lápiz y cuaderno, a más de una bolsa llena de dulces y cigarrillos. Una vez que establecían contacto con un preso, su siguiente actuación era someterle a la llamada test de inteligencia. En ésta se requería contestar aun cierto número de preguntas, calculadas para mostrar el alcance de sus conocimientos generales y facultades par un pensar lógico, después de lo cual tenía que completar una combinación de palabras cruzadas y sufrir un test de memoria. Los resultados eran marcados por puntos, cuyo valor era tasado de acuerdo con la edad del individuo examinado, admitiéndose que las facultades mentales de un hombre ascienden y descienden según una curva, por esa razón se evaluaba más el mismo número de puntos en un hombre de edad que en otro en plena juventud.

   En mi opinión, los psicólogos que practicaban los test sacaban conclusiones demasiado tajantes, y yo exterioricé mis dudas sobre ello, pero se me aseguró que este test de inteligencia era corriente y generalmente reconocido en toda América. No discutí la cuestión, pero existe una diferencia entre el individuo que es sometido a dicho test en pleno goce de su libertad y aquel que lo experimenta después de verse privado de rango y empleo y encerrado en una prisión, en un estado de ánimo en que considera todo el procedimiento con la máxima sospecha.

   Schachat se mostró satisfecho con su elevada puntuación, Göring consideró la experiencia como si fuese un juego de niños, Speer se interesó realmente con el test, Ribbentrop y Rosenberg lo tomaron en serio, Sauckel se mostró nervioso y Hess no pudo comprenderlo. La mayoría, sin embargo, consideró la prueba una tontería para perder el tiempo en vez de una cosa útil. Sin embargo, el promedio general acusado por los presos fue alto.

   Tuve largas discusiones con el doctor Gilbert, un judío. A mi juicio, y quizá también para el suyo, estas charlas no dejarían de tener influencia en el juicio que posteriormente me formé respecto al material gradualmente sacado a relucir a medida que progresaba el proceso.

   Muchos de los presos se reservaban ante el doctor Gilbert, pero en tales casos aparecían dispuestos a escuchar al doctor Kelley, que era más apreciado y se conquistó por completo el corazón de Göring. El único de nosotros que mantuvo una impenetrable reserva fue Seyss-Inquart. Kelley se marchó a principios de 1946 y tuvo, por consiguiente, que seguir la marcha solo por los informes que le suministraba Gilbert y un cierto doctor Goldenshon, que llegó a Nuremberg algún tiempo después de su partida. Dos de estos tres psicólogos están estrechamente ligados con la marcha de los hechos en la Justice Prison, pues su cometido fue bastante más importante que el de simple espectadores, ya que alentaron confesiones, dieron u ocultaron información y, en general, intervinieron en la "moderación", psicológica de los acusados.


- Muy inexactas eran las descripciones por entonces propagandas de nuestra alimentación. Para desayunar tomábamos, generalmente, una sopa, en la que predominaba el agua. El pan y café eran una excepción; huevos revueltos en polvo, algo sensacional. La comida del mediodía se componía de legumbres, patatas o verduras en conserva. La cena muy parecida al desayuno. No todas las comidas satisfacían nuestra hambre, faltándonos especialmente grasas, azúcar y vitaminas. Nadie nos quejábamos, naturalmente, pues nos imaginábamos bien que muchos alemanes recibían aún menos para comer, pero las noticias circulantes que describían las "abundantes comidas de los acusados de Nuremberg" en palabras, ilustraciones y caricaturas eran un cruel fraude. Yo mismo permanecí con la cuarta parte menos de mi peso durante mi encarcelamiento y no pude nunca vencer los efectos de la cura de hambre que pasé en Moscú. 

- El tabaco se recibía a intervalos irregulares; durante algunos meses, alemán, y después, americano. Muchos de nosotros lo cambiábamos por pan. Los paquetes estaban categóricamente prohibidos, y las cartas, limitadas en su frecuencia y en el número de renglones, estaban sujetas a una rigurosa censura. Pero disponíamos de todo el material de escribir que necesitásemos y con alguna suerte podíamos hasta conseguir una máquina de escribir, aunque la marca que proporcionaban sólo tenía mayúsculas. La pequeña biblioteca de la prisión, de época anterior, proporcionaba libros de todas clases. 

 - Los presos ocupaban sus horas solitarias de modo diverso. Hess tecleaba de la mañana a la noche en su máquina de escribir, pero nadie vio nunca nada de lo que confiaba al papel; presumiblemente, lo destruía tan pronto lo terminaba. Göring había resuelto no trabajar, y, en cambio, leía todo lo que caía en su poder. Ribbentrop escribía continuamente con el ansia de un desesperado, pero sin resultado visible. Jodl se entretenía con planes estratégicos antiguos, pero también con otros nuevos. Schacht se concentraba en un documento en que llamaba a capítulo a Hitler. Seyss-Inquart aparecía ocupado en algún trabajo de mayor cuantía. 

Ensayo General


- Quirománticos y grafólogos pretenden tener la habilidad de reconocer y analizar la manera de ser de sus semejantes por las líneas de sus manos o los rasgos de su escritura. Durante el tiempo pasado en la celda número 30, me hice intérprete de pisadas. No podía cerrar mis oídos al sonido producido en la marcha por el pasillo de mis compañeros de prisión, y no pasó mucho tiempo sin que pudiese decir quién era cada uno de los que pasaban. Seyss-Inquart, Raeder y Streicher padecían los tres de los pies y eran inconfundibles sus diferentes pisadas, lo mismo que los pequeños tropezones al andar de Keitel y la vigorosa marcha de Jodl. Schirach se movía suavemente y Funck como si llevase zapatillas. Frank apoyaba sus talones como buscando un firme apoyo. Se podía distinguir no solo a las personas, sino hasta su estado de ánimo, desplazándose o moviendo sus pies cada uno de ellos de manera diferente y característica. Solo un individuo no variaba nunca: Göring. El sonido de sus botas, con sus pisadas regulares, lentas y pesadas, resonaba, ampliado por el eco de la elevada galería. Jamás percibí ni la más ligera aceleración ni el más mínimo amortiguamiento en el aire de su marcha. 

- En el momento oportuno el coronel Andrus comenzó sus preparativos para el proceso. Iba de celda en celda inspeccionando nuestros trajes, ya que era evidente que algunos de nosotros no podíamos aparecer ante el tribunal con las vestimentas que llevábamos. Algunos de los presos conservaban aún una maleta con efectos que era guardada bajo llave, y se les permitió decir lo que necesitaban de ella, bien para ellos o para alguna otra persona. Speer tuvo la amabilidad de prestarme un traje, por lo que pude reservar el "bueno" mío para comparecer en la sala del juicio. Otros acariciaban la idea de que les enviasen de fuera un traje, pero esto fue rápidamente prohibido; orden que suscitó comentarios amargos.

   El coronel Andrus decidió finalmente que aquellos que estaban muy destrozados tuviesen trajes nuevos. Sólo Dios sabe dónde él encontró la tela arrugada y de colores odiosos, o el sastre que la cortó; pero para mediados de noviembre cada preso poseía un traje, una camisa, una corbata y un par de zapatos. Después de probado todo, e inspeccionado, fue encerrado en un armario especial, solo para ser sacado una hora antes de abrirse cada sesión judicial. 

- Con ocasión del ensayo, hasta unas tres docenas de fotógrafos y operadores de cine aparecían agachados y en toda clase de actitudes sobre y entre las mesas de los defensores. Procedían de todos los países y hablaban en todos los idiomas. Sus aparatos variaban desde la más pequeña maquina de mano hasta enormes aparatos cinematográficos sobre fuertes trípodes, muchos de los cuales eran de fabricación alemana. Para este ejército de informadores gráficos lucían los proyectores.

   Algunos se concentraban en la puerta del ascensor y fotografiaban grupo tras grupo a medida que salían. Otros estaban al acecho de reacciones individuales y sacaban instantáneas de cada cambio de expresión en nuestras caras, o importunaban a tal o cual preso para que adoptase determinadas postura. Schacht, el primero al que se acercaron, les volvió a todos la espalda. 

El rostro del juez

- Inspeccioné la sección de Prensa, donde sorprendido, vi a conocidos míos de días pasados, quienes, si bien en otro tiempos se alegraban encontrarme, miraban ahora intencionadamente en dirección opuesta. La presencia de estos compatriotas en el tribunal no era el primer indicio que habíamos tenido de que el proceso era más que un conflicto entre nacionalidades, pero si el más convincente. Pregunté a von Neurath, mi vecino contiguo de banco, si pensaba que nuestra línea de defensa, a saber: que el motivo de nuestras pasadas acciones, habiendo sido el interés nacional, no el interés de un partido político, sería aceptado como legalmente pertinente. No nos debíamos preocupar, pues en las tormentosas actuaciones que se sucedieron fuimos todos arrastrados ante el cúmulo de acusaciones lanzadas contra nosotros.

- Las invitadas presentes nos contemplaban a través de impertinentes y gemelos de teatro, con un programa en la mano para identificar nombres y rostros, como si fuésemos animales en un circo. No pudo menos de sorprenderme el cruel contraste entre el ambiente social que su presencia aportaba al proceso y la sombra, siempre presente, del patíbulo que se cernía sobre mi. Poco después noté cómo un abogado alemán, a poca distancia mía, señalaba con el dedo, por turno, a cada uno de nosotros, a un grupo de muchachas, explicándoles, al estilo turístico, quiénes éramos todos. Esto me hizo pensar menos duramente de los forasteros curiosos. 

- Göring me dijo: "¿No escuchas el rumor de las alas del ángel de la muerte cruzando por el salón?"

- Con respecto a los representantes rusos, Nikitchenko y Wolchkoff, nuestras anteriores interrogaciones nos habían demostrado lo que podíamos esperar de ese lado. Los considerábamos como hombres sin libertad para tomar sus propias decisiones y solo obligados a las instrucciones que recibían de Moscú.

El banquillo adormecedor de los acusados

- De vez en cuando, con breves interrupciones, el alumbrado artificial, ya de por sí intenso, era reforzado con proyectores destinados a facilitar la toma de películas y fotografías. Este raudal de luz constituía para nosotros un verdadero tormento; al venir de nuestras celdas tenebrosas, parpadeábamos como mochuelos a la luz del sol, al llegar al banquillo. A esto hay que añadir que la temperatura subía constantemente cuando funcionaban los proyectores. cada cual procuraba escapar de la sala, aunque fuese unos momentos, pero nosotros teníamos inevitablemente que permanecer. 

- La situación se hizo tan insostenible que después de unos pocos días se proporcionaron gafas oscuras a los presos, se instaló un sistema de ventilación, y las luces cegadoras fueron reemplazadas por lámparas especiales, que desarrollaban poco calor, pero que iluminaban bien todos los rincones de la sala. 

- Como pediésemos con insistencia  respirar un poco de aire puro, encontró el coronel Andrus una solución intermedia, que solo simbólicamente sirvió para satisfacer nuestros deseos. Dio orden de que fuésemos llevados, bajo la más estrecha vigilancia, a un salón de gimnasia que se encontraba en un segundo patio de la prisión. Este local no había sido, evidentemente, utilizado desde hacía largo tiempo, y el suelo, donde estaban desparramados los restos de antiguos aparatos de gimnasia, aparecía cubierto de una gruesa capa de polvo, que era levantado con los pasos de presos y vigilantes. Nuestros pulmones, que estaban deseosos de oxigeno, se sintieron molestos a poco y hubo que suspender toda clase de ejercicio. 

   Nuestro ruego de permanecer un par de minutos al descubierto fue negado. No se nos permitió abandonar aquella sala en que creíamos asfixiarnos. Durante veinte minutos tuvimos que permanecer allí, respirando polvo. Nunca más expresó ninguno de nosotros el deseo de cruzar el umbral de esta fatídica habitación. 

   Algunos de nosotros, sin embargo, esposados y acompañados por un sacerdote, habían de verlo nuevamente, pues fue en este mismo gimnasio donde, once meses más tarde, once de mis compañeros de cárcel habían de encontrar su muerte. 

Göring debe comer solo

- Al mediodía teníamos también permiso para salir del salón sofocador. Al salir de nuestro compartimento formábamos en fila, con un guardián detrás de cada preso y un oficial a la cabeza de la columna, y en esta formación desfilábamos por la gran puerta central y a lo largo de un corredor, donde soldados sostenían dos cuerdas para contener el activo tráfico de personas que, aglomeradas a nuestra derecha e izquierda, concentraban en nosotros su malsana curiosidad, que nos producía una verdadera mortificación. 



