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El absurdo debate de las dos revoluciones comunistas - Federico Jiménez Losantos


El absurdo debate de las dos revoluciones comunistas
Federico Jiménez Losantos (Memoria del comunismo)

El prestigio sagrado que en las izquierdas de todo el mundo adquirió la guerra de España, último lugar en que fueron felices porque se fingían inocentes, alumbró un debate absurdo que, por falta de extranjeros a mano y rechazo de la mano de obra historiográfica nacional, ha durado décadas: ¿guerra o revolución? ¿Comunismo o anarquismo? ¿Se cargó la guerra de Stalin una revolución estupenda, ácrata, libertaria y simpatiquísima, salida de la entraña de un pueblo secularmente oprimido que se daba el gustazo de poner todo patas arriba? ¿Hundieron la revolución aquellos anarquistas de trata que, tras quemar el dinero, fueron incapaces de luchar contra Franco?

Que los comunistas de Bakunin y los de Marx, o sea, los de la CNT y el PSOE, y los de Stalin y Trotski, o sea el PCE y el POUM, y los no del todo socialistas pero sí del todo izquierdistas, como Azaña, se peleen por culpar a otro de la derrota ante el bando nacional es bastante lógico. Al fin y al cabo, todos estuvieron en una situación de poder en los dos años y medio de guerra y todos fueron derrotados por los nacionales, que eran, como diría Lenin con una intención en su último artículo, menos pero mejores.

Pero la asunción de la ideología o, al menos, de la fraseología comunista ha llevado a notables historiadores a debatir durante décadas si lo que hubo en España fue una lucha entre revolución roja y contrarrevolución blanca (que evidentemente es lo que hubo), o revolución roja y contrarrevolución también roja, pero menos. Si en vez de ponerse en el lugar de los verdugos se hubieran puesto en el de las víctimas, no se habrían hecho la pregunta. ¿Qué más le daba a la monja violada y asesinada, al católico que había sido concejal de la CEDA y lo mataron ante sus hijos, al pequeño propietario rural al que le quemaron la cosecha con él dentro, al juez que cumpliendo la ley había condenado a un pistolero y el pistolero se vengó matándolo ante sus hijos, que la última imagen de su torturador, violador o asesino fuera acompañada por las siglas UHP, FAI, PSOE, PCE, POUM o ERC?

Evidentemente, había una diferencia esencial entre la revolución de los comunistas de Bakunin y de Trotski (la CNT y el POUM) y la de los comunistas de Marx, Lenin y Stalin (PSOE y PCE), que era quién la dirigía, quien mandaba la revolución. Pero todos, también los que luego lamentaron, en la logia o las memorias, las atrocidades de la guerra, hicieron exactamente lo mismo: prohibir a media España el derecho a ser tan libre como la otra media, y si no lo aceptaba, el derecho a vivir. Eso no se produjo en la derecha: nadie llamó en los dos partidos mayores, el Radical y la CEDA, a imponer la revolución burguesas o católica y exterminar al proletariado. 

El terror rojo español tenía como modelo a Robespierre y a Lenin, pero Robespierre era el modelo, y este bebía tanto de Marx como de Bakunin, como creo haber demostrado en páginas anteriores. Esa es la cuestión básica en la guerra de España: que hubo gente, mucha gente, en España y el extranjero que se creyó con derecho a matar españoles, como Robespierre siglo y medio antes, y Lenin hacía menos de dos décadas. No a imponer un modelo político, del que carecían, sino a robar y a matar. Unos robaban para matar a la burguesía, otros mataban para robar, y todos acabaron matando a los que iban a misa o tenían una buena casa, o les habían quitado una novia o cualquier otra cosa imperdonable.

Lo malo es que, setenta años después, haya mucha gente que siga pensando lo mismo: que estuvo bien, en realidad requetebién, matar a los enemigos políticos para proteger… lo de siempre: la mentira comunista. En 1936, la democracia no existía; los partidos del Frente Popular de 1936 ya la habían abandonado en 1934, e incluso entonces, Azaña y los republicanos de izquierda solo aceptaban una República en la que mandasen ellos, al modo masónico PRI mexicano, y sus aliados socialistas y comunistas la entendían como un paréntesis burgués ante de cancelar las “libertades burguesas” y empezar a construir de verdad el régimen comunista, a lo Bakunin y Netchaev o a lo Lenin… y también Netchaev, no solo alejados sino contrarios a las libertades de los regímenes liberaldemocráticos europeos o americanos.

Por eso, cuando el 18 de Julio empezaron los crímenes políticos, en nada distintos a los de Asturias en 1934 y los de toda España desde febrero de 1936, los supuestamente demócratas y republicanos, es decir, Azaña, Martínez Barrio y el que Furet llama “blando” Giral (que heredó la Presidencia del Gobierno tras el colapso nervioso y dimisión de Caseres Quiroga y decidió abolir el monopolio de la violencia por el Estado repartiendo armas a las milicias del partido), respaldaron de forma pública, aunque privadamente los condenaran, los miles de asesinatos de supuestos enemigos políticos. La República contra la que atentaron en 1934, un golpe en el que fundaron la legitimidad del Frente Popular de 1936, ni existía ni podía existir. Que todavía se mantenga el mito se debe, sobre todo, a la eficacia de la propaganda soviética y al neocomunismo del siglo XXI. 

