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Los Reyes Católicos y los judíos (quinta y última parte)



31 de marzo de 1492

En la tradición historiográfica judía se ha conservado conciencia de que la decisión de expulsarlos de España estaba tomada desde mucho tiempo antes, pero que se esperó hasta el fin de la guerra de Granada para no privarse de los beneficios económicos que se estaban obteniendo. Menos verosímil es otra versión que pretende que Isabel, muy presionada por Torquemada, era muy partidaria de la medida, pero que costó trabajo convencer a Fernando. La documentación conocida no permite sostener tales diferencias; marido y mujer aparecen, en este asunto, absolutamente unánimes. Ambas noticias quedaron después envueltas en muchos relatos fantásticos y legendarios. Pero subsiste el hecho de que, generación tras generación, el odio a la memoria de Isabel se ha conservado incólume y sin variaciones apreciables. Los cronistas cristianos se limitan a decir que el rey y la reina, movidos por el convencimiento de que se hallaba en peligro la fe, decidieron firmar el decreto. 

Tras las investigaciones de Maurice Kriegel y otros historiadores muy recientes, se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que el texto del famoso decreto fue redactado por Torquemada. Luego, por su propia autoridad, el inquisidor general amplió el plazo que se diera para la salida a fin de cubrir la diferencia entre la firma y la publicación. Fue pregonado en Granada el mismo día 31 de marzo, pero en otros lugares del reino transcurrió cierto tiempo antes de que se diera a conocer. La cancillería aragonesa lo registró por tratarse de un documento que afectaba también a los reinos de la Corona. 
A fin de asegurar la legalidad de la medida se establecían en el decreto las tres siguientes condiciones:

  1. Se había comprobado la existencia de dos delitos sociales cometidos por los judíos y de consecuencias muy graves: usura y herética pravedad. Los medios empleados para combatirlos habían resultado hasta entonces ineficaces, por lo que no existía otro recurso que eliminar la fuente de la que procedían. 
  2. Se otorgaba un plazo de cuatro meses antes de hacer efectiva la salida, considerado como tiempo suficiente para tomar una decisión: los que recibieran el bautismo o retornaran con propósito de recibirlo, quedaban integrados en la comunidad del reino sin diferencia alguna. 
  3. Reconocimiento de la plena propiedad y disponibilidad de todos sus bienes, muebles e inmuebles, sometiéndose desde luego a las leyes del reino que prohibían la salida de oro, plata, caballos y armas; de modo que podían llevar su capital en letras de cambio o en mercancías de libre circulación. Esa segunda opción resultaba ventajosa para quienes tenían posibilidades de comerciar. Ninguna de estas cláusulas se habían aplicado en anteriores expulsiones -Inglaterra, Francia, Austria-, ni tampoco en las persecuciones religiosas y antisemitas cercanas a nosotros. 

Como en la aplicación del decreto y en otras disposiciones posteriores se especificaron con detalle las ventajas que acompañaban a la conversión -entre otras, la de quedar a salvo de cualquier acusación inquisitorial-, es evidente que el objetivo perseguido era la erradicación del judaísmo y no la salida de los judíos. Recurriendo al absurdo podríamos llegar a decir que si todos los miembros de la comunidad hubiesen optado por el bautismo, no podríamos hablar de expulsión. Pero la comunidad judía española, víctima de persecuciones y violencias, se había depurado adquiriendo firmeza en la fidelidad a su religión. La respuesta, por tanto, iba a enderezarse por caminos distintos. 

Como los otros altos dirigentes, siguiendo el ejemplo de Seneor y del rabí Mayr, se bautizaron, Isaac Ben Judah Abravanel se encontró al frente de la comunidad y un poco responsable de la misma. Los reyes le mostraron su favor otorgándole condiciones muy especiales -un finiquito de todas sus deudas y una licencia singular para sacar oro y plata procedentes de sus bienes- que habrían de permitirle alcanzar con sus hijos, una holgada posición en Italia, conservando incluso condiciones de interlocutor válido tras el destierro. Años más tarde, cuando vivía fuera de España, reveló a sus amigos y parientes que durante su estancia en Santa Fe, aclarando las cuentas, había efectivamente negociado un permiso de residencia de algunos años más, pagando por él. De ahí nació la leyenda de que, advertido Torquemada, se presentó éste ante los reyes y arrojó sobre la mesa un crucifijo recordando que Judas había vendido a Jesús por treinta monedas y ellos iban a hacerlo por treinta mil. Las novelas suelen tener un fondo real. 

Importa mucho recoger aquí la exposición de motivos con que comienza el decreto, ya que constituye la “versión oficial” acerca de todo el proceso. No tenemos que recurrir a suposiciones, pues sabemos cómo enfocaban el asunto los autores de la declaración. Toda ella tiene un contenido religioso de acuerdo con las tesis de los inquisidores. Los Reinos se hallaban bajo la gravísima amenaza de la “herética pravedad”; si no se eliminaba, llegaría a destruir a la sociedad cristiana. Los motivos de las Cortes de Toledo para imponer una radical separación se fundaban en que la convivencia favorecía “el mayor de los crímenes y más peligroso y contagioso”, pues “se prueba que (los judíos) procuran siempre por cuantas vías y maneras pueden subvertir y sustraer de nuestra santa fe católica a los fieles cristianos”. De este modo quedaba establecido el principio de la maldad congénita del judaísmo y de quienes lo practicaban. 

Hasta aquí la exposición de los motivos. Inmediatamente después se pasaba a explicar las medidas adoptadas, de tal forma que pudieran sostener el principio de que se había procedido siempre de acuerdo con las leyes del reino. Los judíos, que no eran parte del mismo y, por consiguiente, entraban en la categoría de simples moradores, dispondrían de cuatro meses para preparar y efectuar su salida, la cual podían evitar únicamente dejando de ser judíos para convertirse en cristianos. Se les garantizaba la libertad personal y la disponibilidad de bienes por medio de un seguro real, el más fuerte que las leyes contemplaban. 

¿Creyeron los Reyes Católicos que, dadas las condiciones indicadas, muchos judíos iban a optar por el bautismo? Imposible dar una respuesta. Lo único que conocemos con certeza es que, durante los cortos meses hasta la salida, hubo intensificación en las predicaciones, de acuerdo con el programa lulliano. Se conserva un documento muy significativo, que se refiere a las aljamas de Torrijos y Maqueda: el licenciado Luis de Sepúlveda, en nombre de los reyes, prometió a quienes se convirtiesen la exención de impuestos durante varios años y la salvación absoluta respecto a cualquier proceso inquisitorial. A los judíos importantes que se bautizaron servían de padrinos los propios reyes o los grandes de la Corte, proporcionándoseles además apellidos que permitían la inmediata adscripción a la nobleza. Así Abraham Seneor pasó a llamarse Fernando Núñez Coronel, fue regidor de Sevilla, miembro del Consejo Real y tesorero mayor del Príncipe de Asturias; su yerno, Mayr, tomaría el nombre de Fernando Pérez Coronel. Se procuró una integración de los neófitos, de acuerdo con su nivel, en la sociedad cristiana. 