- Por una escalera trasera éramos llevados a unos comedores situados en el ático, que debieron pertenecer anteriormente a la vivienda del conserje, pero que ahora carecían de toda condición de habitabilidad. En dos de las cinco habitaciones había unas pocas mesas, tales como se encuentran en las terrazas de las cervecerías, donde nos agrupábamos a nuestro gusto, mientras los fotógrafos se encargaban otra vez de nosotros, cosa que nos disgustaba, aunque figuraban algunos individuos agradables entre ellos. Como consecuencia de tal, pronto aparecieron retratos nuestros en los periódicos, mostrándonos en un ambiente social aparentemente agradable. 

- En cada local había cuatro o cinco de los acusados, excepto de Göring, que ocupaba una habitación aparte. Gradualmente nos acostumbramos a ver que el anterior mariscal de Campo era tratado con mayor dureza que los demás procesados. 

- Un intérprete hablando inglés, francés o ruso tiene que esperar a esta "revelación", antes de que pueda pensar en adaptar la estructura de la sentencia a las necesidades gramaticales del lenguaje en que precisa verter el alemán, pues tan pronto como la descubra puede suceder que tenga que reconstruir toda la expresión desde el final al principio. Mientras está ocupado en eso, el orador alemán se habrá embarcado ya en su siguiente pieza maestra de oratoria, a la que el ya preocupado intérprete no podrá dedicar probablemente sino parte de su atención.

- Por esta causa, partes esenciales de varios argumentos alemanes se perdieron por completo en la traducción y nunca llegaron a ser discutidos. En su vista me de decidí a escribir unas recomendaciones para los que tenían que hablar. En éstas abogaba por sentencias sumamente cortas en las que el verbo podía colocarse más cerca de su sujeto, e hice todo lo posible para aclarar cómo podían seguirse órdenes de sucesión lógicos en los que se evitaba la complejidad verbal. Intenté demostrar lo esencial que era evitar descripciones largas que contribuyesen lentamente al desarrollo total de lo que había que decir. 

- En el banquillo, estas cuestiones pasaban de mano en mano. Göring se las aprendió de memoria y las tuvo presente cuando fue interrogado; otros presos comenzaron bien, pero olvidaron sus buenas intenciones por un exceso de ansiedad. Saickel fue el peor: bajo la tensión de la indagación y especialmente del interrogatorio a fondo, más de la mitad de lo que tenía que decir en su propia defensa permaneció sin traducir. Era, sencillamente, intraducible. 

- Cada palabra de las actuaciones era registrada de algún modo, ¿pero de qué servían las notas más precisas si nuestros jueces nunca habían de verlas, si sólo estaban reservadas para la posteridad?

- Dudo mucho que los jueces, para cuyo único provecho se había recogido en último extremo cada palabra, tuviesen nunca tiempo para leer estas versiones muy alteradas y corregidas. 


La mirilla de la celda

- Cuando por las mañanas llegábamos a la sesión del día, hambrientos, cansados, nerviosos, y mirábamos la multitud reunida para el proceso, contemplábamos con creciente amargura a nuestros enemigos, que en el caso peor tenían que luchar contra el ligero cansancio de haber trasnochado. 

- Una ojeada por la sala revelaba la presencia de un número relativamente grande de judíos,  la suerte de cuya raza era uno de los principales rasgos del proceso y que, por eso, representaban para nosotros el campo hostil en un doble sentido. Algunos alemanes calculaban que lo habían de pasar mal con acusadores judíos; otros manifestaban que lo honorable sería entrar en explicaciones con aquellos que anteriormente habían sido nuestras principales víctimas y hoy nuestros principales adversarios. Pero después de nuestra ansiedad inicial nos convencimos que no había israelitas ni entre los jueces ni entre los fiscales principales, con la única excepción entre los acusadores de un anterior emigrante, el doctor Kempner. Aunque, por otra parte, pronto un gran número de abogados judíos, que se incorporaron a la acusación americana. Muchos de estos individuos habían sido hasta hace poco ciudadanos alemanes, y los empleados de la prisión los tenían por especialistas en asuntos relacionados con las condiciones internas en el Reich. Habían venido para ayudar a preparar nuevas acusaciones, que se tramitaban en Nuremberg. 

- La muerte no estaba en escena, pero acechaba entre bastidores. Se luchaba aquí a vida o a muerte, y los combatientes no se mostraban remisos en el empleo de las armas a su disposición. Los procedimientos procesales empleados nos parecieron, en el curso de las actuaciones, como una lucha libre. En esta extraña atmósfera de civilización externa, pero de conflicto interno desenfrenado, el elemento femenino era la única influencia neutral.

No hombres, sino criaturas

- El principal fiscal americano, Jackson, dijo el 21 de noviembre de 1945 que la opinión mundial había ya expresado adecuadamente su juicio sobre los acusados. Esto era exacto. 

   Comenzábamos a experimentar el trabajo preparatorio desarrollado antes de la iniciación del proceso por la propaganda del vencedor. Se nos había señalado a los veintiuno como responsables de toda la sangre vertida, todas las lágrimas derramadas y todos los valores destruidos. desde que las armas descansaron, dio esta opción la vuelta al mundo sin tropezar con protestar en parte alguna. El resultado era perfectamente claro.

   En un periódico berlinés de estos días se encontró esta frase: "Estos -no quisiera decir nombres- seres en el banquillo de los acusados..." En declaraciones de los supremos dirigentes del frente enemigo se daba a entender que, en realidad, todos los alemanes hasta un determinado rango inferior debían ser fusilados.

- En una ocasión, una estrella de cine asistió a una sesión por unos momentos, y su presencia causó considerable sensación; hasta los jueces la enfocaron con sus gemelos de teatro. Preguntada por un periodista respecto a sus impresiones, la joven mujer, elegantemente vestida, replicó: "veo una muerte lenta", reflexión que delataba penetrantes facultades de observación. Por el doctor Gilbert me enteré que era Rita Hayworth, que tenía la fama de ser la mujer más hermosa del mundo; tan bonita, que su retrato había adornado la primera bomba atómica... Para mi esto fue un hecho tan deplorable como la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, pero ni aun el psicólogo comprendió mi punto de vista. 

- Me llamó la atención un hecho, que hasta ahora había pasado sin advertir. Algunos abogados hablaban, conforme a la costumbre de la prensa, no de "acusados", sino de "criminales de guerra". Con ello daban como demostradas, en sus ocasionales observaciones, las afirmaciones de la parte fiscal. 

Sobre el espíritu del proceso

- La sed de venganza actuaba indudablemente en Nuremberg. 

- La acusación protestaba vigorosamente de que en la sala se desarrollasen escenas de recriminaciones mutuas, y por esa causa cualquier debate sobre ofensas por parte de los aliados contra las leyes internacionales era prohibido. Nosotros juzgábamos esto injusto, especialmente en aquellos casos en que la conducta del enemigo había sido la razón de hechos que nos hacían ahora aparecer como criminales. 

   En el banquillo censurábamos también a la acusación - con razón o sin razón- por el tono dominante en la prensa, con sus acusadas parcialidades y constantes omisiones en las informaciones del proceso. Sólo noticas esporádicas sobre el efecto de las actuaciones del proceso en el mundo libre nos llegaban, pero lo poco que sabíamos por los abogados y empleados de la prisión era suficiente para mostrarnos recelosos de los informes publicados. Estábamos asombrados de ver que los periodistas internacionales más eminentes apenas si se asomaban a la sala; ninguno de ello permanecía en ella un tiempo apreciable o daba un informe detallado de lo que allí ocurría, a pesar de sus considerable importancia política e internacional. 

   Los corresponsales de agencias de noticias, en cuyas descripciones se apoyaban la mayoría de los periódicos en unas actuaciones tan largas, sólo aparecían en ocasiones especiales y dependían en gran parte del material proporcionado por la acusación. 

- En cierta ocasión una joven periodista, portadora de un nombre antiguo y bien conocido en la política alemana, envió una información favorable de Speer a un periódico de Alemania meridional. Sabía que este hombre, en un momento crucial, había desplegado gran valor, actuando por propia iniciativa; se había no sólo negado a cumplir la orden de "tierra calcinada", sino que se había atrevido a sabotearla, ya que esta medida legalmente dudosa parecía también desatinada desde el punto de vista práctico. Inmediatamente después de la publicación de este artículo sobre Speer, desapareció el informador en cuestión de la galería de prensa, siendo sustituido en su puesto por un colega de "más confianza".

- Estos y otros incidentes similares delataban una tendencia a controlar rigurosamente las actividades periodísticas en Nuremberg de la prensa de Alemania occidental, y hacia el final del proceso tuvimos información definitiva de esto. El tribunal controló todas las publicaciones alemanas por medio de una oficina central que dictó "recomendaciones" tales como que debían considerarse indeseables la reproducción de detalles en las pruebas de descargo. Además, las agencias de noticias tenían que ajustarse a una serie de instrucciones  todos los partes radiados eran censurados. Estaba interesado d en modo especial en estas medias por verme acusado de haber puesto en vigor en cierta época medidas similares, aunque seguramente el principal argumento de la acusación era de que yo había obrado con fines criminales. 

¿Puede ser ello verdad?

- Me acorde del principio enunciado por publicistas alemanes aún antes de la segunda guerra mundial de que la escena de la guerra era la propaganda; el enemigo debía ser retratado como un monstruo sin circunstancias atenuantes. Y también vino a mi recuerdo la leyenda de las manos cercenadas de niños en la primera guerra mundial, así como las respuestas dadas por los centros alemanes de información,  a los que había presentado todas las noticias que corrían de atrocidades llevadas a cabo y que habían negado su veracidad.

- Las declaraciones detalladas verbales, por la acusación, de crímenes alegados no eran convincentes, ya que delataban una sorprendente ignorancia de las condiciones alemanas, y muchos de los documentos aportados en su apoyo parecían igualmente  igualmente sin base sólida. tales documentos ponían de manifiesto que los mismos hechos pueden ser descritos de modo muy distinto y las mismas palabras interpretadas muy diferentemente. 

- La sala fue oscurecida y se colocó una serie de pequeñas lámparas en el borde de nuestro compartimento, que iluminaban nuestras caras desde abajo, con lo que el doctor Gilbert, el psicólogo, que se había situado frente a nosotros, estaba en buenas condiciones de vigilar nuestras reacciones. A la vista de estos preparativos algunos de los acusados decidieron no reflejar sus emociones en el rostro; algunos volvieron sus espaldas a la pantalla, y el doctor Schacht hizo la observación que él había estado en un campo de concentración y no necesitaba película alguna que le informase de lo que era. Otros, sin embargo, no apartaron sus ojos de las terroríficas escenas que empezaron a ser exhibidas. 

- Todos estábamos con profundo escepticismo respecto a la autenticidad de las imágenes. Las filas interminables de miserables esqueletos vivientes me recordaban mis compañeros de sufrimiento en la Lubjanka. Las cabelleras de aquellos desgraciados hicieron surgir dudas respecto a su origen, y aquellos de nosotros que miraban atentamente contemplaban los sucesivos montones de cadáveres en un intento de descubrir cuándo y cómo estas fotografías podían haber sido sacadas. 

- Al final, sin embargo, todos nosotros resolvimos prescindir de toda crítica, para entregarnos a una elemental piedad por esas atormentadas criaturas. Prescindiendo de dónde habían sido tomadas estas fotografías, nadie podía dudar que se trataba de seres humanos: hombres, mujeres y niños, que anteriormente habían vivido y respirado, amado y esperado, para ser después privados de la vida. ¿Importaba saber qué lenguaje habían hablado estos labios antes de quedar mudos para siempre, qué pensamientos se albergaban en aquellos cerebros antes de dejar de funcionar? El pobre cuerpo, tan pronto destinado a ser reducido a cenizas, había conocido en vida el corazón de una madre. 

- Algunos de nosotros hicimos todo lo que pudimos. No disponiendo de documentación, argumentábamos entre nosotros mismos, basando nuestras discusiones en observaciones personales, conjeturas y deducciones posteriores. Como resultado de estas discusiones llegamos por el momento a la conclusión que las tremendas imágenes de la película no aguantarían probablemente una investigación minuciosa. Demasiadas escenas extrañas, demasiadas y numerosas coincidencias se les había incorporado para realzar el efecto general. Aunque la película en conjunto presentase una alarmante imagen de lo que realmente había sucedido, no constituía, sin embargo, una prueba de ninguno de los asesinatos en masa que, según la acusación, habían tenido lugar. 

- La prueba de que Hitler, en un momento dado, quería la guerra en Polonia nos pareció forzada; indudablemente, no podía desear un conflicto simultáneo con el Oeste. Si pudiera haber provocado semejante conflicto más tarde, o si simplemente intentó limitarse a presentar reclamaciones de más territorio y soberanía a las potencias occidentales, es uno de os puntos más acaloradamente discutidos en todo el proceso. 

- Ninguna de las diligencias practicadas demostró de un modo concluyente que Hitler acariciase nunca la idea de un ataque al hemisferio occidental. Pero, en cambio, la determinación de Hitler de aplastar a la Unión Soviética fue probada. No hay duda de que quería hacer de la región ruso-ucraniana una provincia política del Gran Reich, pero no se ha resuelto la importantísima cuestión de cuándo y por qué razones tomó la decisión de la colosal operación en el Este. 

