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La muerte de Rudolf Hess - "Yo miré a sus asesinos a los ojos", Abdallah Melaouhi



Vi con mis propios ojos que las condiciones en el interior de la pequeña casa del jardín, en la que yacía Hess, eran totalmente distintas de las que poco después informaron los aliados en nota de prensa. Oí expresiones que solo (se dicen) admitiendo la posibilidad de un asesinato; vi personas con uniformes falsos que jamás en los cinco años anteriores había visto ni una sola vez en el conjunto de edificios de la prisión y que, según el reglamento, jamás hubieran podido estar allí.

Y vi con mis propios ojos el desenfado de la guardia británica, que estaba celebrando con champán en el pasillo del hospital militar británico de Berlín-Oeste, después de que el cuerpo del ex-Reichminister Rudolf Hess fuera trasladado allí y ocultado en las catacumbas.

Ví a las dos personas que considero los asesinos, miré a los ojos del guardia americano, al que, según las circunstancias de las cosas, acuso de complicidad en el asesinato. Reclamo que estas personas y sus instigadores respondan ante un tribunal por el asesinato de un anciano indefenso. Y no descansaré hasta conseguirlo.

No creo que esto sea nada especial. Creo que la mayoría de las personas que son testigos de un crimen, sienten el impulso de colaborar para llevar a los autores ante un tribunal y que reciban un castigo justo. La excepcionalidad de mi caso estriba en que no se trata de un crimen común, sino de un crimen de Estado, que hay que tener en cuenta que era -y aparentemente todavía lo es- una constelación política especial, y que el Estado, cuyo ciudadano había sido asesinado aquí, no está en situación y aparentemente no cuenta con el suficiente grado de soberanía como para cumplir con sus obligaciones y hacer valer sus derechos.

De una vez por todas quiero dejar claro que no tengo ninguna intención política y que no estoy al servicio de ningún partido, organización o Estado. Mantengo firmemente que no he sido ni seré influenciado por ninguna persona de ninguna clase. Solo exijo un juicio justo para el preso desvalido a mi confiado, y ahora silenciado para siempre. Este es el derecho de todo ciudadano, que se toma sus deberes cívicos y sus derechos humanos. Las víctimas siempre han tenido el derecho moral a que los culpables sean perseguidos y castigados, incluso a nivel internacional. ¿Por qué no  Rudolf Hess?

Cuando Rommel abandonó el paso Kasserine, dejó un pequeño contingente para engañar y retrasar a los americanos. El engaño consistía en una línea de Panzers falsos que envío a las estribaciones de las montañas Jebel Ech Cam-Kasserine, que, con 1544 metros, eran las montañas más altas de Túnez. Los americanos creyeron que allí había gran cantidad de soldados alemanes y decidieron bombardear la zona día y noche. Este tiempo ganado permitió a Rommel evacuar muchos heridos de la zona de combate.

Muchas mujeres de nuestros vecinos dieron a los soldados alemanes sus vestidos tradicionales, las largas túnicas y los burka, que cubren todo el cuerpo, incluso la cara. Ataviados de esta manera, pasaron muchos soldados alemanes algunos días en la aldea y esperaron tranquilamente hasta que las tropas aliadas se fueron.

En 1942 marchó mi familia a Túnez, donde vivimos hasta 1948, hasta que mi padre, Abdellaziz, fue detenido por los franceses y encarcelado. Un tribunal militar francés lo declaró culpable de ser enemigo político de los franceses y lo condenaron a muerte. Mi madre y hermana se escondieron durante mucho tiempo por miedo a que las mataran, y decidieron ir en tren hacia Haidra donde pronto debería ir yo a la escuela.

Mi padre, además, tenía graves heridas en la cabeza y lesiones cerebrales. Después de haber sido golpeado y torturado en varias ocasiones, sangraba y supuraba por los oídos. Los esbirros franceses torturaban y humillaban a sus víctimas siempre en presencia de sus compañeros de presidio con el fin de intimidarlos. Uno mostró sonriendo las graves lesiones causadas y explicó a los otros presuntos tunecinos con la vieja arrogancia colonial de la principal potencia mundial francesa, que esto le pasaría a todo aquel que no estuviera dispuesto a hacer lo que los franceses le pedían. Aproximadamente un año después, mi padre murió a causa de sus graves heridas.

El pueblo tunecino había pagado la posterior victoria de Bizerta con un gran precio de sangre. El desierto estaba tan sembrado de cadáveres, que la excavadora hacía grandes zanjas, y los caídos tunecinos, civiles, niños, ancianos, mujeres, hombres y soldados, algunos todavía vivos eran introducidos allí, y enterrados en grandes fosas comunes. Antes de abandonar definitivamente la ciudad portuaria de Bizerta, los franceses se vengaron cruelmente. Muchas jóvenes fueron sacadas de los institutos, violadas y no pocas deportadas a Francia. Los bancos de la ciudad fueron completamente saqueados. El 15 de octubre de 1963 los franceses abandonaban Bizerta definitivamente.