Es absolutamente imposible conocer el número de los que se convirtieron o cuántos regresaron para ser cristianos después de la salida. A estos últimos otorgaron los reyes una condición: podían recuperar todos los bienes que hubiesen vendido pagando por ellos exactamente la misma cantidad que percibieran. Era importante ya que muchos especuladores se habían aprovechado de los apremios de la expulsión. Algunos conversos acudieron en ayuda de sus parientes haciéndose cargo de sus propiedades para venderlas luego con tranquilidad, sin malbarato. De todo tenemos noticia, pero sin la posibilidad de convertirla en cifras. Tampoco estamos en condiciones de conocer cuántos se fueron. Los historiadores judíos tienden a exagerar el número: las cifras imaginadas por Netanyahu no resisten el menor análisis. Itzhak Baer, utilizando noticias de Bernáldez, calcula el número de residentes en España en 200.000, de los que se habrían bautizado 50.000, saliendo en consecuencia 150.000; pero esto también resulta excesivo si se tienen en cuenta datos cronísticos de la salida hacia Portugal y Navarra o de los embarques a Marruecos e Italia que se cuentan por centenares. De acuerdo con los datos fiscales, había en Castilla unos 15.000 hogares judíos, aun atribuyéndoles coeficientes muy altos, es imposible que superasen los 80.000 individuos. Al sumar a éstos los residentes en la Corona de Aragón, nos encontramos con un techo de 100.000. Miguel Ángel Ladero piensa que debe rebajarse esta cifra y seguramente tiene razón. Es indudable que la mayoría prefirió el dolor del exilio a la conversión. 

La salida tuvo el tono de un exilio bíblico; era España la nueva Misraim; se entonaron los cantos del destierro y se desplegó el apoyo solidario. La mayor parte de los judíos cruzó la raya de Portugal, donde su estancia quedó limitada en tiempo y espacio. Unos pocos se refugiaron en Navarra desde donde hubo un permiso para viajar hasta los puertos mediterráneos. Los que llegaron a Marruecos fueron objeto de increíbles vejaciones. De modo que los que corrieron mejor suerte fueron los que pudieron instalarse en Italia -nunca se expulsó a los judíos de los Estados Pontificios- y sobre todo en el Imperio turco y Próximo Oriente, identificándose a sí mismos como sefardíes, una palabra que significa solamente españoles. Han conservado, hasta hoy, una lengua derivada del antiguo castellano, con fuertes intrusiones turcas y eslavas, que se conoce como “ladino” (latín). 

Algunos testimonios fehacientes nos ayudan a comprender cuál era el sentir de la época. Escribe el cronista Andrés Bernáldez, que los vio pasar: “ved qué desventuras, qué plagas, qué deshonras vinieron del pecado de la incredulidad”. De modo que las desdichas de los judíos eran consecuencia de su empeño en permanecer en su fe. Los maestros que formaban el Claustro de la Universidad del Estudio General de París se reunieron para redactar una felicitación a los monarcas españoles que habían decidido, al fin, adoptar la “sabia medida” que sus propios reyes tomaran un siglo antes. En Roma el papa Alejandro VI ordenó celebrar fiestas corriendo toros al uso de su tierra. 

Los Reyes Católicos y los judíos (cuarta parte)


Cómo se llegó al decreto. 

Asumamos ahora el punto de vista de los inquisidores, pues es importante tener en cuenta las opiniones de ambas partes para comprender este delicado proceso. Con el paso del tiempo se recogían más y más datos acerca de la profundidad y extensión del delito que catalogaban como “judaizar”. De acuerdo con los denunciantes y testigos, que eran creídos, millares de conversos o de descendientes de éstos habían vuelto en secreto al judaísmo, haciéndose circuncidar, observando escrupulosamente las fiestas, ritos y prescripciones dietéticas, conservando sus libros y bebiendo doctrina en el Talmud.  Llegaban de este modo a la conclusión de que esta reconversión al judaísmo era posible porque, amparadas por los reyes que las habían declarado bajo su seguro, subsistían más de doscientas aljamas con sus sinagogas, escuelas, bibliotecas y rabinos correspondientes. Considerando el talmudismo como un mal peligroso, afirmaban, en consecuencia, que en las juderías se hallaba la fuente que debía ser secada. La medida adoptada en las Cortes de Toledo, radical separación entre los barrios, no daba los frutos que se esperaban. Torquemada y los inquisidores por él nombrados entendieron que se les había encerrado en un círculo vicioso: se les pedía que limpiasen la sociedad cristiana de adherencias judías, mientras que se cubría con un velo de protección al propio judaísmo. Término de llegada de todo este razonamiento era que su tarea no podría dar fruto hasta que no se prohibiese la práctica del judaísmo. 

El primer paso lo dieron los inquisidores de la primera hora, Morillo y San Martín, cuando el 1 de enero de 1483 cursaron órdenes para que fuese pregonado en todos los lugares de la diócesis de Sevilla, Cádiz y Córdoba un decreto que daba a los judíos residentes en ellas un plazo breve y perentorio para que saliesen de ellas. Evidentemente, los inquisidores no tenían poderes para adoptar una medida semejante, por lo que se hizo necesaria la intervención del Consejo Real, que actuaba en nombre de los monarcas: este organismo se limitó a confirmar el decreto inquisitorial puntualizando únicamente que, en su salida y en los nuevos lugares de residencia, los judíos estarían en las mismas condiciones de amparo hasta entonces reconocidas. Muchos de los afectados por esta disposición creyeron que se trataba de una medida provisional, y que serían autorizados a regresar cuando las actuaciones inquisitoriales hubiesen concluido. 

Hubo, pues, una primera expulsión limitada a Andalucía, que comenzó a ejecutarse precisamente en Sevilla, donde en el verano de 1484 ya no quedaban judíos. El Barrio de Triana fue repoblado por cristianos, y el Corral de Jerez, última residencia, quedó disponible para otros usos. Las últimas aljamas andaluzas, en Moguer y en Córdoba, se extinguieron en 1485 o, a lo sumo, en 1486. No había juderías en el reino de Granada, excepto esa de Málaga, cuyos miembros, prisioneros de guerra, fueron rescatados y repartidos entre las aljamas castellanas. Durante la guerra aparecen mencionados algunos judíos: se trataba de residentes en otras partes del reino que tenían negocio de suministros a las tropas y a los que se daba permiso especial que no implicaba el restablecimiento del culto judío. 

Esta primera expulsión, que no parece haberse acompañado de las exhortaciones al bautismo, se ejecutó bajo condiciones que habrían de mantenerse en 1492. Mientras tenía lugar, los judíos permanecían bajo seguro real, con libre disposición de todos sus bienes, muebles e inmuebles, estando autorizados  a dar poderes de venta a otras personas para evitar que los precios se envilecieran por la necesidad perentoria de vender. Casi todos los emigrantes se establecieron en las juderías extremeñas como si proyectaran conservar el contacto con los ámbitos de negocio a que estaban habituados. La referencia que se hace a este episodio en el decreto de 1492 -“quisímonos contentar”- da pie a la hipótesis de que los Reyes Católicos hayan concedido, en principio, como solución al problema, el establecimiento de dos zonas en sus reinos, una vedada y otra permitida a los judíos. Se trata de una mera hipótesis de base muy frágil. 

