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Palabras efímeras, Paul Léautaud




¿Qué es la inteligencia? Me lo pregunto a menudo, cuando -a cada instante- oigo decir a propósito de uno u otro: “no es inteligente”. He llegado a sentir muchos escrúpulos antes de pronunciar este juicio respecto a cualquier persona. Me parece que ser inteligente es, en primer lugar, ser desconfiado, incluso con respecto a uno mismo, examinarlo todo antes de pronunciarse, incluso los propios juicios, no aceptar nada en el orden de los hechos, las ideas y los sentimientos, más que a título de inventario, y nunca abandonarse. Pienso en lo que pueden decir a propósito de mí. Recientemente he publicado un fragmento de mi Diario relativo a la muerte de Coppée, en el que hay algunos párrafos sobre la patria, el heroísmo guerrero y el sentimiento nacional que con seguridad han provocado que algunos dijeran de mí: “No es inteligente”, y sobre todo, después de la reciente guerra que hemos vivido. Asumí este riesgo. Esos párrafos los había escrito en aquella época y no los he eliminado, eso es todo. Y es cierto que considero que el civismo, el heroísmo guerrero y el orgullo nacional son tonterías contraproducentes (a la vez que me digo que quizás son motivos de emulación necesarios y pensando inmediatamente que esta misma emulación podría surgir de motivos más elevados y ejercerse de una forma más pacífica). En cualquier caso, si es una tontería por mi parte, puedo enorgullecerme de tener ilustres fiadores (que quizás también eran tontos, ¿quién puede saberlo?). Las personas con un poco de cultura sabrán de quiénes se trata. 

Por otra parte, me anima la más absoluta falta de interés hacia todo lo que concierne aquello que en nuestra época se llama ciencia, en todas sus manifestaciones; de veras, una absoluta falta de interés. No me sorprende la aviación, ni la telegrafía sin hilos, ni el arte cinematográfico, etc., etc. Aun diría más: no sé si en el fondo de mí existe una cierta antipatía hacia esas cosas. Digamos únicamente que siento una gran indiferencia. Nunca he alzado la nariz para ver volar un avión. Nunca voy al cine. Por nada del mundo instalaría un aparato de radio en mi casa. No tendría coche aunque fuera millonario. No tengo en consideración a esas personas llamadas “sabios”, cuyos “descubrimientos” son más producto del azar que de la inteligencia. Utilizo velas para alumbrarme, pues desdeño la electricidad. Sin duda, esto también puede hacer decir de mí que no soy inteligente. Creo que, durante siglos, muchas personas han vivido felices sin conocer ni disfrutar de todo esto y me apiado del mundo por haber concedido durante su existencia tanta importancia a estos descubrimientos y quedarse boquiabierto de admiración ante ellos. Lo que con tanta pompa es llamado progreso, no me sorprende. En estos casos, siempre recuerdo un disparate del difunto Lavisse que un día escribió que el saber humano hizo un gran progreso el día de la invención de la lámpara de petróleo. Lo que podía hacer pensar que hasta el momento no se había producido nada válido en el terreno del ingenio. Personalmente, y para no remontarme demasiado lejos, pienso en los Ensayos de Montaigne, las tragedias de Racine, las comedias de Molière, las Máximas de La Rochefoucauld, las Memorias de Saint-Simon, los Pensamientos de Pascal, los Cuentos de Voltaire, las obras de Chamfort y Diderot, en unos tiempos en los que se alumbraban con rústicas palmatorias. Podría confesar el trasfondo de mi naturaleza si no temiera mostrarme demasiado pretencioso: sólo me intereso por las cosas del espíritu y de estas cosas uno pude disfrutar entre cuatro paredes completamente desnudas con una mesa de madera blanca, un taburete y la mínima lucecilla necesaria. 

