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La vuelta a Europa en avión - Manuel Chaves Nogales 1ª Parte




Desde Madrid al mar

El tiempo es aviador. Ha hecho su aparición en Alemania el avión-taxi que vuela en la dirección que le marcan sus alquiladores, con arreglo a la tarifa de un marco treinta y cinco pfennigs por kilómetro; en Francia se establece cada día una nueva línea comercial; hay aviones-restaurantes y aviones-camas; una gran fábrica alemana está ensayando la construcción de un avión gigantesco, en cuyas alas inmensas irán alojados cuarenta o cincuenta pasajeros que podrán bañarse, comer, dormir y pasearse en el interior del monstruoso pajarraco... Esto, de una parte. De otra, los grandes raids. 

Todos los días nos llegan agudas sugestiones aeronáuticas. La navegación aérea no es ya una actividad hermética reservada a unos cuantos héroes y a un pequeño núcleo de profesionales, sino que nos arrastra a todos, desde el gordo y prudente mercader que utiliza las líneas regulares de aviación para ultimar sus negocios, hasta el turista, el político, el cómico y el escritor. 

El paisaje lo ha ido construyendo —interpretando— el hombre a lo largo de los siglos, según su visión puramente horizontal. Pero visto ahora vertical u oblicuamente, el viejo paisaje del terrícola repugna a la mirada del aviador. El mundo es feo desde allá arriba; feo y mezquino. Cuando vuelen diariamente millares de personas se irá modificando la estructura de las casas, las ciudades y los campos. Una ciudad vista desde un aeroplano pierde toda su gracia y su sentido horizontales. 

En un viaje aéreo, lo primero que salta a la vista es la despoblación. Pasan bajo el aeroplano kilómetros y kilómetros de corteza terrestre sin un vestigio de vida, y se tiene la impresión de estar volando sobre un planeta deshabitado. Se ve la tierra intacta, inexplorada, aburriéndose en la espera inútil de gandules a quienes mantener. Abarcando de una sola mirada un panorama de centenares de kilómetros, en los que apenas se divisa una casita perdida, se ve que este gran queso que es el planeta está apenas empezado. Somos pocos; cabemos más, muchos más. El hombre no ha tomado posesión de la tierra más que porque se la ha repartido teóricamente. 

La Tierra —esto se ve en seguida— no es nuestro domicilio natural. La Tierra es una vieja calva, fea, llena de arrugas, basta y grandota, con la que no puede uno entenderse. Más que nuestra madre la Tierra, es nuestra tía la Tierra; nuestra tía abuela. 
A nosotros nos tolera por desidia; es una vieja sucia que por no sacudirse aguanta este enjambre de piojos que es la humanidad. 

Todos los esfuerzos de la humanidad han sido para esto: para que yo ahora, sencillamente, sin ninguna molestia ni heroicidad, me acomode en un butacón de la confortable cabina de uno de estos pajarracos metálicos y salga a dar la vuelta a Europa en unas cuantas jornadas con mi estuche de aseo, unas camisas, unos pijamas y unos libros. Los quince kilos de equipaje reglamentario. No se necesita más. 
Hasta ahora las ciudades se construían para ser vistas de lado. De aquí en adelante habrá que pensar en las exigencias de la perspectiva vertical. Yo confío en que dentro de unos años, las comisiones municipales de ornato público decretarán la demolición de barriadas enteras que hoy nos parecen bien vistas desde un mismo plano, pero que serán feas, intolerablemente feas, vistas desde arriba. 

Madrid es feo; está demasiado poblado. Este millón de manchegos apelotonados en la llanura da una impresión poco grata. Todavía los barrios modernos, con sus festones de verdura y sus terrazas, son tolerables, pero el viejo Madrid de los barrios bajos, visto desde arriba, es una monstruosidad. Así son casi todas las ciudades. Lo único perfectamente grato y habitable que hay en ellas es el cementerio. Desde arriba se tiene la impresión de que los muertos viven mejor que los vivos. 

En Madrid sólo hay dos o tres cosas agradables a vista de pájaro. La Castellana, el palacio real, algunos sectores del barrio de Salamanca, las plazas de toros, la Ciudad Lineal y el estanque del Retiro. ¡Qué bien hace con sus aguas intensamente verdes encuadradas por las líneas blancas del monumento que lo cobija en medio de esta paramera y rodeado de estos tejados rojos de Castilla como coágulos de sangre! No vale tomarlo a broma. Hemos hecho el descubrimiento del estanque del Retiro. El auténtico mar de Madrid. Sólo por él tiene Madrid un poco de gracia. 

No tengo ninguna admiración por los héroes de la independencia nacional; los he mirado siempre con un poco de prevención; desde Viriato hasta Agustina de Aragón. 

