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Stanley G. Payne: La manipulación política de la Guerra Civil en el Siglo XXI

 

LA MANIPULACIÓN POLÍTICA DE LA GUERRA CIVIL EN EL SIGLO XXI


Veinticinco años después del fin de la Guerra Civil, en 1964, el régimen de Franco organizó una gran conmemoración por los “Veinticinco Años de Paz”, la más extensa orgía propagandística en todo el largo «reinado» de Franco. Fue la época de la más rápida e intensa transformación de España a lo largo de su Historia. Cuando Franco murió en 1975, la España agrícola y semianalfabeta de 1936 había sido reemplazada por un país transformado y moderno-moderno en casi todos los aspectos, salvo en la estructura política-. La Transición a la democracia que comenzó en el siguiente año tuvo éxito no solo por las iniciativas y acuerdos constructivos de sus nuevas élites políticas, sino porque la transformación experimentada en otros ámbitos había creado las bases de una moderna sociedad civil.


Un siglo antes-en 1875-1876- había existido una decidida conciencia histórica y una clara determinación de no repetir los errores del pasado. Aunque las izquierdas, en un principio, adoptaron la posición de los republicanos de 1931, insistiendo en la rendición de todo el Gobierno ante ellas, pronto el liderazgo hizo evidente su buena fe y su firmeza. En 1977, las nuevo izquierdas acabaron pactando y colaborando en el único proceso de toda la Historia contemporánea de España que negoció una Constitución entre los principales sectores políticos.


España tenía fama de ser la tierra del fracaso y la división políticos, pero en 1978 recibió el aplauso internacional, virtual mente unánime, por el éxito de su democratización. Además, ofreció el primer ejemplo en toda la Historia contemporánea de Europa, desde la Revolución rusa, de una transición pacífica, sin violencia entre las fuerzas políticas nacionales¹ (¹ En los últimos años, diversas voces han insistido en que no se puede decir la Transición fuera "pacífica", porque se produjeron centenares que de asesinatos políticos. Tal conclusión es muy ambigua, porque confunde deliberadamente las muertes por terrorismo de parte de grupos marginales con el empleo más sistemático de la violencia por parte de las grandes fuerzas políticas nacionales. Esto no ocurrió en la Transición, mientras, al contrario, en la República, el PSOE-UGT, uno de los principales movimientos nacionales, fue también el principal autor de la violencia política), no por rebelión o por derrocamiento, sino desde dentro hacia fuera, empleando las mismas leyes e instituciones de la dictadura para alcanzar la democracia. En ningún otro país tuvo lugar un proceso semejante con un régimen autoritario firmemente establecido durante tantos años, sin que confluyera con una derrota militar exterior. En 1936-1937 el horror de la Guerra Civil fascinó a toda Europa y al mundo occidental; cuarenta años más tarde, el proceso cívico español era una maravilla a ojos de casi todos.


La conciencia de la Historia fue muy importante en este proceso, porque hubo una voluntad evidente de no repetir los errores sectarios de 1931-1936. Se llegó a crear un entendimiento tácito que consistía en que se dejaría la Historia en manos de los historiadores y de los medios de comunicación, y que no se emplearían argumentos ni propaganda derivados de la Historia en la competición política diaria. La Historia en sí estuvo muy presente durante la Transición, no como arma política en la lucha partidista, sino en las universidades, en las publicaciones de todo tipo y en los medios de comunicación. Probablemente, la Historia contemporánea haya recibido más publicidad durante estos años que en cualquier otra época. Hubo también cierto grado de ecuanimidad: todo el mundo tenía su punto de vista, pero existía tolerancia para aceptar puntos de vista diferentes. En 1990, un historiador tan solvente como Javier Tusell afirmó, sin duda con un poco de exageración, que se podría leer un escrito sobre la Historia más reciente sin saber si el historiador tendía a la izquierda o a la derecha.


