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Juan Belmonte - Manuel Chaves Nogales (2ª Parte)




Soy poco supersticioso, pero el hombre más equilibrado y sensato, cuando se ve en el trance de jugarse lo que más le importa en un albur como el de la lidia de un toro, albur en el que hay que contar con elementos tan ajenos a él, a su valor, su inteligencia y su voluntad, cae fatalmente en esas naderías de la superstición, que son como asideros que la inteligencia quiere poner a lo ininteligible. A través de la media de seda me asomaba un vello de la pierna, y aquello me parecía de mal augurio. Toda mi preocupación en aquellos instantes era meter debajo del tejido de seda aquel pelito que lo había traspasado. Si lo conseguía, era indudable que triunfaba. Cuando las circunstancias que pesan sobre nosotros son pavorosamente superiores a nuestras fuerzas, cuando se rebasa la medida de lo humano, uno se achica y renuncia humildemente a la comprensión del trance descomunal en que está metido, para entregarse a una nadería cualquiera, en la que descansa el ánimo. Creo que hay muy pocos héroes plenamente conscientes de su heroicidad en el momento de realizarla. Me gustaría saber qué es lo que piensa el militar cuando entra en fuego, el aviador que salta el Atlántico cuando le faltan pocos kilómetros para ganar la costa y el cazador que espera a pecho descubierto la acometida de la fiera.

Salió, al fin, mi toro, y desde el primer capotazo que le di tuve una neta sensación de dominio. A medida que toreaba iba creciéndome y olvidando el riesgo y la violencia del toro. Me parecía que aquello que estaba haciendo, más que un ejercicio heroico y terrible, era un juego gracioso, un divertido esparcimiento del cuerpo y del espíritu. Esa sensación de estar jugando que tiene el torero cuando de veras torea la tuve yo aquel día como nunca. Llamaba al toro y me lo atraía hacia el cuerpo para hacerle pasar rozándose conmigo, como si aquella masa estremecida que se revolvía furiosa removiendo la arena con sus pezuñas y cortando el are con sus cuernos, fuese algo suave e inerme.


El torero, que contra lo que se cree es un pobre hombre de claudicante voluntad, se halla siempre propicio a doblegarse ante todo lo que sirva para darle ánimos, y de ahí ese cúmulo de supersticiones propias y ajenas que le agobian. 

El día que se torea crece más la barba. Es el miedo. Sencillamente, el miedo. Durante las horas anteriores a la corrida se pasa tanto miedo, que todo el organismo está conmovido por una vibración intensísima, capaz de activar las funciones fisiológicas, hasta el punto de provocar esta anomalía que no sé si los médicos aceptarán, pero que todos los toreros han podido comprobar de manera terminante: los días de toros la barba crece más aprisa. 

Yo me duermo como un bendito las vísperas de corrida merced a un arbitrio sencillísimo: el de ponerme a pensar en cosas remotas que no me importan gran cosa. Como uno no tiene una imaginación extraordinaria he llegado a construir mentalmente una especie de película fantasmagórica, la misma siempre, con la que distraigo la imaginación hasta que me quedo dormido. Es una divertida sucesión de imágenes, que me entretienen y me apartan de pensar demasiado en el trance del día siguiente. Mi esperpento imaginativo me hace el mismo efecto que la nana a las criaturas. 

"Dentro de unos años, a lo mejor, no hay ni aficionados a los toros, ni siquiera toros. ¿Estás seguro de que las generaciones venideras tendrán en alguna estima el valor de los toreros? ¿Quién te dice que algún día no han de ser abolidas las corridas de toros y desdeñada la memoria de su héroes? Precisamente, los gobiernos socialistas..."

"Eso es verdad. Puede ocurrir que los socialistas, cuando gobiernen..."

El miedo se repliega al verle a un irritado, y hace como que se va; pero se queda allí, en un rinconcito, al acecho. 

Tengo la creencia de que si a todos los toreros, aun a los más valientes, se les presentase en el momento de hacer el paseíllo alguien que pudiera garantizarles el dinero necesario para vivir aunque no fuese mas que un duro diario para toda la vida, no habría quien saliese al ruedo. 