Por tierras de Francia

Brava gente que emigra de nuestro país buscando un poco de bienestar, este pequeño bienestar del trabajador francés que no hemos sabido dar todavía al trabajador español. 
Pero el españolismo no se ha borrado en ellos. Ser español es hacer profesión de fe en el heroísmo, en el sacrificio. Todos estos españoles emigrados, prófugos en su mayoría, aman a España y se avergüenzan un poco de no haber tenido el heroísmo suficiente para seguir viviendo apegados a sus terruños, de no haber sido capaces de soportar todos los sacrificios que la dura tierra española exige a sus moradores. 

En el mundo se conoce de Francia a sus políticos, a sus escritores, a sus artistas, y el mundo cree que Francia es grande por ellos. No, ellos no son más que el exponente de estas grandes masas de trabajadores de la tierra, humildes, limitados, constantes, que han hecho del suelo de Francia un vergel. Cada parcela de tierra francesa está cultivada como ni siquiera puede concebir un español. El amor del francés a su pegujalillo, a su pedazo de corteza terrestre, no lo sabría tener nunca, por ejemplo, un andaluz. 

Reflexionamos sobre esto ahora, camino de Rusia, y cada vez se arraiga más en nosotros la convicción de que, de todos los países del mundo, es Francia el que menos tiene que temer al comunismo. El pequeño propietario francés, tan amante de su pedacito de tierra y del ahorro, es la fórmula netamente anticomunista. 

París está muy hecho, muy trabajado; es la única ciudad definitivamente terminada que conozco. Todas las demás ciudades dan la impresión de estar haciéndose, de no haber cuajado todavía algo de campamento; Brujas, Venecia, Toledo no son ya más que relicarios. 

Pero en París ha empezado a haber casas demasiado altas y en sus paredes gritos demasiados agrios. Los norteamericanos influyen en París. Lo estropearán todo. El dólar es demasiado fuerte, y esta gente se halla tan bien dispuesta para dejarse corromper... 
Hay tal cantidad de negros en París, que cualquiera otra ciudad que no fuese ésta, no los soportaría. Pero el negro en París se disimula, se destiñe un poco, se hace ciudadano parisién al poco tiempo. 

En París —no sólo en París, pero en París principalmente— la mujer va siempre al lado del hombre. No creo que aquí haya habido nunca problema feminista a la manera ininteligente que tuvieron de plantearlo las mujeres anglosajonas. Francia ha resuelto el problema feminista de esa manera tan 
humana, tan sencilla, y netamente biológica que tiene el espíritu francés para plantearse y resolverse los problemas. 

La cuestión está en salvar el problema sexual, en no concederle más que la importancia secundaria que tiene en realidad. Superado esto, no hay problema feminista. La mujer toma automáticamente la parte que le corresponde en el trabajo del mundo y automáticamente se redime de su esclavitud y aun de la prostitución. Por lo menos, de esa prostitución negra y triste de los países no civilizados o a medio civilizar. Yo comparo estas muchachas graciosas, gentiles, independientes, fieramente independientes, que desempeñan en París la función social de hacer el amor, con aquellas otras mujercitas tristes, dramáticas, de Andalucía, a las que los señoritos maltratan, y las encuentro absolutamente redimidas de toda cosa nefanda. Desempeñan la función para la que son más aptas, viven bien y un día cualquiera se convierten en adorables esposas y madres amantísimas. Para sus maridos no habrá problema. La paternidad —ya lo decía Goethe— es una cuestión de buena fe. 

Y negros, muchos negros. La obra de los misioneros —sobre todo de los misioneros españoles— ha sido grandiosa. El negro es católico, fundamentalmente católico. Uno se conmueve al verlos venir esta mañana de domingo a San Sulpicio, aun sabiendo que por la noche esta morenita cimbreante, vuelta a la selva en aras 
de la civilización, exhibirá su cintura desnuda, con el sucinto adorno de unos plátanos en un cabaret cualquiera. 

Cuando hemos pasado bajo el dintel donde campea el lema impuesto por el Gobierno a todas las iglesias de Libertad, Igualdad y Fraternidad, la impresión sigue siendo la misma. Demasiada modernidad, demasiada campaña social, excesivo confort, harto sentido del momento. 

Este esfuerzo, del catolicismo francés por defenderse actualizándose, me parece un error. La gran fuerza de las religiones viene de atrás; lo importante es conservarlas, mantener la liturgia, su sentido tradicional. Desde el punto de vista católico, mejor servicio presta a la religión el cura de misa y olla, que mantiene inalterable su dogma, que este cura urbano, que inicia una tímida evolución y, al acomodarse a los tiempos, pacta e, insensiblemente, desvirtúa su doctrina. En otro tiempo, ésta hubiera sido una herejía. Para El Siglo Futuro, seguramente lo es. 

El ideal revolucionario —del auténtico revolucionario contemporáneo, no del que aspira a derribar este o aquel Gobierno—, el ideal antiburgués no consiste en la destrucción del bienestar que han sabido crear los burgueses, sino en la limitación del apetito de cada uno por esos goces. 