Entonces no hablaba ni una palabra de alemán, pero la admiración con que se hablaba en la Patria sobre los alemanes, su tan caballerosa como brillante acción militar en el norte de África, y su lucha contra la odiada Francia, me infundió el deseo de dirigirme, no al mundo anglosajón, sino hacia Alemania para conseguir una formación en comercio exterior. Esta admiración por todo lo alemán no tenía en absoluto nada que ver con el III Reich, cosa que desearía aclarar aquí. Los magrebíes estaban con los alemanes porque habían vencido a los odiados franceses. Estaban con los alemanes porque ellos, en los pocos meses que estuvieron en Túnez, nunca se comportaron como ocupantes, sino como soldados, los civiles extranjeros también debían pasar malos ratos, porque la contienda militar así lo requería. Y este "daño colateral" lo asumieron con gusto los tunecinos, pues entonces creíamos que solo con los alemanes podríamos recuperar nuestra independencia.

En la cosmopolita ciudad de Hamburgo no había entonces demasiados extranjeros. La mayoría procedían de los Balcanes, de Yugoslavia y también de Turquía. Estos últimos trabajaban sobre todo en la industria. No se habían producido todavía migraciones familiares, y la religión era un asunto privado; no se construían mezquitas, pues todos nosotros íbamos a Alemania como "trabajadores invitados" y sin la intención de quedarnos para siempre allí. Casi no había árabes ni magrebíes como yo.
                   
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Todavía no había visto a mi paciente, y, antes de que eso llegara, recibí algunas instrucciones. El Sr. Boon me explicó con un semblante muy serio que jamás debería referirme a mi paciente por su nombre, sino que debía dirigirme a él continuamente como "número 7"; cuando le saludara no podía extenderle la mano ni tener ningún tipo de contacto corporal con él, a excepción de los cuidados médicos. También estaba terminantemente prohibido mantener conversaciones privadas con él, las conversaciones debían limitarse a lo preciso, y solo podían tratar de temas relacionados con el trabajo.

A las 9:00 ya estaba hecho el reconocimiento. El paciente se dirigió a su celda y esperó allí el desayuno. Como siempre, su cocinero personal le había preparado una jarrita de cacao, una jarrita de leche caliente, dos rebanadas de pan tostado y un cuenco con ensalada de frutas. Éste debía tocar la campana y esperar ante la puerta metálica que daba a las cocinas y al complejo de celdas hasta que el jefe de guardia le abriera la puerta. El jefe de guardia tomaba el pequeño carrito con el desayuno preparado, y lo conducía a la celda, donde yo servía el desayuno. Hess estaba medio incorporado en su antiguo catre de campaña, pues no podía acostarse totalmente debido al encurvamiento de su espalda.... Allí se servía el opíparo desayuno que, como todo lo que atañía a la prisión para criminales de guerra, era pagado por el contribuyente alemán.


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Tres veces al día, a las 8:00, a las 16:00 y a las 24:00 se administraba a Hess 20 mgr de Persentin, un remedio contra los dolores, pero también un vasodilatador. En cada turno tomaba 10 mgr de Isosorbid, un medicamento para prevenir los ataques de angina de pecho; dos veces al día Isoptin, una medicina contra las arritmias cardíacas; igualmente, daba a mi paciente tabletas de vitaminas tres veces al día. Cada dos días, a las 8:00 de la mañana, tomaba una pastilla de Muduretik contra la hipertensión. Cuando Rudolf Hess tenía fuertes dolores, se le daban dos pastillas de Benurol, y varias veces al día se le tomaba la tensión. Si no experimentaba mejoría con esta medicación, no se le daba ninguna otra en la prisión. No hace falta señalar que la administración de todas las medicinas seguía estrictamente las prescripciones e indicaciones médicas.

Se le tomaba la tensión tres veces al día, así como se examinaban las funciones vitales: pulso y respiración, los resultados eran meticulosamente registrados en el libro de visita. Una vez al mes se le hacía un electrocardiograma, y cada dos meses había tareas adicionales de rutina: análisis de sangre y pruebas de función hepática, corazón, riñones, heces y orina. Además tenía vigilancia psíquica y opcionalmente de trastornos del sueño. Una vez  a la semana un médico hacía una visita rutinaria. Una vez al mes, los lunes, llegaban los cuatro jefes médicos de los aliados, la visita siempre era de un comandante de la ciudad de las cuatro potencias ocupantes con rango de general.