Testigos alemanes

- Una de las afirmaciones de Lahousen nos hizo pensar. Dijo que la posición de Canaris y su grupo tomó, después de haberse visto Alemania envuelta en la guerra, podía sintetizarse así: "No hemos tenido éxito en prevenir esta guerra de agresión; una guerra que significa el final de Alemania y de nosotros mismos. Pero una catástrofe todavía mayor sería el triunfo del sistema nazi, cuya frustración debe ser nuestro objetivo y propósito esencial, que debe conseguirse por todos los medios posibles a nuestro alcance."

- Detrás de esta declaración solo vieron la mayoría de los acusados la decisión, por parte de los militares en puestos de la mayor responsabilidad, de sabotear los esfuerzos de guerra de Alemania, y como consecuencia de ellos muchos de nosotros dejamos de tener confianza en las afirmaciones de Lahousen respecto a las intenciones criminales del Gobierno alemán.

- Después de madura reflexión, Göring decidió interrogar por su cuenta a Lahousen y acudió su abogado, el doctor Stahmer, para que llamase la atención del tribunal respecto al párrafo 16 de los Estatutos, en el que se establecía el derecho del acusado a preguntar a cualquier testigo, bien personalmente o por medio de sus abogados. Stahmer consultó al tribunal si esta disposición se podía aplicar en el caso actual. 

   Después de haber objetado enfáticamente Mr. Jackson la propuesta, el tribunal conferenció brevemente y dio a conocer su decisión: la petición era denegada porque no se permitía a los presos representados por un abogado interrogar personalmente a los testigos. 

- Fue así como se denegó a Göring, por una vez más, la oportunidad para hablar por sí mismo, y Lahousen solo fue interrogado por los abogados, sin lograrse resultados sensacionales y quedando sin resolver los puntos dudosos de su declaración. 

   Conforme a una interpretación literal de los Estatutos, la decisión del tribunal era sin duda admisible; sin embargo, la deploramos porque el examen de un testigo por un acusado competente conduce a menudo a resultados que compensan ampliamente de enojosos incidentes y perdida de tiempo. La mayoría de nosotros, después de oír a Lahousen, nos formamos la opinión de que no debía sorprender en modo alguno la pérdida de la guerra por nuestra parte. 

- Algunos de los acusados, como Göring, Rosenberg y Seiss-Inquart se apartaban de aquellos de sus compatriotas que habían tomado parte en una resistencia camuflada. Aun aquellos de nosotros que no consideramos "traidores" a tales hombres, y respetábamos sus escrúpulos de conciencia, no podíamos discernir nada convincente en sus declaraciones contra nosotros hechas por los que veían todo lo que había ocurrido desde un punto de vista parcial y, por decirlo, así negativo. 

- Con gran atención vigilábamos cómo el trato que la acusación daba a estos testigos variaba a medida que el proceso progresaba. Al principio eran considerados como pruebas vivientes de sus afirmaciones respecto a la criminalidad del sistema nazi y de sus determinaciones a hacerle frente. Después se señaló una tendencia a buscar la confirmación de sus declaraciones en el exterior. finalmente, cuando surgió la cuestión de la propia culpabilidad de los testigos, se hizo palpable que la autenticidad de su oposición a Hitler era considerada con el más profundo escepticismo. 
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- Bach-Zelewski declaró, entre otras cosas, que antes del comienzo de la guerra en el Este, Himmler había afirmado que uno de los objetos de esta guerra era la exterminación de 30 millones de miembros de la población rusa. Al ser sometido a un detenido interrogatorio por el fiscal ruso Pokrowski, Bach repitió una y otra vez esta afirmación, añadiendo que se habían tomado medidas especiales para asegurar el éxito de este gigantesco plan de asesinatos en masa. Los acusados nos miramos llenos de asombro; hasta ahora ni la misma propaganda aliada había llegado tan lejos. Bach, sin embargo, tenía más que decir. Cuando el doctor Thoma, el abogado de Rosenberg, le estaba interrogando, el testigo, que se sentía atacado, se excitó mucho y declaró que consideraba tal proyecto de exterminación en masa como consecuencia lógica de la Weltanschaung nacionalsocialista. Esta opinión no la había tenido desde un principio, pero, posteriormente, sus puntos de vista habían cambiado y podía ver con claridad las inevitables consecuencias de semejante ideología. Esto era demasiado en opinión nuestra. Según el temperamento de cada cual, pero sin excepción, criticamos este modo de proceder del testigo. Al final del interrogatorio de Bach ocurrió el primer incidente del proceso. Mientras el testigo era conducido a través de la sala para salir por la puerta central, tenía que pasar por la esquina del banquillo de los acusados, donde estaba sentado Göring. Al cruzar ante éste, se levantó el mariscal de Campo y dijo: Schweinehund!

   Göring fue sentenciado a la pérdida de tabaco y de ejercicio físico durante cuatro semanas. Ésta fue la primera vez en que todos nosotros, los acusado, demostramos nuestra simpatía al mariscal de Campo, que le expresamos por intermedio de tercera persona. 

   Pero un insulto arroja más luz sobre el carácter del que lo profiere que del que lo recibe, y el Schweinehund! de Göring no me dio la huella para descifrar el enigma psicológico planteado por Bach y sus fantásticas aseveraciones. Durante mucho tiempo intenté encontrar un denominador común entre su carácter, que ciertamente no era el de un mentiroso, y la verdad real que le había conducido a hacer semejante declaración. 

   Después de mi sentencia absolutoria vi a Bach en el departamento de los testigos en la prisión, donde a pesar de estar rodeado por muchos de sus antiguos camaradas llevaba una vida apartada. Sin preguntarle, me expuso toda clase de razones para explicar las declaraciones que había hecho. No estaba yo interesado en estas excusas, pues a mi modo de ver no era solamente su derecho, sino deber suyo, el decir lo que supiese. ¿Pero qué era de hecho lo que él sabía? Siempre que en mi conversación con él intenté salvar el vacío entre la verdad subjetiva y la imposibilidad objetiva en su declaración, se limitaba a afirmar que no había mentido, sin poder sacarle más. 

   Fue otro miembro del grupo de testigos, un individuo con conocimiento íntimo de los hombres que habían constituido el círculo de Himmler, quien proporcionó la solución. Este hombre consiguió hacer declarar a Bach que la documentación de los americanos sobre el plan de asesinatos en masa no procedía, en realidad de él, Bach, sino del anterior jefe de las SS, Peiper. Éste, que había sido ayudante de Himmler y comandante de un regimiento blindado y había sido condenado a muerte en el proceso de Malmedy, en el que se puso de manifiesto el empleo de métodos que suscitaron la indignación pública y condujeron a la intervención de las autoridades americanas.

   Sólo entonces la interrogación privada a que fue sometido Bach puso en claro el asunto. El anterior ayudante de Himmler, Peiper, descubrió lo verdaderamente ocurrido. Una tarde, a comienzos de 1941, Himmler y algunos de los suyos estaban sentados alrededor  del fuego en Wevelsburg; además de Bach y Peiper estaban presentes, Heydrich, Daluege, el obergrüppenduhrer Wolff y Rauter, uno de los jefes de la Gestapo en Holanda. Himmler habló de una guerra inminente en el Este, que dijo era inevitable, siendo la única incógnita quién la iniciaría y dispararía el primer tiro. Informó a los presentes de la gravedad del conflicto que se avecinaba y se expresó así: Alemania es técnicamente superior, pero Rusia lo es numéricamente. Los soviets ejercen un poder ilimitado sobre sus ciudadanos y los sacrificarían sin contemplaciones. Si Alemania siguiese esta misma política, incurriría en una derrota biológica en vez de una victoria estratégica. Según Bach, Himmler calculó en aquella reunión de Wevelsburg, las baja posibles por ambas partes y estimó que en vista de su determinación de resistir, y teniendo en cuenta el hambre y las epidemias, las pérdidas rusas podían llegar a totalizar unos 30 millones...

   ¡Ahí estaban los 30 millones!... Qué revelación para mi. Los cálculos de Himmler respecto a las enormes pérdidas causadas por la acción militar y los resultados generales de la guerra eran naturalmente algo muy distinto de una diabólica campaña de asesinatos. Me acordé de la frase Vingt millions de trop, de Clémenceau, expresión que había sido ya explotada por nuestra propaganda alemana. Pero, ciertamente, nadie había desfigurado esa frase más allá de límites razonables, como se había hecho con el dicho de Himmler. Pude apreciar, por fin, exactamente, cómo en manos de una acusación irreflexiva, el cálculo biológico de Himmler de unos 30 millones hipotéticos de bajas se había metamorfoseado en 30 millones de víctimas de un asesinato premeditado. 

   Bach no era el tipo de hombre dispuesto a oponerse a estas tergiversaciones, y su opinión, anteriormente imbuida por ideas nazis, llevaba impreso el sello de la propaganda aliada. Este caso de un testimonio especial, con sus antecedentes y consecuencia, puede citarse cual ejemplo de cómo es posible desplazar la prueba de un punto a otro, alterando su alcance y significado. Nunca, sin embargo, se llegó a Nuremberg a tales extremos contra los testigos como en los procesos de Malmedy. Jamás fueron los testigos azotados, ni fue emprendido un procedimiento judicial fingido. Por esto, tampoco se llegó en Nuremberg a declaraciones poco dignas de crédito, que tales métodos de actuación llevan consigo. 

   A veces, la tergiversación de hechos se originaba sencillamente por la presión abrumadora de la opinión pública dominante; y para esto estaba yo preparado en cierto modo por mis entrevistas celebradas con varias figuras destacadas en Berlín, Moscú y más tarde en Nuremberg, que me habían hecho comprender cómo el punto de vista de un ser humano depende del clima político que le rodea. 


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La capilla de las celdas

-   La víspera de Nochebuena, el anterior ministro de Estado, Lammers, que actuaba de testigo, recibió devueltas un cierto número de cartas que había escrito a su familia, pensando que pudieran llegar a su destino. Lacónicamente se le comunicaba en un mensaje que su mujer e hija, después de terribles sufrimientos, se habían suicidado. 

- En la Nochebuena comimos pan duro como si fuese una golosina. 

- Más que nunca el servicio religioso semanal se transformó en un tiempo de reflexión para mi, y una y otra vez observé cómo, dentro de la diminuta capilla, se desprendían las máscaras de los rostros, suavizándose éstos. Me sentaba siempre entre Göring y Ribbentrop, mientras en la fila siguiente estaban Keitel, Frick, Funk, Schacht, Dönitz, Raeder, Schirach, Sauckel, Speer, y Neurath.

- Cuando entonaba un himno, Göring, si se decidía a participar en él, comenzaba a cantarlo desde el primer momento, y sin fijarse en si se había equivocado o no en el tono continuaba hasta el final, prescindiendo de las otras voces. El canto de mi otro vecino, Ribbentrop, era algo extraordinario. Ribbentrop, que siempre dio la impresión de ser músico por naturaleza, permanecía invariablemente en silencio hasta que el armonio elevaba sus acordes y se fundían las voces de los cantantes a su alrededor. Entonces, con precaución, comenzaba a emitir su canto, que aumentaba en volumen hasta semejar un toque de trompeta, adoptando la cara del cantante una expresión de éxtasis. Esto era una demostración de lo mucho que este acto, extraño a su profesión, significaba para un hombre que, por lo general, tenía pocas oportunidades de expresar sus sentimientos. Raeder y Schacht, con el ministro del Señor, constituían el fondo de nuestro canto congregacional. 

- Nuestra asistencia a la iglesia tenía lugar con más regularidad que si hubiéramos sido hombres libres: pero, sin embargo, no tuvo lugar ningún caso aparente externamente de conversión repentina entre los protestantes o católicos. Que yo sepa, ni Rosenberg, Jodl o Streicher asistieron nunca al servicio religioso, y solo Kaltenbrunner y Frank exteriorizaron un cambio definitivo en su actitud hacia la Iglesia, pero no a su credo, que según declararon nunca habían abandonado. 

Un poco de humor

- Un banquillo de presos leyendo novelas no podía hacer buena impresión. Lo comprendimos, y nos limitamos a traer documentos legales, a lo que nadie podía oponerse. Sabíamos que podían proporcionar un buen camuflaje a las lecturas ligeras, si se daba uno un poco de maña. El único que nunca se la dio fue Frick. Cuando conseguíamos hacernos con un periódico, éste circulaba por las veinte celdas sin ser descubierto; pero una vez que Frick lo cogió, lo dejó sobre su mesa en forma tan visible que el coronel no pudo por menos de verlo.