De todas formas, los inquisidores no iban a conformarse con soluciones a medias. Tras el asesinato de Pedro de Arbués, la orden de expulsión de los judíos, emanada del Santo Oficio, aunque contando con el respaldo de los reyes, fue aplicada en Zaragoza y Albarracín. Sectores muy influyentes en la Corte y en la Iglesia estaban llegando a la conclusión de que era preciso alcanzar la “solución final” por la vía recomendada desde el lullismo o por la que siguieron los otros monarcas cristianos. La mentalidad imperante en el siglo XV, cuando madura la primera forma de Estado, consideraba una anomalía la permanencia de dos o más religiones en un mismo territorio. Los nacionalismos incipientes señalaban la coincidencia en la misma fe, como explicaría más tarde Martín Lutero en una de sus principales obras, Discurso a la nobleza cristiana de la nación alemana. El propio Lutero, que al principio abrigó la esperanza de que los judíos se incorporaran a su movimiento acabó mostrándose implacable enemigo de ellos por el estorbo que significaban para esa unidad: cuius regio eius religio. Disponemos de textos que nos permiten conocer que Fernando e Isabel, en más de una ocasión, se expresaron en semejantes términos: la fe era un bien social de tanto valor que merecía se arrostrasen todos los obstáculos para salvaguardarla. Conocían los prejuicios económicos que la medida les iba a acarrear, privando al tesoro de sumas directamente aprovechables, pero los daban por bien empleados para conseguir un beneficio de tanta importancia. 

Se percibe alguna relación entre el término de la guerra de Granada y el decreto de expulsión. Para sostenimiento de aquella que había exigido de los judíos, que no podían tomar parte en la campaña, un castellano de oro al año por cada unidad impositiva. Se produjo ya entonces una importante reducción de la población judía en estos años, pues la estima, que en 1485 alcanzaba los 16.000 castellanos, descendió a 10.000 en 1488. Aunque las sumas atribuidas no obedecen a relaciones matemáticas de población, es indudable que nos hallamos en presencia de una inflexión demográfica. Pueden haber influido las conversiones, pero el factor esencial fue, sin duda, la emigración. Las presiones inquisitoriales indujeron a muchos judíos a marcharse. 

En la preparación del famoso decreto, que sería expresamente anulado el 16 de diciembre de 1968, como consecuencia del estatuto de libertad religiosa, dentro de la vía marcada por el Concilio Vaticano II, se tuvieron en cuenta determinadas condiciones para garantizar la legalidad de la medida. Los reyes, al suspender el permiso de residencia que de ellos dependía, otorgaron un plazo garantizado mediante el seguro real y reconocieron la disponibilidad absoluta de los bienes, lo que no se había otorgado en otros reinos. Prometieron una justicia rápida en los pleitos pendientes -es cierto que se había podido comprobar abundante número d sentencias favorables en el Consejo Real- y autorizaron la constitución de administradores que pudieran ocuparse de los inmuebles no vendidos antes de la salida. Pero la legalidad no es lo mismo que la legitimidad: se olvidaba que aquellas personas obligadas a escoger entre su fe o el destierro, eran las mismas que, durante siglos, ayudaran a construir aquella Monarquía que ahora les declaraba indeseables; por otra parte al existir la posibilidad de permanecer incólumes en su prestigio social y económico, ganando incluso posiciones si se bautizaban, se estaba ejerciendo una presión moral que invitaba a abandonar sus creencias. Aquí estaba la clave del planteamiento, tan difícil de entender desde el orden de valores actual; la fe cristiana era un bien absoluto que debía ser comunicado; la fe judía un mal merecedor de extirpación. 

Huimos, en este trabajo, de formular juicios de valor; pero resulta imprescindible explicar algunos aspectos que permitan entender en todos sus matices y hasta donde es posible la naturaleza del episodio. Ante todo debe señalarse el extremo rigor de las actuaciones. Los delitos que estaba detectando la Inquisición, que abarcaban también casos de brujería, sortilegios y nigromancia, se referían normalmente a prácticas religiosas heredadas que no pasaban de ser hábitos familiares: algunas personas fueron denunciadas porque no encendían el fuego los viernes por la noche o porque visitaban a sus vecinos en tono reconciliatorio el día de la Expiación (Kippur). Los procesos descubrían otro aspecto importante: al cabo de dos o tres generaciones eran muchos los que se mostraban arrepentidos de que sus progenitores hubiesen abandonado el judaísmo, de modo que trataban de recobrar su identidad. Circulaban noticias fantásticas como la que anunciaba el inmediato advenimiento del Mesías porque estaba concluyendo el tiempo del gallut a la que atribuía una pronta destrucción de la Cristiandad, nueva Babilonia, por el sultán de Constantinopla, que sería un nuevo Ciro. 

Los Reyes Católicos y los judíos (tercera parte)


Aparece Torquemada

El nombre de fray Tomás de Torquemada se identifica hoy con el de una persona siniestra. Los datos documentales que acerca de él poseemos no permiten, sin embargo, apoyar tal leyenda. Es posible que se le haya concedido más protagonismo del que realmente tuvo. Descendiente de conversos y sobrino de un famoso cardenal que escribiera un tratado en defensa de éstos y lograra mucho éxito en las negociaciones que permitieron resolver el problema de la revolución husita en Bohemia, goza indudablemente de la confianza de la Sede romana. En aquellos momentos era prior de santa Cruz de Segovia. No fue maestro conocido y, por consiguiente, no se señalan intervenciones doctrinales de importancia, pero se esperaba de él que se moviese en la misma línea que defendiera un famoso tío: lo importante no era castigar a los conversos por sus desviaciones, sino conseguir que permaneciesen firmes en la doctrina de la Iglesia. 

El 18 de abril de 1482 Sixto IV redactaría una bula con instrucciones precisas, estableciendo garantías para los conversos que no se habían dado en los primeros momentos y que estaban acordes con las leyes y costumbres de la Iglesia:

- Los inquisidores, respetando las normas del Derecho canónico, tenían que someterse a la autoridad de los ordinarios de cada lugar, los cuales debían ser puntualmente informados de todas las actuaciones. 

- Los abogados defensores de los reos tendrían conocimiento de los nombres de los denunciantes y testigos y de las pruebas por éstos aportadas.

- Una vez pronunciada la sentencia, los condenados tenían derecho de apelación a Roma, la cual tenía que ser admitida y cursada so pena de excomunión. 

- Los conversos que hubiesen sido absueltos por los ordinarios de cada lugar, cumpliendo la penitencia conveniente, no podrían ser juzgados por los inquisidores.

- Del mismo modo los reconciliados -el acto en principio era estrictamente privado- podían hacer público su perdón, convirtiéndose así en escudo contra las denuncias. 