Tras la rutina médica, el paciente pedaleaba unos minutos en una bicicleta estática para activar la circulación y mantener la elasticidad del aparato locomotor del anciano lo más en forma posible. Después le practicaba un masaje de unos minutos y después lo conducía a su celda. Un poco más tarde, sobre las 7:45 se abrían las puertas del complejo de celdas y el cocinero traía el chirriante carro de comida con el desayuno. Yo cogía la bandeja y le servía el desayuno al "preso número 7". Este consistía en un tazón de cacao, un tazón de leche caliente, dos tostadas y una ensalada de frutas; para las 8:30 había terminado de desayunar y, cuando Hess había hecho su cama, tenía tiempo libre para leer o, desde las 10:30 pasear. Cuando tenía ánimo recorría los 215 pasos del jardín primero en un sentido y después en otro; de vez en cuando echaba de comer a algunos pájaros que le estaban esperando, y de nuevo a la prisión, donde era registrado en cuanto llegaba. En tiempos del coronel Bird hacía esta ronda unas 20 veces en sus horas libres; cuando estuve yo, cada vez hacía menos estos paseos a causa de s delicado estado de salud.

Sobre las 11 menos cuarto sonaba el carro que traía la comida. "Él podía decidir en gran medida qué le apetecía comer". Para facilitar el entendimiento entre cocinero y paciente, tenía Rudolf Hess en mi época un libro de cocina del Dr. Oetker, que estudiaba el día anterior y del que solo tenía que darle la página al cocinero. Solo añadía anotaciones al formulario de pedido si deseaba otra forma de preparación o ingredientes distintos de los indicados. Cada plato caliente estaba tapado con papel de aluminio, pero Hess poseía un calentador de agua con el que podía calentarlos alguna vez. Después de comer leía a menudo, la mayoría de las veces, el Frankfurter Allgemeine o, mejor dicho, lo que el censor le dejaba leer. Desde su encarcelamiento en las Islas Británicas estaba dominado por la obsesión de que su comida podía estar envenenada. Mientras fui sus asistente, no solo le servía su comida, sino que tenía otra cuchara estéril con la que apartaba una muestra y probaba el plato como si fuera el catador de un faraón egipcio, para poder decir a Hess, tras unos segundos, que podía probar el plato sin miedo.

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Entré en la prisión como cualquier otro día e informé a mi paciente sobre los singulares preparativos para su próximo cumpleaños. Se mostró muy divertido por mi manera de describir el "circo de los monos" de los aliados, pero él ya sabía desde hacía largos años que los aliados eran capaces de hacer un elefante de un mosquito. Cuando hube terminado mi reconocimiento llamó Herr Sastre, el cocinero español. un hombre muy agradable que hacía casi todo lo que el preso deseaba. Traía el desayuno que yo serví lo más rápidamente posible, para poder hablar con este mismo cocinero español del cumpleaños de Rudolf Hess. Nos encontrábamos fuera de la celda pero todavía dentro de la prisión, en el comedor, el decir, en el "restaurante" donde comíamos los directores aliados, oficiales, jefe de guardia y yo mismo.

Rudolf Hess se incorporó del camastro, me abrazó cordialmente y me agradeció conmovido mis atenciones, a la vez que decía que esperaba que me quedara mucho tiempo con él. Pude observar que estaba muy contento con la tarta que había cocinado mi mujer, y que le gustaba mucho. Me pidió vehementemente que le diera las gracias a mi mujer.

Cuando dejé la cárcel había gran cantidad de manifestantes. En seguida recordé los preparativos del día anterior y escuché gritos como "Dejad a Hess libre, dejad a Hess libre". Hacía el final hubo algunos forcejeos entre manifestantes y policías. Vi como caía al suelo la gorra de un policía. Esto no estaba bien. Entonces me di cuenta  de que la gente había dejado flores amarillas tras las vallas, pero desgraciadamente no pude participar porque ese día yo ya había puesto en juego bastante. Así que le di a mi hijo un ramo de flores para que lo dejara ante la prisión. Los manifestantes alemanes permanecieron hasta casi las 11:00 de la mañana ante el complejo penitenciario y después se dirigieron a la iglesia que estaban enfrente, donde corearon otra vez sus consignas como "Dejad a Hess libre, dejad a Hess libre". Yo me preguntaba qué clase de democracia mantenía a un anciano casi nonagenario entre rejas. Al día siguiente el Berliner Zeitung publicó que la protesta había sido violenta. Yo simplemente vi pequeños enfrentamientos que nunca hubieran aparecido en la prensa, de no ser porque se trataba de una manifestación por Rudolf Hess, es decir, se trataba de un "espectáculo nazi".