En el mundo de la política, la actitud con respecto a la Historia cambió por primera vez durante la campaña electoral socialista de 1993. Hasta entonces, el éxito electoral de Felipe González había sido extraordinario. Nadie en la historia parlamentaria del país había ganado tres elecciones consecutivas. En este contexto, los socialistas volvieron a su antigua idea de <hiperlegitimidad> -que tácitamente habían abandonado durante la Transición-, según la cual solo las izquierdas podían os tentar el poder legítimamente. Es decir, empezaron a olvidar la Historia. Ya no aceptaban la posibilidad de una derrota, opción perfectamente normal en la vida política democrática. En 1993, González comenzó a emplear una nueva retórica al enfrentarse a José María Aznar y al Partido Popular, alegando que un voto a favor de este sería un voto para volver al franquismo. Después del tono blandengue empleado por Aznar en el segundo debate de televisión, González ganó los comicios de 1993 -aunque no con una victoria tan contundente como en ocasiones anteriores, pero a costa de haber transgredido una de las normas de la Transición. El empleo de la Historia como arma política se repetiría en las elecciones siguientes, aunque los efectos conseguidos fueron menores. 


Sin embargo, el argumento político basado en una versión de la historia llegaría a ser más importante en el siglo XXI. Ya no se trataba de una singularidad de la Historia o de la vida política española, sino más bien una variante específicamente española de una tendencia más general. Era una consecuencia, en el mundo occidental, del dominio de las doctrinas de la corrección política, la nueva religión que ha llegado a ser prácticamente de dominio universal. Esta es la primera religión secular, o ideología moderna, que no tiene nombre oficial, sino que se denomina con varios términos, como «el buenismo» o la pensée seule. Es también la primera que ha surgido de la democracia, y no de las sociedades y culturas predemocráticas, y la primera cuyos orígenes son, en una parte considerable, norteamericanos. También es original porque, mucho más que en el caso de sus predecesoras, es el resultado de la secularización del cristianismo-especialmente del protestantismo liberal-, mezclado con residuos de un marxismo transformado.


Su influencia principal con respecto a la Historia ha surgido con la doctrina del victimismo, concepto absolutamente funda mental en esta ideología. Con el declive de las doctrinas clásicas de izquierda, como el socialismo, el comunismo y el anarquismo, las ideas clave no se fijaban tanto en conceptos socioeconómicos, sino en cuestiones políticas y socio-morales. La principal, ya a finales del siglo XX, es la del victimismo, reemplazando el ideal histórico del héroe -la norma clásica- por el de la víctima. En la aplicación de esta nueva norma, la Historia es muy importante porque esta se define básicamente como la crónica de la victimización. Las personas identificadas como víctimas son los beatos y mártires de esta nueva religión. Mientras el cristianismo predicaba el rechazo del mundo pecaminoso, la nueva religión secular predica la transformación milenaria de un mundo pecaminoso y victimario por medio del progresismo actual, algo que, entre otras cosas, requiere el rechazo de la Historia y, por tanto, de la civilización occidental en su forma y cultura históricas.


Entendida de este modo, la Historia es una narración de la opresión y de la ausencia de nuevas normas que deben dominar la sociedad, tanto en su comprensión del pasado como del futuro. Los protagonistas de la Historia han sido por definición unos victimarios y merecen la condena más severa. Como en la antigua Unión Soviética, la función de la Historia es “desenmascarar” y denunciar esta opresión y controlar la vida política cotidiana para repudiarla. La nueva doctrina impone un «presentismo» cuyas normas deben ser consideradas válidas universalmente y para cualquier época. La arrogancia y la conciencia de superioridad moral de los victimistas son totales.


El movimiento de la «memoria histórica» en España es, sobre todo, una hechura de esta ideología, aunque alguna de sus facetas pueda tener, al menos en parte, unos orígenes más serios. La Asociación para la Memoria Histórica, dirigida por Emilio Silva, fue fundada en primera instancia para recuperar los restos de algunos de los represaliados en la Guerra Civil que no habían sido identificados y sepultados debidamente. De ta les orígenes dignos, sin embargo, pasó a convertirse en una maniobra puramente política para encomiar a los revolucionarios de la Guerra Civil, bautizándolos como «demócratas», y denunciar a Franco. Todo esto, basado en una versión simplista y sesgada de la Segunda República y la Guerra Civil, en un primer momento culminó en lo que se conoce informalmente como la Ley de Memoria Histórica de José Luis Rodríguez Za patero (2007), que proveyó fondos públicos para actos y propaganda, y la excavación de fosas.