No cabe duda de que con esta bula se restablecía una considerable parcela de justicia, de acuerdo con la doctrina de que la Iglesia era custodia. Fernando la rechazó, escribiendo a Salvio Casseta que de ninguna manera estaba dispuesto a admitir salvo a aquellos inquisidores por él recientemente nombrados. Esto nos obliga a introducir una importante rectificación a la noticia que suele incluirse en los libros de texto: no fueron los reyes sino la Sede romana -o la Orden de los dominicos- quien introdujo el nombre de Torquemada. 

El gobierno de Torquemada

En aquella época la represión por motivos religiosos -pronto se sumarían a ella los protestantes- estaba considerada en toda Europa como deber primordial del Estado. 

No han podido detectarse con precisión casos en que fuera aplicada la tortura.

Torquemada es el verdadero creador del Consejo de la Santa Inquisición, que se reunió por primera vez en Sevilla el 29 de noviembre de 1484. 

El primer auto de fe vallisoletano tuvo lugar el 19 de junio de 1489 con 18 ejecuciones, de las que algunas fueron solamente en efigie. Hemos de admitir, pues, que la que actualmente consideramos como “opinión pública” se manifestaba de acuerdo con los rigores de la Inquisición, sin que hayan llegado a nosotros criterios discordantes. A esto se acomodaron los reyes, aunque no puede decirse que intervinieran para estimular los odios y sí, en contadas ocasiones, para mitigarlos. 

Los Reyes Católicos y los judíos - Luis Suárez (Segunda parte)


La Inquisición nueva

Apareció, tras las conversaciones con el nuncio, la Inquisición, que se diferenciaba de la antigua en que no era mero procedimiento judicial. En octubre de 1477, Nicolás Franco había comunicado a Isabel la preocupación que el papa Sixto IV sentía a causa de los informes que estaba recibiendo acerca del problema de los conversos. Franciscano, el Pontífice compartía las preocupaciones de los mendicantes. A estas noticias se sumaron otros datos que los propios reyes recogieron durante su estancia en Sevilla; conocemos su reacción por un documento muy tardío, de 1507, ya muerta Isabel; en él Fernando, que se expresa en primera persona, justificaba el rigor de las primeras actuaciones inquisitoriales diciendo que si aquellas denuncias “nos las dijeran del Príncipe, nuestro hijo, hubiéramos hecho lo mismo”. Tenemos aquí un testimonio irrefutable acerca de uno de los aspectos fundamentales de la cuestión: Fernando e Isabel no parecen haber sentido la menor duda acerca de sus actuaciones que consideraban fruto del deber. La responsabilidad en este aspecto no ofrece la menor duda.

Estamos ahora en condiciones de saber cuáles eran las tres principales acusaciones que se formulaban contra los conversos, las cuales fueron absolutamente creídas. Esto no significa que debamos considerarlas verdaderas. Sirvieron de punto de partida para la dura persecución:

- Los conversos, cristianos únicamente de nombre, seguían practicando la ley mosaica, leyendo y obedeciendo el Talmud y guardando las fiestas y ritos propios del judaísmo. Rechazaban el dogma de la Trinidad y, consecuentemente, la divinidad de Jesucristo. Por eso evitaban la palabra de Dios, que les sonaba a plural, y la sustituían por “el Dio”. Despreciaban la virginidad y fomentaban toda clase de relaciones sexuales.

- Buscaban por todos los medios la acumulación de riquezas a fin de disponer de grandes fortunas que les permitiesen acceder a oficios desde los que fuese posible ejercer poder sobre los cristianos. 

- Estaban inclinados a la brujería. Eran muchos los cristianos ignorantes o malévolos que consideraban al Qabbalah -el alfabeto hebreo- como un libro de conjuros mediante los cuales se provocaba la intervención del Diablo. Las postrimerías del siglo XV fueron prolíficas en toda clase de supersticiones: brujos y astrólogos proliferaban en las Cortes de los príncipes; uno de los criados del arzobispo Carrillo fue condenado a la hoguera por brujería. Palancia afirma que el prelado se dejaba guiar por este tipo de supersticiones.

Las instrucciones que se entregaran a Nicolás Franco en Roma insistían en calificar tales delitos como síntomas de la mayor gravedad. En Sevilla se habló de la necesidad de recurrir el procedimiento inquisitorial como se había proyectado ya en época de Enrique IV. Pero los reyes se quejaron de la escasa eficacia del mismo, al encomendarse a dos obispos; era imprescindible que el Pontífice les otorgara facultad para escoger a los inquisidores fuera del ámbito de la autoridad dominicana -aunque ellos pensaban recurrir a frailes predicadores-, prestándoles en consecuencia todo el apoyo que necesitaban desde el aparato del Estado. Sixto IV aceptó la propuesta y el 1 de noviembre de 1478 (bula Exigit sincera devotionis) se dio el paso decisivo que permitiría crear una Institución dentro de la Monarquía española, aunque conservando su carácter eclesiástico. Años más tarde Sixto IV se daría cuenta del error cometido tratando de rectificar sin sin conseguirlo nunca del todo. 

Gregorio IX había establecido el requisito del previo procedimiento inquisitorial, reservado a los dominicos, como un medio de defensa de los fieles, una vez que el emperador y los reyes incluyeran la herejía entre los más graves delitos, a fin de impedir que los soberanos temporales se sirviesen de ella como un medio de persecución contra sus enemigos políticos: la Iglesia exigía que antes de que pudiera aplicarse un castigo, fuese imprescindible que los inquisidores (literalmente averiguadores) declarasen que el delito efectivamente existía. Invocando razones de eficacia, la bula de 1478 -el Papa diría luego que se había presentado la petición en forma mu “general y confusa”- permitía a la Corona escoger dos o tres eclesiásticos mayores de cuarenta años, bachilleres o maestros en Teología, de reconocida virtud y probados mediante examen, y convertirlos en verdaderos funcionarios suyos para persecución del delito específico de la “herética pravedad”. Se invertían, pues, los términos respecto a la intención inicial de la Iglesia, cuya misión consiste en perdonar, absolver y defender; prestaba sus medios para una operación de represión. Se brindaba al Estado -como sucedería en la segunda fase- la posibilidad de servirse de la “herética pravedad” como instrumento contra sus enemigos. 

El 27 de setiembre de 1480, estando en Medina del Campo, Fernando e Isabel nombraron los dos primeros inquisidores, con competencia limitada al ámbito de Sevilla: se trataba de los dominicos Fran Miguel de Morillo y Fran Juan de san Martín, a los que se sumaron dos ayudantes, López del Barco y Juan Ruiz de Medina, que no lo eran; lógicamente estaban capacitados para contratar otro personal subalterno. Coincidiendo con este nombramiento se cursaron disposiciones que tendían a hacer más rigurosa la dificultad para el trato de judíos con cristianos en Sevilla. Recordemos que la Inquisición no tenía poderes para procesar o juzgar a los judíos. 