En la propia cárcel no se supo nada de estas actividades, ni quiera el ruido de fondo traspasó los muros. Nada especial, pues no había algunos miles de manifestantes reunidos, sino entre algunas docenas y quizá doscientas-trescientas personas. Sobre las 15:00 volví a la cárcel y esperé la cena para el "chico" del cumpleaños. Aproveché la ocasión para hacer como si quisiera reconocerlo de nuevo. En realidad le conté todo lo que había ocurrido fuera. Después él me dijo con una pizca de orgullo. "Esta es la gente de mi tierra. No me pueden esconder así, pues fuera hay miles de Rudolf Hess". Pocos minutos después llegaron tres directores para felicitar a Rudolf Hess por su cumpleaños: el americano, Mr. Keane; el inglés Mr. Le Tissier; y el francés Monsieur Planet. El director soviético no se quedó ni un segundo, pero el guardia ruso Bereznyj -evidentemente no para si mismo- interpretó una pequeña partitura de Mozart en la celda de enfrente. Cuando el prisionero hubo cenado me pidió que le diera las gracias en su nombre a Bereznyi, él mismo no podía dárselas, pues, a causa de las muchas vejaciones a que le sometieron, no quería nada con los rusos.

Recuerdo que alguna vez por su cumpleaños vi como uno o dos manifestantes se habían encadenado delante de la prisión para evidenciar la situación del ex-ministro del Reich. En aquel momento probablemente pasé de largo y quizá volví la cabeza, pero por dentro estaba impresionado por la valentía y la fortaleza mostrada. Pocos meses después de una gran conferencia, vino un oyente a preguntarme si yo alguna vez había visto gente encadenada ante la prisión. Cuando asentí, se dio a conocer como uno de los activistas y me contó, además, que la noche del 25 al 26 de abril de 1985 o 1986, a las 24:00 horas en punto, se lanzaron algunos fuegos artificiales desde un pequeño jardín de la parte posterior de la prisión, como una pequeña pero claramente apreciable felicitación de cumpleaños. Me pregunto si Hess se había dado cuenta. También pude afirmar esto, aunque en ese momento yo ya dormía y no percibí el acontecimiento; sin embargo, cuando la mañana siguiente empecé mi servicio, durante el examen médico, Rudolf Hess me contó visiblemente contento que, tras despertarlo, el centinela de noche le había advertido de la extraña felicitación de un desconocido con un simpático guiño.

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Incluso en el jardín era acompañado en todo momento, y observado con cien ojos por los soldados situados en las torres de vigilancia. Deduzco del libro del que fue director de la prisión los diez años antes de llegar yo, el coronel americano Eugene K. Bird, que mi paciente fue el hombre más examinado del mundo, pues él solo fue examinado por 200 psiquiatras distintos que estudiaban su personalidad; esto hizo que su escepticismo y desconfianza hacia todos en la cárcel fuera más que comprensible y explicable.

La agradable sorpresa ocurrió el 14 de enero de 1983, un viernes. Como cada mañana, Rudolf Hess había soportado en mi dispensario el reconocimiento matutino. Llevaba unos minutos pedaleando en su bicicleta estática para activar la circulación, tras los cual me preparaba para darle un masaje que le tonificara los músculos, y él me lo agradeció cortésmente con las palabras: "Chukran Jazielen". Me quedé totalmente sorprendido sin saber si era sueño o realidad. ¿Me había dicho este hombre "muchas gracias" en árabe? ¡Y qué bien hablaba y pronunciaba el árabe! Tardé varios minutos en reaccionar. ¿Qué esperaba Hess de mi? ¿Cómo debía reaccionar? Tras 4 o 5 minutos volvió su cabeza hacia mi, me miró, y dijo: "Yudaju fi nahri mä lä Yujedu fu-el bah-rie", que quiere decir: "Lo que hay de abundancia en el río, no lo hay en el mar, y lo que hay de abundancia en el mar, no lo hay en el río". Esta sentencia árabe encierra toda una filosofía. Viene a querer decir que lo que se adivina en el cielo no se puede alcanzar en la tierra, y al revés. Sabios árabes podrían escribir todo un tratado sobre esto.

Con esto Hess quería mandarme la señal de que, a pesar de todas las limitaciones de su situación, estaba en disposición de entenderse conmigo en una lengua que, fuera de nosotros dos, nadie pudiera comprender -y mucho menos hablar- tras los altos muros de Spandau. En ese momento yo ya me había percatado de que hablaba un inglés fluido y francés bastante aceptable, cuando se le presentaban los distintos directores de la prisión cada cuatro semanas. Pero ¿árabe? ¿Dónde había aprendido este hombre aislado el árabe, mi lengua materna?

Tras la muerte de Hess fui advertido por mi apreciado capellán de la prisión francés, Gabel, de que él había sido animado por Hess a aprender árabe incluso antes de mi llegada. Así, hablaba él el 28 de septiembre de 1981 con el prisionero sobre Israel, el significado de la Tora y el sentido del Sabbat. "Hess se interesaba mucho por la lectura de la Tora. Era de la opinión de que la historia del pueblo judío no era nada habitual. Como Hess todavía recordaba algunas palabras de su niñez en Egipto, podíamos comparar términos hebreos y árabes. Hay muchos ejemplos, como la famosa palabra para paz: salam en árabe y shalom en hebreo".