Tampoco se torearía si hubiese que contratar las corridas dos horas antes de torearlas. Se torea porque los contratos se firman semanas o meses antes de tener que cumplirlos, cuando parece improbable que llegue la fecha en que habrá que salir al redondel a matar los toros. ¡Y la fecha llega siempre!

En 1915 estuve un poco chiflado. Leía mucho, sin orden ni concierto, haciendo grandes esfuerzos para comprender y digerir cuanto caía en mis manos y hundiéndome en una literatura retorcida y enfermiza que entonces estaba en boga. Recuerdo la penosa impresión que me produjo una obra de D'Annunzio, cuyo comienzo era la descripción de una escena macabra, en la que tiraban un cadáver al rio. 

Llegué a estar tan sugestionado por las lucubraciones literarias, que terminé pensando en suicidarme. 

Tenía en la mesilla de noche una pistola, y muchas veces la cogía, jugueteaba con ella y la acariciaba, dando por hecho de que de un momento a otro iba a disparármela en la sien. Terminaba guardando la pistola y diciéndome en son de reproche: "¿Para qué haces esas pantomimas si eres un cobarde, si no te vas a matar? ¡Si no es verdad que quieras suicidarte!".

¿Me abre vuelto loco?

En cierta ocasión me invitaron a visitar el manicomio del doctor Esquerdo, diciéndomie que había allí un enfermo que debía interesarme. Era un muchacho aficionado a los toros, que había contraído tal animosidad para conmigo y para con mi toreo, que se había vuelto loco de remate. Su obsesión era yo, según me dijeron, y los médicos que le tenían en tratamiento, al verle ya en la convalecencia, creyeron que acaso fuera conveniente a su salud el verme y hablarme sosegadamente, por lo que me invitaron a ir al manicomio. Fui una tarde con Sebastián Miranda y otro amigo. Preguntamos por el director y nos dijeron que no estaba, pero un empleado muy amable nos invitó a esperarle. Al poco rato de allí, viendo entrar y salir a unos individuos que no sabíamos si eran locos o loqueros, empecé a sentir cierto desasosiego.

¿A qué iba yo al manicomio? ¿Qué se me había perdido allí? ¿No sería que empezaba a estar un poco loco?

Me asaltó súbitamente la idea de que los amigos que me acompañaban me habían llevado con engaños al manicomio para dejarme allí encerrado., La cosa era tan absurda, que ni me atrevía a insinuarla, pero me llenaba de angustia. Sin poderlo remediar, miraba recelosamente a Sebastián Miranda, y dispuesto a no dejarme encerrar, estudiaba el modo de zafarme de los loqueros en el momento en que intentasen poner mano sobre mí. No sé lo que hubiera ocurrido si alguno inicia un movimiento mal hecho. La espera se prolongaba; vino un loco que hablaba alemán, y Miranda estuvo charlando con él en esta lengua; el loco se exaltó y Miranda también; me pareció entonces que el que estaba verdaderamente loco era mi amigo. Luego compareció un individuo que se puso a convencernos de que aquello era un cuartel general, y nos aseguró que acababan de concederle la cruz laureada. Alguien le llevó la contraria y el laureado se puso a dar grandes voces diciendo: «¡Aquí todos estamos locos!». Se me pasaron unas ganas terribles de gritar que yo no lo estaba. Tan poca seguridad tenía.

Por fin, vino el doctor y me presentó al muchacho que padecía la locura del antibelmontismo. Según parece, su obsesión le había llevado meses atrás a injuriarme freneticamente en las plazas, hasta el punto de que, torease yo bien o mal, tenían que sacarlo del tendido víctima de un terrible acceso de furor. Terminó padeciendo unos espantosos ataques de locura apenas le mentaban mi nombre. Luego, ya en el manicomio, cuando le hablaban de Juan Belmonte, se limitaba a guiñar un ojo y decir sarcásticamente: «Sí; pero Joselito...», y ponía los brazos en alto, haciendo ademán de banderillear.