Reaccionan los dominicos

No se han conservado los procesos inquisitoriales de esta primera etapa, de modo que estamos obligados a servirnos únicamente de noticias proporcionadas por los cronistas. Según Pulgar que, pese a la oficialidad de su Crónica, no puede evitar el tono pesimista, al publicarse el “edicto de gracia”, con que los inquisidores debían comenzar sus actuaciones, quince mil conversos se acogieron a él: implicaba una confesión de culpas  la imposición de una penitencia, en grado diverso, cumplida la cual se consideraba que los afectados quedaban integrados en la comunidad cristiana sin ulteriores dificultades. La cifra debe ser puesta en sospecha como todas las que manejan las crónicas. Continúa diciendo que los inquisidores, procediendo con “rigor inusitado”, pronunciaron 2.700 penas de muerte, como respuesta a herejía no confesada ni arrepentida. Aun suponiendo que la cifra sea correcta se debe tener en cuenta que incluía los condenados en ausencia, que no pudieron ser hallados, y los difuntos cuya memoria de este modo se maldecía. 

El lugar de las ejecuciones se fijó en Tablada, fuera de la ciudad. Alfonso de Palencia, testigo presencial y menor reticente que Pulgar, dice que allí fueron quemados, vivos o muertos, 500 reos. No tenemos tampoco seguridad absoluta de la corrección de tales cifras. Un dato importante que ambos cronistas recogen, y que se ve confirmado por documentos posteriores, es que Isabel, “estimando en poco la disminución de sus rentas y reputando en mucho la limpieza de sus tierras”, apoyó el rigor con que actuaron estos primeros inquisidores. La justicia parecía identificarse con la falta de misericordia, que es típica en las acciones represivas de todos los tiempos. 

Como en toda represión existen aspectos que no pueden ser medidos por medio de cifras. Todo aquel que había pasado por la humillante experiencia de una “reconciliación” pública, quedaba marcado para siempre como persona degradada. Es cierto que, pasados estos primeros años, habiendo recuperado la jerarquía católica una parte de la dirección, los castigos se hicieron menos graves, hasta el punto de que los investigadores actuales, cotejando cifras, llegan a descubrir que las sentencias capilares de la Inquisición fueron de número inferior a las que en otros países pronunciaban tribunales ordinarios en relación con los mismos delitos, pero ello no impide reconocer el daño profundo que, para la Iglesia misma, suponía poner una parte de sus efectivos al servicio del Estado para persecución de aquellos a quienes se consideraba enemigos de la “república de estos Reinos”. Puede decirse con los datos que poseemos que los otros tribunales especiales fuera de España fueron peores para sus víctimas, pero no es menos cierto que la Inquisición significó para la Iglesia y para la Monarquía católica, un serio perjuicio. 

Los Reyes Católicos y los judíos - Luis Suárez (Primera parte)


Los Reyes Católicos y los judíos (Primera parte)

La comunidad judía en España

Las estimaciones más recientes, contrastadas con abundante documentación, permiten afirmar que, en el momento de la llegada al trono de los Reyes Católicos, vivían en España entre 70.000 y 100.000 judíos; no es posible conocer una cifra más exacta. Si tenemos en cuenta la población total estimada, se llega a la conclusión de que formaban una comunidad numerosa y fuerte, repartida por muchas comarcas, no todas, y visible especialmente en las grandes vías de comunicación de ambas mesetas. En total superaban el número de 200 aljamas, de muy diversa densidad, que preferían para su localización en barrios (juderías) las villas de señorío y las ciudades dotadas de amplio poder jurisdiccional. Para los reyes constituían fuentes de ingresos, no sólo porque participaban en el pago de impuestos indirectos, sino por esa “cabeza de pecho” que quedaba a su disposición. Durante la guerra de Granada habían tenido que abonar una cantidad extraordinaria. En ciertos aspectos, como la preparación intelectual, la higiene, o la solidaridad entre sus miembros, se hallaban muy por encima de la población cristiana. 

Las fuertes presiones sufridas entre 1391 y 1417 habían contribuido a hacer menos numerosa y más pobre a la comunidad judía, pero al mismo tiempo a depurarla. Se habían ido los dudosos, los que experimentarán el quebranto de su fe, los cobardes. Quedaban aquellos que estaban dispuestos a arrostrar toda clase de males para seguir siendo judíos. De este modo las esperanzas de producir en ellos un movimiento general de conversión se habían disipado. Isabel la Católica contó con algunos judíos entre sus principales colaboradores, los cuales le mostraron exquisita fidelidad. Pero era al mismo tiempo sensible a las acusaciones que contra las enseñanzas rabínicas se dirigían. Sectores eclesiásticos muy influyentes insistían en afirmar que la presencia de judíos al lado de cristianos resultaba perniciosa porque con sus doctrinas contribuían a que se produjeran desviaciones en la fe. Los cronistas, por su parte, no dejaban de recordar que los judíos habían colaborado con los musulmanes en aquella “pérdida de España” del 711 que la reconquista de Granada estaba sellando con su restauración.

Los estereotipos del odio que están en el origen del antisemitismo y de sus luctuosas consecuencias, nacieron en Europa durante la Edad Media. Llegaron a España aunque con cierto retraso en relación con otros países. Se asignaban a los judíos para su residencia barrios estrechos e insalubres; luego se les acusaba de suciedad, cuando, de hecho, cuidaban de su higiene más que los cristianos. La mayor parte de ellos habitaban lugares relativamente lejanos de aquellos en que desarrollaban su trabajo, pero se les prohibía el uso de armas. De todas formas si repelían un asalto corrían peligro de ser acusado de agresores. En una época en que las armas y el valor físico se encontraban supervalorados se les consideraba como cobardes. Usando lengua y signos para escribir sus palabras, que diferían de los caracteres latinos, se les tenía por nigromantes: hasta nosotros ha llegado esa atribución mágica a los “signos cabalísticos”. Expertos en los negocios y el comercio del dinero, y obligados a tomar precauciones para no ser defraudados por los deudores, eran calificados de astutos, falsos y usureros. No hace aún mucho tiempo que se decía “ir al judío” para significar que se recurría a préstamo de usura. 

Todavía más: se les atribuían profanaciones de Formas consagradas, envenenamiento de aguas para difundir epidemias y asesinatos rituales de niños cristianos que nadie se tomaba el trabajo de comprobar. Los judíos, como los primeros cristianos, fueron víctimas de calumnias muy simples, presentadas sin pruebas. Alfonso X, persona extraordinariamente culta, da acogida en las Partidas a esa famosa práctica atribuida a los judíos de que en el Viernes santo crucificaban a un niño cristiano utilizando su sangre como alimento. 

Las leyes de las Cortes de Madrigal de 1476, ratificadas en Toledo, al tiempo que restablecían muchas de las medidas proteccionistas, impusieron ya esas dos condiciones: signo exterior en la ropa y apartamiento de la juderías. Con ello se quería significar que la situación en España tendía a identificarse con la existente en otros países europeos antes de que se hubiera procedido a su expulsión. 

Se organizó en Paris, sede entonces de la Universidad central de la Cristiandad, el debate sugerido por Donin, que fue presidido por la reina regente, Blanca, que era hija de Alfonso VIII de Castilla. Al mismo tiempo un tribunal de inquisidores que residía el rector, Eudes de Chateauroux, interrogaba sobre estas cuestiones a los más prestigiosos rabinos de Francia. Las consecuencias a que ambas iniciativas llegaron eran las que de ellas se esperaban: Donin tenía razón y la tesis sostenida por los judíos de que el Talmud contaba 1.500 años era fácil de rebatir. Algunos rabinos trataron de defenderse diciendo que aquel Jesús que se mencionaba en el Talmud era distinto del que veneraban los cristianos, pero Rabi Yehiel puso a disposición de los jueces un argumento esencial cuando, refiriéndose a Jesús de Nazaret, afirmó que su condena había sido justa, ya que “defraudó a Israel, pretendió ser Dios y negó la esencia de la fe”. 