- En ocasiones, encontrábamos una distracción: hacer versos, y en esto el doctor Schacht resultó el maestro indiscutido del grupo, pues sabía componer versos lindos y rítmicos sobre cualquier tema. Siempre encontraba alguna dificultad en escoger el tema, pero una vez encontrado no le costaba ningún trabajo escribirlo. Ambos componíamos también y resolvíamos una serie de rompecabezas de difícil solución.

- Nuestra vida confinada dio lugar a algunos episodios curiosos. Streicher, por ejemplo, adquirió la costumbre de hacer gimnasia todas las mañanas, completamente desnudo, lo que constituía una diversión para los guardianes. Los demás compañeros suyos cambiamos impresiones para ver el modo de proporcionarle unos calzoncillos. Por fin, conseguí del guardarropa de la casa unos pantalones muy viejos, le corté las perneras y doblándolos por el corte fijé los bordes con papel engomado, introduciendo secretamente éstos a modo de calzoncillos en su celda. Pero él consideró ofensivos mis esfuerzos tan bien intencionados y continuó con su gimnasia desnudo. 

- Speer, como arquitecto que era, no podía aguantar la contemplación de las paredes, de un blanco sucio, de su celda, y las animó con dibujos en negro, rojo y azul hechos al lápiz, que llamaron la atención. Como el oficial de guardia pusiese reparos a ello, diciéndole que no estaba permitido, Speer se encogió de hombros y alargó al americano el conjunto de instrucciones dictadas por el coronel Andrus, y que abarcaban todos los detalles de nuestra vida diaria: reglas para acostarse, respecto a la provisión de víveres, número de calcetines permitidos, para los lápices (que eran repartidos cada mañana y tenían que ser devueltos intactos por la noche) y la manera de usar el retrete. Con lógica admirable, Speer argumentó que si en un código tan amplio no estaba incluido el decorado de las paredes como ocupación prohibitiva, debía admitirse como legal. El oficial admitió que el razonamiento era lógico y se dio por satisfecho. 

- Speer continuó desarrollando sus actividades artísticas aun en el banquillo. Dibujaba paisajes que, aunque fantásticos, ejercían en mi una extraña atracción: elevados picos montañosos con casas y castillos, rodeados de profundos valles; una combinación de libertad y limitación que, a mi modo de ver, procedía directamente del subconsciente. 

- Con un poco de habilidad podía cualquiera dedicarse a una ocupación durante las horas pasadas en el banquillo; todo lo que se requería de nosotros era que hiciésemos "buena impresión". Si no la hacíamos, intervenían los guardianes, lo que hacían tocando al culpable con un palo, procedimiento al que pronto encontré un remedio. Si alguien me tocaba por ese sistema, me ponía de pie, con el asombro del tribunal, y volviéndome preguntaba con cortesía, pero en voz alta: "¿Qué ocurre?" Esto producía muy mala impresión, y para evitarla dejaron los guardianes de hurgarnos. 

Se desgarra el velo

- Al principio nos contrariaba  la manera real o imaginaria con que eran exagerados todos los cargos. Nos parecía que la acusación nos estaba atacando a aquella caricatura del Nacionalsocialismo que había sido el rasgo de la propaganda enemiga antes y durante la guerra. Se afirmaba, por ejemplo, que cada uno de nosotros, en un momento dado u otro, habíamos lanzado el grito de "¡Alemania, despierta! ¡Abajo los judíos!". Sabíamos que, aun en el Tercer Reich, este grito de combate no encontraba respuesta entre las personas decentes, y que solo uno de nosotros lo había llegado a lanzar, pero se nos acusaba ante el mundo de ello, y el resultado era una indiferencia en cierto modo justificada, a pesar de vernos confrontados con nuevas acusaciones. 

   Según éstas, durante años nos habíamos dedicado a planear y prepararnos para una guerra contra Francia, Inglaterra y hasta América. No se me había olvidado con qué desgana habían acogido estas declaraciones de guerra no solo el pueblo alemán, sino hasta los hombres que me acompañaban en el banquillo. Muy claramente se vislumbraban en esto las necesidades políticas de los conquistadores: en la euforia de la victoria intentaban basar su teoría de la culpabilidad de guerra en terreno más firme del que habían conseguido en Versalles. Por esa razón la acusación no toleraría más explicación que el de un propósito criminal, inmediato y a sangre fría, de ir a la guerra por parte de Hitler y sus colegas. Cuando nos achacaban deliberadas crueldades inhumanas y crímenes de guerra, la mayoría de nosotros nos resistíamos a identificarnos con semejantes imputaciones, y en vez de ello nuestras mentes se volvían hacia los métodos de guerra ilegales y duros de los aliados. Así, algunos que podían haber dicho demasiado sobre este punto en sus declaraciones posteriores, permanecieron en silencio.

- Esta legislación nos asustó, pues con este razonamiento cada uno de nosotros podía ser declarado responsable de "conspiración" por cosas de las que uno no estaba del todo ignorante o que hubiese repudiado y quizá resistido activamente. Por esa época debíamos ya habernos acostumbrado hacía tiempo a oír hablar de las instituciones políticas de nuestra nación derrotada en la jerga de la criminología. 

- Había, por supuesto, imputaciones no solo colectivas sino individuales, las cuales estaban precisadas con toda la claridad deseable. De este modo, Keitel fue acusado de su intervención en el fusilamiento demás de 50 oficiales capturados, pertenecientes a la Royal Air Force, y Kaltenbrunner fue hecho responsable de numerosas órdenes con su firma, autorizando las ejecuciones de prisioneros sin proceso. La mayoría de estas acusaciones individuales, sin embargo, fueron diseminadas por la parte fiscal entre los informes de la defensa y presentados más tarde. En los cuatro primeros meses dominaron las inculpaciones generales que presentaban los aliados contra la administración interna y los métodos militares y políticos del Tercer Reich bajo el Gobierno de Hitler.

- La conexión entre algún hecho calificado de criminal y un preso determinado era con frecuencia de poca consistencia, y por esta razón la mayoría de nosotros nos esforzábamos en seleccionar los casos individuales de los montones de documentos acusatorios, lo que equivalía a querer buscar unas cuantas piedras señaladas en una gran pila de ellas. 

- La aparente apatía e indiferencia en el banquillo se transformó entonces en actividad disimulada. Cada uno de nosotros se dedicó a buscar con ahínco pruebas documentales que no eran nada fácil de obtener. Sauckel necesitaba el texto de instrucciones que había dado relativas al trato a los obreros extranjeros; un año atrás estas instrucciones se podían encontrar en cualquier sitio de Alemania, y ahora parecían haberse evaporado de la faz de la tierra. Streicher buscaba documentos referentes a cierta amenaza hostil para destruir, no solo al Gobierno alemán, sino al pueblo alemán; habían sido publicadas en America por un tal doctor Kaufmann, ¿pero cómo podían encontrarse en el actual embrollo?

- Para la parte fiscal parecía suficiente en aquel entonces que las atrocidades se hubiesen cometido. Quién era específicamente responsable de las órdenes o de los hechos realizados era cuestión accesoria para los fiscales, o no les interesaba sencillamente. Independientemente de lo débil que fuese la conexión entre aquellos hechos y cualquiera de los acusados, lo cierto era que la sombra del estigma caía sobre cada uno de los veintiuno. Bajo su amparo encontraron muy fácil aceptación varias afirmaciones falsas, tales, por ejemplo, que había habido un activo y virulento antisemitismo en Alemania. Nadie se atrevía a discutir semejantes imputaciones: estábamos muy convencidos del horror de esa monstruosa campaña de exterminación. El caso no tenía remedio.

   Pero entre nosotros nos preguntábamos: ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo se llevó a cabo? ¿Quién participó en ello? ¿Fueron acciones tan tremendas el resultado de un fuerte sentimiento antisemita? ¿Qué es lo que se había escapado a nuestra atención? ¿Habíamos llegado a conclusiones falsas? ¿Habíamos pecado por omisión? Algunos, por ejemplo, Frick, basaban su defensa en la alegación de que ellos no habían sabido nada de estas cosas. No eran indiferentes a los inconmensurables sufrimientos humanos revelados en cada diligencia de la prueba, pero, ante todo, querían hacer constar que no era asunto que les incumbiese.

- La presente generación nunca creería que cualquier dirigente del Tercer Reich podía haber ignorado las cámaras de gases de Birkenau y las actividades de los "pelotones especiales".

- Había también aquellos que persistieron durante mucho tiempo en dudar de la autenticidad de la prueba, aún cuando esto había dejado de ser racionalmente posible, y unos pocos, como el doctor Frank, se acusaban a sí mismos de haber demostrado una fría indiferencia por lo sucedido, contentándose con solo conocer la mitad de la verdad, sin intentar sacar conclusiones evidentes de la información de que disponían. 

- Kaltenbrunner se volvió muy locuaz en estos días y nos aseguró que podía confirmar las afirmaciones relativas a los asesinatos en masa porque él mismo había puesto fin a ellos. Cuando le pregunté por qué conociendo estas cosas había calificado absurda la acusación general, su respuesta fue que los ejecutores de las mismas estaban ya muertos...

- Se afirmaba que habían sido asesinadas cinco millones de personas. ¿Era semejante cosa posible técnicamente? La capacidad de las "fábricas de cadáveres" descritas por Höss no parecían suficiente. ¿De dónde se suponía que procedían esos cinco millones, la mayoría judíos? No de Alemania, donde en 1939 su número apenas llegaba a medio millón. Pero cuando logramos información respecto a la población judía de los territorios ocupados al Este vimos que el número cuadraba si ninguno hubiese emigrado y ninguno sobrevivido. ¿Pero cómo había sido posible ocultar este monstruoso crimen al público?

   En este punto fallaba todo intento de explicación. La mayoría de los veintiún acusados del proceso estaban enfrentados con la tarea de explicar al tribunal, o más bien al mundo, cómo era posible que  en un Estado moderno centenares de miles de personas pudiesen ser muertas sin llegar a oídos del hombre de la calle, o al conocimiento del Gobierno o de los que ocupaban puestos elevados. Aquellos que tenían el derecho de decir que semejante cosa fue posible y había realmente ocurrido eran los menos hábiles para probarla. 

- Mucho antes de la terminación del Tercer Reich, el doctor Morgen recibió el encargo de investigar ciertas irregularidades en los campos de concentración. En una ocasión estaba trabajando en un caso de corrupción en Buchenwald, en el que prisioneros, vigilantes y hasta el propio comandante aparecían implicados. De pronto desaparecieron importantes testigos con cuyas declaraciones contaba. Esto suscitó las sospechas de Morgen y continuó indagando hasta que dio con las huellas de crímenes capitales. Continuó viviendo durante semanas en Buchenwald, y entonces una serie de coincidencias aparentes vino en su ayuda, descubriendo unas anotaciones curiosas en listas de personal que se referían al traslado de prisioneros, así como a falsas entradas y salidas de los mismos. Al final, los prisioneros en cuestión habían desaparecido; habían sido asesinados. 

   Estos descubrimientos derivaron en procesos, y como resultado de éstos Koch, el comandante de Buchenwald, fue condenado a muerte por las SS y ejecutado, y otros severamente castigados. Algunos de los entonces acusados fueron juzgados en procesos posteriores en Nuremberg. 

- Unos pocos días antes del colapso final de Alemania, Göring había sido arrestado y destituido de su cargo; sus guardianes -probablemente instruidos por Bormann- habían recibido órdenes de matarle, y en el testamento de Hitler había sido denigrado como traidor y expulsado del partido. Göring solo tuvo un comentario que hacer respecto a este final desastroso a una amistad de diez años; se limitó sencillamente a decir que sentía que Hitler, al final de su vida, hubiese sido tan mal informado respecto a é. Pero por semejante error no podía variar en un ápice su sentimiento hacia un hombre, a quien seguía considerándose obligado. 

- La posición de Göring fue bien sencilla, negándose a aceptar toda clase de imputaciones hechas contra Hitler después de su muerte, ya que, como preso, él no había tenido ocasión de hacer sus propias averiguaciones. Y, por su parte, declinaba el hacer caso de historias lanzadas por el enemigo, por muy convincentes que apareciesen, llegando a declarar solemnemente que él no había sabido lo que se ocultaba bajo el estribillo "Solución del problema judío". Con su actitud fría, Göring puso en duda todos los documentos y todas las pruebas relacionadas con el tema. No se aventuraría, dijo, a considerarlos como completamente falsos, aunque sí admitía la posibilidad de que bien pudieran ser incompletos o no convincentes. En todo caso, variaban mucho de todo lo que él sabía. Y aun cuando los hechos descritos por la acusación hubiesen tenido lugar, no creía que Hitler hubiera dado la orden, siendo más probable que hubiese sido Himmler. 