Pero en parte, se debe a los que en aras de la reconciliación nacional y de la recuperación de una idea nacional española que condenara, el guerracivilismo y asociase a la izquierda al proyecto político de España, hicimos -y me incluyo- desde los primeros años de la democracia una recuperación muy poco crítica de ciertas figuras republicanas, como Azaña. 

Los senderos del colaboracionismo y la Resistencia - Antony Beevor & Artemis Cooper


Antony Beevor & Artemis Cooper

Los senderos del colaboracionismo y la Resistencia

El anuncio de que el mariscal Pétain pretendía formar su propio gobierno dio pie a un profundo sentimiento de alivio en una aplastante mayoría de la población. Lo único que deseaba el pueblo era que terminasen los implacables ataques, como si las cinco últimas semanas no hubiesen sido un injusto combate de boxeo cuyo inicio nunca debía haberse permitido. El discurso radiado que dirigió al país y en el que declaran que “la lucha debe cesar” se emitió el 17 de junio, al mismo tiempo en que el modesto aeroplano de De Gaulle estaba a punto de aterrizar en Heston, cerca de Londres. 

El día 21, Hitler orquestó la rendición francesa en el vagón de tren del mariscal Foch, situado en el bosque de Compiégne, e invirtió así la humillación a que se había visto sometida Alemania en 1918. El general Keitel presentó las condiciones del armisticio sin permitir discusión alguna, y los capitulards hicieron lo posible por convencerse de que resultaban menos severas de lo que habían esperado. Asimismo, necesitaban creer, junto con los millones de personas que respaldaban su iniciativa, que la decisión de proseguir la guerra en solitario tomada por los británicos era una locura: Hitler los vencería en cuestión de semanas, de manera que prolongar la resistencia iba en contra de los intereses de todos. 

Una vez que los alemanes definieron cuál era la “Francia no ocupada” (es decir, el bloque central y meridional, a excepción de la costa atlántica), el nuevo gobierno de Pétain tomó por base el balneario de Vichy, elección incluida en parte por el número de hoteles vacíos que podían hacer las veces de oficinas gubernamentales. 

Allí, el 10 de julio, los senadores y diputados de la Asamblea Nacional otorgaron por votación plenos poderes a Pétain y acordaron la suspensión de la democracia parlamentaria. No tenían demasiadas opciones, aunque todo apunta a que la mayoría acogió esta con agrado. Con todo, hubo una minoría de ochenta hombres arrojados que, encabezada por Léon Blum, se opusieron a la moción. Al día siguiente nació el estado francés del mariscal Pétain, que tenía a Pierre Laval por primer ministro. El nuevo presidente consideró oportuno felicitarse de que, al fin, el país dejase de estar “podrido por la política”. 

Puede decirse que el apoyo más incondicional del que gozó el régimen de Pétain surgió de una cuestión de prejuicio providencial. Le vieille France (esa “vieja Francia” conservadora en extremo y simbolizada por un clero promotor de una fiera oposición al liberalismo y una petite noblesse tan empobrecida como rencorosa) no había dejado de maldecir los principios de 1789. Cierto número de ellos aún lucía clavel blanco en la solapa y corbata negra el día del aniversario de la ejecución de Luis XVI y pegaba cabeza abajo la Marianne de los sellos, personificación de la república, cada vez que enviaba una carta. A su entender, entre los demoníacos sucesos de la Revolución Francesa se hallaban los comuneros de 1871, todos los que habían respaldado a Dreyfus frente al estado mayor, los amotinados de 1917, los dirigentes políticos del período de entreguerras y los trabajadores industriales que se habían beneficiado de las reformas llevadas a cabo por el Frente Popular en 1936. La derecha estaba persuadida de que habían sido éstas, y no las acciones de un estado mayor general pagado de sí mismo, las que habían arrastrado al país a la derrota. Esta teoría de una conspiración era análoga a la de la “puñalada por la espalda” surgida en Alemania tras la primera guerra mundial, y no estaba menos impregnada de antisemitismo. El 3 de julio, Gran Bretaña se unió a las figuras más odiadas por el gobierno de Vichy cuando el escuadrón naval francés de Mazalquivir fue destruido por la marina real tras rechazar un ultimátum que lo exhortaba a navegar fuera del alcance los alemanes. 

El anciano marical, embutido en una gabardina ajada, incapaz de hacerse cargo de la situación, dio la bienvenida al Führer con la mano extendida “d’un geste de souverain”.

Pétain pensaba haber logrado lo que buscaba de aquel encuentro, dado que Francia había conservado su imperio y su flota, amén de obtener garantías en lo referente a la zona no ocupada. Haciendo caso omiso de lo sucedido durante los seis años anteriores, trató a Hitler como a un hombre de palabra. Tras la reunión de Montoire, los seguidores del mariscal fueron más allá, hasta el punto de convencerse de que el anciano había logrado, de algún modo, superar en astucia al Führer. De hecho, sus principales apologistas, llegaron a conocer este acuerdo como “el Verdún diplomático”. Sin embargo, el “sendero colaboracionista” en el que se había embarcado con las fuerzas de ocupación ofrecía a Hitler ni más ni menos que lo que éste deseaba: un país que prometía someterse a sí mismo a una estrecha vigilancia en beneficio de los nazis. 