Ante estos hechos las autoridades francesas y el nuevo papa, Inocencio IV, que se enfrentaba con amplios movimientos que afectaban a la esencia de la fe, declararon probados los hechos y sentenciaron a destrucción el Talmud: la ejecución de veinte carretadas de libros tuvo lugar en la plaza de la Grève en mayo de 1248. Jaime I organizó inmediatamente después una controversia en Barcelona en la que tomó parte el más famoso de los maestros judeoespañoles, Nahmánides, pero nadie fue entonces castigado. En Castilla el Talmud siguió utilizándose normalmente y las condiciones de vida no cambiaron. Se daría, durante dos siglos, la impresión, un tanto engañosa, de que en la Península Ibérica existía una especie de zona de seguridad para los judíos. 

Ante estos hechos, de los que no estaba permitido dudar, los monarcas europeos comenzaron a plantearse la cuestión de cómo eliminar de sus dominios un mal tan grave: disipadas las esperanzas de una pronta conversión y extendidas además las calumnias, el antijudaísmo ganó en popularidad. Había una solución simple y fácil: suspender el permiso de residencia obligándoles a emigrar. El primero que se decidió por tal medida fue Eduardo I, en 1289-1290, tanto en su reino de Inglaterra como en sus dominios de Francia. Felipe IV decretó la salida en 1306, y aunque hubo luego permisos discriminados y temporales, desde 1394 la residencia de judíos en Francia quedó rigurosamente prohibida. La falta de una autoridad monárquica eficaz en Alemania impidió que se tomaran medidas generales en un sentido u otro, pero hubo entre 1336 y 1338 matanzas sistemáticas y las ciudades y señoríos promulgaron legislación excluyente, alternándola con permisos que se hacían pagar. En todas estas expulsiones se despojaba a los judíos de sus propiedades inmuebles o comunes, así como de los títulos de deudas. Los monarcas angevinos de Nápoles soslayaron la cuestión anunciando que todos los judíos se habían bautizado. Lo mismo haría Venecia, aunque era de sobra conocido que los moradores del barrio de Ghetto seguían practicando el judaísmo. En Austria la prohibición vino precedida de una espantosa persecución en 1421 que causó numerosas víctimas. 


En Vienne (1311) había destacado un pensador mallorquín de origen catalán, Ramon Lull. La influencia de Lull, a quien Batllori sitúa en el origen del humanismo español, fue extraordinaria: sus obras de encuentran mencionadas en todas las bibliotecas que conocemos, y debe recordarse que había varios ejemplares en la de Isabel la Católica. Partiendo del principio de que el Cristianismo, por ser Verdad absoluta, puede y debe ser demostrado también por vía racional, respondiendo a los designios de Dios que había otorgado al hombre esta facultad, llegaba a la conclusión de que, utilizando únicamente textos de la Escritura, se debía llevar a los judíos a la comprobación de que las Promesas se habían cumplido y Jesús era indudable Mesías. En consecuencia, proponía, para solucionar el problema del Pueblo que no le había recibido dos acciones consecutivas: a) una gran catequesis que librara a los judíos de la influencia de los rabinos, conduciéndolos al descubrimiento de la verdad y, en consecuencia, al bautismo, y b) la expulsión de los recalcitrantes, es decir, de aquellos que, obrando contra la razón, rechazaban sin embargo la verdad. 

No cabe duda de que Fernando e Isabel se atuvieron a este criterio. Algunos de sus antecesores ya habían intentado esta vía. Una amplia labor de catequesis acompañó al decreto de expulsión: catequesis pero no debate pues, desde una rigurosa postura cristiana, la fe no era materia opinable y objeto de discusión; cabía explicarla, pero nada más. Tras la ampliación y fijación por el Concilio de Vienne de las acusaciones y argumentos presentados después del IV de Letrán, se  había producido una inversión completa en la postura que la Iglesia adoptaba hasta 1199, y que ha sido restablecida en época cercana a nosotros: el judaísmo no podía ser considerado como una forma correcta de servir a Dios sino como una desviación peligrosa, que debía ser corregida empleando los medios pertinentes. Es lícito considerar como un error dicha postura; pero de ella indudablemente partió. 

La pregunta que todo historiador debe hacerse gira en torno a cómo, en breve plazo de tiempo, pudo pasarse de la confirmación del Ordenamiento de Valladolid, al decreto de 1492 que extirpaba el judaísmo de manera radical, sin excepciones. No parece posible una respuesta unívoca, pues son muchos los factores que intervinieron. Resulta inexcusable reunir en una misma exposición ambos problemas, el converso y el judío, a los que el odio popular identificaba. Se estaba produciendo paulatinamente un giro en la mentalidad que pasaba del antijudaísmo al antisemitismo: la raíz del mal no estaba en las doctrinas sino en la propia naturaleza del judío que seguís siéndolo aunque se bautizase. 

“Fraude de usura”

En el servicio de Fernando e Isabel encontramos un equipo reducido, aunque importante, de judíos; muchos de ellos escogerían el bautismo en el momento de la expulsión. Abraham Seneor era consejero áulico, desempeñando multitud de funciones. Lorenzo Badoz fue médico de la reina. Vidal Astori su principal platero. Mayr Melamed, Samuel Abulafia, Abraham y Vidal Bienveniste aparecen frecuentemente mencionados en actividades económicas y aun políticas. Isaac Abravanel,que tuvo que huir precipitadamente de Portugal con los fieles y parientes del duque de Braganza, encontró amparo en Castilla pudiendo reconstruir su gran capital. Cuando las Cortes de Toledo procedieron a las “declaratorias” de los juros, los pertenecientes a Abraham Seneor fueron exentos de reducción, señal de que se les consideraba como inversiones loables en favor de la causa de los reyes. Banqueros, financieros y diplomáticos judíos contribuyeron positivamente a la reconstrucción y desarrollo de la Monarquía. Un examen detenido de los procesos librados ante el Consejo Real permite afirmar que las sentencias ofrecen un alto grado de equidad, sin que pueda hallarse la menor huella de desfavor respecto a los judíos: con frecuencia hallamos cartas que colocan a las aljamas o a personas individuales bajo seguro real. 