A la vida le basta con muy poco, casi nada. Cubrir las necesidades puramente fisiológicas, y para sazonarlo todo, un gramo de superfluidad. Reducir lo superfluo a este gramo, a este búcaro con flores del camarada Juan, o a este vestido de seda de su compañera es trabajar revolucionariamente. 

Suiza y el internacionalismo

El suizo no acaba de serme simpático. Se parece demasiado a sus encinas. Tanto monta un encinar como una tropa de ginebrinos. Tienen esa inmovilidad y esa firmeza de los viejos troncos. 

Cuando se piensa que esta gente tan sosegada, tan prudente, tan correcta y discreta está aquí atrincherada en el cogollo de Europa, dentro de sus pequeños egoísmos municipales, desagrada un poco. El caso aquel que se consideraba ejemplar de la neutralidad de Suiza durante la guerra europea me asusta y me hace temer que, por encima de todas estas virtudes locales, mejor aún, domésticas, del suizo, puede haber una terrible incapacidad espiritual. No se puede estar tan al margen. En el mundo hay algo más que los intereses de la Sociedad Excursionista y de la Armonía Náutica. 

Cuando las chicas suizas cumplen los quince años tienen cierto derecho — como los chicos de su edad en España— a que sus padres les entreguen un llavín del cuarto en que habitan y puedan así recogerse a la hora que mejor les plazca. 

Me divierte mucho pensar en el espanto que esta vieja noticia produce seguramente en el ánimo de los honrados padres españoles, pero quiero tranquilizarles. En ninguna parte del mundo ocurre nada extraordinario —ni siquiera en el aspecto amoroso—, y las chicas ginebrinas, con el llavín de su casa en el bolsillo, se recogen a la hora que les da la gana, pero no hacen de su libertad nada que deje de hacer una recatada señorita de Cuenca, Córdoba o Burgos. 

Si fuera preciso, yo propondría que se diesen corridas de toros benéficas para sostener en Ginebra a un pequeño núcleo de españoles que se enterasen de lo que pasa por el mundo. 

La Prensa española refleja la misma indiferencia que el Gobierno ante el internacionalismo. Se da el caso lamentable de que los periódicos más importantes de España y hasta los más nacionalistas están en manos de agencias extranjeras o de informadores extranjeros y mal pagados, mientras II Corriere della Sera, por ejemplo, tiene en la capital de Francia una verdadera redacción con colaboradores especializados que saben lo que en cada momento interesa a Italia de cuanto pasa en el mundo. Claro es que las empresas periodísticas españolas no tienen por qué preocuparse de estas necesidades. Mientras España no tenga una verdadera política internacional, ¿para qué hacen falta mejores informadores? 

Panorama germánico

Alemania tiene la más vasta red de ferrovías que hay en el mundo, y Berlín es una ciudad agujereada por esos centenares de trenes que llegan, taladrando viviendas, hasta la entraña misma de la urbe. Esta situación de ciudad perforada, ensartada por las lanzaderas de los trenes constantes es lo más característico de Berlín. El símbolo berlinés más claro es un volante y una biela en movimiento. 

Los berlineses están muy orgullosos de esta dominación de la mecánica. Es su gran superstición. Durante muchos meses se han hecho exhibiciones en todos los cines de Berlín de una película titulada Berlín 1928, hecha a base de reproducir la vida berlinesa de todo un día por medio de la mecánica característica de cada aspecto de la ciudad. Se aspira a dar una sensación total de Berlín con la sucesión cinemática de ruedas, émbolos, poleas, bielas, motores, etc. El operador cinematográfico, para buscar el alma de Berlín 1928, ha metido el objetivo en el corazón mismo de las máquinas, en los sitios donde los engranajes son más complicados. La vida de la ciudad, desde el amanecer, cuando empiezan a rodar por las calles las máquinas de la limpieza pública hasta la hora más avanzada de la madrugada, cuando los trenes rasgan el silencio de la noche, está representada exclusivamente de una manera mecánica. Los berlineses pasan aprisa por esta película, cogidos en este fabuloso engranaje, y en cada escena de la vida ciudadana es el ritornelo del volante y la biela lo que domina. 

Lo curioso es que los intelectuales alemanes, los artistas, los escritores han llegado también a sugestionarse por este absoluto dominio de la mecánica, y se da el caso extraordinario de que se niegan a sí mismos, se abren la barriga voluntariamente ante este ídolo nuevo del maquinismo. 

«La representación de la vida —dice en un artículo este literato que ha confeccionado el film de Berlín 1928— no necesita, para nada, de otros elementos que la mecánica.» «Para dar la impresión neta de Berlín —agrega— me basta con apresar sus movimientos y reproducirlos. No necesito en absoluto ninguna colaboración de índole espiritual. Hoy la emoción artística no se consigue con elaboraciones metafísicas, sino con manifestaciones cinemáticas. Es decir, nada de literatura; mecánica». 