El gobierno de Vichy se desvivió por ayudar al ocupante.

El régimen de Pétain ya había introducido medidas antisemitas sin necesidad de que lo exhortasen los alemanes.Tres semanas exactas antes del encuentro de Montoire se habían introducido por decreto documentos especiales de identidad para judíos y se había ordenado la elaboración del censo. Los negocios pertenecientes a judíos tenían que identificarse de un modo claro, de tal manera que el estado francés pudiese confiscarlos a su antojo.

La moralidad del régimen era muy severa. Una mujer acusada de haber procurado un aborto fue sentenciada a trabajos forzados de por vida. A las prostitutas se las reunía para enviarlas a un campo de internamiento en Brens, cerca de Toulouse. Por otra parte, no hubo de transcurrir mucho tiempo antes de que el régimen tuviera su propia policía política. El Service d’Ordre Légionnaire, organización que incluía a los secuaces del coronel De la Rocque, procedentes de la Croix de Fes de preguerra, acabó por convertirse en la Milice Nationale en enero de 1943. Cada uno de sus miembros había de formular el siguiente juramento: “Prometo luchar contra la democracia, la insurrección de los seguidores de De Gaulle y la lepra judía”. Los funcionarios y oficiales militares debían hacer un voto personal de lealtad para con el jefe de estado, al igual que sucedía en la Alemania nazi. Con todo, el régimen que, según se suponía, iba a poner fin a las maquinaciones de una política putrefacta se hallaba escindido por causa de los celos faccionarios. 

El culto que se había creado en torno a la persona del mariscal lo presentaba como un hombre ajeno por completo a estas cuestiones. Se vendieron cientos de miles de ejemplares enmarcados de su retrato: era casi obligatorio que todo comerciante tuviese uno colocado en el escaparate de su establecimiento.  De cualquier manera, estas imágenes no eran simples amuletos para relajar las sospechas políticas, sino que también podían verse colgadas en miles de hogares a modo de iconos domésticos. En ocasiones, los adultos coloreaban por sí mismos los “bondadosos ojos azules” del retrato, como si hubiesen vuelto a la infancia. Por todos lados había carteles del hombre que se veía a sí mismo como el impasible abuelo de Francia. En ellos podía leerse la consigna que proclamaba los sencillos pilares de su devoción: Travail, Familia, Patrie, con los que la revolución nacional había sustituido la trinidad republicana de Liberté, Egalité, Fraternité. 

De Gaulle recibió un mensaje por mediación de la embajada francesa de Londres -que a la sazón se hallaba en un curioso interregno- por le que se le exhortaba a presentarse en Toulouse e condición de arrestado en el plazo de cinco días. Posteriormente, un consejo de guerra celebrado en Clermont-Ferrand lo condenó a muerte in abstemia por desertar y entrar al servicio de una potencia extranjera. De Gaulle respondió con una comunicación en la que rechazaba la sentencia por considerarla nula y se mostraba dispuesto a discutir el asunto “con los hombres de Vichy tras la guerra”. 

El Partido Comunista francés no carecía de experiencia en lo referente a la clandestinidad, dado que había estado proscrito desde 1939. Con todo, había quedado profundamente desorientado a raíz del pacto nazi-soviético de agosto de 1939. En aquel momento habían causado baja del partido veintisiete miembros de la Asamblea Nacional. Al año siguiente los comunistas apenas supieron cómo actuar ante la invasión de Francia. Molotov, el ministro soviético de Asuntos Exteriores, envió a Hitler un mensaje de felicitación por la caída de París, y no faltaron los leales del partido que dieron la bienvenida a los conquistadores. 

Fueran o no los comunistas los primeros en atentar abiertamente contra los alemanes -cuestión que aún no está del todo clara-, lo cierto es que el partido se atribuyó las primeras víctimas. Los mártires se convirtieron en un elemento de suma importancia para la propaganda: el Partido Comunista francés se arrogó más tarde el nombre de Le Parti des Fusillés y dijo haber sufrido un número de setenta y cinco mil bajas, una cifra que resulta por demás exagerada. 

Los primeros asesinatos de oficiales alemanes tuvieron consecuencias impredecibles y de gran alcance. El 21 de agosto, dos meses después de la invasión alemana de Rusia, cierto militante comunista que se convertiría más adelante en el coronel Fabien, dirigente de la Resistencia, mató de un disparo a un jovencísimo oficial de la Kriegsmarine llamado Moser en una estación de metro de París. El hecho hizo que se aprobase con carácter retroactivo un decreto por el que se convertía a todo prisionero, con independencia de cuál fuese el crimen por el que cumpliese condena, en un rehén susceptible de ser ejecutado. Con el fin de apaciguar a las autoridades alemanas, se sentenció a muerte a tres comunistas que no tenían relación alguna con el ataque y que murieron en la guillotina una semana más tarde, en el Pati de la prisión de La Santé. Pierre Pucheu, ministro del Interior de Vichy, que desestimó su recurso de apelación, se consideró el principal organizador. 