Todo esto contrasta con las noticias que van llegando desde ciudades y villas, que nos delatan el crecimiento de la animadversión. En Burgos se limitó rigurosamente el número de familias admitidas en la judería de modo que los recién casados tenían que emigrar. Los vecinos y los regidores de Burgo de Osma y su obispado, que durante la guerra obligaron a los judíos a concederles préstamos para hacer frente a los impuestos, pretendieron después no reembolsarlos, alegando que los intereses eran usurarios. En Bilbao estaba prohibida la residencia, de modo que los comerciantes judíos, en general asentadores de pescado, tenían que abandonar la villa al caer de la tarde, acomodándose en caseríos donde eran víctimas de bandidos y, a veces, de los mercenarios que contrataran para su escolta. Son muchos los datos que comprobamos documentalmente, los cuales permiten llegar a una conclusión: la hostilidad estaba en la misma masa de la población, aunque no faltaban predicadores que se dedicaban a estimularla. El cargo principal que contra los judíos se dirigía era el “fraude de usura”, esto es, el cobro de intereses ilegítimos en sus préstamos y créditos. 

Se promulgó, por tanto, en esas Cortes, una ley que regulaba los préstamos de interés, sin mencionar expresamente a los judíos. Era legítimo el rédito del 33% anual, si bien el montante global del beneficio no podía superar el monto del capital; esto significaba que todos los préstamos tendrían que liquidarse en el cuarto año. Los judíos no recibieron mal esta ley; muchas veces la invocaron en defensa de sus intereses. Pero siendo la usura un pecado grave, los tribunales eclesiásticos se consideraban con derecho a intervenir en tales delitos cuando un cristiano se hallaba involucrado. Por otra parte, los judíos eran víctimas de una sutil discriminación: para probar su demanda tenían que presentar, por lo menos, dos testigos cristianos -con independencia de los de su propia fe-, mientras que estos últimos no necesitan aportar testigos judíos. Evidentemente era fácil encontrar personas dispuestas a testificar en su contra y muy difícil en favor de los hebreos. La principal confianza, en consecuencia, residía en el derecho de presentar sus pleitos ante el Consejo Real. 

En 1479 -estaba ausente Fernando, por lo que hubo de firmar ella sola aquella disposición- Isabel dispuso que se procediera a ejecutar en bienes de los deudores de los judíos todos los préstamos de que éstos fuesen beneficiarios. Después de reunirse ambos reyes decidieron completar la disposición vigente con otras cinco concesiones destinadas a mejorar la situación de los judíos:

  1. Ningún judío podría, en adelante, ser preso por deudas, excepto en el caso de que éstas se hubiesen originado por el arrendamiento de rentas reales. De modo que los acreedores cristianos debían cuidar de asegurarse las prendas seguras y eficaces ante de conceder un préstamo. 
  2. Los judíos con rentas estimadas por encima de los 30.000 maravedís estaban obligados a poseer caballo y armas, prestando servicio con ellos. Pero como no podían ser enrolados en las milicias concejiles se les asignarían servicios especiales, como la defensa de determinadas fortalezas que les evitase mezclarse con combatientes cristianos. 
  3. Para compensar sus sábados y fiestas, podían trabajar los domingos y fiestas cristianas con la condición de evitar ruidos u otras actividades que pudieran molestar a la población no judía. 
  4. Como pagaban sus propios tributos y estaban exentos de los de los municipios en donde habitaban, se prohibía cobrar a los judíos las derramas o tributos destinados a la Hermandad General. 
  5. Se hallaban igualmente exentos de dar alojamiento, ropa u otros servicios a corregidores y oficiales de la Corona. 
Es importante establecer continuas matizaciones si pretendemos entender esta política, que no resultaba tan favorable como pudiera parecer a primera vista. Los propios judíos tenían conciencia de que la seguridad jurídica que procuraba la paz con otras comunidades, y las ventajas complementarias, tenían carácter precario, obedeciendo tan sólo a la voluntad de los reyes que podían modificar o suspender a su arbitrio incluso el permiso de residencia. Los judíos de la Corte trabajaron denodadamente en favor del fortalecimiento del poder monárquico, porque percibían que sólo en él podían encontrar amparo. Probablemente no se percataban de modo suficiente de que dicho fortalecimiento, evolución hacia la primera forma de Estado “moderno”, reclamaba como indispensable la unidad de fe sin reparar en los medios. Con toda lógica se les estaba ofreciendo el recurso de la integración, pero dejando de ser judíos. Hasta el momento de la salida se produjeron presiones en tal sentido. 



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Muerte de una reina, Luis Suárez



Isabel I Reina, Luis Suárez

Muerte de una reina

Parece probado, hasta donde el análisis clínico puede penetrar valiéndose únicamente de los datos que proporcionan los documentos, que hubo en Juana un patológico desdoblamiento de la personalidad, susceptible de desembocar en una obsesión concreta. En su caso esta obsesión estaba relacionada con la concupiscencia erótica, que se tornaba posesiva al referirse a su marido, al que amaba y odiaba al mismo tiempo con igual violencia. Le amaba con el deseo vehemente pero también le odiaba por el trato que de él recibía. Las dos tendencias fueron registradas por los cortesanos. 

En estas condiciones era imposible esperar de ella capacidad de gobierno, a pesar de que en los momentos de lucidez razonaba con inteligencia. La conducta de Felipe, educado en las costumbres borgoñonas, no contribuyó a moderar la dolencia de Juana -no estamos en condiciones de saber qué hubiera ocurrido en otros derroteros-, pero parece exagerado atribuir a los celos la causa de su locura; no causa, sino efecto. 

Juana dio a luz un niño el 10 de marzo de 1503. Ya hemos indicado cómo en el bautismo se le puso el nombre de Fernando. Los nombres de los infantes no obedecían entonces a criterios meramente circunstanciales, sino a razones muy profundas, acorde con el puesto que se suponía iban a ocupar en esa escala de la sucesión. Para decirlo de otra manera, se le conectaba con los Trastámara y no con los Habsburgo, aunque más tarde las circunstancias harían que hubiera de recoger la segunda herencia. Un correo especial, que hizo en solo seis días el trayecto hasta Lyon, donde aún permanecía su padre, comunicó a éste la noticia. En las cartas de que era portador los reyes decían que aunque la princesa se encontraba bien no parecía aconsejable que emprendiera el viaje hasta que se hubiese restablecido del todo. Pero el archiduque, que se había demorado en Francia más tiempo del que los negocios requerían, insistió en que Juana debía reunirse con él lo más pronto posible y utilizando el mismo camino por tierra. Fernando estaba operando con prudencia política: no convenía que los herederos de la Monarquía estuviesen en la Corte de Francia habiéndose roto las hostilidades. Juana supo que su marido la estaba reclamando. 

Cuando la archiduquesa fue informada de que serias razones exigían una demora en su viaje hasta que Felipe estuviera en Bruselas, tuvo una crisis terrible: el 18 de junio insultó a su madre con palabras tales que no era posible dudar del estado de su mente. Isabel sufrió una recaída y los médicos que le atendieron en Alcalá aquel verano le advirtieron que disgustos de esta naturaleza podían provocar un fatal desenlace. Por aquellos días, coincidiendo Juana en la misma ciudad, comenzó a mostrar la peor conducta: respondía con insultos a quienes se atrevían a formularle alguna advertencia o rectificación, se negaba a comer y sospechaba de todos sus servidores como si viviese rodeada únicamente de enemigos. Todas las personas de su séquito, preocupadas por el informe de los médicos, coincidieron en la necesidad de ocultar a la reina todas estas cosas. Con ello empeoraron la situación. 