A menudo se daba la situación de que el vigilante se encontraba muy cerca y escuchaba nuestra conversación. Como ellos no entendían ni una palabra de nuestro aparentemente burdo entretenimiento, fruncían el ceño y después me preguntaban qué decía "el número 7". Entonces yo mismo hacía como si tampoco le entendiera y así cada vez tendrían más y más la impresión de que estaba loco y que decía cosas sin sentido. Así pensarían que la cosa no tenía importancia y le dejarían parlotear sin problemas. De esta manera conseguí destruir la fuerte desconfianza de los guardias.

Con el árabe asociaba la despreocupación de la infancia, una confianza básica, el juego, el descubrimiento del mundo... Y por mi y por retomar el árabe tras casi 70 años de interrupción recuperó la confianza y la esperanza en una para él evidentemente enemiga humanidad, que lo había dejado desamparado y desvalido.

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La mayoría de los días en la prisión para criminales de guerra de Spandau transcurrían con la monotonía de una funeraria. Esto ocurría porque básicamente desde 1982, cuando empecé a trabajar allí, estaba el paciente tan anciano y enfermo que a diario se especulaba con su muerte. Durante años tuvieron preparado en el edificio un ataúd para el "dia X". Solo mantenía a Hess con vida su voluntad, su actitud, su fortaleza física e irrenunciable deseo de poder salir vivo de la celda para ser tratado como un ser humano los últimos años, meses o semanas y poder pasar la vida junto a su familia, especialmente junto a su nieto, del que estaba tremendamente orgulloso.

Me acerqué a Rudolf Hess unos días más tarde. Esperé a que un día hubiera dormido bien y estuviera de relativo buen humor. Entonces le pregunté si Hitler había sido informado del vuelo a Inglaterra, me miró brevemente, miró otra vez al frente y poco después contestó mi pregunta con una comparación:

"Herr Melauohi, usted es enfermero de profesión. Si usted prepara a un paciente para una cirugía en el quirófano, ¿empieza usted inmediatamente la operación, o espera usted hasta recibir instrucciones de un cirujano? ¡Véalo usted mismo!"

Especialmente seguía una dieta vegetariana como ensaladas, y bebía leche y cacao. Sí se siguió la política estricta de no ofrecerle ninguna delicatessen como, por ejemplo, dulces. A Rudolf Hess le gustaban mucho los mazapanes y el chocolate, de lo que eran sus favoritos las trufas de Sarotti y los bombones de Herren. Por tanto se hacía contrabando de chocolate cuando era posible, a veces sobornando a los vigilantes y alguna vez compré 6 cajas de bombones: 3 para los vigilantes y 3 para Hess. Esto, que puede parecer banal, ciertamente es algo que puede llegar a significar mucho para un hombre que jamás puede ir a una tienda, y que no tiene posibilidad de satisfacer sus deseos.

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El 13 de diciembre de 1988 publicaba el Berliner Morgenpost en la página 3: "Dos británicos han presionado al hijo de Rudolf Hess. 500.000 marcos ofrecidos por el uniforme y demás pertrechos en su poder". Se referían al traje de vuelo de la Luftwafe con las insignias de rango que llevaba Hess
cuando voló hacia Escocia, especialmente la cazadora de cuero con conectores para la radio, reloj de aviador y los principales accesorios. Estos objetos de recuerdo, que estaban documentados en el vuelo de Rudolf Hess, era lo único de sus pertenencias personales que las cuatro potencias aliadas habían conseguido salvar tras la muerte de Hess, pues habían sido robadas anteriormente.

"Siempre hay locos con mucho dinero que no saben qué hacer con él. Quizá alguien pagaría 50.000 dólares por este uniforme y el traje de vuelo. Por qué no, si incluso se puede comprar el puente de Londres y reconstruirlo en algún lugar del desierto. En América todo es posible", dijo Hess.

Los directores sabían que Rudolf Hess -a causa de su ancianidad- disfrutaba de un círculo de personas dispuestas a ayudarle; tenía su "servicio secreto" compuesto sobre todo por los guardias que simpatizaban con él, y quienes le informaban tanto sobre la situación en la prisión como de los acontecimientos de fuera. También se imaginaban, y pronto lo confirmaron, que tanto el director americano como el capellán francés Gabel sacaban ilegalmente de la prisión fotos de Hess y documentos personales suyos pero ¿y el uniforme?