No mucho después murió abatido otro oficial alemán en las calles de Nantes. Veintisiete comunistas fueron ejecutados el 22 de octubre, y al día siguiente se fusiló a veintiuno en Chateaubriant. El 15 de diciembre, los alemanes abatieron a Gabriel Péri, miembro de la Asamblea Nacional comunista. En su última carta aseguraba que el comunismo representaba la juventud del mundo y que estaba preparando “des lendemains qui chanten”. Su ejecución llevó al poeta laureado del partido, Louis Aragon, a escribir una balada de quince estrofas. Péri se convirtió en uno de los principales mártires del partido, y la frase “mañanas henchidos de canciones” pasó a simbolizar todas las esperanzas revolucionarias que prometía el día de la liberación. 

A sangre y fuego - Manuel Chaves Nogales


Nota: No son los relatos completos de Chaves Nogales. Tan solo se incluyen los párrafos que me han parecido interesantes. Por tanto, puede estar descontextualizado. 

A Sangre y fuego


Aquellos diez o doce hombres que formaban la Escuadrilla de la Venganza consideraban legítima la feroz represalia y se habrían maravillado si alguien se hubiese atrevido a sostener que lo que ellos consideraban naturalísimo era una monstruosidad criminal. Al cabo de cuatro meses de lucha la psicosis de la guerra producía frecuentemente tales aberraciones.

Huyendo del frente se refugiaban en los servicios de control revolucionario de los partidos y los sindicatos que, recelosos de la lealtad de la policía oficial y de las fuerzas de seguridad del Estado, toleraban la injerencia de estas escuadrillas insolventes y autónomas en las funciones policíacas. Cada una de ellas tenía su jefe, un aventurero, a veces un verdadero capitán de bandidos, por excepción, un místico teorizante de cabeza estrecha y corazón endurecido que, con la mayor unción revolucionaria, decretaba inexorablemente los crímenes que consideraba útiles a la causa.

—Se ha presentado una mujer que quiere hacer una denuncia contra unos fascistas.

—Vengo —dijo de sopetón— a denunciar por fascista al comandante de artillería don Eusebio Gutiérrez.

—¿Cómo sabe usted que es fascista? ¿Tiene pruebas?

—Todas las que quieran. Sin ir más lejos, hace media hora, mientras volaban sobre Madrid los aviones facciosos, estaba en mi propia casa con dos amigos suyos, también fascistas, y apenas sintió la señal de alarma dijo rebosante de alegría: «¡Ya están ahí los nuestros!
¡Saludémosles!». Y los tres permanecieron firmes con el brazo extendido durante un rato.

Protestó de su decencia y de su lealtad a la República. Ella había ido allí a denunciar a un enemigo del régimen y no a que la insultasen sin motivo. Su amigo era un fascista de cuidado.

 El general Mola había dicho por radio que sobre Madrid avanzaban cuatro columnas de fuerzas nacionalistas, pero que además contaba con una «quinta columna» en Madrid mismo que sería la que más eficazmente contribuiría a la conquista de la capital. 

Pocas veces una simple frase ha costado más vidas. Cada vez que a los milicianos se les presentaba un caso de duda, cuando no había pruebas concretas contra un sospechoso o cuando el inculpado creía haber desbaratado los cargos que se le hacían, el recuerdo de la amenaza de Mola fallaba en su daño y «por si era de la quinta columna» se votaba invariablemente por la prisión o el fusilamiento. Ha sido la frase más cara que se ha dicho en España.

La captura del viejo comandante había hecho meditar a Arabel. Madrid —pensaba— está plagado de tipos así; hay muchos centenares de militares retirados que, haciendo protestas de adhesión a la República, están espiritualmente al lado de los rebeldes y llegado el momento crítico se echarían a la calle para batirse contra el pueblo. Son la famosa «quinta columna». Cazarlos uno a uno ahora que andan recelosos y huidos de sus casas es una tarea lenta y difícil. ¿Si se les pudiera preparar una encerrona? El gobierno podía hacerlo fácilmente si quisiera, pero, como todos los gobiernos, tendrá miedo a las medidas radicales y no se atreverá. Bastaba con convocarlos a todos por medio delDiario Oficial de Guerra o de la Gaceta.

La idea fue puesta en práctica aquella misma noche, y a la mañana siguiente los periódicos publicaban la falsa! convocatoria. Los milicianos de Arabel, apostados en el¡ patio del Ministerio de Hacienda, fueron aprehendiendo a los retirados de Guerra que se presentaban. La afluencia' fue tal, que los milicianos no daban abasto a prenderlos y a meterlos en las camionetas en que los conducían a las prisiones. Llegó a formarse una cola de incautos que esperaban pacientemente a que les llegase el turno de caer en el garlito. Los funcionarios del ministerio advirtieron el tejemaneje que se traían los milicianos en el patio, y se apresuraron a comunicar a los que aún esperaban que el departamento no había cursado ninguna convocatoria. Gracias a esta advertencia hubo muchos que pudieron salvarse.  Así y todo, los militares capturados pasaban de quinientos.

—Para mí no hay más conciencia que la estrictamente revolucionaria —replicó secamente Valero.