Charlé mano a mano durante un buen rato con aquel infeliz monomaníaco, que me dio la impresión de estar definitivamente curado de su absurda enfermedad. Le dijeron quién era yo y no manifestó ninguna excitación. Parecía, en cambio, un poco avergonzado y confuso.

-Yo no tenía idea de cómo era usted - me decía, exculpándose-, y puede creerme que si le hubiera conocido y tratado, no le habría odiado tanto. ¡Cómo le odiaba a usted! -agregó con lágrimas en los ojos.

Aquello me produjo una impresión penosísima. No sabía qué hacer ni qué decir a aquel hombre. Sólo respiré a mis anchas cuando, al fin, conseguí verme en la calle.

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Me había apartado demasiado del objeto esencial de mi vida, arrastrado por esas sugestiones de tipo literario a que aludo. Estaba perdido en un dédalo de preocupaciones nacidas de mis desordenadas lecturas. Un amigo madrileño me ha recordado recientemente que una vez le desperté de madrugada, llamándole a conferencia telefónica desde Sevilla, para comentar con él una frase de D'Annunzio que acababa de leer. «El peligro es el eje de la vida sublime» era la gran frase dannunziana que tanto me había soliviantado. Como es natural, un hombre que se dispersa y extravía de este modo, no puede torear bien. 

 Seguía viviendo en la órbita de aquellos intelectuales, mis amigos, que tan fuerte atracción ejercían sobre mí. Además de Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Romero de Torres y Julio Antonio, conocí y traté a Dicenta, Répide, López Pinillos, Luis de Tapia y otros muchos escritores y artistas de fama. Por aquel tiempo fuimos a un tentadero en la finca de Aleas, en El Escorial, El Quemadello. Vino con nosotros aquel día don Ramón del Valle-Inclán, quien tomó parte también en la faena campera, jinete en un brioso caballo que regía diestramente con su único brazo y revestido de un sorprendente poncho mexicano. No olvidaré nunca la catadura extraña del gran don Ramón en aquella jornada, en la que galopó como un centauro o poco menos, y nos apabulló luego con sus profundos conocimientos del «jaripeo».

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Lo que más estupefacción le produjo fue un baúl lleno de libros que yo llevaba siempre conmigo. 

La nave de los locos

El barco aquel que se había proporcionado nuestro empresario era el más pintoresco y extraordinario que puede imaginarse. Como no estaba dedicado al servicio de pasajeros, no había cocinero ni más comida que las latas de conserva, con las que se hacía el rancho de la tripulación. Nos adueñamos, en vista de ello, de la despensa y la cocina, y cada cual se guisaba lo que quería. Los más mañosos de la cuadrilla cocinaban para los demás; los andaluces se hacían gazpachos; los vascos, bacalao a la vizcaína. La marinería terminó aficionándose a los platos regionales de la cocina española, y teníamos que guisar también para ellos. Un día, los marineros dieron con las cajas de vino de Jerez que llevaba Antoñito. Se lo bebieron y les hizo un efecto desastroso. Borrachos como cubas, aquellos pobres marinos perdieron súbitamente el respeto a la disciplina de a bordo, y cuando los jefes quisieron castigarlos, se insubordinaron y se hicieron dueños del barco. El capitán y los oficiales se refugiaron en el puente de mando y decidieron prudentemente esperar allí a que se les pasase la borrachera. La marinería y los toreros quedamos dueños del barco que toda aquella noche fue a la deriva por aquel inmenso mar, como uno de esos navíos de aventura que surcan las novelas de Salgari.

Lima era como Sevilla. Me maravillaba haber ido tan lejos para encontrarme como en mi propio barrio. A veces me encontraba en la calle con tipos tan familiares y caras tan conocidas, que me entraban deseos de saludarles.

La influencia norteamericana era todavía muy débil en la capital del Perú, que seguía siendo, ante todo y sobre todo, una ciudad andaluza llena de recuerdos coloniales y supervivencias españolas. 