Ni yo ni el sacerdote nos habíamos apropiado de objetos de recuerdo. El 20 de septiembre de 1988 celebré mi cumpleaños con unos amigos y antiguos compañeros, entre los que estaban también el antiguo guardia británico, Steven Timson y el hijo del jefe de guardia británico, Paul Warman, cuya mujer, Ellen, trabajaba en el concesionario de coches japoneses en el que mi mujer y yo habíamos comprado un Toyota un poco antes. Cuando el ambiente estuvo más distendido, Timson presumió de que pronto compraría una gran casa, un buen coche, y de que pronto disfrutaría de una vida de lujo. Cuando le pregunté cómo mantendría semejante ritmo de vida con sus ingresos, si no era rico. Me preguntó confidencialmente si yo recordaba todavía con claridad el gran "teatro de verano" de 1987, cuando desapareció el uniforme. "Pues fui yo quien lo cogió. No me lo encontraron porque no lo escondí en mi casa, sino en la de mi cuñado Warman, debajo de una cama. Tiene un valor de no menos de medio millón de dólares. Naturalmente, comprenderás que debo ocuparme de contactar con posibles compradores y gente interesada.

Era una doble canallada, no solo para la Historia, sino porque se había apropiado de lo que para la familia era un recuerdo impagable de Rudolf Hess; sobre todo, no veía cómo podría hacerlo, pues la familia era heredera legítima de la propiedad del uniforme, y eso sin tener en cuenta que yo no andaba en tratos con objetos robados. De la conversación me quedó claro que ambos ingleses habían actuado en vano o muy cautelosamente en la búsqueda de posibles compradores tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos. Había visto tanto al hijo, Wolf Rüdiger, como a Ilse Hess en las numerosas visitas a Spandau, y tenía claro que la familia, de haber sido contactada por los ladrones con delicadeza y discreción, se habría asegurado el botín. Tras una pequeña reflexión, y tras consultarlo con un conocido abogado, le dije a Timson que conocía un comprador con gran interés en el uniforme y que - le engañé- era bastante seguro que pudiera pagar un alto precio por él: el hijo de Rudolf Hess, Wolf Rüdiger. Como picó, me pidió el número de teléfono y la dirección. Ya no podía hacer más, y debió pasar un año hasta que me enteré por la prensa de que mi plan había funcionado, y mi deseo se había hecho realidad.

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"Si los rusos me liberan, significará mi sentencia de muerte. Solo sería un día de suerte para mi si los británicos dan publicidad internacional a mis documentos. Entonces estaré libre". No lo entendía bien y, en vista de ello, me lo explicó mejor: "Siempre quise un mundo en paz, e hice todo lo que estuvo en mi mano para evitar la guerra. Casi todo lo que se ha escrito sobre mi es falso. Por lo tanto sería muy agradable si esos documentos se publicaran, porque entonces sería un hombre libre y podría volver a ver a mi familia. No debe usted hablar de esto con nadie, pues sería más contraproducente que beneficioso, y los aliados cambiarían mis palabras de todos modos; por tanto, que hagan lo que quieran, que es lo que siempre han hecho".

En cuanto murió entendía que él sabía que los británicos, por razones de Estado, jamás permitirían su excarcelación.

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He visto cientos de muertos en el intento de asalto a la ciudad portuaria tunecina de Bizerta, pero nada me impresionó tanto como el asesinato de mi indefenso y anciano paciente Rudolf Hess.

La razón que me guía es mi convicción de Hess fue asesinado, y que los autores materiales e intelectuales comparezcan ante un tribunal ordinario. También creo que las personas tienen derecho a saber lo que realmente pasó ese día. Todavía me siento con fuerzas para abordar un último intento de saltar el claramente infranqueable muro de silencio y represión.

Poco después de la comida me pidió Hess que le comprara en algún comercio de Spandau un cazo de cerámica para calentar el agua del té en un hornillo, pues el anterior se había deteriorado. ¿Realmente hubiera expresado este deseo si en su interior ya hubiera decidido poner fin a su vida? ¿Hubiera tenido la sangre fría de iniciar una última e innecesaria maniobra de distracción?

Después de cinco años en común, la relación que se forjó entre Rudolf Hess y yo se caracterizó por la solidez y la confianza mutua, de tal manera que me habría hecho partícipe de su deseo de morir.

Aunque la lámpara estaba en el suelo, me di cuenta claramente de que el alargador de la lámpara todavía estaba enchufado. Difícilmente podría haberse ahorcado Rudolf Hess con este cable, según la versión de los aliados.

Posteriormente se plantea la cuestión de cómo pretendía Hess distraer a los tres guardianes que tenía sentados a menos de 3 metros, de manera que no le hicieran caso el tiempo necesario para que el preso pudiera llevar a cabo su acción.

Hubiera resultado complicado colgarse de ahí incluso para un hombre totalmente ágil y saludable.