Y a lo lejos, una lucecita

Muerto de sueño volvió Pedro al cuartelillo para cenar y echarse a dormir hasta el alba.Ocupaba el cuartelillo la planta baja de un soberbio palacio en el que, bajo el control de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), se había instalado un ateneo libertario con sus cocinas populares y su cuerpo de guardia, que, no se sabe por qué, son las piezas fundamentales en todo ateneo anarquista. Los vastos salones del palacio, cubiertos de ricos tapices, servían ahora de albergue a una oscura masa de familias aldeanas fugitivas de los pueblos invadidos por las tropas rebeldes. Sobre las gruesas alfombras de nudo habían colocado sus sucios petates, sus cacharros de cocina, sus enjalmas y aperos, y allí hacían su vida disparatada de tribu trashumante acampada después de atravesar el desierto de la guerra en un fantástico oasis de las mil y una noches en el que había arañas monumentales, viejos relojes de bronce y doradas cornucopias, pero no había un rinconcito donde encender un buen fuego de retamas o un braserillo, ni un regato donde lavar la ropa, ni un prado donde los niños triscasen a su albedrío. Estupefactas, sin atreverse a nada, con el pañuelo negro sobre la cabeza y los brazos sarmentosos cruzados sobre el vientre, aquellas mujerucas aldeanas se pasaban las horas muertas plantadas en medio de los salones mientras los niños lloriqueaban y se orinaban en las alfombras con gran envidia de sus madres, que de buena gana lo harían también si se atreviesen. Los milicianos anarquistas que las habían llevado a aquel palacio cumpliendo así un acto típicamente revolucionario, las arreaban de un lado para otro con malos modales y empezaban a pensar que aquellas mujeres estarían mejor y más a su gusto en el patio de una posada que en el salón de un palacio. Pero la revolución tiene sus inevitables puerilidades.

Allí mismo, de cara a la pared, los fusilaron. Tuvieron que estar tirando sobre ellos durante un rato porque no les acertaban. ¡Qué trabajo costó que se murieran!

Tendido en el suelo se debatía en los estertores de la
agonía un hombrón fornido que clavaba las uñas en la tierra y levantaba jadeando el pecho cubierto de vello en el que se enredaban unas medallitas y un crucifijo.

—¡Que Dios los maldiga, hijos de perra! —rugió.

Jiménez le dio la vuelta empujándole con la punta del pie, le aplicó la pistola a la nuca, disparó y lo dejó aplastado contra la tierra mordiendo rabiosamente la hierbecilla. En la coronilla, erizada de pelos cortos y tiesos, se le advertía aún la señal de la tonsura.

En el sanatorio quedaban ya únicamente los enfermos que más o menos abiertamente simpatizaban con los fascistas, por lo que no temían, sino deseaban, su llegada, y alguno que otro caso de enfermo en el último período de la tuberculosis, para quienes la muerte que silbaba en los proyectiles fascistas era un peligro mucho más remoto que el de la muerte que ya tenían alojada en el pecho. Entre aquellos seres infelices que esperaban a morirse tendidos en las galerías del sanatorio, la guerra civil, aunque pareciera inconcebible, se mantenía también con un encono feroz. Fascistas unos y antifascistas otros, se agredían verbalmente desde sus camastros con una saña verdaderamente patológica.Validos de la prerrogativas de su mal y sintiéndose condenados por una sentencia inexorable, desafiaban todas las coacciones y amenazas. Uno de ellos tenía un trapo con los colores de la bandera monárquica escondido debajo de la almohada, y cuando la fiebre le hacía delirar se incorporaba en el lecho y tremolando su bandera por encima de la cabeza gritaba frenéticamente: «Arriba España», mientras los enfermos vecinos, enemigos del fascismo, se debatían impotentes entre las sábanas y llamaban a los milicianos para que lo fusilasen. No había quedado en el sanatorio más que una hermana de la Caridad, sor María, que, convertida en la camarada María adscrita al Socorro Rojo Internacional y con su carné del Partido Comunista en el pecho, iba y venía de una cama a otra intentando vanamente apaciguar el furor político, el odio de clase de aquellos infelices.

Cuando los milicianos se presentaron en el sanatorio, uno de aquellos espectros horribles requirió al camarada responsable y se apresuró a delatar espontáneamente al espía.

—¡Aquél! ¡Aquél es un fascista! Tenéis que matarlo…

—¿Has observado tú sus manejos? ¿No te has fijado en si hace señales con una luz durante la noche?

—Sí, sí. Debajo del colchón tiene escondida una linterna. Matadle para que yo pueda morir en paz.

Jiménez se acercó a la cama del fascista, que con la frente sudorosa hundida en la almohada le miraba de través con una pupila febril.

—Levántate.

No se movió. De un tirón lo ladearon y de debajo de la almohada le sacaron la banderita roja y gualda y una linterna eléctrica.

—¿Es esto tuyo? —le preguntó Jiménez, que estaba a los pies de la cama.

—Sí; es mío. ¿Y qué? —gritó el enfermo incorporándose en el lecho.

Jiménez no contestó. Sacó la pistola, apuntó lentamente y la disparó contra aquel armadijo de huesos y pellejo que, como en una grotesca escena de polichinelas, se desplomó sin proferir un grito.

—Gracias, muchas gracias, camarada —dijo desde su cama el otro tísico—. Ahora podré morir tranquilo.

Y se arropó para dormirse.