Esa emoción que le hace a uno acercarse al toro con un nudo en la garganta tiene, a mi juicio, un origen y una condición tan inaprehensible como los del amor. Es más: he llegado a establecer una serie de identidades tan absolutas entre el amor y el arte, que si yo fuese un ensayista en vez de ser un torero, me atrevería a esbozar una teoría sexual del arte; por lo menos del arte de torear. Se torea y se entusiasma a los públicos del mismo modo que se ama y se enamora, por virtud de una secreta fuente de energía espiritual que, a mi entender tiene allá, en lo hondo del ser, el mismo origen. Cuando este oculto venero está seco, es inútil esforzarse. La voluntad no puede nada. No se enamora uno a voluntad ni a voluntad torea. 

En Cuba están prohibidas las corridas de toros y, aunque hay allí millares de españoles que rabian por ver torear, el Gobierno, dócil a las excitaciones de la Sociedad Protectora de Animales, persigue inflexiblemente cualquier intento de infracción. 

Hace quince o veinte años, gustaban todavía en España unas mujeres gordas y hermosotas, cuyo arquetipo eran las camareras de café. El ideal nacional en punto a mujer era el "peso pesado", y no parecía razonable que un torero popular como yo lo contrariase. Pasados quince años, cuando ya todas las mujeres de España se parecían a la mía, es difícil comprender los caracteres de escándalo público que tuvo entonces el insolente desacuerdo con el canon nacional de belleza en que estaba aquella señorita extranjera, arbitrariamente convertida en la esposa de un torero famoso. 

Resulta más difícil ser héroe en una hora que cumplir a lo largo de toda la vida con el deber que se nos ha impuesto. 

Me convencí pronto de que el hombre consagrado de por vida a una actividad que ha sido siempre su razón de ser no se satisface, ni mucho menos, cuando la riqueza le permite abandonar su lucha de muchos años. Uno cree que es desgraciado porque tiene que pelear sin descanso en su arte o su oficio y espera cándidamente que el día que tenga dinero será feliz descansando mano sobre mano; pero la verdad es que hay muy pocos hombres capaces de resignarse a ese bienestar burgués, que consiste en ver girar el sol sobre nuestras cabezas, bien comidos y bien descansados.

En Zumaya estuvo Zuloaga haciéndome su famoso retrato y me pasé el verano ante el caballete vestido de torero. 

En la vida social me muevo con torpeza. Tengo una instintiva repugnancia para esos convencionalismos que convierten al hombre en un autómata capaz de decir precisamente lo que en cada caso debe decir y de moverse con la exactitud de un aparato de relojería. 

En las grandes ocasiones siempre digo algo inconveniente. 

Decididamente, no sirvo ni para las ceremonias cortesanas ni para la etiqueta de las democracias. Es seguramente un estigma que me dejaron aquellos anarquistas del Altozano que iban conmigo a torear a Tablada las noches de Luna. 

Era feliz. Pero sólo al final de las novelas, y precisamente porque se acaban, se mantiene la ilusión de una felicidad perdurable. Empecé a tener miedo de ser feliz. 

Yo había invertido en tierras y ganadería el dinero que gané toreando. Era lo que se llama "un señorito terrateniente". Es decir, el hombre contra quien se iniciaba en España una revolución. 

Se había proclamado la República, y los campesinos de Andalucía se hacían la cándida ilusión de que había llegado la hora del reparto. 

Las cosas habían cambiado radicalmente. Aquellos mismos que al proclamarse la República no se atrevían a incautarse de mis caballos porque yo había ganado lícitamente mi capital, venían un año después a hurtármelos sin ningún escrúpulo teórico. 

Aunque el aparato terrorífico de la revolución era impresionante, la realidad revolucionaria era muy inferior a lo que aparentaba. Todo se reducía a los hurtos en el campo y a los sustos que los jornaleros daban a los propietarios que habían caciqueado o ejercido la usura; les pintaban cruces y calaveras en la puerta de sus casas; la clásica mano negra y la hoz y el martillo soviético marcaban cuanto poseían; les hurtaban todo lo que podían y, a veces, les desjarretaban el ganado. 