- Mucho había que decir contra esto, principalmente y en primer lugar, las repetidas afirmaciones de que él nunca, ni en un solo caso, determinó la vida o muerte de seres humanos sino por orden de Hitler. Posteriormente volví frecuentemente sobre el asunto. En una ocasión hice presente a Göring que este crimen monstruoso había debido precipitar a la gran masa de nuestro pueblo en la mayor consternación. Durante innumerables años, los asesinatos judíos constituirían el mayor obstáculo a cualquier intento de reconstrucción nacional para el pueblo alemán y a toda intención de instaurar una nueva era política. Por esta misma razón consideraba yo como deber imperativo para todos los acusados principales el tomar una posición definida en esta cuestión. Para él, Göring, su deber de hacerlo era mucho mayor en razón de la posición política que había ocupado. Independientemente de lo que uno pensase respecto a los judíos, y de tener o no opiniones antisemitas, no podía negarse que la exterminación de millones de hombres, mujeres y niños era un crimen espantoso que debía poner al mundo entero contra nosotros. 

- "Comprendo su acusación contra Hitler por haber dado semejante orden -me dijo Rosenberg- pues ello es bastante fácil para usted. Usted apenas le conoció. Pero por más que lo pienso, sigo sin creer que hubiera una sola mácula en el carácter de ese hombre."

- A medida que avanzaba el proceso, las diferencias de opinión relativas a Hitler causaron disensiones cada vez más hondas entre los presos y condujeron a recriminaciones mordaces. Göring y Speer ya no hablaban ni aun para matar el tiempo, si bien por otro lado el mariscal de Campo siguió en términos muy amistosos con Schirach, aun cuando éste exteriorizó una crítica muy aguda contra Hitler. 

El acusado número uno tiene la palabra

- En la tarde del 13 de marzo de 1946, por primera vez en muchas semanas, no quedó un asiento sin ocupar en la sala. Se percibían todas las señales precursoras de un gran día: había una multitud de reporteros, operadores de cine e informadores de radio, gran número de visitantes de categoría, y hasta se percibían nuevos toques de pintura en los palos descascarillados de los guardianes. Había llegado el turno de la defensa para actuar en el segundo acto del proceso, y Hermann Göring, el primero de los acusados, iba a ser llamado. 

- De la descripción de su vida emergía imperceptiblemente un cuadro de la reciente historia alemana. Donde la acusación solo había visto mala voluntad y crímenes aparecían ahora las tribulaciones del pueblo alemán después de Versalles, la falta de comprensión del mundo por los problemas con que tuvo que enfrentarse el Reich y su esfuerzo final para ayudarse, con su resultado catastrófico. Hermann Göring describía estas cosas como los ojos alemanes las habían visto en los pasados años, aunque sabía bien que, desde la derrota alemana, apenas encontrarían eco entre sus compatriotas, y no dejaba de maravillarme el tino con que sabía evocar ante los oídos de los vencedores las grandes y vitales posibilidades de aquellos tiempos, pues recordaba el aburrimiento con que acostumbramos a escuchar sus discursos en el pasado por la radio, cuando a veces experimentábamos gran dificultad en encontrar tres minutos de asuntos interesantes en una emisión de una hora. 

- La acusación le había presentado como el segundo en el mando de una partida de gangsters, pero de sus palabras aparecía el retrato de un hombre vigoroso y enérgico, que era a un tiempo un militar honrado y un estadista responsable. Esto no era fácil. Durante días la discusión se centró alrededor de los esfuerzos de Göring, en agosto de 1939, para impedir la guerra con las potencias occidentales, y sus declaraciones fueron confirmadas, palabra por palabra, por el testigo sueco Dahlerus, que en su día había desempeñado el peligroso papel de intermediario; mas, desgraciadamente, el valor de la declaración de Dahlerus se desvirtuó cuando añadió posteriormente que había sabido que los objetivos de Göring no eran mantener la paz, sino evitar la guerra en dos frentes simultáneamente. 

- Solo en una ocasión me percaté de cierta inseguridad visible por su parte y, después, durante una pausa en las actuaciones, me habló de ello él mismo: "Usted sabe -me digo- que el único unto oscuro en mi carrera que tengo que admitir es mi manía de coleccionar objetos. Es muy cierto que yo ambiciono todo lo que es bello, pero no como propiedad privada, aunque el vulgo nunca lo comprenderá. Sin embargo, con el tiempo quizá, la gente se hará cargo que todas las grandes colecciones de arte en el mundo se formaron de esta manera."

- Cuando en el curso de la indagatoria se llegó al tema del robo de los tesoros artísticos, hizo hincapié en que hacía tiempo había proyectado traspasar sus colecciones al Estado, habiendo ya tomado sus medidas para ello. Esta alegación, que solo había suscitado una sonrisa de incredulidad al principio de la sesión, fue considerada ahora como un argumento serio. 

- El fiscal intentó, mediante una serie de preguntas hábilmente presentadas, establecer una conexión entre el incendio del Reichstag en 1933 y el arresto de los funcionarios comunistas que le siguió. Su objetivo era llegar a que el acusado se acusase a sí mismo, por su propia boca, admitiendo que el incendio le había ayudado a sus planes políticos. De este modo, aunque no confesase específicamente su participación en el suceso, se establecería una especie de probabilidad en la paternidad del incendio. 

-Göring: "Aunque no hubiese habido el incendio del Reichstag, habría ordenado la detención de los comunistas en febrero de 1933, sencillamente porque de haberse invertido los términos ellos hubieran tratado mucho más radicalmente a sus adversarios nacionalsocialistas."

- Nosotros, sus camaradas, teníamos un concepto diferente de lo que había detrás de aquel rostro petrificado. El anterior mariscal de Campo sabía, como lo supo desde el principio, que su suerte estaba decidida. 

Fácil juego con Ribbentrop

- Nos daba profunda pena este hombre a quien se le hacía particularmente pesada la prisión y al que, dentro de nuestras limitadas posibilidades, procurábamos ayudar. Nos sentíamos humillados a la vista de un ministro alemán en el banquillo. Pero no podíamos olvidar ciertas cuestiones que considerábamos como obligación suya el responder.

   ¿No había contribuido Ribbentrop, quizá sin intención, a que Hitler, originariamente anglófilo, se hubiese decidido a la declaración de guerra a Inglaterra? ¿Había sido esto debido a un análisis falso de la situación internacional por parte del ministro de Asuntos Exteriores? ¿O a resentimiento, que databa de la época en que fracasó en parte como embajador en Londres? Queríamos que se nos ilustrara algo sobre estos puntos, pues se había realizado un trabajo muy a fondo y esclarecedor en la preparación del caso Ribbentrop. 

- El doctor Horn comenzó su examen con algunas cuestiones oportunas en las que sacó a relucir muchas cosas hasta ahora desconocidas de nosotros, por ejemplo, el hecho de que Ribbentrop, muy al principio de su carrera diplomática, había rogado a Hitler suprimir en Mein Kampf los pasajes referentes a Francia. A esto respondió Hitler que lo que él decía por escrito no podía ser nunca alterado. Sus opiniones, tal como las expresaba en su libro, se referían tan solo a la política francesa respecto a Alemania en aquella época, y quería mostrar por sus futuras acciones que su opinión de los franceses había cambiado. 

Keitel se somete

- Es cierto que negó enfáticamente haber tenido nunca nada que ver con los planes de guerra, aunque había estado presente como espectador mudo en las discusiones con Schuschnigg y Hacha, que habían precedido a la acción militar contra Austria y Checoslovaquia. También repudiaba toda responsabilidad por crímenes contra la humanidad, declarando que no había sabido de las matanzas de judíos. 

- Habíamos incurrido en la costumbre de menospreciar la inteligencia de Keitel y de atribuirle reblandecimiento medular, y le designábamos con motes feos. Pero en esta ocasión no solo deplegó una mentalidad lógica y hábil, sino más valor que la mayoría. 

- La acusación continuó intentando demostrar lo absurdo de que un mariscal de Campo rindiese obediencia a un antiguo cabo. En semejante ocasión Keitel replicó que Hitler, aunque autodidacto, había logrado alcanzar una respetable cantidad de conocimientos militares. Sus últimas palabras fueron: "Yo era francamente su discípulo, no el profesor."

- La obediencia de Keitel no era por seguro el resultado del miedo. No pude descubrir el menor vestigio de cobardía en el hombre. No se rebelaba sencillamente porque consideraba la obediencia de un militar como parte esencial del orden universal de las cosas. Estaba inconmoviblemente convencido que el jefe del Estado, bien se llamase Kaiser Wilhelm, Ebert, Hindenburg o Hitler, debía, en momentos de apuro, confiar en la lealtad de sus fuerzas armadas. Para el militar Keitel no tenía importancia de dónde procedía ese jefe de Estado; no pertenecía al reino de la política, y la política era un libro cerrado para él. 

- En una ocasión, Keitel interrumpió con estas palabras: "Fui un soldado obediente y leal a mi Führer. No creo que haya generales en Rusia que no rindan obediencia incondicional al mariscal Stalin."

Nota: Unos pocos meses después de cumplida la sentencia contra Keitel varió el criterio de la acusación. En el proceso de generales alemanes en el Sudeste, un tribunal militar americano estableció que el fusilamiento de rehenes no constituía en sí una vulneración de la ley internacional, si bien estaba sujeto a ciertas condiciones dependientes del número y selección de personas.
   Un consejo de guerra francés adoptó el mismo punto de vista. En Italia, presentaron demanda judicial contra los autores de los atentados, que dio motivo a los fusilamientos. Cuando el mariscal de Campo Von Manstein compareció ante un tribunal militar, algunos ingleses, entre ellos Winston Churchill, depositaron dinero en su defensa.
   Dos años después de la muerte de Keitel, durante la guerra en Indonesia, soldados holandeses comparecieron ante un Consejo de guerra por haberse negado a incendiar poblados de los nativos. 

Lo que faltaba en el sumario de Streicher

- A los acusados no nos era simpático Streicher por varias razones, entre otras por el abyecto servilismo que demostraba ante el tribunal. Era el único de los acusados que se dirigía a él con la frase: Meine hohen Herren (Mis nobles señores)

- Afirmó haber tenido una sola conversación con Hitler en su vida pasada con ocasión de su primer encuentro en 1921. Esto puso a prueba nuestra credulidad en él, pues muchos de nosotros le habíamos visto, con su fusta, penetrar con frecuencia en la Cancillería. 

- Aunque Streicher era indudablemente un individuo antipático, no pudimos por menos de indignarnos cuando desde su puesto de declarante describió el trato que le dieron después de haber sido detenido. Soldados negros le azotaron -con consentimiento de oficiales blancos-, le arrancaron los dientes, le forzaron a servicios odiosos, le abrieron la boca y le escupieron dentro. 

- Mientras el acusado hacía este desagradable relato nadie del tribunal le interrumpió, ni su testimonio fue rechazado. Solo bastante después habló Mr. Jackson para expresar la desaprobación por parte del tribunal de semejante mal trato tal como había sido descrito por el acusado. Añadió que si el tribunal aceptaba oficialmente los hechos denunciados, se vería precisado a incoar una investigación oficial, pero como parecía no ser éste el caso en la actual ocasión, proponía suprimir el pasaje pertinente en la declaración. El tribunal aceptó la propuesta de Jackson y el pasaje fue debidamente suprimido del documento oficial. 

- Pocos hechos retenemos en nuestra memoria de la declaración difusa de Streicher. Admitió ser un antisemita, aunque aseguró haberse opuesto a toda forma de violencia. En su Gau (provincia), afirmó, los judíos pudieron sentirse más seguros que en ninguna otra, habiendo favorecido la creación de un estado israelita en Madagascar. Pretendió no haber tenido conocimiento de matanzas en masa. 

- El acusador inició un verdadero bombardeo contra Streicher. Una tras otra lanzó citas suyas verbales y por escrito, y entre ellas, una en la que afirmaba que la cuestión judía no sería resuelta, aún cuando el último judío hubiese salido de Alemania; para ello habría que destruir a todos los judíos del mundo.

   El editor del Stürmer quiso quitar importancia a la interpretación de la palabra "destrucción" y dijo que nunca la había usado en un sentido específicamente físico; pero el inglés estaba bien preparado para esta objeción y se limitó a leer con calma la continuación de un pasaje que su autor había interrumpido: "... y entonces sus tumbas denunciarán que este pueblo de asesinos y criminales ha encontrado el fin merecido". 

   A renglón seguido, el acusado se vio confrontado con otra serie de citas similares tomadas de sus artículos, así como con los informes de uno de los corresponsales del Stürmer enviado a investigar los ghettos polacos. Punto por punto pudo comprobarse la extensión de su conocimiento de estos asuntos, sin que le sirviesen para nada sus subterfugios y evasivas ante la acumulación de pruebas testificales presentadas, que hizo evidente su culpabilidad para todos los presentes en la sala. Solo el propio Streicher no parecía darse cuenta de lo que estaba sucediendo. 