La reina estaba acongojada entre aquellos muros en Medina del Campo, que era un poco su villa predilecta, en donde tantas cosas tuvieran comienzo, consciente de que había entrado en la etapa final de una existencia que se iniciara medio siglo antes, en otra localidad de las inmediaciones, Madrigal. Todos los sentimientos y convicciones que la sustentaran, aquellos que la hicieran admirable para unos y odiosa para otros, la profunda fe católica, la obediencia a la Iglesia, el austero sacrificio, la piedad acendrada, el afecto profundo y sincero al marido, se quintaesenciaron en aquel año último. Podía repasar in mente, como sucede al fin de cada existencia si se conservan facultades plenas, sus logros, sus trabajos y sus esperanzas: aparecen plasmados en su Testamento. Ninguno de los dolores que puede sufrir una mujer le fueron ahorrados, comenzando por la presencia en la Corte de dos bastardos de su esposo, a los que cuidó, buscando para ellos un buen destino, la muerte sucesiva de Juan y de Isabel y del niño Miguel, la locura de Juana, el desvío del archiduque lanzado a una conducta política divergente, el alejamiento de las otras dos hijas, el vacío terrible de aquellas habitaciones sin vástagos de la propia dinastía que pudieran continuar su obra. 

A este examen de conciencia iba a responder, por medio de las palabras dictadas a Gaspar de Gricio, en su postrera voluntad, con una lección moral de alto nivel. Como en otra ocasión dolorosa semejante comentara con fray Hernando de Talavera, fue consciente de que “pues los reyes hemos de morir” se aproximaba para ella “aquel terrible día del juicio y estrecha examinación”, la cual es “más terrible para los poderosos” que para la gente común. Reconociendo que debía a Dios gratitud por haber tenido un marido como Fernando, dejaba a éste el recuerdo, “en memoria del singular amor que a su señoría siempre tuve” de que también él “había de morir, y que le espero en el otro siglo”. 

Ella y Fernando decidieron que ya que no pudiera culminar el proyecto de mantener separadas las dos partes de la herencia, Habsburgo y Trastámara, para dos hijos del mismo matrimonio, tenían que conseguir que Carlos viniera a España, donde, reconocido sucesor de su madre, podía brindar a Fernando la larga regencia que se necesitaba. 

Hora final

Tres días Anes de que se produjera el fallecimiento de la Reina Católica, entró en Medina un correo que portaba largo despacho de los embajadores de Bruselas; veinte días habían consumido en el viaje. Probablemente no fue leído a la moribunda porque constituía un tremendo golpe. Tras el incidente con la concubina, Juana había entrado en un periodo de locura frenética. Desconfiaba de sus damas y no quería que la sirviesen más que las esclavas que con ella estaban. Entró en la manía de lavarse constantemente la cabeza y bañarse muy a menudo contra los consejos de los médicos que no eran entonces muy partidarios de esta práctica. Felipe presionaba por todas las vías a fin de que firmase un documento en blanco que debía permitirle asumir todas las funciones, cosa que nunca consiguió. 

Juana, encerrada en sus aposentos, había dejado incluso de alimentarse. Felipe, a quien el curso de los acontecimientos apremiaba, incrementó sus presiones para lograr la firma que le permitiera recibir la transmisión plena de derechos: quería aparecer en Castilla como verdadero rey. Una noche se retiró a una cámara situada inmediatamente debajo de la que ocupaba su esposa y se lo hizo saber. La pobre loca estuvo toda la noche golpeando el suelo -“señor, háblame, que quiero saber si estáis ahí”- tratando de abrir un boquete con su cuchillo. 

Este desolador despacho fue abierto el mismo día en que Isabel dictaba un codicilo al Testamento, el 23 de noviembre de 1504. Mediante un documento paralelo, que hoy se guarda en el archivo de Simancas y en el que se hace referencia a peticiones formuladas en las Cortes de 1502 y 1503, la reina hacía entrega en aquel momento, en su ausencia o defecto de Juana, a Fernando. Tres días después murió “tan santa y católicamente como vivió”, según explicaría el rey en su carta a las ciudades del reino. 

Testamento y codicilo forman un conjunto documental de excepcional importancia. Aunque han sido publicados muchas veces, no abundan las explicaciones correctas en torno a su contenido, porque para comprenderlos es necesario situarse en la actitud mental de la propia reina, que no se corresponde con el orden de valores que impera en nuestros días; muchos de éstos aparecen, entre nosotros, prácticamente inadvertidos. Isabel empieza invocando el nombre de Dios y proclamando que san Juan Evangelista es su “abogado especial”. Para ella el cristianismo y la Iglesia no eran únicamente una opinión y un organismo dignos de respeto, sino Verdad absoluta y su depósito de custodia, ante los cuales decae cualquier otra consideración. Fuera de ellos sólo se encuentra el error o a lo sumo una parcial verdad. No figura en dicho Testamento ninguna cláusula de estilo como ahora se acostumbra - “pido perdón y perdono”, etc.-, porque no se refería el documento a cuestiones genéricas sino a problemas concretos. Hay una mandato exigente a sus herederos para que mantuviesen la unidad de fe -“siempre favorezcan mucho las cosas de la Santa Inquisición contra la herética pravedad”-; no existe la menor referencia a judíos y musulmanes y se ordena seguir la lucha contra el Islam en el norte de África. El último pensamiento es para los indígenas de las islas y tierra recién descubierta a fin de que fuesen tratados como súbditos, esto es, personas libres destinadas a convertirse en cristianos. 

Pagar las deudas, convertir en limosnas el dinero dedicado al boato funeral, reservar los oficios para los naturales del reino, conservar el patrimonio real, devolver a las ciudades sus términos, conservar las rentas públicas a fin de no tener que incrementar los impuestos, amortizar la deuda pública, cumplir los tratados internacionales, retener Gibraltar dentro del patrimonio sin volver a enajenarlo en señorío, no consentir el quebranto de la justicia, mantener al día la recopilación de leyes, fueros y pragmáticas: he ahí una síntesis de los que constituían, en aquella hora final, deberes sustanciales inherentes al ejercicio del poderío real. Isabel, al término de su mandato, ponía en orden sus cuentas porque había llegado el momento de presentarlas ante Dios. Ordenó la venta de sus bienes personales para hacer limosnas, pero con la salvedad de que Fernando escogiera aquellas cosas de su preferencia para que “viéndolas, pueda tener más continua memoria del singular amor que a su señoría siempre tuve”.

Aquella misma noche del 26 de noviembre, a la luz de las velas, el rey dictó a Gaspar de Gricio la carta en que comunicaba la triste nueva. De ella son estas palabras que me sirven para cerrar esta exposición: “Aunque su muerte es, para mí, el mayor trabajo que en esta vida me pudiera venir, y por una parte el dolor de ella y por lo que en perderla perdí yo y perdieron todos estos reinos, me atraviesa las entrañas, pero por otra, viendo que ella murió tan santa y católicamente como vivió, es de esperar que Nuestro Señor la tiene en la gloria, que es para ella mejor y más perpetuo reino que los que acá tenía.”