Lo verdaderamente dramático era la ruina de la economía campesina, determinada por las huelgas innumerables. Lo peor eran las huelgas por solidaridad. Cuando penosamente, a fuerza de discutir y regatear, se firmaban unas bases entre los propietarios y los jornaleros, venía una huelga por solidaridad, y la cosecha se quedaba en el campo. Los primeros años de la República han sido la ruina de los labradores. Pasará mucho tiempo antes de que el problema se resuelva. Yo he hecho incluso un ensayo de explotación colectiva. Pago su jornal a mis braceros, y al final les doy el cincuenta por ciento de los beneficios. Ni aun así he resuelto el problema. Ahora los braceros, no pudiendo pelear conmigo, pelean entre sí, y los de un término municipal pleitean incansablemente con los del otro. Mi ensayo de explotación colectiva terminará a farolazos. 

Me niego a que el Estado y el Municipio y la Diputación tengan ese concepto liberal de mi dinero. Pase que haya que torear para ayudar a unos infelices que, a fin de cuentas, forman el pedestal del torero. ¡Pero me niego a dar una sola verónica en beneficio del Estado!

Se decide el toro a embestir sólo cuando se le fuerza a ello. 

Hoy, al cabo de miles de años, todos nos comemos al toro. La bestia está dominada y vencida. 

Los toros de lidia son hoy un producto de la civilización. 

Juan Belmonte, matador de toros - Manuel Chaves Nogales


La calle es una buena síntesis del mundo. Lo que intuitivamente aprende el niño que se ha criado en su ámbito tumultuoso tardarán mucho tiempo en aprenderlo los niños que esperan a ser mayores en la desolación de los arrabales recientes o en el fondo de los viejos parques solitarios. Los niños que nacen en estas calles se equivocan poco, adquieren pronto un concepto bastante exacto del mundo, valoran bien las cosas, son cautos y audaces. No fracasarán.

Cuando la dignidad y la propia estimación le impiden a uno trepar, no queda más recurso que dejarse caer, tirare al hondón de una acritud anarquizante. 

Por lo mismo que tenían una postura anarquista, eran muy celosos de sus privilegios de grupo y no aceptaban como igual suyo al primero que llegaba. Para ganarme su voluntad, tuve que hacer duras pruebas. Lo primero era llevar tabaco siempre; aquellos rebeldes, de convicciones tauromáquicas insobornables, se dejaban sobornar, en cambio, por un cigarrillo. Luego, había que hacer al grupo los más penosos servicios. Ir a los recados, secundar en el sitio de peligro sus burlas sangrientas y hacer grandes caminatas para averiguar si había toros en las dehesas y cerrados.

Tenía aquella gente un sistema para practicar el toreo. Lo clásico del aficionado era ir a las capeas y conseguir permiso de los ganaderos para tirar algún que otro capotazo en los tentaderos, siendo con su miedo y su inexperiencia el hazmerreír de los señoritos invitados. A la pandilla de San Jacinto le parecía todo aquello poco digno. Ellos se echaban al campo a torearle los toros al ganadero sin su venia, contra los guardas jurados, contra la Guardia Civil y contra el mismísimo Estado que, armado de todas sus armas, se opusiese. Eran los enemigos del orden establecido, los clásicos anarquistas. Andando el tiempo, aquellos rebeldes de San Jacinto han conservado en la vida la misma postura anarquizante que tenían en el toreo. A casi todos he tenido que mandarles dinero y tabaco a la cárcel, donde han ido cayendo, uno tras otro, en calidad de extremistas peligrosos.