- El acusado regresó al banquillo con pocas señales de depresión. Más locuaz que de costumbre, nos informó del número de veces que había comparecido en esta sala; primero como culpable de luchas internas políticas; después de 1933, como representante de Ley, Orden y Autoridad, y ahora como criminal de guerra.

   - Éste -dijo, con más serenidad de la hasta entonces exteriorizada ante el tribunal- será mi último proceso.

   No dudaba que le ahorcarían. 

Schacht permanece siempre el mismo

- El doctor Dix proporcionó una buena salida a su cliente al nombrar Versalles. Schacht expresó entonces su asombro de que un fiscal americano, un joven oficial de la Armada, le hiciese el reproche de haberse mostrado contrario al Tratado de Versalles y "después" nazi desde el principio. El declarante hizo la observación que ningún oficial de la Marina norteamericana, aunque fuese joven, habría cometido semejante desliz. Por lo menos, en la Academia debía haber aprendido que los Estados Unidos habían adoptado una posición similar contra Versalles, y a él nunca se le había ocurrido que éste era suficiente motivo para suponer a los americanos adictos a las ideas nacionalsocialistas, y le quedaría muy reconocido si se le trataba ahora con el mismo criterio.

- Una de las cuestiones planteadas a Schacht fue por qué continuó proporcionando dinero a Hitler cuando conocía bien sus planes de guerra. Su contestación fue la siguiente: "Si yo le hubiera dicho a Hitler que no tenía más dinero porque proyectaba una guerra, no tendría el placer, señor fiscal, de celebrar con usted esta animada conversación. Me habría puesto al habla con el párroco que presidiría mis funerales."

- Entre las pruebas de menor importancia aportadas por la acusación durante el primer interrogatorio, figuraba la de que con ocasión de cumplir sus sesenta años, el acusado había aceptado un valioso cuadro remitido por Hitler, una pintura por Spitzweg. Schacht no negó haber recibido el regalo, pero reconoció en seguida ser una falsificación, devolviéndolo inmediatamente al donante, que no consiguió presentar un ejemplar auténtico de la obra del artista. No había hablado nunca de esto porque el comprador y portador del cuadro, Heinrich Hoffmann, el fotógrafo de Hitler, le había rogado discreción. 

- El cargo más serio en este respecto lo constituyó sin duda una película, que mostraba la llegada de Hitler a Berlín después de la campaña francesa de 1940. En medio de brillantes uniformes aparecía Schacht, como un cuervo negro, en traje de paisano, con cuello alto, en el vestíbulo de la estación ferroviaria. No sabíamos exactamente lo que intentaba el americano, pues en esta fotografía destacaba Schacht, fundamentalmente, de los que le rodeaban. Pero en seguida lo comprendimos. En el saludo a Hitler sonreía demasiado amigablemente el anterior presidente del Reichsbank y mantenía cogida su mano más tiempo del necesario. 

- Ante el tribunal, el anterior presidente del Reichsbank llevaba puesto uno de los trajes proporcionados por el coronel Andrus, que aunque se planchaban a diario siempre caían mal, echándose de menos en él el inevitable cuello alto. Sin embargo, nunca tuvo el aspecto de un hombre que había estado preso durante años. Schacht se mantuvo siempre el mismo. 

Funk y la película amañada

- ¿Estaban ustedes acostumbrados a que fuesen depositados dientes de oro en el Reichsbank?

- No. 

- Entonces le enseñaré una película, que fue sacada por las potencias aliadas cuando entraron por vez primera en los locales del Reichsbank.

   Funk fue acompañado al compartimento de los acusados, se apagaron las luces y vimos,  proyectadas sobre la pantalla, las siniestras imágenes de lo que los americanos habían encontrado en la cámara blindada del Reichsbank, en Francfort. Contemplamos cómo entraban soldados en el edificio, que abrían las puertas de las cajas blindadas. Grandes talegas con el letrero Deutsche Reichsbank yacían por el suelo, costando gran trabajo a hombres vigorosos el levantarlas y colocarlas sobre las mesas. Una vez rotos los precintos, fue vaciado su contenido: anillos, pendientes, piezas de adorno, desde sencillas agujas de oro hasta pesados collares, monedas, billetes de Banco de todas clases, gemelos de camisa y, especialmente, dientes de oro por millares. Pero sobre este botín, producto del robo, campeaban siempre los emblemas del Estado, al que todos habíamos servido, y las palabras Deutsche Reichsbank. 

- En su proceso, Puhl llevó como testigo a un empleado de la sucursal del Rechsbank en Francfort. Este testigo declaró, bajo juramento, que en el momento de la ocupación de la ciudad por las tropas americanas la cámara blindada y todas las cajas fuertes del Banco estaban vacías, y vacías fueron entregadas a las autoridades que dirigieron la ocupación.

   El testigo fue entonces preguntado sobre la película que, según la afirmación de Mr. Dodd, había sido sacada inmediatamente después de la ocupación de Francfort y presentada como prueba concluyente. Su contestación fue que estaba enterado de todo porque había estado presente durante su producción. Lo ocurrido fue lo siguiente: Unos pocos días antes de la ocupación, algunos camiones norteamericanos se pararon ante la puerta de la sucursal y se pidió al director que entregase sacas del Banco, que fueron entonces rellenas con dientes de oro, objetos de joyería y otros artículos, traídos en los camiones. Dichas sacas fueron colocadas en las arcas vacías. Una vez llenas éstas, aparecieron los operadores y sacaron una película de su contenido. 

- Muchos juzgaron sensacional esta declaración. Lo era, en efecto; pero no en el sentido que podía esperar un alemán, pues está demostrado que el tesoro no se encontró en Francfort, sino que, según datos fidedignos, fue descubierto en un campo apartado y conducido después al Banco. 

- Hay demasiadas pruebas para afirmar que los objetos procedentes de las víctimas de liquidaciones en masa fueron aprovechados comercialmente. Por libros de contabilidad bien llevados se ha demostrado que el producto de la venta fue a parar a las arcas del propio Reich, en cuyo favor millones realizaron indecibles sacrificios porque creían realmente en su elevado ideal político. 

- También se sabe con seguridad que las películas documentales, con las que se quería probar todo en el I.M.T., solo eran fotografías amañadas. 

La confesión de Shirach

- Había aconsejado a Schirach que redujese lo más posible su investigación histórica, o que se limitase a relacionar los puntos esenciales de ella con aquellos pasajes de la acusación en los que se pretendía que hay un fondo malo en todo alemán; pero no hubo manera de disuadirle de su afán en explicar con gran extensión todos los factores sociológicos y espirituales que habían desempeñado un papel en la historia de cómo llevó la juventud alemana hacia Hitler.

   Pero también este intento fracasó. Y desgraciadamente, cuando a esta exposición ampulosa del acusado se añadió la de su abogado, que tendía también a ser prolífico, el tribunal perdió la paciencia. Tres veces en el curso del primer interrogatorio lord Lawrence interrumpió a Schirach o a su abogado para pedirles que se ciñesen a puntos concretos, llegando a amenazar con interrumpir la vista. De este modo, el acusado solo consiguió presentar una parte infinitesimal del material que había tardado meses en preparar. 

- Aunque a Schirach se le permitió describir actividades de la organización juvenil fundada por él, le estaba prohibido rozar sus fundamentos ideológicos. Al propio tiempo se le permitió defenderse contra ciertas atestiguaciones, una de las cuales había despertado gran curiosidad. Se alegaba en ella que las juventudes hitlerianas habían raptado a niños judíos para utilizarlos como "blancos vivientes" en sus prácticas de tiro al blanco. Esta extraña acusación procedía de una francesa, llamada Ida Vasseaux de Lemberg, y fue presentada por los rusos.

   Naturalmente, Schirach y su abogado pidieron que este testigo compareciese para declarar. La delegación soviética pareció prestarse de muy buen grado a presentarle, pero se lamentó de no saber con certeza sus actuales señas. Sin embargo, tres días más tarde presentó un nuevo informe, como documento oficial, de la misteriosa francesa. Era de fecha posterior...

   Aquí tropezamos de nuevo con el concepto "documento oficial". Siempre que una autoridad, en un país aliado, había aceptado una manifestación y sellado la misma, el asunto se consideraba "oficial" y era automáticamente aceptado por el tribunal, que de este modo prescindía de la regla normal de que cualquier testigo que hubiese firmado una atestiguación podía ser interrogado por la defensa. hay que reconocer, sin embargo, que semejantes "documentos aliados", como la declaración de madame Vasseaux, a pesar de su protección formal, apenas merecieron atención por parte del tribunal. 

El honor del militar

- Jodl poseía gran dosis de sentido común y una inteligencia despejada. Se había distinguido como observador perspicaz de hechos y sus contestaciones ante el tribunal proporcionaron revelaciones no corrientes. 

   Comenzó explicando sus relaciones personales con Hitler, al que no fue presentado hasta iniciarse la guerra. Afirmó que desde un principio se distanció de su jefe superior, teniendo a gala el decir que se puso frente a él con más vehemencia y frecuencia que ningún otro alemán, militar o paisano. 

   En agosto de 1942 tuvieron un encuentro de particular agudeza, del que quedó Hitler tan resentido que desde ese momento dejó de asistir a las comidas con Jodl y sus ayudantes, y nunca más le volvió a estrechar la mano... Cinco meses más tarde se enteró el general de su inminente dimisión, al comunicarle el Führer que estaba únicamente esperando el final de la batalla de Stalingrado para sustituirlo por el mariscal de Campo Von Paulus. Los acontecimientos impidieron la realización de este proyecto, y Jodl permaneció en su puesto. Pero no tuvo contactos personales con Hitler, no recibió condecoraciones, aparte la insignia de oro del partido, y se vio privado de los acostumbrados regalos de Navidad, excepto un paquete de café. Durante todo el tiempo en que fue jefe del Estado Mayor nunca cesó de pedir su traslado al frente. 

   Como Hitler era extremadamente impulsivo, Jodl retuvo con frecuencia informaciones que podían haber dado lugar a decisiones atrevidas, cosa arriesgada, pues si Hitler se hubiese enterado de aquellas por otro medio su cólera no hubiese tenido límites. Nadie describió mejor que Jodl el ambiente que dominaba el Cuartel General, que era una cosa intermedia entre un claustro y un campo de concentración. 

- Pero más importantes que estos datos personales fueron sus declaraciones sobre determinados puntos muy discutidos. Uno de ellos se refería al fondo de verdad en los acontecimientos del 30 de junio de 1934. ¿Salvaron éstos al Estado de Roehm o fue un mero camuflaje para una serie de asesinatos premeditados? La respuesta de Jodl fue que, si bien para esa fecha no habían proyectado los conspiradores dar el golpe, tuvo suficientes pruebas de que el mismo era inminente. 

- Como técnico competente en la material, dijo que el verdadero rearme alemán solo se llevó a cabo después de iniciada la guerra. En el otoño de 1939 solo había 23 divisiones alemanas contra 110 francesas e inglesas, y sostuvo que si éstas hubiesen emprendido la marcha, habría terminado la guerra apenas comenzada. 

- Al comienzo de la ofensiva occidental, el ministerio de Asuntos Exteriores alemán publicó, en un Libro Blanco, varios documentos relativos a violaciones de la neutralidad belga y holandesa. El testigo Giserius declaró bajo juramento en Nuremberg que la información publicada en dicho libro era falsa y que el almirante Canaris, entonces jefe de los Servicios de Seguridad, había protestado en vano contra su uso. Jodl informó categóricamente bajo juramento, que el Libro Blanco sólo contenía las noticias que la propia oficina de Canaris permitía, y terminó diciendo: "Estoy asqueado de este intento de ocultar la verdad."

- Göring me contó, en el tiempo libre durante la comida del día en que Jodl hizo esta declaración, cómo después de la feliz terminación de la ofensiva occidental, Hitler, muy contento, obsequió al jefe del Servicio de Meteorología con un reloj de oro. Y el mariscal de Campo añadió humorísticamente: "Quien sabe si el sino de ese pobre hombre depende de ese reloj. Después de todo, fue él el que dio la señal para el primer disparo. "

- En opinión de Jodl la campaña del Este fue esencialmente debida al hecho de no estar Alemania en situación de proteger defensivamente los campos petrolíferos rumanos. Habló de las 150 divisiones del Ejército rojo estacionadas en nuestra frontera oriental, cuya existencia no fue negada posteriormente por los rusos, y declaró que si Alemania quería asegurarse contra una sorpresa, que le hubiera sido fatal, tenía que tener preparadas 300 divisiones, lo cual no era posible. Por eso Hitler, de mala gana, decidió atacar el 1 de abril, aunque el avance alemán no tuvo lugar hasta el mes de junio. El 22 de dicho mes se inició el golpe ofensivo, que según Jodl no fue una sorpresa estratégica, sino meramente ofensiva. 