Me parece explicable que un escritor o un poeta berlinés, cogido por esta gran civilización mecánica, rinda la exigua fuerza de su espíritu ante esta superstición. Lo que no concibo es el auge de este sentido cinemático de la vida en París, Roma o Madrid. Se necesita ser tan idiota como Marinetti para rendirse así a una cosa inferior. 

Un caso curioso. Se trata de una de las grandes figuras del industrialismo alemán: el profesor Junkers. 

La Casa Junkers es hoy una de las más fuertes de Alemania; sus fábricas de aviones, desbordando el territorio germánico, se extienden por Suecia e Italia; millares de obreros y centenares de ingenieros trabajan en la producción de nuevos tipos de aviones, y en otras cien máquinas distintas, a las órdenes de Junkers. Conociendo la vastedad de la empresa, uno se imagina a este hombre, Junkers, como un sujeto extraordinario, dotado de un cerebro nuevo, de nueva forma, el cerebro del capitán de industrias, del ingeniero, del mecánico, cerebro maravilloso, lleno de matemática que los pobres literatos envidian. De Junkers, como de Ford, como de todos los hombres de este tipo, se llega a hacer un mito. 
Afortunadamente, a pesar de todas las fuerzas ciegas que nuestra civilización ha desatado, son estos tipos, es decir, los hombres sencillamente inteligentes, los que gobiernan el mundo. 

—El alemán de dieciocho años es como un dios joven; a los treinta y cinco años el alemán es como un cerdo —me dice madame mientras contemplamos maravillados el magnífico espectáculo del Wellenbad. 

Este baño de ola artificial del Luna Park de Berlín —como no hay otro igual en Europa— es sorprendente. En el fondo de una enorme piscina, dispuesto en forma de rampa, una potente maquinaria agita constantemente el agua lanzándola en oleadas hacia la parte más elevada de la rampa, que forma una especie de playa. En torno a esta gran piscina, todo está dispuesto como en un cabaret. El público se acomoda en las mesitas que rodean la playa artificial y cena o bebe champán en compañía de los bañistas. Al lado del caballero de esmoquin, la señorita en maillot exhibiendo casi absolutamente desnudo su 
cuerpo irreprochable. 

Dentro del agua, hombres y mujeres fraternizan con una libertad de movimientos que un latino no comprenderá nunca. Esta indiferencia, por lo menos aparente, que el tipo germánico tiene ante las sugestiones eróticas, le permite entregarse limpiamente, graciosamente, a toda clase de juegos y escarceos sensuales entre individuos de los dos sexos. 

El Ku-Ka o Kunstler Kafee (Café de los Artistas) es un pequeño cabaret en el que se reúnen de ocho a doce de la noche hasta un centenar de personas. Este público del Ku-Ka está formado por gente de la más humilde y sencilla 
burguesía; burócratas, comerciantes, pequeños industriales, algún modesto propietario. Este público prudente y sensato, viene, sin embargo, al Ku-Ka para presenciar regocijado un espectáculo que en España horrorizaría al más comprensivo burgués. 

En el centro del Ku-Ka hay una tarima y un piano. Mientras la gente toma tranquilamente su café, esta tarima es asaltada sucesivamente por los tipos más explosivos de Berlín: poetas, filósofos, polemistas, recitadoras, calculistas, actores, actrices, cancionistas, bailarinas, negros, amarillos, cobrizos, todos los exotismos de raza o de intelecto. Todos estos tipos suben a la tribuna libre del Ku-Ka a lanzar una bomba; son artistas en formación, en agraz, gente agria y detonante que quiere, ante todo, llamar la atención. Ya se sabe por los pequeños burgueses del público que cada muchachito de estos que salta a la tarima lleva un petardo en el bolsillo. 

Esta noche se ha plantado de un salto delante del piano un judío joven, un inconfundible judío, ya un poco en arco el cuerpo a pesar de su juventud, pálidos, brillantes los ojos negros, corva —cómo no— la nariz. Con las manos metidas en los bolsillos del esmoquin, ha paseado la mirada por el auditorio con ese mecer la cabeza característico de los judíos, y se ha puesto a recitar. Es una poesía suya contra la juventud deportista. A este pequeño judío le molesta el deporte, el sentido deportivo de la existencia. Y arremete bravamente, más que contra quienes practican el deporte físico, contra quienes hacen de él poco menos que un sistema filosófico y una escuela literaria. Me dicen que este joven poeta está en la vanguardia literaria alemana y, aunque desconocido todavía del gran público —al Ku-Ka no vienen más que los inéditos—, goza ya de cierto prestigio como representante de una reacción contra el sentido deportivo del arte. 