Yo no vivía más que para el toreo. Mi casa iba de mal en peor, y la miseria nos iba a los alcances. Mi padre se cargaba de hijos, a los que difícilmente podía mantener con su menguado y claudicante negociejo, y yo, que era el mayor, me desentendía de aquella catástrofe familiar, indiferente a todo lo que no fuese mi pasión por los toros y la sugestión que sobre mí ejercía aquella pandilla de torerillos a la que, con alma y vida, me había unido. La fascinación que aquel grupo de amigotes me producía, sólo pueden comprenderla quienes en la adolescencia hayan caído fervorosamente en uno de esos núcleos juveniles que, por disconformidad con el medio, se forman en torno a un misticismo cualquiera, social, político o artístico, y que con su prestigio revolucionario absorben íntegramente al hombre nuevo.

Cuando llegábamos a Tablada, la Luna clara bañaba en leche azul la dehesa. Al aproximarnos al cerrado enmudecíamos; los remos trabajaban sordamente con lentas paletadas hasta que la barca se quedaba varada en el limo. Uno saltaba a tierra primero para explorar el terreno. Nadie. Desembarcábamos todos y avanzábamos por el cerrado salvando la cerca de alambre de espino. Los cardos y las jaras nos tapaban. Caminábamos cautelosamente por la dehesa, cuando de improviso escandalizaba la noche el esquilón abaritonado de un cabestro.

Fue maravilloso. Cada cual se quedó, como si fuera de mármol, en la postura en que le cogió la advertencia.
 Desnudos, inmóviles, apiñados y sosteniendo en alto el cuerpo exánime de nuestro camarada, debimos componer un curiosísimo grupo escultórico. El miedo nos dio una rigidez sorprendente. Había uno al que le cogió con el brazo levantado, y así se estuvo quieto, quieto, como si lo tuviese fundido en bronce.

El toro, sorprendido, nos miraba de hito en hito. Avanzó lentamente. Se azotaba con el rabo los ijares, acechando la provocación del más leve ademán. Nosotros, ofreciéndole impasibles nuestros cuerpos desnudos bañados por la Luna, permanecimos como si fuésemos estatuas. Dio el toro unos pasos más, nos miró, volvió a mirarnos, cada vez más extrañado ante aquel raro monumento escultórico en carne viva erigido en sus dominios. El maldito animal no acababa de convencerse. Cuando parecía que se iba, volvía otra vez la cabeza. Y así toda una eternidad, hasta que definitivamente volvió grupas aburrido, y arrancando sus pezuñas del fango, una a una con una lentitud desesperante, se alejó.

Así discurria nuestra ociosa existencia. Gente mal avenida  con el mundo, desvergonzada, con un agudo sentido del ridículo y la intima desesperación de sentirse repudiada. tomábamos un aire agresivo y arisco que debía hacernos antipáticos. Lo mejor y más estimable de nuestra pandilla era el trance heroico, la aventura de la noche, la lucha en campo abierto con los máusers de la Guardia Civil y los cuernos de los toros. Lo peor, aquella actitud rebelde, agria, díscola, de grandullones ociosos y desesperados, para quienes todo era motivo de burla. La vida era dura con nosotros, y nos vengábamos de ella escupiendo nuestro desprecio a la cara de las gentes que eran como Dios manda. Éramos unos «malanges», unos aguafiestas. Íbamos en pandilla a los bautizos que se celebraban en los corrales de Triana a «meter la pata», buscábamos camorra al padrino, nos bebíamos el vino y escandalizábamos a las mocitas. 

Los de la pandilla de San Jacinto no íbamos a los tentaderos. Nos parecía humillante ir con nuestra inexperiencia y nuestro miedo a servir de diversión a los señoritos invitados por el ganadero. Era más decoroso hacer el aprendizaje en pleno campo, a solas con el toro y las carabinas de los guardias. 