- Jodl era un militar que ejercitaba su inteligencia rigurosamente disciplinada para cubrir un exceso de capacidad emotiva. Me enteré que desde la prisión escribió cartas bellísimas a su esposa, verdaderos poemas en prosa, pero hasta con sus camaradas encontraba difícil expresar sus emociones. 

- El inglés Roberts, que inició el interrogatorio fiscal, comprendió que no era tarea fácil la que se le había encomendado, a pesar de que Jodl luchaba con la desventaja de haber entregado su diario a la acusación. Lo había conservado cuidadosamente con otros documentos, y después del derrumbamiento de Alemania lo había traspasado a los vencedores, hecho que demostraba no tener remordimientos de conciencia. 

- Al tratarse de la orden de fusilamiento de comisarios soviéticos declaro Jodl que fue muy discutida en el Cuartel General del Führer. Él mismo protestó de ella ante Hitler, obteniendo como repuesta: "No puedo exigir que mis generales comprendan mis órdenes, pero si exijo que sean cumplidas". Entonces Jodl intentó desfigurar la desdichada orden, sugiriendo que debía interpretarse más bien como medida adecuada de represalia que como una disposición categórica. El resultado fue una formula desdichada e imprecisa de la orden, que no puede sorprender fuese considerada en Nuremberg como un intento de legalizar un crimen. 

- Muy distinta fue la postura de Jodl ante la incursión de los comando británicos en Dieppe. Pocos días después del raid vio Hitler fotografías de soldados alemanes prisioneros encadenados por los comandos británicos. Se excitó mucho, y como consecuencia de ello anunció, en su primer comunicado oficial del Cuartel General, que en lo sucesivo los soldados enemigos que se comportasen como gánsters  serían tratados como tales. Jodl no hizo objeciones a esto; esperaba alguna declaración oficial británica que explicase y pusiese fin al incidente. En vez de ello, solo vino la negativa de que ningún prisionero hubiese sido tratado de ese modo.

- Hitler ordenó entonces a Jodl que redactase la orden para tomar represalias, lo que hubiera significado hacer efectiva la amenaza contenida en la comunicación del Cuartel General. Jodl se opuso a redactar dicha orden; Hitler le presionó, suscitándose entre ambos una violenta tensión. Se recibió entonces en el Cuartel General la noticia de haberse encontrado el cadáver de un miembro de la organización Todt en circunstancias muy extrañas. 

- Durante su interrogatorio, Jodl hizo resaltar más de una vez la provocación del enemigo, mencionando un truco de mala fe utilizado últimamente por los comandos, que consistía en tener oculto un revólver bajo el sobaco, de tal modo que disparaba automáticamente cuando el portador del mismo -en señal de que se rendía- levantaba sus manos. 

-  El hombre que tan tenazmente supo defenderse era indudablemente una personalidad más formidable que Keitel, y desde su puesto de menos importancia resistió a las demandas irrazonables de Hitler con mayor fortaleza de espíritu que el mariscal de Campo. También en Nuremberg resultó ser el que mejor supo comportarse ante los ataques fiscales. Pero lo que tanto Jodl como Keitel tenían en común era su aptitud para obedecer una demanda irrazonable una vez no atendidas sus objeciones. Habían nacido para obedecer órdenes. 

   Por lo que sus compañeros de prisión pudimos comprender de las ilaciones legales de su caso, esperábamos que Jodl no fuese considerado culpable. Sin embargo, el veredicto contra él fue: "Culpable en los cuatro puntos de la acusación."

Papen proporciona instrucción histórica

- Papen puso en el acto condiciones que irritaron mucho a Hitler. El partido debía castigar públicamente a Habitch, el hombre responsable del putsch contra Dolfuss, y le pidió además  una promesa por escrito de que la política del Anschluss se siguiese en adelante de modo más voluntario y sin demostración de fuerza. Ambas condiciones fueron aceptadas. Yo mismo recuerdo que unos días después el doctor Goebbels se mostraba muy excitado en el círculo de sus colaboradores ante estas condiciones de chantajista con Hitler. 

- Este hombre gozaba en Turquía de un extraordinario respeto, que tuve ocasión de comprobar personalmente. Con motivo de un viaje mío de servicio a Turquía, en 1943, me invitó Franz von Papen a comer con él en un hotel de Estambul. El comedor estaba lleno de extranjeros, todos los cuales se levantaron espontáneamente de sus asientos, permaneciendo de pie hasta que el embajador alemán se sentó. Sorprendido, pregunté a mi anfitrión por las causas de semejantes honores, no concedidos usualmente a diplomáticos extranjeros y menos a uno alemán en aquella difícil época.

   Entonces Papen me contó una historia. Dos hombres, reconocidos más tarde como bolcheviquistas, se comprometieron en atentar contra él. Al intentar cruzar la calle donde tenía su casa en Ankara, se le cruzaron esos dos individuos con dos bombas, una fumígena, la otra de materia explosiva. Por equivocación lanzaron la primera contra Papen, estallando la peligrosa entre las manos de los atacantes, que resultaron alcanzados. Cuando el embajador pudo distinguir lo que había ocurrido a su alrededor, vio a uno de sus agresores tendido en el suelo bañado en sangre. Se le acercó entonces un reportero de la Agencia Anatolie, que se encontraba situada en las proximidades. Éste se hizo cargo rápidamente de la situación y dijo: "Excelencia, ha tenido mucha suerte", contestándole Papen: "¿Cómo? ¡Allah me ha protegido!" Esta frase corrió por todo el país y le ganó los corazones del pueblo turco, lo mismo que su hábil política le había proporcionado la simpatía del Gobierno. 

Speer salva las fábricas de Europa

- "Si Hitler hubiese sido capaz de tener amigos, me habría gustado ser uno de ellos."

- La fabricación de armas de todas clases se incrementó a pesar de los raids aéreos sobre Alemania, hasta finales de 1944. Mientras las ciudades del Reich se derrumbaban en ruinas por los bombardeos, continuó saliendo de las fábricas un torrente cada vez mayor de material de armamentos. Se trabajaba entre escombros y hasta debajo de tierra, en galerías y sótanos, en tanto pudieron seguir funcionando las máquinas. Solo en el año 1944 produjo Alemania el equipo completo para 130 divisiones de infantería y 40 divisiones acorazadas. Sin los ataques aéreos, se hubieran elevado esas cifras un 30 por 100 más. Fue interrogado Speer por el máximo de producción mensual alcanzado durante toda la guerra, contestando que para municiones fue agosto; para aviones, septiembre, y para submarinos, así como nuevas armas, diciembre de 1944. Pero todo este tremendo esfuerzo quedó casi en su totalidad anulado, cuando desde el 12 de 1944 los ataques de la aviación aliada se dirigieron principalmente contra las refinerías de petróleo. La producción se redujo entonces en un 90 por 100, lo que trastornó por completo las facilidades de transporte para la distribución de las nuevas armas producidas. 

- En su declaración hizo constar su resistencia a cumplimentar la política de "tierra calcinada", de Hitler tenía el consentimiento tácito del general Jodl. Este jefe abarcaba desde su alto puesto una vista de conjunto bastante exacta de todo lo que ocurría en la zona del frente en retroceso. Estaba enterado de la desobediencia de Speer y guardó silencio. 

- Narró Speer la historia de su separación de Hitler, a mi modo de ver no como descargo a su favor ante el tribunal, sino como una justificación ante la Historia, y como medio de evitar la propagación de una leyenda de Hitler. Speer dijo "Aquí había también un código de honor que defender", dando a entender que, a veces, es deber del hombre responsable ignorar órdenes y obrar conforme a su propia conciencia. 

- Poco antes de la terminación de la guerra sintió la necesidad de volver a Hitler. Quizá esperaba, arriesgando así su propia vida, impedir lo que él consideraba a todas luces como las últimas manifestaciones a un loco. Voló en helicóptero a Berlín, aterrizando en la puerta de Brandeburgo, ya al alcance de la artillería soviética. Hitler le dio la bienvenida, pero se negó a hablar de la situación política. En vez de ello, despidió cordialmente a este colaborador, que durante años había puesto a su disposición todo su saber y energías hasta que reconoció que el jefe del Estado vulneraba lo que él mismo había establecido como axioma en su libro Mein Kampf: "Es el deber supremo de un jefe de Estado conservar lo sustancial en su pueblo."

- Indudablemente sabía Hitler que Speer estaba actuando en contra de su política de última hora. Solo así se explica el hecho de que no figurase el nombre de Speer en la relación de ministros dada a Dönitz con su nombramiento como sucesor de Hitler. Tampoco cabía dudar que Hitler sufría por entonces de manía persecutoria, echando la culpa de la catástrofe a la traición de  sus subordinados, mandando fusilar o ahorcar a cualquiera de cuya deslealtad sospechase, incluyendo a su propio ayudante y cuñado Fegelein. Con todo, no se metió con el único hombre que tuvo el valor de ponerse frente a él antes que pasarse secretamente al campo contrario. 

- Salió al paso afirmando que la mayoría de las historias respecto al maltrato de trabajadores extranjeros eran una pura invención, elogiando los sinceros esfuerzos de Sauckel en favor de los hombres a él encomendados. Añadió que había visitado innumerables fábricas, confirmando que en ellas se hacía todo lo posible para mejorar las condiciones de los extranjeros en el Reich. Si en algunos casos esas condiciones no habían sido satisfactorias, ello fue, principalmente, debido a los efectos de la guerra, especialmente a los bombardeos aéreos aliados. 

El misterio que rodeaba a Bormann

- Hess, que fue siempre un buen hombre soñador, un idealista lleno de fantasía, sabía bien poco del alcance de sus poderes. En cambio, Bormann no solo conocía la extensión de los mismos, sino que sabía cómo utilizarlos.

- En todos los testimonios presentados en Nuremberg se señalaba una característica común: casi todas las órdenes dictadas por el Gobierno nazi habían pasado en algún momento por la mano de Bormann. Por eso, no puede sorprender que en estos casos recayese sobre el ausente una gran parte de la responsabilidad. Fue él quien insistió en un trato riguroso para determinados grupos de trabajadores extranjeros; el que prohibió funerales decorosos para los prisioneros rusos; el que tomó la iniciativa de ser transportadas del Este hasta medio millón de criadas; quien separó grupos de prisioneros de guerra de la administración del Ejército y los traspasó a Himmler. Su firma aparecía en la orden de entregar a la furia del populacho a los aviadores enemigos salvados en paracaídas. 

- Bormann era el creador y jefe de la Volksturm, y más todavía: el responsable, en gran parte, de la orden de deportación de los judíos. Había también muchas referencias de que estuvo presente en la reunión en que Himmler y Heydrich recibieron órdenes para la"solución final2 del problema judío.

- Yo ví a Martin Bormann, por última vez, el 1 de mayo de 1945, hacia las ocho de la noche, cuando realizaba un esfuerzo desesperado para escapar de Berlín. Un testigo, el chófer Kempka, dijo que unas pocas horas después, en un sitio al norte de la estación de Fiedrichstrasse, le vio caer al estallar un tanque, detrás del cual había buscado protección contra las granadas enemigas.

- Mientras el cadáver de Goebbels fue encontrado y fue demostrada, sin lugar a dudas, la muerte de Hitler mediante la identificación de los huesos, se carecía de todo indicio relativo a Bormann. 

- Göring comentó que muerto o vivo un hombre de la categoría de Bormann debió haber atraído la atención de los rusos, aún en el infierno de los últimos días de Berlín. Göring consideraba a Bormann capaz de cualquier doble juego político, pero hay que admitir que no era en modo alguno imparcial, ya que Bormann había hecho todo lo posible para que fuese fusilado. Otros, que conocían bien a Bormann, le consideraban incapaz de una traición premeditada con bastante antelación y afirmaban que la devoción incondicional por Hitler era el único rasgo claro en el carácter impenetrable de este individuo. Sin embargo, encontré suficientes testimonios que me llevaron a pensar que en la última fase de la lucha, Bormann debió sentir ciertas simpatías y respeto por los rusos. Muchos alemanes, con razón o sin ella, estaban desengañados, pues las potencias del Oeste, aun después de la invasión de Alemania del Este, continuaron sus ataques contra nosotros, sin aceptar ninguna oferta de capitulación, y sus últimos ataques aéreos solo sirvieron para matar a ciudadanos indefensos. 

Una ducha de agua fría

- Lo que más nos desengañó fue el no notar diferencia alguna, excepto en el tono, entre los fiscales de Occidente y los rusos. Todos aparecían igualmente decididos a ignorar los resultados de las pruebas presentadas. La acusación parecía resuelta a señalar la culpabilidad de todos los acusados. 

- Göring, durante los intervalos en los discursos, comentaba riendo las parcialidades que en esta última etapa del proceso volvían a surgir. Veía en ellas la prueba de no ser éste un proceso normal, sino político, en el que no podíamos esperar nada, sino un trato hostil. En estos días se vinieron abajo las esperanzas que los elocuentes abogados habían logrado despertar aquí o allá.