Hay un terreno en el que me siento con bastante seguridad como para decir que un hombre no es inteligente: Cuando veo a un escritor -cada día me visitan-, de más de cincuenta años que aun escribe como en su juventud, con un estilo florido, precioso, afectado, a menudo incluso puro pathos, con imágenes tan absurdas como infantiles. Hablar, por ejemplo, a propósito de un parque infantil cuando las niñeras recogen a los niños y guardan las pelotas en los coches, de “pelotas que se van a dormir”. ¡Pelotas que se van a dormir! Me digo que no se puede ser muy inteligente, cuando ya queda lejos la juventud, para seguir escribiendo estas sandeces y para que años de trabajo, de lecturas y de reflexión (imagino), hayan hecho progresar tan poco. Sobre todo cuando, según parece, para un escritor cada página que escribe debe ser para él una nueva lección del arte de escribir, como un hombre que de relación en relación aumenta su conocimiento sobre las cosas del amor. Y un nuevo progreso hacia lo natural y la simplicidad. El espíritu, la inteligencia, es otra cosa. 

Sí, ¿qué es la inteligencia y qué significa ser inteligente? ¿Acaso yo no soy inteligente para mi vecino dado que no pienso como él? ¿Y no lo es para mí por la razón inversa? Uno siempre es imbécil para alguien, igual que siempre se es tonto en un aspecto u otro. Al escribir, hablar, juzgar (y yo añadiría incluso: en las relaciones con la mujer amada), siempre hay que decirse: “¡Cuidado! Quizás no eres tan astuto como crees”. Es un rasgo elegante y prudente de la inteligencia. 

¿Ser verdaderamente, plenamente, inteligente? Si fuera así, uno no osaría escribir más, ni hablar, ni juzgar, puesto que todo tiene su contrapartida, tan válida como la primera. Uno se consumiría en el silencio, la reflexión, en una duda sin límites, no viviría. Para vivir y actuar -y para escribir-, se necesita pasión, prejuicios, una especie de ceguera premeditada de despreocupación. 

Lo precedente hará decir de mí: ¿Un hombre inteligente? ¿O todo lo contrario?

¡Qué más da!

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Un día escribí que he vivido dos veces algunos momentos de mi vida: primero, al vivirlos, luego escribiéndolos. Puedo asegurar que los he vivido más profundamente al escribirlos. 

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Me releo a menudo. Por eso escribo poco. 

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Cuánto me hubiera gustado vivir de noche, si no hubiera tenido la obligación de levantarme, por la mañana, para ir a trabajar al Mercure. Sólo soy feliz por la noche, cuando a mi alrededor todo duerme, solo, en casa, leyendo, escribiendo o soñando. Si he tenido placeres han sido esos solos, solos, escribiría cien veces esta palabra. 

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La vida está hecha de canalladas materiales o de canalladas morales. Lo que se da en llamar amor reúne a menudo los dos tipos. Y todo ello para un día no ser más que un desgraciado ser agonizante y luego un cadáver que se entierra. ¡Qué risa!

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No me gustan los enfermos, los anormales, los contrahechos, los desequilibrados, los tarados, los retrasados ni los inútiles de un tipo u otro. ¡Por qué diantre no tirarían al nacer todos esos deshechos! Me apena esta época que pretende que vivan a la fuerza. 

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Nada como la lectura de los malos escritores para aprender a escribir bien. 

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La felicidad no es más que vulgaridad.

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Siempre he disfrutado más de mis penas que de mi felicidad.

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No hay sentencias máximas ni aforismos de los que no pueda escribirse la contrapartida. 

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“El infierno de las mujeres es la vejez”. También el de algunos hombres, que son un poco mujer.

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Lo más triste de la muerte de esos jóvenes que cada día mueren en accidentes laborales o de enfermedad en los hospitales, no es que mueran, sino que no hayan muerto en el campo de batalla.

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Actualmente, el peor mal de nuestras cuestiones públicas, procede de la libertad de prensa. Debería suprimirse toda la prensa de izquierdas y además no dejar publicar nada, incluso literatura, y sobre todo literatura, sin un riguroso visado previo. 

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La cría de animales de un género o de otro como medio de hacer fortuna ha sido sustituida por la cría de niños.
La era del robo, de la bisutería, del bluff, de la tontería, de la vulgaridad, de la ignorancia, de la fealdad, del ascenso democrático.

Ésa es -y faltan muchos artículos-, una breve visión de la sociedad de hoy.

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La juventud más bella: la juventud de la mente cuando uno ha dejado de ser joven. 

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El amor, sin celos, no es amor.

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