Bajo el trueno de la descarga cerrada, Jiménez y Pedro doblaron las rodillas y palparon primero con las manos y después con la cara la yerba mojada y fría.

Pedro, mientras se desangraba, se iba quedando plácidamente dormido. Se acomodó en la yerba fresca y mullida. En la guerra y la revolución era difícil dormir. ¡Pero qué a gusto se dormía al final!


La Columna de Hierro

Se reanudó el espectáculo. Cupletistas con feas voces y bonitos cuerpos cantaban mal, pero cantaban desnudas. El público no les consentía ni una cinta sobre los hombros. Cuando alguna se obstinaba en conservar sobre el cuerpo el más insignificante trozo de gasa se provocaba en la sala un escándalo terrible.

Sólo se toleraba que apareciesen vestidas las bailarinas andaluzas, que por sus fieros ademanes y sus desplantes trágicos se hacían acreedoras a la dignidad del vestido. El bolero, el fandango y la seguidilla eran lo único que estaba exento de la humillación de la desnudez. Eran también de una gran honestidad las intervenciones de un afeminado con disfraz de mujer que cantaba las más lancinantes tragedias amorosas de Andalucía con patéticos trémolos y desgarrador acento. Su cara estucada, sus ademanes de andrógino y la pompa oriental de sus trajes bordados y recamados recordaban fielmente el disparate exótico de los actores del teatro japonés. Aparte estas concesiones al gusto por la pasión y la tragedia, que indudablemente sentía aquel público de levantinos apasionados, el espectáculo del music-hall se sostenía merced a la más humilde e ingenua salacidad.

Los músicos de la orquestilla se callaron a destiempo, y la muchachita
desnuda que estaba en el escenario se quedó más desnuda y encogida cuando le faltó incluso el son de la música con que únicamente se arropaba.

La Columna de Hierro en pocas semanas había conseguido ser el terror de Levante. Formada por ciento cincuenta o doscientos hombres que habían desertado de los frentes de Teruel y Huesca, recorría los pueblos del antiguo reino de Valencia dedicada impunemente al pillaje y a la destrucción. Con el pretexto de limpiar el país de fascistas emboscados iban aquellos hombres por pueblos y aldeas matando y saqueando a su antojo, sin que las escasas fuerzas de orden público de que disponían las autoridades pudiesen hacerles frente.

La mayor parte de los componentes de aquella columna eran ex presidiarios acogidos al hospitalario pabellón rojinegro de los anarquistas. Gente toda salida de las cárceles o de los tugurios del Barrio Chino de Barcelona, que en los primeros momentos de la revolución se unieron a los honrados luchadores del pueblo y, mezclados con ellos, tomaron parte en aquellas insensatas expediciones que desde Barcelona y Valencia salían para librar del yugo fascista a las provincias que no habían tenido bastante coraje para sacudírselo por sí mismas. Mientras la guerra se redujo al asalto y saqueo de villas indefensas, aquellas bandas prestaron su apoyo a los defensores de la República, pero cuando se estabilizaron los frentes y la lucha tuvo ya los caracteres de una verdadera guerra, empezaron a flaquear y a traicionarse. Los líderes anarquistas de buena fe, que también los había, cuando tropezaron con la resistencia organizada del ejército sublevado no tuvieron más remedio que sacrificar sus utopías libertarias a la necesidad imperiosa de una disciplina y una jerarquía. Buenaventura Durruti, el cabecilla anarquista que había salido de Barcelona llevando tras sí a toda la canalla de los bajos fondos, se trocó rápidamente en el caudillo más inflexible y autoritario. En pocas semanas sometió a su gente a una disciplina de hierro verdaderamente inhumana. Pocas veces un jefe ha ejercido un poder personal tan absoluto.

El que flaqueaba, el que desobedecía, el que intentaba huir, pagaba con la vida. Su pistola amenazaba constantemente el pecho de los camaradas que intentaban rebelarse. Cuando alguno, invocando los sagrados derechos de la mutua convicción anárquica, le exponía su deseo de abandonar el frente, Durruti, que no podía renegar de sus doctrinas, le arrancaba de las manos el fusil, le desposeía de cuanto llevaba encima y dejándole casi desnudo le ponía al borde de la carretera diciéndole:

—Eres libre y puedes irte si quieres. Te quito todo lo que el pueblo te había dado para que lo defendieses. Ahí tienes el camino. Pero ten cuidado; para el traidor a la causa siempre hay una bala perdida.

Casi ninguno de aquellos desertores llegaba a su destino. Un día el terrible caudillo advirtió el estrago que en sus filas ocasionaba la tropilla de mujeres de vida airada que iban detrás de los milicianos. Como lo pensó lo hizo. En la madrugada fusiló a media docena de aquellas desgraciadas. Toda la canalla del Barrio Chino de Barcelona, prostitutas, invertidos, rateros y espías, desapareció como por ensalmo.

Su entrada por sorpresa en la capital de Levante sembró la confusión y el pánico entre las fuerzas leales de la República. Durante varias horas los hombres de la Columna de Hierro fueron dueños absolutos de la gran ciudad y se entregaron impunemente al saqueo.

Las pobres mujeres aterradas intentaban escabullirse, pero los milicianos de la Columna de Hierro que tenían hambre de ellas las cazaban al vuelo y las retenían en los palcos, donde se divertían manoseándolas, haciéndoles beber y asustándolas.