Palabras finales

- Un domingo me encontré solo en el patio de la prisión con Keitel. Los otros presos habían salido ya formando dos grupos, siendo nosotros los últimos. Era un día soleado; a través de las altas ventanas de la iglesia de la prisión salían las tonalidades del órgano, que acentuaba la paz que reinaba en el patio. Apenas se notaba el ambiente de prisión. De pronto Keitel se puso a dar vueltas alrededor de un trozo de césped, vigilando ansioso el sitio donde se encontraban los guardianes. Me dio la sensación de que estaba proyectando hacer algo prohibido, aunque su manera de proceder era tan torpe que acabaría por despertar la atención de los guardianes. Me acerqué a él y le dije al oído: "De prisa, de prisa, decídase". Después de haber avanzado unos pasos me volví, viendo cómo se inclinaba y cogía rápidamente una cosa. "Mire -me grito despreocupado-, un trébol de cuatro hojas. ¿Cree usted que me traerá suerte?"

   Uno de los guardianes se acercó y se lo quitó. Estaba prohibido pararse o inclinarse, y con mayor rigor el coger algo del suelo. Había sucedido más de una vez que un preso que se había inclinado para coger algo fue desnudado y sometido a un riguroso examen de su cuerpo. 

- El único que, como siempre, actuó por su cuenta fue Rudolf Hess. Había dicho en un principio a su abogado que no deseaba hacer declaración alguna, diciendo posteriormente lo mismo a Göring. Sin embargo, cuando le llegó su turno para hablar nos sorprendió a todos levantándose, sacando algunas hojas de papel de su bolsillo y comenzando a leerlas. Al principio sus palabras tenían sentido e hizo algunas críticas razonables del procedimiento seguido por el tribunal, pero pronto prescindió de su manuscrito y comenzó a fantasear. Habló de los ojos de aquellos que le habían custodiado durante su estancia en Inglaterra, en cuyas miradas siniestras pretendía haber descubierto un misterio extraño. Más de una vez había anunciado su propósito de revelar ese misterio, pero nunca había sido capaz de concentrar sus pensamientos durante tiempo suficiente. Continuó pronunciando algunas palabras sin sentido alguno, volviendo a veces a aquellos ojos misteriosos y siniestros. 

   Era una exhibición penosa y dolorosa para todos nosotros. Göring, que se sentaba al lado de Hess, intentó persuadirle por señas que se sentase, y como esto no surtiese efecto, le tiró de la manga murmurándole: "Cállese, cállese." Pudo oírse perfectamente su murmullo a través del amplificador, pero Hess no cedió y continuó hablando. 

Final

- Terminada la comida aquellos que tenían que esperar todavía sus sentencias fueron conducidos a una habitación próxima. Me encontraba junto al ascensor, que cada mañana acostumbrábamos a tomar para ascender al banquillo de los acusados, cuando Göring  pasó solo, acompañado del guardián correspondiente, entrando en el ascensor.

   Unos minutos después percibimos de nuevo el ruido de la puerta del mismo por encima de nosotros. El ascensor descendió y Göring salió de él. Estaba encadenado. 

   Cuando me vio, se me acercó, permitiéndolo el soldado que sostenía su cadena. El preso cogió mi mano y me dijo en tono despreocupado y amistoso: "Celebro mucho que haya sido absuelto. Teníamos algo de juicio equivocado respecto a usted."

   No pude pronunciar palabra alguna respecto a la cuestión que tenía en la punta de la lengua. No me atreví a preguntarse sobre su sentencia y él no dijo nada. Más tarde me enteré que cuando me habló hacía solo un minuto o dos que había oído su sentencia de ser ahorcado. 

   Se separó de mi, saludo con la cabeza a los otros y fue llevado a su celda.

   Los tres absueltos también volvimos aquella tarde a la prisión. Nuestras celdas en el piso bajo quedaron libres y fuimos instalados de momento en el piso alto de la prisión, donde quedaron abiertas las puertas de nuestras celdas. 

- Cuando salimos de la sala donde se había celebrado la conferencia de Prensa, vino a nuestro encuentro el doctos Dix, el abogado de Schacht, el cual nos dijo que el edifico estaba rodeado de policía alemana y que seríamos detenidos tan pronto nos soltasen los americanos. Tuve entonces la sensación de haber sido sacado de un drama y propuesto para actuar en una farsa.

   Se nos aconsejó no salir del edificio, sino esperar desarrollos ulteriores. El coronel Andurs se ofreció para que pasásemos allí la noche, pero nos pidió que firmásemos una declaración en que hiciésemos constar que permanecíamos temporalmente y por nuestra propia voluntad en la prisión. 

   Este proceso hubo de repetirse durante tres noches seguidas porque la situación seguís siendo confusa. El viernes por la mañana, sin embargo, sentí que no podía seguir tolerando por más tiempo este juego del escondite bajo protección americana, decidiéndome a pedir mi inmediata libertad, en lo que se unió a mi el doctor Schacht. 

- En la tarde de mi primer día de "libertad" se estableció un convenio entre cuatro partes: el Gobierno bávaro, representado por un funcionario del ministerio especial encargado de estos asuntos: el jefe de la policía civil de Nuremberg, el presidente del parlamento de desnazificación doctor Sachs y yo. Conforme a las cláusulas de este acuerdo, se me concedía libertad de movimientos dentro de Nuremberg, comprometiéndome, en cambio a no salir de la ciudad. Yo cumplí mi compromiso, los otros no lo hicieron. Al siguiente día, un agente de la policía secreta me siguió siempre que salía de casa y poco después fueron puestos guardianes permanentes en mi habitación. Durante la noche, un guardián uniformado se situaba enfrente de la casa, vigilando mis idas y venidas. Era un cautiverio sin rejas, pero no por eso menos desagradable. Siempre que protestaba por ello, se me decía que esas medidas se habían tomado para protegerme, aunque no logré saber de quién tenía yo que ser protegido. La farsa que ello representaba me alteró los nervios.

- Aun después de esto, nadie sabía cuándo tendrían lugar las sentencias de muerte. En la noche del 15 de octubre me invadió una irresistible intranquilidad. Tenía la certeza de haber llegado a la última hora de los once condenados, y sin conocer los detalles presencié, en cierto modo y con extraña claridad, los acontecimientos desarrollados aquella noche. Anteriormente había experimentado  una sensación similar en mi vida: cuando en la prisión de Moscú di a un compañero preso una exacta descripción de su hogar y familia sin haberlos nunca visto. en la ocasión actual podía haber actuado de puente de enlace establecido durante meses con las vidas de los once condenados.

   No pudiendo dormir en toda la noche, me levanté alrededor de las cinco de la madrugada y me senté, vestido, a la mesa. De pronto llamaron a la puerta y penetraron tres oficiales americanos, que me sometieron a un verdadero interrogatorio. Querían saber qué medios para suicidarme había tenido ocultos en mi celda durante mi reclusión. 

- Media hora más tarde, la pequeña habitación estaba llena otra vez de visitantes: eran corresponsales de prensa. Me dijeron que Göring se había suicidado poco antes de ser ahorcado. El guardián ante su celda notó movimientos extraños en el preso y le oyó quejarse. Sin abandonar su puesto, avisó al coronel Andrus. Éste acudió en seguida y ordenó que fuese abierta la puerta de su celda. Dentro encontró, muriéndose, al en su día mariscal de Campo. En sus manos tenía una carta dirigida a Andrus. 

- A mi me visitó también el único periodista que había entrado en la celda del mariscal de Campo inmediatamente después de su muerte. Era un inglés, que se encontraba en la oficina de la prisión cuando, hacia la medianoche, el informe del vigilante llegó al coronel Andrus, y me describió cómo, en compañía del primer ministro bávaro, estuvo contemplando el cadáver. Un proyector alumbraba desde el exterior la miserable habitación, en la que Göring había conseguido sustraerse al verdugo enemigo. De pronto, el ministro bávaro, apretando los dientes, murmuró: "El miserable, aun muerto, debía ser colgado." El inglés respondió, según él mismo me contó, con estas palabras: "Solo ustedes, los alemanes, pueden odiarse entre si de este modo."

- Después vino un americano, el clérigo de la prisión. Las sensaciones experimentadas aquella noche le habían transformado. Hablaba en voz baja y muy despacio.

   Este sacerdote había visitado en sus celdas a cada uno de los condenados a muerte, permaneciendo junto a ellos mientras eran encadenados. Les había acompañado por el corredor, bajado con ellos los diez escalones de la escalera de piedra y recorrido el par de metros hacia la izquierda hasta el gimnasio. No se separó de ellos hasta el cadalso, esperando que dijesen sus últimas palabras y arrodillándose después a su lado. Juntos los dos hombres rezaron el Padrenuestro, mientras el verdugo se acercaba con el capirucho y la soga. El amén era dicho solo por el sacerdote, ya que mientras tanto el verdugo había abierto la trampa. 

- Ribbentrop había conseguido dominar su nerviosidad. Después de la muerte de Göring le correspondía a él abrir la macabra procesión; puede que esto fuese lo que le dio ánimo. 

   Keitel había notado ya antes de la medianoche un ruido desacostumbrado en los corredores de la prisión y preguntado al guardián de turno delante de su celda si había llegado la hora. Como el hombre no le contradijese, se dio por enterado. Se visitó con tranquilidad, hizo su cama, arregló la celda y, pidiendo una escoba y un paño de polvo, la limpió. Entonces dijo a su guardián: "Le doy las gracias por haber podido dejar todo en orden."

   Streicher fue el único que se descompuso en el último momento, gritando a los que presenciaban su muerte que también les esperaba un fin semejante. 

   Frank pareció anhelar la muerte. Sauckel logró dominar su miedo en la horca decisiva. Jodl apareció normal y casi alegre, no deplorando su suerte sino la de los que dejaba tras él. 

- Göring esperaba ser depositado en Nuremberg en un sarcófago de mármol, pero se equivocó. Su cadáver, junto con los de otros ajusticiados, fueron sacados de la ciudad por oficiales americanos, que habían decidido mantener un silencio absoluto sobre sus acciones, e incinerados en un lugar desconocido, aunque algunos observadores casuales pretenden saber que para este propósito fue utilizado el crematorio de Munich. Las cenizas de los once fueron después arrojadas al río Isar, aunque tampoco se conoce el sitio preciso de ello. 

   Pero no estaría justificado el proceso del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, si se pretendiese ver su definitivo alcance en la supresión de doctrinas heréticas con la desaparición de las cenizas de sus adeptos, suponiendo en él un celo propio de la Edad Media. Su objetivo fue más allá. La misión histórica, que señaló la pauta para su trabajo, estuvo concretada en esta frase: "¡Ay de los agresores!"

   Si todavía hoy puede percibirse como eco indiscutible de Nuremberg la máxima: "¡Ay de los vencidos!", esto constituye más bien una tragedia para toda la humanidad que una acusación para tal o cual partido del pasado proceso. Una tercera guerra mundial no puede ser evitada por la amenaza de algún nuevo Tribunal Militar Internacional al final de la misma, y el hecho de que la iniciales I.M.T. estén escritas en caracteres griegos o cirílicos servirá de poco para la crueldad y devastación con que sea llevada a cabo. 

   Por eso se debía indagar, sin consideración de jueces y fiscales del ayer, qué es lo que sucedió en Nuremberg para apartarse del camino que conduce a un futuro de paz. Por esto radicó, en primer lugar, en el Estatuto del Tribunal, que sólo estableció como jueces a individuos pertenecientes a las potencias victoriosas y a ninguno de las vencidas o, por lo menos, de las neutrales, y a los que sólo permitió enjuiciar los crímenes de guerra de los vencidos. Quien pretende crear un poder supremo del Derecho debe también someterse a él, especialmente cuando se trata de hechos fácilmente compresibles objetivamente. 

   En segundo lugar, aquella desviación ocurrió en el momento en que en la cuestión de la culpabilidad de guerra sólo se valoraron ocasiones y no causas. Ciertamente, el I.M.T. hizo el ensayo de analizar la complicada estructura del mundo moderno a base de conceptos jurídicos, si bien solo con los medios insuficientes de un tribunal unilateral de vencedores. Con todo, deben ser bien acogidas estas experiencias para no desperdiciar la lección, si alguna vez se tuviese que constituir otro tribunal internacional.

   Aparte de lo expuesto, no satisface la idea de que la cuestión de la culpabilidad en una guerra solo debe ser exigida cuando ya se han cerrado los millares de tumbas de sus víctimas. 

   Si realmente queremos aprender del pasado, debe establecerse desde ahora un tribunal supremo verdaderamente imparcial, no para esperar que se comentan crímenes de guerra contra la humanidad, sino con sus facultades desde este momento para impedir las propias causas del mal.