El honrado público del Café de los Artistas aplaude al judío, que se envalentona con las ovaciones, levanta el espolón de su nariz y recita de nuevo. Es una agria poesía contra la iglesia erigida a la memoria del káiser Guillermo en la Auguste-Victoria Platz. Esta iglesia, situada a cien metros del Ku-Ka, es uno de los monumentos más artísticos de Berlín; enclavada en el centro de la urbe moderna, entre la Kurfürsterdamm y la Tauentzienstrasse, es, realmente, con su arquitectura gótica del florecimiento, reforzada con elementos románticos, un claro símbolo del imperialismo subsistente hoy en el corazón de Berlín. 

A nuestro pequeño judío le molesta la supervivencia de este símbolo en el Berlín de la República, y quiere destruirlo. Arremete contra él, no con grandes palabras demoledoras, sino arteramente; la iglesia estorba. Hay que derribarla, sencillamente, porque dificulta el paso de los tranvías y los taxis. La Alemania de hoy no puede consentir a la Alemania de ayer esa pequeña molestia de tener que dar la vuelta alrededor de una iglesia. Esta iglesia —dice— no es 
nuestra: es del káiser Guillermo; se erigió a su memoria; debemos, pues, mandársela, piedra a piedra, para que en su destierro se entretenga en jugar con los sillares de piedra como juegan los niños con sus cuadraditos de madera. 

El desprecio hacia el kaiserismo que esta poesía rezuma, produce entusiasmo indescriptible entre el público de burgueses del Ku-Ka. Se aplaude frenéticamente al pequeño judío enemigo del káiser con tanto fuego, que uno se queda sorprendido un momento, incapaz de reconocer en este pueblo al pueblo de antes de la guerra, del gran tiempo, como los alemanes mismos dicen. 

Después de escuchar estas explosiones de júbilo antiimperialista a un público de burgueses alemanes, yo estaría absolutamente convencido de que en Alemania se había operado la revolución más grande que registra la Historia si no hubiese sido por el recuerdo de una pintoresca anécdota que hace poco me contaba un amigo valenciano. 
Después del poeta judío antiimperialista ha subido a la tribuna un negro. Este negro es también enemigo personal del káiser. Cuenta, en desprestigio del 
kaiserismo, unos chascarrillos grotescos que acompaña con su expresiva mímica negra. La gente ríe estas burlas a mandíbula batiente. No hay en toda la sala ni un signo de desagrado, ni siquiera una actitud indiferente. Todos son felices cuando alguien sale a ridiculizar al viejo emperador. 

Sin embargo, he podido hacer una observación: los alemanes se divierten, eso sí; pero los que arremeten contra el viejo imperialismo no son nunca alemanes: judíos, negros, esclavos... Me falta ver al alemán. Mientras tanto, no olvidaré la lección de prudencia que dieron los alicantinos a su candidato. 

Cada vez estoy más convencido de que la interpretación de la moral es una simple cuestión de latitud. 

Pero, por fuera de la órbita natural del amor tan netamente descrita por la patriarcal sencillez germánica, queda una zona turbia de sexualidad que deriva hacia el homosexualismo, cada vez más extendido en Berlín. 

Me dicen que este vicio tuvo su periodo culminante en lo que los alemanes llaman «el gran tiempo», la Alemania exuberante de antes de la guerra. Fue, según parece, una secuela del militarismo; Alemania era un cuartel, y por entre la férrea disciplina de los cuarteles, el apetito sexual se torcía y deformaba para ir a dar en el homosexualismo. Este es hoy una institución, por lo visto, tan respetable como cualquier otra. Los homosexuales tienen en Berlín sus casinos, sus cabarets, sus periódicos. He quedado sorprendido repasando varias publicaciones homosexuales de las que están llenos los quioscos, en las cuales se defiende con argumentaciones de carácter científico y hasta religioso esta aberración. 
Han llegado algunos tipos de homosexuales a tal grado de perfección en este anhelo de emular y superar a la mujer, que el tenorio callejero tiene que tener un exquisito cuidado en sus escarceos, porque pueden ocurrirle lamentabilísimas equivocaciones. La Policía consiente a los homosexuales andar por las calles de Berlín disfrazados de mujer, con la sola condición de que el disfraz sea tan perfecto que no se advierta la superchería. 
A todos los extranjeros que pasan por Berlín se les brinda la ocasión de ir a visitar el típico cabaret de homosexuales: El dorado. Es un cabaret exactamente igual a todos los demás —tan aburrido y triste como todos—, con la sola diferencia de que las tanguistas que merodean por los palcos y se lucen en el parquet no son mujeres. Hombres, yo no puedo asegurar que lo sean. 

La mujer, por su parte, al mismo tiempo que el hombre, se entrega a idéntica aberración. El espectáculo que estas chicas «equivocadas» — llamémoslas así— dan en los sitios públicos, no por frecuente y tolerado en Berlín, puede referirse circunstancialmente en España. Ya he dicho que la interpretación de la moral es una simple cuestión de latitud. 
Estos casos de anormalidad sexual que se dan en todas partes y son tan viejos como el mundo no merecerían siquiera un comentario si no fuese porque su porcentaje es tan elevado, que toman ya la categoría de hecho social. Los hombres de ciencia alemanes no se empeñan en desconocerlos ni los ocultan. Por el contrario, hay una formidable acción científica encaminada a la corrección de estas anormalidades, atacándolas tan de frente, con tanta claridad y crudeza, que al recordar por contraste la pudenda intervención del 
Gobierno español en aquel malogrado curso de Eugenesia que se intentó en Madrid, se piensa en que este Gobierno y estos hombres de ciencia están locos o en España somos gente de una hipersensibilidad moral. 