Aquellas expediciones de las bandas armadas que volvían del frente eran el azote del país. Con el pretexto de limpiar la retaguardia iban por pueblos y aldeas cometiendo toda clase de abusos y crímenes. Su disculpa era la de que las milicias y los comités locales no actuaban con un verdadero sentido revolucionario. Los fascistas se amparaban en los compromisos de la vecindad y en las relaciones familiares para escapar al castigo que merecían. En los pueblos, sobre todo en aquellos de la rica región valenciana, había demasiado espíritu burgués, demasiada condescendencia para con los
contrarrevolucionarios. Ésta era, al menos, la justificación de cuantos atropellos cometían aquellas bandas.


Los pueblos castigados soportaban difícilmente aquellas expediciones de los desertores del frente, y, celosos de su lealtad al régimen republicano, reclamaban del gobierno que impidiese aquel azote. Pero el gobierno poco auxilio podía prestarles. Todas las fuerzas con que contaba estaban en los frentes, y cuando los hombres de la Columna de Hierro se presentaban en un pueblo, las autoridades locales tenían que pactar suministrándoles cuanto les pedían —armas, dineros, sangre— o luchar contra ellos a la desesperada. A veces los comités locales conseguían imponerse y salvaban al pueblo del despojo. Otras veces sucumbían.

El Chino, procediendo con cautela, prefirió negociar. Acudieron los miembros del comité revolucionario de Benacil, en su mayor parte republicanos y socialistas. El presidente, Pepet, un viejo huertano republicano de los tiempos de Blasco Ibáñez, se mostraba intransigente; a su lado, Tomás, el secretario del comité, miembro de la juventud socialista, sostenía la argumentación del viejo con su firme dialéctica típicamente marxista. La lealtad revolucionaria de Benacil estaba asegurada; los fascistas de la villa se hallaban ya a buen recaudo y el comité que los tenía bajo su custodia respondía de ellos; las milicias locales aseguraban, además, el orden en la villa y el estricto cumplimiento de las disposiciones gubernamentales. El Chino, que se decía enfáticamente portavoz del frente, reclamó con duras y elocuentes palabras que se pusieran a su disposición cuantas armas hubiera en Benacil, exigió que los presos fascistas fuesen sometidos a la vigilancia de sus hombres e insistió en que el comité local y sus milicias debían prestarle auxilio en la tarea de depuración que, a pesar de todo cuanto aseguraban, había que llevar a cabo en el pueblo.

—Mis hombres tienen que cumplir su misión revolucionaria y es una estupidez que ustedes intenten oponerse. Los declararíamos contrarrevolucionarios y correrían la misma suerte que los fascistas.

Antes de que anocheciese, el comité tenía su plan trazado. Cada cual salió por su lado para cumplir la misión que se le confiara. Pepet y los demás jefes republicanos circularon órdenes de concentración a los huertanos. Partieron rápidos los emisarios batiendo los caminillos de la huerta con sus alpargatas; la voz de alarma corrió por el laberinto de barracas y alquerías. Pronto los senderos de la huerta empezaron a poblarse de campesinos que, arrebujados en sus mantas y con su retaco bajo el brazo, acudían solícitos a defender «su» república, aquella república ideal con la que habían soñado de padres a hijos y que ahora querían arrebatarles de entre las manos por uno y otro lado. La vieja fe democrática tenía aún sus defensores.

Mientras, en la casa del pueblo de Benacil, Tomás reunía a las juventudes obreras de la villa, socialistas y comunistas, y las arengaba para lanzarlas a la lucha contra los que hasta aquel día habían sido sus aliados y de la noche a la mañana se convertían en el más peligroso enemigo. Era difícil convencer a aquellos hombres de espíritu revolucionario y estrecha mentalidad proletaria para que se lanzasen a combatir contra quienes eran tan proletarios como ellos y actuaban también en nombre de la revolución. Pero el fanatismo y la disciplina comunistas obran milagros. Aquellos hombres lucharían contra los anarquizantes de la Columna de Hierro con el mismo fervor con que luchaban contra los fascistas. Se trataba de enemigos de la dictadura del proletariado, y esto bastaba para que estuviesen dispuestos a aniquilarlos.

—Yo no tengo odio a los fascistas —siguió diciendo ella atropelladamente—. ¡Yo soy fascista! ¿Te enteras? Eso que tú llamas el pueblo es una banda de asesinos. Estás con los tuyos. Por ellos has venido a luchar románticamente. ¿Qué? ¿Te encuentras a gusto entre ellos? ¡Yo sí! ¡Yo los encuentro admirables! Pero no porque crea estúpidamente que van a redimir a la humanidad ni porque los considere capaces de otra cosa que de asesinar y robar, sino precisamente por eso, por su fuerza destructora, porque sé que ellos mismos son los que van a acabar con todos vosotros, con vuestra república y vuestra democracia. Yo no creo en el pueblo ni en sus virtudes. Creo en los héroes, en los hombres que saben mandar y obedecer y morir por su deber si es preciso; creo en los jefes y en los fascistas y en los militares. Mi padre era militar y murió en África luchando; mis hermanos son oficiales del ejército de Franco, yo…

Mariscal Keitel - Memorias



(Referente a España y Gibraltar)

El Führer planeaba apoderarse de Gibraltar, con el consentimiento de España, por supuesto-algo que ocultaba a Italia y mantenía en absoluto secreto-. Los sondeos diplomáticos e investigaciones militares aún estaban por resolver, pero se iba a empezar a trabajar en breve en ellos.