Esta ley ha sufrido una nueva radicalización mediante la presentación en el Congreso de los Diputados de la proposición de ley número 190-1 por el Grupo Parlamentario Socialista, el 22 de diciembre de 2017. Intelectualmente adolece de los mismos defectos de la legislación de diez años antes, ya que presenta la “memoria histórica” como memoria y como historia , cuando no puede ser ni la una ni la otra. Como he explicado en otras publicaciones, la «memoria histórica» no existe. Es un oxímoron, una contradicción en sus propios términos. La verdadera memoria es siempre individual y subjetiva, mientras la Historia es objetiva, basada no en memorias subjetivas, sino en documentos y otros datos más objetivos. No es una obra única mente individual, sino que es producto del trabajo de todos los historiadores serios que buscan la objetividad. Los historiadores profesionales que trabajan en el campo técnico que se llama “memoria colectiva” están de acuerdo en que se trata de una creación cultural o política, un artefacto del presente con respecto al pasado.


La nueva propuesta socialista es bastante peor que su antecesora, que pretendía establecer una interpretación de la Historia a través de la acción del Estado, porque pretende criminalizar el juicio y las opiniones de los historiadores, al estilo soviético. Busca crear una checa historiográfica mediante la creación de una Comisión de la Verdad, que tendrá la capacidad de decretar los términos de discusión de la Historia española contemporánea. Para los que infringen tal norma arbitraria se prescriben castigos directos: encarcelamiento de uno a cuatro años, multas de hasta 150.000 euros y, para profesores y maestros, la inhabilitación para la docencia. La aprobación de una norma de este calado significaría el comienzo del fin del Estado liberal y democrático de derecho creado en 1977-1978. (En mi caso, las consecuencias son irónicas. En el siglo pasado, durante la década de 1960, mis primeras obras fueron prohibidas por el franquismo. En el siglo XXI, si las izquierdas se salen con la suya, el círculo se cerrará y mis últimas obras podrían ser suprimidas por las izquierdas de la autoritaria <memoria histórica>)


La interpretación de la Guerra Civil presentada por la «memoria histórica» es simplista, maniquea y ahistórica. De entrada, nunca hay ninguna discusión sobre los orígenes de la contienda, ni de la larga serie de atropellos que se produjeron entre febrero y julio de 1936. Siempre se presenta a la Segunda República como un paraíso democrático, sin la menor discusión sobre los graves abusos que tuvieron lugar. No hay una palabra de autocrítica de los socialistas, cuando este partido fue la fuente principal de la violencia política de 1934-1936. Según ella, la amplia insurrección militar de 1936 no fue tal, sino un «golpe de Estado fascista» contra una democracia casi perfecta. La revolución, a pesar de sus grandes dimensiones, casi no se discute, porque pasar por encima de ella forma parte del «gran camuflaje» que ha llegado hasta el siglo XXI. Lo que más llama la atención es que todo esto no tiene nada que ver con la Historia, sino que, después de ochenta años, todavía no es más que la repetición de los tópicos de la propaganda guerracivilista.


Puesto que las izquierdas viven inmersas en la cultura del victimismo, lo más importante para ellas es la cuestión de las víctimas. Es notable que todas parecen ser de izquierdas, dato realmente extraordinario en una gran guerra civil. Las víctimas resultado del asesinato en masa de no izquierdistas por izquierdistas no parecen ser <víctimas>, una conclusión aún más extraordinaria cuando algunos escritores izquierdistas sugieren que las víctimas de la violencia izquierdista en cierto sentido «lo merecían» por no ser obreros -salvo que, en realidad, algunas sí que eran obreros-. Casi nunca se refiere a la enorme violencia anticatólica -por su volumen e intensidad, única en el mundo- y en ocasiones se sugiere que la Iglesia y los católicos igualmente «lo merecían». Todo esto es una farsa y un fraude del mismo concepto de victimismo. Mientras los derechistas, por lo general, <lo merecían>, nunca hay la menor disposición de  reconocer -a pesar del gran número de evidencias presentado- que al menos una parte considerable de las víctimas -realmente victimarios-, izquierdistas juzgados y condenados por los tribunales militares, sí eran culpables de acciones condenables en aquella época en los tribunales de cualquier país.


Todo este discurso parece que derive más de un cuento de hadas que de la Historia seria, pero es un discurso dominante, incluso en la mayor parte de las universidades. En el siglo XXI, la época de la «posverdad», del victimismo y de las políticas de identidad, la Historia, sobre todo la contemporánea, ha llegado a estar muy politizada y tergiversada en casi todos los países europeos y occidentales, pero en ninguno como en España.

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