Hace poco se hizo en Alemania un ensayo que en España hubiese producido espanto. El problema de la inutilidad de los correccionales para jóvenes estaba en pie, y, secundando la teoría defendida por prestigiosos hombres de ciencia de que únicamente la satisfacción del apetito sexual normalmente podía volver a la normalidad a los incorregibles corrigiendos, se ensayó un sistema de correccionales, mixtos. Me dicen que el ensayo fue desastroso y tuvo que ser suspendido. Pero es igual; los hombres de ciencia abordarán mañana el problema por otro procedimiento cualquiera no menos aventurado y heroico. Hay, a toda costa, que librar a este pueblo joven de estas terribles taras sexuales cada vez más difundidas. 

Los crímenes de origen sexual son cada vez más frecuentes en Berlín. El sadismo y el masoquismo se practican con una intensidad que da espanto. Por las calles céntricas, apenas entrada la noche, discurren, con distintivos disimulados en el traje, cuyo significado todo el mundo conoce, hombres y mujeres que van formulando tristes proposiciones de sadismo y masoquismo a los transeúntes. Se dirá que esto podía evitarlo la Policía. Es inútil. En la exposición de Policía que se celebró últimamente en la capital alemana había un verdadero museo de aberraciones sexuales, terribles aparatos de tortura en los que gemía esa carne restallante de un pueblo demasiado fuerte que necesita el espoleo de su sensualidad a toda costa. La Policía prefiere tener todo esto ante sus ojos, controlarlo hasta cierto punto, antes que sumergirlo con sus persecuciones en un ambiente criminal. 

Es una de las tristes herencias de la guerra, que tardará mucho en liquidarse. 
Lo más sorprendente de la guerra europea es que, en apariencia, ha sido olvidada por completo. Parece como si la conciencia de las gentes atormentadas por aquella monstruosidad de cuatro años la repudiase y se la hubiese arrancado deliberadamente de la memoria. Es un fenómeno curioso. De la guerra europea no ha quedado memoria; como si no hubiera existido. Esta ruptura con un pasado bochornoso que recuerda esas grandes lagunas abiertas en la historia de los pueblos siempre a raíz de un cataclismo es la sanción que la humanidad pone a sus épocas terribles. Ni memoria de ellas. Algo de lo que debe haber pasado en Asia. 

Al día siguiente de terminar la guerra, la gente se puso a trabajar y a divertirse como si no hubiera pasado nada. Es curioso este afán de diversión, de goce sensual, despertado en el mundo inmediatamente después de la guerra. El único pueblo que después de la conflagración mundial quedó con ánimos 
para continuar el proceso espiritual que aquélla había provocado ha sido Rusia. Pero en los pueblos del centro de Europa se ha hecho borrón y cuenta nueva. Los que estuvieron en las trincheras lo han olvidado todo. Ni siquiera se habla de aquello. Antiguamente el recuerdo de las guerras se mantenía en el rescoldo de los hogares, se contaban una y mil veces las hazañas, se rendía culto a los héroes, se les tenía presentes a toda hora. Nada de esto hay después de la gran guerra. Como si fuera un acontecimiento de hace dos siglos. A nadie le ha quedado el orgullo de su heroicidad. Es más; he notado siempre un invariable gesto de disgusto en cuantos tomaron parte en la guerra tan pronto como se habla de ella. 

No se quiere nada con aquello. A trabajar y a obtener con el producto del trabajo el mayor bienestar posible; pero sin preocupaciones. Trabajar y gozar. 

En Berlín esta aspiración llega al frenesí. La gente trabaja aprisa para gozar aprisa, para divertirse. Comer bien, beber, amar, hacer negocios, dinero, lujo, pieles, perlas, bienestar material; nada más. En aquel ambiente yo recordaba al grupo de mis amigos de España tan enfrascados en sus problemas de conciencia. Pero no encontré nada semejante en toda Europa, donde la gente ha prescindido de muchas cosas que la posguerra ha considerado superfluas. La vida es dura y hay que andar suelto y con las manos libres para ganarla y hacerla amable. Una casa confortable tiene mucha más importancia que una consecuencia ideológica; una hora de jazz-band con una muchachita graciosa y despreocupada vale más que el más alquitarado deliquio amoroso. 