Fue probablemente al hilo de sus ambiciones en el este -y también sus ansiedades en el este- que Hitler decidió en septiembre reunirse con Pétain y con Franco. 

Continuamos nuestro viaje hasta la frontera española, pasando por Burdeos hacia la estación fronteriza en Hendaya. Franco llegó poco después con su ministro de Exteriores y sus lugartenientes. Además de yo mismo, Brauchitsch estaba allí también junto con una guardia de honor del Ejército para recibir a nuestros invitados con el protocolo habitual. Por supuesto, nosotros los militares no participamos en las muy largas discusiones en el vagón del Führer. En lugar de cenar, ambas partes se tomaron un descanso de las consultas, y después de que al defensor español del Alcázar, el general Moscardó, que estaba entre los acompañantes de Franco, se le agotaran las historias con las que entretenernos, nos aburrimos mortalmente. Hablé con el Führer durante unos breves instantes. Estaba muy descontento con la actitud de los españoles y apostaba por romper las conversaciones allí y en aquel mismo momento. Estaba muy irritado con Franco, y particularmente molesto con el papel que había tenido Suñer, el ministro de Exteriores. Suñer, alegaba Hitler, tenía a Franco en el bolsillo. En cualquier caso, el resultado final fue muy pobre. 

Desde inicios de diciembre de 1940 nos habíamos lanzado a planear un ataque combinado por tierra y por aire en la Roca de Gibraltar, desde el interior español. Los españoles, y especialmente el general español Vigón -un amigo cercano del mariscal de campo Von Richthofen) y del almirante Canaris -un general que gozaba tanto de la confianza de Franco como de la autoridad real de un mariscal de campo, no solo había dado el permiso para proceder a un reconocimiento táctico de la Roca desde el lado español de la frontera, sino que nos había concedido la mayor ayuda para hacerlo. El plan de ataque fue elaborado con todas las florituras y en profundo detalle por un general de nuestras tropas de combate de montaña y resumido a Hitler en mi presencia a principios de diciembre. 

Las tropas necesarias para la operación ya estaban preparadas en Francia; la Fuerza Aérea alemana había preparado bases aéreas avanzadas en el sur de Francia; la cuestión crítica era la de persuadir a la neutral España -nerviosa como estaba y con razón por Gran Bretaña- para que hiciera la vista gorda ante el paso por el territorio español de tropas alemanas con un Cuerpo de Ejército, junto con su artillería pesada y baterías antiaéreas, como preliminares del ataque. Siguiendo mi propia sugerencia, el almirante Canaris fue enviado para ver a su amigo Vigón a principios de diciembre, para negociar el consentimiento de Franco a la ejecución de la operación. El general Franco se había hecho el tonto hasta ese momento con respecto a los diversos preliminares de la Inteligencia y del Estado Mayor. Habíamos acordado naturalmente que, una vez que hubiéramos conseguido apoderarnos de Gibraltar, devolveríamos la Roca a España tan pronto como la guerra ya no nos obligara a bloquear el Estrecho de Gibraltar al tráfico naval británico, una responsabilidad militar de la que nosotros mismos nos haríamos cargo. 

Canaris volvió algunos días después a informar al Führer, quien personalmente le había confiado la misión e instruido para ella; Franco se había negado a cooperar, indicando que tal ruptura de la neutralidad podría traer como consecuencia que Gran Bretaña le declarara la guerra a España. El Führer escuchó con tranquilidad y entonces anunció que, en ese caso, él abandonaría la idea, dado que no le atraía la alternativa de transportar sus tropas por España a la fuerza, con Franco entonces mostrando su ira al respecto. Temía que esto diera lugar a un nuevo teatro de operaciones, porque, con igual justificación, podía Gran Bretaña llevar tropas a España, quizás a través de Lisboa, como en el caso de Noruega. 

Ahora me sentiría inclinado a preguntarme si Canaris era el hombre apropiado para aquella misión, en vista de la traición que ha parecido tolerar durante años. Ahora doy por sentado que no se esforzó en serio para convencer a España de la operación, sino que, en realidad, aconsejó a sus amigos españoles en contra de la misma. Yo mismo no tengo duda alguna de que habríamos conseguido apoderarnos de Gibraltar, si España lo hubiese permitido, vista la vulnerabilidad de la fortaleza desde el lado de tierra, y que, en consecuencia, el Mediterráneo hubiera quedado bloqueado para los británicos: merecería la pena dedicar especial consideración en otro lugar a las consecuencias de esto para el resto de la guerra en el Mediterráneo. Fue Hitler quien reconoció el impacto que tendría no solo para los canales de comunicación de Gran Bretaña con el cercano y lejano Oriente, sino, sobre todo, para la afligida Italia. 

Después de que se hubiese dado por perdida la operación de Gibraltar, todos los pensamientos se volvieron de nuevo hacia la cuestión del Este.

Más sobre la entrevista Hitler-Franco de Hendaya