Cuando me di cuenta de que el animal, abierto de patas, se humillaba fulminado por el acero, me sentí feliz. ¡Qué alegría! Veía maravillado que el toro rodaba sin puntilla, y simultáneamente, a través del aturdimiento que me producía la cortina de sangre caída sobre mis ojos, llegaba hasta mí un confuso ruido, semejante al de una tempestad lejana. Sentía los golpes isocronos de la sangre caliente cayéndome por la mejilla, a medida que aquel estrépito crecía y se acercaba. ¡Me aplaudían! Alcé la cabeza. Me sujeté con los dedos aquel pingajo de carne que me caía sobre el ojo, y procuré sonreír a la multitud. ¡Nunca he agradecido tanto una ovación! Me llevaron a la enfermería. Como no había más torero que yo, se suspendió la corrida hasta que me curasen. Caí en manos de un cirujano expeditivo, que se aplicó a la previa desinfección de la herida por un inusitado procedimiento. Mandó traer una botella de gaseosa, que se empinaba para coger unas grandes buchadas, con las que me espurreaba la cara. Después de espurrearme bien la herida y todo el rostro con aquel líquido dulzón y pegajoso, mezclado con sus babas, consideró que la desinfección era perfecta, y procedió a curarme. Le trajeron una aguja de coser sacos, con su ancha punta doblada; me levantó la piel caída a colgajo, unió los bordes y me los cosió como quien cose una estera. Me dejó una cicatriz innecesaria para toda la vida. Luego me vendaron aprisa y corriendo, porque el público se impacientaba, y me soltaron otra vez en el ruedo.

Aquella temporada de 1913 fue la más dramática de mi vida taurina. A raíz de mi debut en Madrid comenzó la lucha furiosa de mis entusiastas y mis detractores. Creo sin jactancia que fue aquélla una de las épocas más apasionadas del toreo. La gente llenaba las plazas esperando o temiendo que me matase un toro en cualquier momento, y aquella cédula de presunto cadáver que me habían extendido los técnicos al negarse a aceptar que fuese posible torear como yo lo hacía, provocaba tal tensión de ánimo en torno a mi figura, que con el menor pretexto se desataban los más frenéticos apasionamientos de la multitud.

Mis amigos los intelectuales
La misma noche que entré en Madrid fui a caer en el Café de Fornos, y me senté casualmente junto a una tertulia de escritores y artistas que allí se reunían habitualmente. Formaban parte de aquella tertulia el escultor Julio Antonio, Romore de Torres, don Ramón Del Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Sebastián Miranda y algunos otros. 

Aquella misma noche, Sebastián Miranda estuvo haciéndome un apunte, y desde aquel momento trabamos amistad. Fui después a visitarle a un estudio que tenía en la calle de Montalbán, y me sentí fuertemente atraído por la vida extraordinaria de los artistas y los escritores, que para mí estaba envuelta en una aureola bohemia y romántica. Procure desde el primer momento ganarme sus simpatías, y vi maravillado que me las otorgaban con largueza. Yo iba al estudio de Miranda, me colocaba discretamente en un rinconcito y los oía discutir poniendo mis cinco sentidos en comprender lo que decían. No era floja tarea: empezó entonces para mí la dificil gimnasia mental de pasarme horas y horas oyendo hablar de cosas que no entendía. Pronto fui haciéndome mi composición de lugar y creí descubrir a través de las diferencias de estilo y lenguaje una extraña semejanza entre aquellos artistas y escritores de espíritu rebelde y los anarquistas de la pandilla de Triana. Algo era común a unos y otros.
El esfuerzo de comprensión que tuve que hacer fue grandioso. Venir de robar naranjas por las huertas de los alrededores de Sevilla a sentarme en aquel cenáculo de artistas gloriosos, que discutían abstrusos problemas de filosofía o estética, era una transición demasiado brusca, y yo pro| curaba extremar mi discreción. Ellos me animaban con su benevolencia, pareciéndoles seguramente que mi conducta y mis palabras eran siempre demasiado prudentes para ser mías, es decir, de un torerillo semianalfabeto. Llegué a no hallarme a gusto más que entre aquellas gentes, tan distintas de mí, y muchas noches me quedaba incluso a dormir en el estudio de Miranda. Me subyugaba la fuerte personalidad de aquellos hombres: Julio Antonio, Enrique de Mesa, Pérez Ayala y, sobre todo, Valle-Inclán.