Yo he visto al público de Berlín reír a carcajada limpia ante una película de hace veinte años, representada ahora con curiosidad histórica, en la que se planteaban aquellos pavorosos problemas de conciencia que tenían tan embarazada a la gente. A medida que desfilaban por la pantalla aquellas viejas escenas de seducción de una muchacha, de desesperación de los padres por el deshonor que caía sobre sus cabezas, de sacrificios, de actitudes heroicas ante el Destino, de tristezas y dolores, un desenfadado causeur, colocado junto a la pantalla, iba ridiculizando aquellas viejas preocupaciones con gran júbilo de este público berlinés de 1928, que se preguntaba sorprendido cómo se podía ser así aún no hace más que veinte años. 

Esta tarde he ido a uno de los hospitales de Berlín para visitar a un pequeño compatriota recientemente operado. Siguiendo una costumbre alemana de una gran delicadeza, he comprado unas flores para el otro enfermo, el desconocido que en la cama contigua a la de nuestro deudo sufre sus males. Es una costumbre que revela el fondo de ternura del alma germánica. No se quiere que la visita a nuestro enfermo, al que llevamos, junto con unas chucherías, el regalo de nuestro cariño, cause pesar al enfermo desconocido que está a su lado en el hospital. A este infeliz puede no visitarle nadie y hay que hacerse perdonar por él la alegría que con nuestra visita damos a nuestro enfermo. Para eso se llevan unas flores al desconocido.

Desde el momento en que se pisa la tierra alemana se tiene la convicción absoluta de que se está en un país de una potencialidad excesiva para el equilibrio europeo. Apenas entra el avión por los grandes bosques de la Alemania del Sur y se abarca el panorama de la inmensa y privilegiada tierra alemana con sus bastiones naturales y su aspecto feudal, sobrecoge el ánimo el fantasma de la guerra. A primera vista, no es posible sustraerse a este temor. Es que hasta los pinos se alinean en las vertientes de las montañas como los soldados del ex káiser. 

Más adentro, esa preocupación bélica va acentuándose. Antes de llegar a Berlín hay cuatro o cinco ocasiones de considerar la pujanza industrial de Alemania también como un signo guerrero. Y he visto desde el avión las chimeneas de los centros individuales alineadas como en un frente de la batalla, demasiado grandes, demasiado altas para las industrias de la paz. No es posible descartar de la industria alemana este sentido bélico. 
Pero todo esto que tanto solivianta a los franceses son sugestiones literarias, impresiones visuales, el choque de nuestra sensibilidad latina con esa fortaleza germánica. Lo único cierto es que Alemania es fuerte; más fuerte hoy que nunca lo ha sido. 

Se llega a la conclusión de que la guerra no fue para Alemania más que un pequeño accidente fácilmente olvidado. Este pueblo joven se había puesto en marcha: erró el camino, sufrió la pena, rectificó su ruta y adelante. No habrá riada en el mundo capaz de contener esa fuerza expansiva de Alemania. No se trata de una política determinada, ni de una misión histórica, ni de un ideal; no. Es que esta gente tiene una vitalidad maravillosa. 
Se han amputado —o les han amputado— el ideal imperialista y siguen adelante con el mismo empuje que antes, porque este ímpetu ascensional de Alemania es una fuerza ideológica, no la resultante de unas lucubraciones ideales. 

El mundo no cree que Alemania se haya puesto en marcha otra vez sin el oculto motor de su imperialismo. No se cree en la revolución, en aquella revolución incruenta que nadie ha considerado capaz de llegar a la entraña 
alemana. Pero en ese pueblo, se ha dado un caso sorprendente. Primero hubo revolución, una revolución que brotó por generación espontánea; luego hubo revolucionarios. Primero hubo república y después ha habido republicanos. Hoy existe una Alemania republicana que impedirá siempre una recaída en el militarismo. Esa masa un poco informe que es todavía el pueblo alemán toma fácilmente la forma del recipiente en que se vierte y lleva ya demasiado tiempo posándose en la vasija republicana. 

Esta de la conmemoración de la constitución de Weimar se aspiraba a que fuese la gran fiesta cívica de Alemania. Poco a poco se va consiguiendo. Cada año, el aspecto de Berlín, el de agosto, es más animado. No será nunca el 4 de julio de París, pero ya hay en las calles, el día que se conmemora la República, un alborozo civil que hace unos años parecía imposible provocar en Alemania. Algunos alemanes se creen en el caso de disculparse: «La República está creando poco a poco tantos intereses; da de comer a tanta gente...» —nos dicen como justificación. 

A las diez de la noche se han puesto en marcha, a través de Berlín, las manifestaciones republicanas organizadas ante el edificio del Reichstag. Son cinco o seis, compuesta cada una por diez o doce mil personas, y parten todas, en forma de estrella, desde el Reichstag hacia la periferia de Berlín. El espectáculo de estas manifestaciones es curiosísimo para nosotros. 