Cuando ojeé el escenario me quedó claro que allí había habido algún tipo de lucha, he aquí un hombre achacoso y con pocas fuerzas que en peligro de muerte reúne sus últimas fuerzas y -en vano- lucha contra quien pude verlo en los siguientes segundos. La víctima yacía de espaldas en el centro de la habitación de unos 6 o 7 metros cuadrados. Las piernas estiradas y las manos por encima de la cabeza. Muerto. Sin vida. A los pies del cuerpo estaba el americano de color Tony Jordan, quien parecía estar fuera de sí y tenía la camisa totalmente por fuera, también incumplía el reglamento de uniformidad porque no llevaba corbata. Entonces me fijé en otras dos personas que estaban junto a Hess. Me había agachado junto a mi paciente y desde mi posición pude ver las dos figuras uniformadas que me miraban fríamente, también miraban algunas veces a Jordan, y en sus ojos adivinaba yo la pregunta: ¿Qué hace este aquí? Se trataba de un hombre grande y otro pequeño, ambos en uniforme americano.

¿Eran realmente americanos?... Estaba terminantemente prohibido  a los soldados acercarse al prisionero... Un suicidio por negligencia podría convertirse en una catástrofe mediática mundial.

Sin embargo, estos dos hombres no eran americanos, o por lo menos no eran soldados americanos, pues los uniformes que llevaban no estaban completos y, además, no les quedaban bien.

Instintivamente entendí que, al menos, americanos y británicos estaban implicados.

Si aquí se había producido un crimen, estaba claro que no había sido obra de un guardia agotado o histérico, sino una acción que debía cerrar la boca a Rudolf Hess para siempre. La razón obvia es que, en los últimos años, y en definitiva como su única persona de confianza, había observado cómo se expresaba la firme voluntad del prisionero de abandonar la prisión aun con vida. Había oído de sus propios labios que no esperaba ser liberado "legalmente", y que quería conseguir esto con la publicación de sus secretos en los grandes periódicos de Alemania Occidental: Frankfurter Allgemeine Zeitung y el Die Welt. Tal vez se habían enterado los servicios secretos mediante escuchas secretas de que, no solo habían podido salir de la prisión ciertas cartas, sino que además iban a ser publicadas. Tal vez querían poner fin de una vez por todas a semejantes actividades.

Intenté reanimarlo mediante la respiración boca a boca y, para involucrar a las dos figuras que estaban allí sin hacer nada, pedí al más grande que me ayudara realizando un masaje cardíaco. No se hizo de rogar, se arrodilló indiferente y le practicó un masaje cardíaco con tal fuerza, que se oyó cómo le rompía 9 costillas y el esternón, lo que más tarde se revelaría en la autopsia. Es cierto que los huesos de las personas tan mayores son frágiles y que no es raro que en un masaje cardíaco se rompan algunas costillas, pero la forme en que el hombre presionó sobre el esternón, así como el número de costillas rotas me hizo pensar que, o bien le daba totalmente igual romper tantas costillas, o bien era eso justamente lo que perseguía.

Lo que también me pareció muy extraño, pues en toda mi vida en primeros auxilios y cuidados intensivos jamás me había ocurrido que hubiera en una ambulancia una maquina cardiopulmonar estropeada.

Estaba sumido en pensamientos sombríos, cuando aparecen en el pasillo del hospital los tres directores occidentales de la prisión militar de Spandau, junto a gran número de oficiales británicos que llevaban copas de champán, y que parecían tener algo que celebrar con sus alegres brindis y ruidosas conversaciones. Hasta hoy no he sabido qué razón había para semejante celebración o, mejor dicho, ¿qué otra cosa podía ser, salvo la muerte de Rudolf Hess, el motivo de celebración con champán?

Poco a poco llegué a la conclusión de que Hess no había podido ahorcarse. En los cinco años durante los que me ocupé a diario de Hess acabé teniendo una impresión clara y precisa de su estado físico y de sus capacidades físicas. En vista de su estado físico era muy poco probable que Hess se diera muerte tan rápido como decían los aliados, es decir, anudándose un cable alrededor del cuello y colgándose o estrangulándose.

Mi paciente estaba tan débil al final de su vida, que necesitaba una silla especial con un dispositivo eléctrico sobre todo para poder levantarse. Necesitaba ayuda para caminar porque tenía un debilitamiento muscular en el muslo izquierdo que le impedía controlar la rodilla. Un guardia debía llevarlo permanentemente del brazo, a veces incluso caminaba ayudado por dos guardias. Estaba totalmente ciego de un ojo y en el otro tenía solo un 30% de capacidad de visión. Cuando se caía al suelo no podía levantarse solo. Sus manos estaban deformadas por la artritis, y ni siquiera podía levantar la cuchara para comer; yo debía darle de comer. de ninguna manera hubiera podido anudar un cable o una cuerda, y mucho menos atarse los cordones de los zapatos. Además tampoco podía levantar los brazos por encima de los hombros, por tanto menos hubiera podido atar una cuerda al marco de la ventana de la que luego se colgaría.