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 La coleta seguía siendo lo que más extrañaba de mi persona desde que salí de España. En la peluquería del Imperator, el peluquero, un alemán típico, se sorprendió mucho al tropezar con ella en mi cabeza. El hombre quiso bromear haciendo ademán de cortármela, y yo simulé que me enfurruñaba. Los peluqueros alemanes dan jabón debajo de la nariz, no con la brocha, sino con el dedo, y cuando aquel buen hombre me pasó por el labio superior el dedo untado de jabón, le tiré un mordisco, fingiendo con muchos aspavientos una rabia y una indignación que estaba lejos de sentir. El terror de aquel hombre fue de una comicidad extraordinaria. Para él los toreros españoles serán ya siempre unas alimañas que muerden a los honrados barberos.

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Nueva York


Cuando entramos en el puerto de Nueva York, estuve  presenciando desde la toldilla el desembarco de los centenares de emigrantes que habían hecho el viaje ocultos en me panza del Imperator. Era un rebaño de gente miserable,  judíos y polacos en su mayoría, que se apretujaban en las  pasarelas guardadas por la policía como el ganado se apelotona en la mangada. Aquellos desdichados se abrían paso lentamente, cargados con sus míseros petates y arrastrando a sus mujeres y sus hijuelos hasta llegar al lugar donde los agentes de admisión los examinaban rápidamente, como los veterinarios examinan a las reses que van al matadero, y sin contemplaciones aceptaban a unos y rechazaban a otros. Los policemen, altos y fuertes, separaban violentamente a los padres de los hijos y a las mujeres de sus maridos, insensibles a los gritos y protestas de aquellos infelices, cuyas quejas eran en aquella batahola tan débiles como el balido de las ovejas azuzadas por los mastines. 
 No sé por qué me desconcertó profundamente aquel espectáculo. Miré con rabia los gigantescos rascacielos que proyectaban sus sombras monstruosas sobre el puerto y entré en Nueva York con una extraña sensación de miedo. Yo no había visto nunca tratar así a la gente. Me horrorizaba pensar que pudiera verme humillado de aquel modo. Y desembarqué apretando en el bolsillo nerviosamente una pistola que me había comprado en París.
Por Nueva York anduve con mi pistola en el bols aparato fotográfico en bandolera. Yo había visto que todos los turistas llevaban una máquina de hacer fotografías y no quería ser menos. Me encontré con un sevillano pintoresco que andaba por allí viviendo a salto de mata; era un in audaz y gracioso, que me sirvió de cicerone. Con él fui al barrio chino una noche y anduvimos olisqueando por los fumaderos de opio. Nunca me han mirado con tan malos ojos como los que nos echaban aquellos chinos tristes y sucios cuando mi paisano y yo nos parábamos bromeando a la puerta de sus inmundas viviendas. Ya de madrugada nos sacó de allí con muchos aspavientos una ronda de policía con la que topamos.

Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cemento, puentes y rascacielos era una ciudad. Va un hombre por una calle de Sevilla pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él, llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con quien se cruza: «¡Adiós, Rafaé...!», y da gloria verlo y es un orgullo ser hombre y pasar por una calle como aquélla y vivir en una ciudad así.
Pero aquí en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?

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En México perdí la cabeza, y creo que cuando volví a España estuve un poco loco durante algún tiempo.

Me rodeaban los personajes más sorprendentes. Me hice íntimo amigo de unos muchachos muy ricos y muy juerguistas, que organizaban verdaderas bacanales, derrochaban el dinero a manos llenas y bebían como locos. A mí no me gustaba beber, y aquellos compadres, cuando yo me resistía a continuar con ellos rodando por las borracherías de México, se llevaban a un representante mío que bebía en mi nombre. Este representante era, naturalmente, Calderón. A veces, después de llevarse toda una noche de juerga, se me presentaban por la mañana en el cuarto del hotel borrachos como cubas, y se ponían a dar zapatetas y a decir cosas incongruentes mientras yo, desde la cama, les miraba asombrado. Cada día me afirmaba más en mi creencia de que en México todos estaban locos.