Las gentes que componen estos cuadros de manifestantes, en todo idénticos a los pelotones de una tropa cualquiera, son emocionantes. Todo el que tiene vivo el sentimiento republicano se siente en el deber de manifestarlo sumándose a esta retreta, y así desfilan unidos a su grupo correspondiente los tipos más extraños. Una viejecita con su cofia grotesca, que va pegando saltitos para seguir el compás de las piernas fuertes de los tres mocetones que le han tocado en su fila; un padre de familia con su esposa y sus vástagos; un novio, con el brazo cruzado por el talle de su novia; un paralítico, en su carricoche; cojos terribles, que desafían el ridículo de su cojera entre las filas marciales ante el íntimo deber de contribuir a la manifestación... Es sencillamente emocionante. 

Durante todo el trayecto, las charangas, dirigidas por el pomposo bastón de borlas del tambor mayor, van tocando sus marchas germánicas; tocan también, incansables, las bandas de música, formadas por pacíficos burgueses de vida sedentaria, que sobre el tambor de su barriga se cuelgan otro patriótico tambor, y cantan sus himnos todas las agrupaciones. 

Las masas de manifestantes toman de pronto un aire procesional solemnísimo al desfilar los estudiantes. Me dicen que es la primera vez que los estudiantes se suman a la conmemoración de la República con una nutrida representación. Muy serios, con sus gorritas absurdas, sus levitas, sus cortes en la cara, sus pantalones blancos y sus botas altas de montar provistas de espuelas, los estudiantes de Berlín se han adherido, al fin, de un modo brillante a la República, y no sin cierto airecillo arisco, desfilan bajo sus enormes banderas altas como mástiles de navío. Esta mascarada grotesca de los estudiantes alemanes es seguramente muy pintoresca pero poco simpática. 

Y así, media hora, una hora... los millares de personas que el último año han figurado en las manifestaciones republicanas ha superado en el doble a los de los años anteriores. En las calles habrá, además, muchos miles de personas que, seguramente, habían salido un poco escépticas todavía, y al volver a sus casas habrán ido pensando que fatalmente Alemania es ya republicana. 

Pero, en fin, todavía esto no es el 4 de julio. Ni probablemente lo será nunca. 

Cada vez soy más fervoroso partidario de la compenetración. Creo que todo lo que se hace en el mundo es producto de fusiones de ideas, sentimientos o fuerzas. Lo peor del mundo es el aislamiento, las fronteras, el ignorarse los unos a los otros, el negarse. 
En Alemania se da un caso curiosísimo. El tipo de alemán cerrado, auténtico, podríamos decir castizo, es el bárbaro por antonomasia. Es el tipo que engendró la guerra; el alemán que no creía más que en Alemania y que no conocía más. Por el contrario, el alemán viajero, el que desata este magnífico espíritu aventurero de los germanos y se lanza por el mundo y se contrasta, llega a dar un tipo de tan fina sensibilidad como un latino. ¿Qué es la latinidad sino un mar abierto siempre ante el espíritu? 

La rectificación fundamental operada en el espíritu alemán después de la guerra es ésta: haber pasado del nacionalismo al internacionalismo; del tipo castizo al cosmopolita; de la lucha a la compenetración. Este radical cambio de criterio es lo único verdaderamente revolucionario que ha habido en Alemania, lo que ha consolidado la República y ha hecho imposible la vuelta de la Monarquía. A los que desconfían de aquella revolución que hizo Alemania para derribar el kaiserismo, nosotros le señalaríamos la figura de Stressemann, rodeado de periodistas en este jardín del Auswärtiges Amt, como el hecho más auténticamente revolucionario de Alemania. 

Familias enteras llegan el sábado por la tarde al Wannsee, se despojan absolutamente de sus vestiduras, y así, como su madre los echó al mundo —a lo sumo con un sucinto traje de baño—, se dedican a todos los deportes, alternándolos con la vida de sociedad, indispensable también para el alemán. Completamente desnudos, berlineses y berlinesas, acampados en las orillas de los lagos, toman el té, bailan el charlestón al compás de sus pequeños gramófonos, leen, flirtean... Esta tarde, en una caleta del Wannsee, me han presentado a un gentleman: he conocido que lo era en el monóculo que altivamente llevaba, única señal que lo distinguía de Adán. 

He visitado el Freibad. Esto —me dicen— está demasiado bien para la gente que viene aquí. El Freibad es la playa municipal, el baño libre para la gente pobre de Berlín. Sin embargo, no creo que tengamos en España un establecimiento balneario tan magníficamente instalado. 

Por fin, esta mañana he obtenido mi pasaporte. La camarada bolchevique encargada del despacho me ha dicho, al oír mis quejas por el retraso sufrido: «No se queje usted; Moscú ha tardado en contestar, le ha puesto dificultades, pero, al fin, usted va a Rusia libremente. En cambio, aquí en Berlín hay una pobre señora rusa que tiene una hija casada con un español hace ya muchos años y no puede ir a verla antes de morir. Usted, que es español, no tiene ningún derecho a quejarse». Y tenía razón. 

(Ir a la segunda parte)

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