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En realidad, cuando los aliados decidieron utilizar la prisión de Spandau para los siete acusados de "crímenes de guerra" ya habían decidido demolerla tras la muerte del último prisionero. No tuvieron en cuenta los planes de los de Spandau, pues los alemanes fueron los últimos en ser consultados al respecto. Se barajaron varias posibilidades: utilizar el edificio, por ejemplo, como residencia de ancianos, nave industrial, o algo así como un museo antibélico "in memoriam". También se consideró rehabilitar el edificio y utilizarlo de nuevo como una prisión normal, aunque esto último sería posiblemente demasiado caro. Tímidamente intentaron diputados de la CDU o del FDP evitar la demolición a toda costa decidida por los aliados, así el portavoz del FDP exhortó al Senado para que iniciara unas conversaciones con el gobierno militar británico, a fin de evitar la demolición de un edificio que databa de 1879; él argumentaba que, frente a la "demolición de los pecados" anteriores, debería reflexionarse con serenidad sobre el futuro de este edificio de ladrillo de la era prusiana. Esta petición razonable fue rechazada por el portavoz de la CDU en el Senado, Winfried Fest, quien argumentó que "no puede haber ningún santuario del ayer eterno de viejos o jóvenes nazis". Era falso reducir la discusión sobre la prisión a una cuestión de protección de un monumento.

Una visión totalmente distinta fue la del propio Comisario de Patrimonio Histórico de Berlín, el Jefe del Patrimonio del Land Engel, quien ya años antes había exigido el mantenimiento de la prisión. Su portavoz insistió en que sólo tenía un edificio ante los ojos, no su función.

También el historiador del arte berlinés Wolter, Presidente del Consejo Consultivo para la conservación de monumentos, se declaró claramente en contra de la demolición de la prisión. Se trataba, sin duda, de un edificio histórico, aunque desconocido y todavía por descubrir. En caso de demolición, debería al menos tener preparada una documentación sobre la construcción.

Los ciudadanos de Spandau expresaron mayoritariamente el deseo de que, tanto si se destruía la prisión como si no, el recinto debía volver a ser propiedad comunitaria del distrito administrativo de Spandau y no ser utilizado nunca más por los aliados. Mientras el rumor se extendía, los ingleses se planteaban, tras la demolición, si dedicar el solar resultante, unas 2,8 ha., a NAAFI - Shop, Siglas de NAVI, ARMI, AIR FORCE INSTITUTE- un centro comercial y de ocio para el personal de la fuerza de ocupación británica. Esta preocupación tenía su fundamento, pues el llamado status de las cuatro potencias para el edificio se mantenía solo mientras Hess viviese, quedando después el edificio en el sector británico. Como corresponde a una "potencia protectora", los ingleses cuidaban gustosamente de los intereses de los habitantes de Spandau y levantaron en el lugar donde, tras 40 años preso había sido asesinado Rudolf Hess, un centro comercial y de ocio.

El 26 de agosto era el momento: por la noche llegaron los soldados británicos con taladros, motosierras y hachas. Amparados por la oscuridad comenzó el desmantelamiento del venerable edificio prusiano con un ruido ensordecedor.

Una vez más el Berliner Zeitung demostró su delicadeza, informando sobre esto bajo el titular: "Queman los trastos tras la muerte de Rudolf Hess en la prisión de Spandau".

En realidad habían quemado bastante más que los últimos vestigios de la miserable existencia de la cárcel: en la pira ardían también los restos de la caseta del jardín, ya destruida al día siguiente del asesinato, sus muebles y tal vez también el cable con el que Hess debía haberse estrangulado. La verdad es que no hace falta ser criminólogo para suponer que aquí se estaban destruyendo pruebas y obstaculizando la investigación, lo que se sostenía tanto más cuanto que periódicos serios afirmaban, ya a los tres días de la muerte de Hess, que en este caso quedaban muchas cuestiones abiertas.

Pero todos los días se quemaban no solo muebles, ropa y otros enseres de la prisión, también los libros de su biblioteca, como si no hubieran aprendido nada de la quema de libros de mayo de 1933; además las gafas, la alianza y otros objetos muy personales arrebatados a la familia. Esto resultó tan perjudicial que las innumerables notas de Hess tomadas durante décadas se perdieron para la investigación, pues cientos de cuadernos en los que, día a día, año a año y década a década, había manuscrito sus notas, observaciones, reflexiones y comentarios, habían sido quemados sin fundamento, es decir, no están definitivamente perdidos para la posteridad porque las cuatro potencias estuvieron de acuerdo en fotografiar y microfilmar los libros página por página antes de quemarlos. Cada una de las cuatro potencias se quedó con una copia antes de que los originales fueran insensatamente destruidos. Todavía deberán esperar décadas en sus archivos estatales hasta su desclasificación.

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Epílogo, recortes de prensa de la época tras el fallecimiento de Rudolf Hess:




Emilio Romero, Justicia y no saña: