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La vuelta a Europa en avión - Manuel Chaves Nogales 1ª Parte




Desde Madrid al mar

El tiempo es aviador. Ha hecho su aparición en Alemania el avión-taxi que vuela en la dirección que le marcan sus alquiladores, con arreglo a la tarifa de un marco treinta y cinco pfennigs por kilómetro; en Francia se establece cada día una nueva línea comercial; hay aviones-restaurantes y aviones-camas; una gran fábrica alemana está ensayando la construcción de un avión gigantesco, en cuyas alas inmensas irán alojados cuarenta o cincuenta pasajeros que podrán bañarse, comer, dormir y pasearse en el interior del monstruoso pajarraco... Esto, de una parte. De otra, los grandes raids. 

Todos los días nos llegan agudas sugestiones aeronáuticas. La navegación aérea no es ya una actividad hermética reservada a unos cuantos héroes y a un pequeño núcleo de profesionales, sino que nos arrastra a todos, desde el gordo y prudente mercader que utiliza las líneas regulares de aviación para ultimar sus negocios, hasta el turista, el político, el cómico y el escritor. 

El paisaje lo ha ido construyendo —interpretando— el hombre a lo largo de los siglos, según su visión puramente horizontal. Pero visto ahora vertical u oblicuamente, el viejo paisaje del terrícola repugna a la mirada del aviador. El mundo es feo desde allá arriba; feo y mezquino. Cuando vuelen diariamente millares de personas se irá modificando la estructura de las casas, las ciudades y los campos. Una ciudad vista desde un aeroplano pierde toda su gracia y su sentido horizontales. 

En un viaje aéreo, lo primero que salta a la vista es la despoblación. Pasan bajo el aeroplano kilómetros y kilómetros de corteza terrestre sin un vestigio de vida, y se tiene la impresión de estar volando sobre un planeta deshabitado. Se ve la tierra intacta, inexplorada, aburriéndose en la espera inútil de gandules a quienes mantener. Abarcando de una sola mirada un panorama de centenares de kilómetros, en los que apenas se divisa una casita perdida, se ve que este gran queso que es el planeta está apenas empezado. Somos pocos; cabemos más, muchos más. El hombre no ha tomado posesión de la tierra más que porque se la ha repartido teóricamente. 

La Tierra —esto se ve en seguida— no es nuestro domicilio natural. La Tierra es una vieja calva, fea, llena de arrugas, basta y grandota, con la que no puede uno entenderse. Más que nuestra madre la Tierra, es nuestra tía la Tierra; nuestra tía abuela. 
A nosotros nos tolera por desidia; es una vieja sucia que por no sacudirse aguanta este enjambre de piojos que es la humanidad. 

Todos los esfuerzos de la humanidad han sido para esto: para que yo ahora, sencillamente, sin ninguna molestia ni heroicidad, me acomode en un butacón de la confortable cabina de uno de estos pajarracos metálicos y salga a dar la vuelta a Europa en unas cuantas jornadas con mi estuche de aseo, unas camisas, unos pijamas y unos libros. Los quince kilos de equipaje reglamentario. No se necesita más. 
Hasta ahora las ciudades se construían para ser vistas de lado. De aquí en adelante habrá que pensar en las exigencias de la perspectiva vertical. Yo confío en que dentro de unos años, las comisiones municipales de ornato público decretarán la demolición de barriadas enteras que hoy nos parecen bien vistas desde un mismo plano, pero que serán feas, intolerablemente feas, vistas desde arriba. 

Madrid es feo; está demasiado poblado. Este millón de manchegos apelotonados en la llanura da una impresión poco grata. Todavía los barrios modernos, con sus festones de verdura y sus terrazas, son tolerables, pero el viejo Madrid de los barrios bajos, visto desde arriba, es una monstruosidad. Así son casi todas las ciudades. Lo único perfectamente grato y habitable que hay en ellas es el cementerio. Desde arriba se tiene la impresión de que los muertos viven mejor que los vivos. 

En Madrid sólo hay dos o tres cosas agradables a vista de pájaro. La Castellana, el palacio real, algunos sectores del barrio de Salamanca, las plazas de toros, la Ciudad Lineal y el estanque del Retiro. ¡Qué bien hace con sus aguas intensamente verdes encuadradas por las líneas blancas del monumento que lo cobija en medio de esta paramera y rodeado de estos tejados rojos de Castilla como coágulos de sangre! No vale tomarlo a broma. Hemos hecho el descubrimiento del estanque del Retiro. El auténtico mar de Madrid. Sólo por él tiene Madrid un poco de gracia. 

No tengo ninguna admiración por los héroes de la independencia nacional; los he mirado siempre con un poco de prevención; desde Viriato hasta Agustina de Aragón. 

Por tierras de Francia

Brava gente que emigra de nuestro país buscando un poco de bienestar, este pequeño bienestar del trabajador francés que no hemos sabido dar todavía al trabajador español. 
Pero el españolismo no se ha borrado en ellos. Ser español es hacer profesión de fe en el heroísmo, en el sacrificio. Todos estos españoles emigrados, prófugos en su mayoría, aman a España y se avergüenzan un poco de no haber tenido el heroísmo suficiente para seguir viviendo apegados a sus terruños, de no haber sido capaces de soportar todos los sacrificios que la dura tierra española exige a sus moradores. 

En el mundo se conoce de Francia a sus políticos, a sus escritores, a sus artistas, y el mundo cree que Francia es grande por ellos. No, ellos no son más que el exponente de estas grandes masas de trabajadores de la tierra, humildes, limitados, constantes, que han hecho del suelo de Francia un vergel. Cada parcela de tierra francesa está cultivada como ni siquiera puede concebir un español. El amor del francés a su pegujalillo, a su pedazo de corteza terrestre, no lo sabría tener nunca, por ejemplo, un andaluz. 

Reflexionamos sobre esto ahora, camino de Rusia, y cada vez se arraiga más en nosotros la convicción de que, de todos los países del mundo, es Francia el que menos tiene que temer al comunismo. El pequeño propietario francés, tan amante de su pedacito de tierra y del ahorro, es la fórmula netamente anticomunista. 

París está muy hecho, muy trabajado; es la única ciudad definitivamente terminada que conozco. Todas las demás ciudades dan la impresión de estar haciéndose, de no haber cuajado todavía algo de campamento; Brujas, Venecia, Toledo no son ya más que relicarios. 

Pero en París ha empezado a haber casas demasiado altas y en sus paredes gritos demasiados agrios. Los norteamericanos influyen en París. Lo estropearán todo. El dólar es demasiado fuerte, y esta gente se halla tan bien dispuesta para dejarse corromper... 
Hay tal cantidad de negros en París, que cualquiera otra ciudad que no fuese ésta, no los soportaría. Pero el negro en París se disimula, se destiñe un poco, se hace ciudadano parisién al poco tiempo. 

En París —no sólo en París, pero en París principalmente— la mujer va siempre al lado del hombre. No creo que aquí haya habido nunca problema feminista a la manera ininteligente que tuvieron de plantearlo las mujeres anglosajonas. Francia ha resuelto el problema feminista de esa manera tan 
humana, tan sencilla, y netamente biológica que tiene el espíritu francés para plantearse y resolverse los problemas. 

La cuestión está en salvar el problema sexual, en no concederle más que la importancia secundaria que tiene en realidad. Superado esto, no hay problema feminista. La mujer toma automáticamente la parte que le corresponde en el trabajo del mundo y automáticamente se redime de su esclavitud y aun de la prostitución. Por lo menos, de esa prostitución negra y triste de los países no civilizados o a medio civilizar. Yo comparo estas muchachas graciosas, gentiles, independientes, fieramente independientes, que desempeñan en París la función social de hacer el amor, con aquellas otras mujercitas tristes, dramáticas, de Andalucía, a las que los señoritos maltratan, y las encuentro absolutamente redimidas de toda cosa nefanda. Desempeñan la función para la que son más aptas, viven bien y un día cualquiera se convierten en adorables esposas y madres amantísimas. Para sus maridos no habrá problema. La paternidad —ya lo decía Goethe— es una cuestión de buena fe. 

Y negros, muchos negros. La obra de los misioneros —sobre todo de los misioneros españoles— ha sido grandiosa. El negro es católico, fundamentalmente católico. Uno se conmueve al verlos venir esta mañana de domingo a San Sulpicio, aun sabiendo que por la noche esta morenita cimbreante, vuelta a la selva en aras 
de la civilización, exhibirá su cintura desnuda, con el sucinto adorno de unos plátanos en un cabaret cualquiera. 

Cuando hemos pasado bajo el dintel donde campea el lema impuesto por el Gobierno a todas las iglesias de Libertad, Igualdad y Fraternidad, la impresión sigue siendo la misma. Demasiada modernidad, demasiada campaña social, excesivo confort, harto sentido del momento. 

Este esfuerzo, del catolicismo francés por defenderse actualizándose, me parece un error. La gran fuerza de las religiones viene de atrás; lo importante es conservarlas, mantener la liturgia, su sentido tradicional. Desde el punto de vista católico, mejor servicio presta a la religión el cura de misa y olla, que mantiene inalterable su dogma, que este cura urbano, que inicia una tímida evolución y, al acomodarse a los tiempos, pacta e, insensiblemente, desvirtúa su doctrina. En otro tiempo, ésta hubiera sido una herejía. Para El Siglo Futuro, seguramente lo es. 

El ideal revolucionario —del auténtico revolucionario contemporáneo, no del que aspira a derribar este o aquel Gobierno—, el ideal antiburgués no consiste en la destrucción del bienestar que han sabido crear los burgueses, sino en la limitación del apetito de cada uno por esos goces. 

A la vida le basta con muy poco, casi nada. Cubrir las necesidades puramente fisiológicas, y para sazonarlo todo, un gramo de superfluidad. Reducir lo superfluo a este gramo, a este búcaro con flores del camarada Juan, o a este vestido de seda de su compañera es trabajar revolucionariamente. 

Suiza y el internacionalismo

El suizo no acaba de serme simpático. Se parece demasiado a sus encinas. Tanto monta un encinar como una tropa de ginebrinos. Tienen esa inmovilidad y esa firmeza de los viejos troncos. 

Cuando se piensa que esta gente tan sosegada, tan prudente, tan correcta y discreta está aquí atrincherada en el cogollo de Europa, dentro de sus pequeños egoísmos municipales, desagrada un poco. El caso aquel que se consideraba ejemplar de la neutralidad de Suiza durante la guerra europea me asusta y me hace temer que, por encima de todas estas virtudes locales, mejor aún, domésticas, del suizo, puede haber una terrible incapacidad espiritual. No se puede estar tan al margen. En el mundo hay algo más que los intereses de la Sociedad Excursionista y de la Armonía Náutica. 

Cuando las chicas suizas cumplen los quince años tienen cierto derecho — como los chicos de su edad en España— a que sus padres les entreguen un llavín del cuarto en que habitan y puedan así recogerse a la hora que mejor les plazca. 

Me divierte mucho pensar en el espanto que esta vieja noticia produce seguramente en el ánimo de los honrados padres españoles, pero quiero tranquilizarles. En ninguna parte del mundo ocurre nada extraordinario —ni siquiera en el aspecto amoroso—, y las chicas ginebrinas, con el llavín de su casa en el bolsillo, se recogen a la hora que les da la gana, pero no hacen de su libertad nada que deje de hacer una recatada señorita de Cuenca, Córdoba o Burgos. 

Si fuera preciso, yo propondría que se diesen corridas de toros benéficas para sostener en Ginebra a un pequeño núcleo de españoles que se enterasen de lo que pasa por el mundo. 

La Prensa española refleja la misma indiferencia que el Gobierno ante el internacionalismo. Se da el caso lamentable de que los periódicos más importantes de España y hasta los más nacionalistas están en manos de agencias extranjeras o de informadores extranjeros y mal pagados, mientras II Corriere della Sera, por ejemplo, tiene en la capital de Francia una verdadera redacción con colaboradores especializados que saben lo que en cada momento interesa a Italia de cuanto pasa en el mundo. Claro es que las empresas periodísticas españolas no tienen por qué preocuparse de estas necesidades. Mientras España no tenga una verdadera política internacional, ¿para qué hacen falta mejores informadores? 

Panorama germánico

Alemania tiene la más vasta red de ferrovías que hay en el mundo, y Berlín es una ciudad agujereada por esos centenares de trenes que llegan, taladrando viviendas, hasta la entraña misma de la urbe. Esta situación de ciudad perforada, ensartada por las lanzaderas de los trenes constantes es lo más característico de Berlín. El símbolo berlinés más claro es un volante y una biela en movimiento. 

Los berlineses están muy orgullosos de esta dominación de la mecánica. Es su gran superstición. Durante muchos meses se han hecho exhibiciones en todos los cines de Berlín de una película titulada Berlín 1928, hecha a base de reproducir la vida berlinesa de todo un día por medio de la mecánica característica de cada aspecto de la ciudad. Se aspira a dar una sensación total de Berlín con la sucesión cinemática de ruedas, émbolos, poleas, bielas, motores, etc. El operador cinematográfico, para buscar el alma de Berlín 1928, ha metido el objetivo en el corazón mismo de las máquinas, en los sitios donde los engranajes son más complicados. La vida de la ciudad, desde el amanecer, cuando empiezan a rodar por las calles las máquinas de la limpieza pública hasta la hora más avanzada de la madrugada, cuando los trenes rasgan el silencio de la noche, está representada exclusivamente de una manera mecánica. Los berlineses pasan aprisa por esta película, cogidos en este fabuloso engranaje, y en cada escena de la vida ciudadana es el ritornelo del volante y la biela lo que domina. 

Lo curioso es que los intelectuales alemanes, los artistas, los escritores han llegado también a sugestionarse por este absoluto dominio de la mecánica, y se da el caso extraordinario de que se niegan a sí mismos, se abren la barriga voluntariamente ante este ídolo nuevo del maquinismo. 

«La representación de la vida —dice en un artículo este literato que ha confeccionado el film de Berlín 1928— no necesita, para nada, de otros elementos que la mecánica.» «Para dar la impresión neta de Berlín —agrega— me basta con apresar sus movimientos y reproducirlos. No necesito en absoluto ninguna colaboración de índole espiritual. Hoy la emoción artística no se consigue con elaboraciones metafísicas, sino con manifestaciones cinemáticas. Es decir, nada de literatura; mecánica». 

Me parece explicable que un escritor o un poeta berlinés, cogido por esta gran civilización mecánica, rinda la exigua fuerza de su espíritu ante esta superstición. Lo que no concibo es el auge de este sentido cinemático de la vida en París, Roma o Madrid. Se necesita ser tan idiota como Marinetti para rendirse así a una cosa inferior. 

Un caso curioso. Se trata de una de las grandes figuras del industrialismo alemán: el profesor Junkers. 

La Casa Junkers es hoy una de las más fuertes de Alemania; sus fábricas de aviones, desbordando el territorio germánico, se extienden por Suecia e Italia; millares de obreros y centenares de ingenieros trabajan en la producción de nuevos tipos de aviones, y en otras cien máquinas distintas, a las órdenes de Junkers. Conociendo la vastedad de la empresa, uno se imagina a este hombre, Junkers, como un sujeto extraordinario, dotado de un cerebro nuevo, de nueva forma, el cerebro del capitán de industrias, del ingeniero, del mecánico, cerebro maravilloso, lleno de matemática que los pobres literatos envidian. De Junkers, como de Ford, como de todos los hombres de este tipo, se llega a hacer un mito. 
Afortunadamente, a pesar de todas las fuerzas ciegas que nuestra civilización ha desatado, son estos tipos, es decir, los hombres sencillamente inteligentes, los que gobiernan el mundo. 

—El alemán de dieciocho años es como un dios joven; a los treinta y cinco años el alemán es como un cerdo —me dice madame mientras contemplamos maravillados el magnífico espectáculo del Wellenbad. 

Este baño de ola artificial del Luna Park de Berlín —como no hay otro igual en Europa— es sorprendente. En el fondo de una enorme piscina, dispuesto en forma de rampa, una potente maquinaria agita constantemente el agua lanzándola en oleadas hacia la parte más elevada de la rampa, que forma una especie de playa. En torno a esta gran piscina, todo está dispuesto como en un cabaret. El público se acomoda en las mesitas que rodean la playa artificial y cena o bebe champán en compañía de los bañistas. Al lado del caballero de esmoquin, la señorita en maillot exhibiendo casi absolutamente desnudo su 
cuerpo irreprochable. 

Dentro del agua, hombres y mujeres fraternizan con una libertad de movimientos que un latino no comprenderá nunca. Esta indiferencia, por lo menos aparente, que el tipo germánico tiene ante las sugestiones eróticas, le permite entregarse limpiamente, graciosamente, a toda clase de juegos y escarceos sensuales entre individuos de los dos sexos. 

El Ku-Ka o Kunstler Kafee (Café de los Artistas) es un pequeño cabaret en el que se reúnen de ocho a doce de la noche hasta un centenar de personas. Este público del Ku-Ka está formado por gente de la más humilde y sencilla 
burguesía; burócratas, comerciantes, pequeños industriales, algún modesto propietario. Este público prudente y sensato, viene, sin embargo, al Ku-Ka para presenciar regocijado un espectáculo que en España horrorizaría al más comprensivo burgués. 

En el centro del Ku-Ka hay una tarima y un piano. Mientras la gente toma tranquilamente su café, esta tarima es asaltada sucesivamente por los tipos más explosivos de Berlín: poetas, filósofos, polemistas, recitadoras, calculistas, actores, actrices, cancionistas, bailarinas, negros, amarillos, cobrizos, todos los exotismos de raza o de intelecto. Todos estos tipos suben a la tribuna libre del Ku-Ka a lanzar una bomba; son artistas en formación, en agraz, gente agria y detonante que quiere, ante todo, llamar la atención. Ya se sabe por los pequeños burgueses del público que cada muchachito de estos que salta a la tarima lleva un petardo en el bolsillo. 

Esta noche se ha plantado de un salto delante del piano un judío joven, un inconfundible judío, ya un poco en arco el cuerpo a pesar de su juventud, pálidos, brillantes los ojos negros, corva —cómo no— la nariz. Con las manos metidas en los bolsillos del esmoquin, ha paseado la mirada por el auditorio con ese mecer la cabeza característico de los judíos, y se ha puesto a recitar. Es una poesía suya contra la juventud deportista. A este pequeño judío le molesta el deporte, el sentido deportivo de la existencia. Y arremete bravamente, más que contra quienes practican el deporte físico, contra quienes hacen de él poco menos que un sistema filosófico y una escuela literaria. Me dicen que este joven poeta está en la vanguardia literaria alemana y, aunque desconocido todavía del gran público —al Ku-Ka no vienen más que los inéditos—, goza ya de cierto prestigio como representante de una reacción contra el sentido deportivo del arte. 

El honrado público del Café de los Artistas aplaude al judío, que se envalentona con las ovaciones, levanta el espolón de su nariz y recita de nuevo. Es una agria poesía contra la iglesia erigida a la memoria del káiser Guillermo en la Auguste-Victoria Platz. Esta iglesia, situada a cien metros del Ku-Ka, es uno de los monumentos más artísticos de Berlín; enclavada en el centro de la urbe moderna, entre la Kurfürsterdamm y la Tauentzienstrasse, es, realmente, con su arquitectura gótica del florecimiento, reforzada con elementos románticos, un claro símbolo del imperialismo subsistente hoy en el corazón de Berlín. 

A nuestro pequeño judío le molesta la supervivencia de este símbolo en el Berlín de la República, y quiere destruirlo. Arremete contra él, no con grandes palabras demoledoras, sino arteramente; la iglesia estorba. Hay que derribarla, sencillamente, porque dificulta el paso de los tranvías y los taxis. La Alemania de hoy no puede consentir a la Alemania de ayer esa pequeña molestia de tener que dar la vuelta alrededor de una iglesia. Esta iglesia —dice— no es 
nuestra: es del káiser Guillermo; se erigió a su memoria; debemos, pues, mandársela, piedra a piedra, para que en su destierro se entretenga en jugar con los sillares de piedra como juegan los niños con sus cuadraditos de madera. 

El desprecio hacia el kaiserismo que esta poesía rezuma, produce entusiasmo indescriptible entre el público de burgueses del Ku-Ka. Se aplaude frenéticamente al pequeño judío enemigo del káiser con tanto fuego, que uno se queda sorprendido un momento, incapaz de reconocer en este pueblo al pueblo de antes de la guerra, del gran tiempo, como los alemanes mismos dicen. 

Después de escuchar estas explosiones de júbilo antiimperialista a un público de burgueses alemanes, yo estaría absolutamente convencido de que en Alemania se había operado la revolución más grande que registra la Historia si no hubiese sido por el recuerdo de una pintoresca anécdota que hace poco me contaba un amigo valenciano. 
Después del poeta judío antiimperialista ha subido a la tribuna un negro. Este negro es también enemigo personal del káiser. Cuenta, en desprestigio del 
kaiserismo, unos chascarrillos grotescos que acompaña con su expresiva mímica negra. La gente ríe estas burlas a mandíbula batiente. No hay en toda la sala ni un signo de desagrado, ni siquiera una actitud indiferente. Todos son felices cuando alguien sale a ridiculizar al viejo emperador. 

Sin embargo, he podido hacer una observación: los alemanes se divierten, eso sí; pero los que arremeten contra el viejo imperialismo no son nunca alemanes: judíos, negros, esclavos... Me falta ver al alemán. Mientras tanto, no olvidaré la lección de prudencia que dieron los alicantinos a su candidato. 

Cada vez estoy más convencido de que la interpretación de la moral es una simple cuestión de latitud. 

Pero, por fuera de la órbita natural del amor tan netamente descrita por la patriarcal sencillez germánica, queda una zona turbia de sexualidad que deriva hacia el homosexualismo, cada vez más extendido en Berlín. 

Me dicen que este vicio tuvo su periodo culminante en lo que los alemanes llaman «el gran tiempo», la Alemania exuberante de antes de la guerra. Fue, según parece, una secuela del militarismo; Alemania era un cuartel, y por entre la férrea disciplina de los cuarteles, el apetito sexual se torcía y deformaba para ir a dar en el homosexualismo. Este es hoy una institución, por lo visto, tan respetable como cualquier otra. Los homosexuales tienen en Berlín sus casinos, sus cabarets, sus periódicos. He quedado sorprendido repasando varias publicaciones homosexuales de las que están llenos los quioscos, en las cuales se defiende con argumentaciones de carácter científico y hasta religioso esta aberración. 
Han llegado algunos tipos de homosexuales a tal grado de perfección en este anhelo de emular y superar a la mujer, que el tenorio callejero tiene que tener un exquisito cuidado en sus escarceos, porque pueden ocurrirle lamentabilísimas equivocaciones. La Policía consiente a los homosexuales andar por las calles de Berlín disfrazados de mujer, con la sola condición de que el disfraz sea tan perfecto que no se advierta la superchería. 
A todos los extranjeros que pasan por Berlín se les brinda la ocasión de ir a visitar el típico cabaret de homosexuales: El dorado. Es un cabaret exactamente igual a todos los demás —tan aburrido y triste como todos—, con la sola diferencia de que las tanguistas que merodean por los palcos y se lucen en el parquet no son mujeres. Hombres, yo no puedo asegurar que lo sean. 

La mujer, por su parte, al mismo tiempo que el hombre, se entrega a idéntica aberración. El espectáculo que estas chicas «equivocadas» — llamémoslas así— dan en los sitios públicos, no por frecuente y tolerado en Berlín, puede referirse circunstancialmente en España. Ya he dicho que la interpretación de la moral es una simple cuestión de latitud. 
Estos casos de anormalidad sexual que se dan en todas partes y son tan viejos como el mundo no merecerían siquiera un comentario si no fuese porque su porcentaje es tan elevado, que toman ya la categoría de hecho social. Los hombres de ciencia alemanes no se empeñan en desconocerlos ni los ocultan. Por el contrario, hay una formidable acción científica encaminada a la corrección de estas anormalidades, atacándolas tan de frente, con tanta claridad y crudeza, que al recordar por contraste la pudenda intervención del 
Gobierno español en aquel malogrado curso de Eugenesia que se intentó en Madrid, se piensa en que este Gobierno y estos hombres de ciencia están locos o en España somos gente de una hipersensibilidad moral. 

Hace poco se hizo en Alemania un ensayo que en España hubiese producido espanto. El problema de la inutilidad de los correccionales para jóvenes estaba en pie, y, secundando la teoría defendida por prestigiosos hombres de ciencia de que únicamente la satisfacción del apetito sexual normalmente podía volver a la normalidad a los incorregibles corrigiendos, se ensayó un sistema de correccionales, mixtos. Me dicen que el ensayo fue desastroso y tuvo que ser suspendido. Pero es igual; los hombres de ciencia abordarán mañana el problema por otro procedimiento cualquiera no menos aventurado y heroico. Hay, a toda costa, que librar a este pueblo joven de estas terribles taras sexuales cada vez más difundidas. 

Los crímenes de origen sexual son cada vez más frecuentes en Berlín. El sadismo y el masoquismo se practican con una intensidad que da espanto. Por las calles céntricas, apenas entrada la noche, discurren, con distintivos disimulados en el traje, cuyo significado todo el mundo conoce, hombres y mujeres que van formulando tristes proposiciones de sadismo y masoquismo a los transeúntes. Se dirá que esto podía evitarlo la Policía. Es inútil. En la exposición de Policía que se celebró últimamente en la capital alemana había un verdadero museo de aberraciones sexuales, terribles aparatos de tortura en los que gemía esa carne restallante de un pueblo demasiado fuerte que necesita el espoleo de su sensualidad a toda costa. La Policía prefiere tener todo esto ante sus ojos, controlarlo hasta cierto punto, antes que sumergirlo con sus persecuciones en un ambiente criminal. 

Es una de las tristes herencias de la guerra, que tardará mucho en liquidarse. 
Lo más sorprendente de la guerra europea es que, en apariencia, ha sido olvidada por completo. Parece como si la conciencia de las gentes atormentadas por aquella monstruosidad de cuatro años la repudiase y se la hubiese arrancado deliberadamente de la memoria. Es un fenómeno curioso. De la guerra europea no ha quedado memoria; como si no hubiera existido. Esta ruptura con un pasado bochornoso que recuerda esas grandes lagunas abiertas en la historia de los pueblos siempre a raíz de un cataclismo es la sanción que la humanidad pone a sus épocas terribles. Ni memoria de ellas. Algo de lo que debe haber pasado en Asia. 

Al día siguiente de terminar la guerra, la gente se puso a trabajar y a divertirse como si no hubiera pasado nada. Es curioso este afán de diversión, de goce sensual, despertado en el mundo inmediatamente después de la guerra. El único pueblo que después de la conflagración mundial quedó con ánimos 
para continuar el proceso espiritual que aquélla había provocado ha sido Rusia. Pero en los pueblos del centro de Europa se ha hecho borrón y cuenta nueva. Los que estuvieron en las trincheras lo han olvidado todo. Ni siquiera se habla de aquello. Antiguamente el recuerdo de las guerras se mantenía en el rescoldo de los hogares, se contaban una y mil veces las hazañas, se rendía culto a los héroes, se les tenía presentes a toda hora. Nada de esto hay después de la gran guerra. Como si fuera un acontecimiento de hace dos siglos. A nadie le ha quedado el orgullo de su heroicidad. Es más; he notado siempre un invariable gesto de disgusto en cuantos tomaron parte en la guerra tan pronto como se habla de ella. 

No se quiere nada con aquello. A trabajar y a obtener con el producto del trabajo el mayor bienestar posible; pero sin preocupaciones. Trabajar y gozar. 

En Berlín esta aspiración llega al frenesí. La gente trabaja aprisa para gozar aprisa, para divertirse. Comer bien, beber, amar, hacer negocios, dinero, lujo, pieles, perlas, bienestar material; nada más. En aquel ambiente yo recordaba al grupo de mis amigos de España tan enfrascados en sus problemas de conciencia. Pero no encontré nada semejante en toda Europa, donde la gente ha prescindido de muchas cosas que la posguerra ha considerado superfluas. La vida es dura y hay que andar suelto y con las manos libres para ganarla y hacerla amable. Una casa confortable tiene mucha más importancia que una consecuencia ideológica; una hora de jazz-band con una muchachita graciosa y despreocupada vale más que el más alquitarado deliquio amoroso. 

Yo he visto al público de Berlín reír a carcajada limpia ante una película de hace veinte años, representada ahora con curiosidad histórica, en la que se planteaban aquellos pavorosos problemas de conciencia que tenían tan embarazada a la gente. A medida que desfilaban por la pantalla aquellas viejas escenas de seducción de una muchacha, de desesperación de los padres por el deshonor que caía sobre sus cabezas, de sacrificios, de actitudes heroicas ante el Destino, de tristezas y dolores, un desenfadado causeur, colocado junto a la pantalla, iba ridiculizando aquellas viejas preocupaciones con gran júbilo de este público berlinés de 1928, que se preguntaba sorprendido cómo se podía ser así aún no hace más que veinte años. 

Esta tarde he ido a uno de los hospitales de Berlín para visitar a un pequeño compatriota recientemente operado. Siguiendo una costumbre alemana de una gran delicadeza, he comprado unas flores para el otro enfermo, el desconocido que en la cama contigua a la de nuestro deudo sufre sus males. Es una costumbre que revela el fondo de ternura del alma germánica. No se quiere que la visita a nuestro enfermo, al que llevamos, junto con unas chucherías, el regalo de nuestro cariño, cause pesar al enfermo desconocido que está a su lado en el hospital. A este infeliz puede no visitarle nadie y hay que hacerse perdonar por él la alegría que con nuestra visita damos a nuestro enfermo. Para eso se llevan unas flores al desconocido.

Desde el momento en que se pisa la tierra alemana se tiene la convicción absoluta de que se está en un país de una potencialidad excesiva para el equilibrio europeo. Apenas entra el avión por los grandes bosques de la Alemania del Sur y se abarca el panorama de la inmensa y privilegiada tierra alemana con sus bastiones naturales y su aspecto feudal, sobrecoge el ánimo el fantasma de la guerra. A primera vista, no es posible sustraerse a este temor. Es que hasta los pinos se alinean en las vertientes de las montañas como los soldados del ex káiser. 

Más adentro, esa preocupación bélica va acentuándose. Antes de llegar a Berlín hay cuatro o cinco ocasiones de considerar la pujanza industrial de Alemania también como un signo guerrero. Y he visto desde el avión las chimeneas de los centros individuales alineadas como en un frente de la batalla, demasiado grandes, demasiado altas para las industrias de la paz. No es posible descartar de la industria alemana este sentido bélico. 
Pero todo esto que tanto solivianta a los franceses son sugestiones literarias, impresiones visuales, el choque de nuestra sensibilidad latina con esa fortaleza germánica. Lo único cierto es que Alemania es fuerte; más fuerte hoy que nunca lo ha sido. 

Se llega a la conclusión de que la guerra no fue para Alemania más que un pequeño accidente fácilmente olvidado. Este pueblo joven se había puesto en marcha: erró el camino, sufrió la pena, rectificó su ruta y adelante. No habrá riada en el mundo capaz de contener esa fuerza expansiva de Alemania. No se trata de una política determinada, ni de una misión histórica, ni de un ideal; no. Es que esta gente tiene una vitalidad maravillosa. 
Se han amputado —o les han amputado— el ideal imperialista y siguen adelante con el mismo empuje que antes, porque este ímpetu ascensional de Alemania es una fuerza ideológica, no la resultante de unas lucubraciones ideales. 

El mundo no cree que Alemania se haya puesto en marcha otra vez sin el oculto motor de su imperialismo. No se cree en la revolución, en aquella revolución incruenta que nadie ha considerado capaz de llegar a la entraña 
alemana. Pero en ese pueblo, se ha dado un caso sorprendente. Primero hubo revolución, una revolución que brotó por generación espontánea; luego hubo revolucionarios. Primero hubo república y después ha habido republicanos. Hoy existe una Alemania republicana que impedirá siempre una recaída en el militarismo. Esa masa un poco informe que es todavía el pueblo alemán toma fácilmente la forma del recipiente en que se vierte y lleva ya demasiado tiempo posándose en la vasija republicana. 

Esta de la conmemoración de la constitución de Weimar se aspiraba a que fuese la gran fiesta cívica de Alemania. Poco a poco se va consiguiendo. Cada año, el aspecto de Berlín, el de agosto, es más animado. No será nunca el 4 de julio de París, pero ya hay en las calles, el día que se conmemora la República, un alborozo civil que hace unos años parecía imposible provocar en Alemania. Algunos alemanes se creen en el caso de disculparse: «La República está creando poco a poco tantos intereses; da de comer a tanta gente...» —nos dicen como justificación. 

A las diez de la noche se han puesto en marcha, a través de Berlín, las manifestaciones republicanas organizadas ante el edificio del Reichstag. Son cinco o seis, compuesta cada una por diez o doce mil personas, y parten todas, en forma de estrella, desde el Reichstag hacia la periferia de Berlín. El espectáculo de estas manifestaciones es curiosísimo para nosotros. 

Las gentes que componen estos cuadros de manifestantes, en todo idénticos a los pelotones de una tropa cualquiera, son emocionantes. Todo el que tiene vivo el sentimiento republicano se siente en el deber de manifestarlo sumándose a esta retreta, y así desfilan unidos a su grupo correspondiente los tipos más extraños. Una viejecita con su cofia grotesca, que va pegando saltitos para seguir el compás de las piernas fuertes de los tres mocetones que le han tocado en su fila; un padre de familia con su esposa y sus vástagos; un novio, con el brazo cruzado por el talle de su novia; un paralítico, en su carricoche; cojos terribles, que desafían el ridículo de su cojera entre las filas marciales ante el íntimo deber de contribuir a la manifestación... Es sencillamente emocionante. 

Durante todo el trayecto, las charangas, dirigidas por el pomposo bastón de borlas del tambor mayor, van tocando sus marchas germánicas; tocan también, incansables, las bandas de música, formadas por pacíficos burgueses de vida sedentaria, que sobre el tambor de su barriga se cuelgan otro patriótico tambor, y cantan sus himnos todas las agrupaciones. 

Las masas de manifestantes toman de pronto un aire procesional solemnísimo al desfilar los estudiantes. Me dicen que es la primera vez que los estudiantes se suman a la conmemoración de la República con una nutrida representación. Muy serios, con sus gorritas absurdas, sus levitas, sus cortes en la cara, sus pantalones blancos y sus botas altas de montar provistas de espuelas, los estudiantes de Berlín se han adherido, al fin, de un modo brillante a la República, y no sin cierto airecillo arisco, desfilan bajo sus enormes banderas altas como mástiles de navío. Esta mascarada grotesca de los estudiantes alemanes es seguramente muy pintoresca pero poco simpática. 

Y así, media hora, una hora... los millares de personas que el último año han figurado en las manifestaciones republicanas ha superado en el doble a los de los años anteriores. En las calles habrá, además, muchos miles de personas que, seguramente, habían salido un poco escépticas todavía, y al volver a sus casas habrán ido pensando que fatalmente Alemania es ya republicana. 

Pero, en fin, todavía esto no es el 4 de julio. Ni probablemente lo será nunca. 

Cada vez soy más fervoroso partidario de la compenetración. Creo que todo lo que se hace en el mundo es producto de fusiones de ideas, sentimientos o fuerzas. Lo peor del mundo es el aislamiento, las fronteras, el ignorarse los unos a los otros, el negarse. 
En Alemania se da un caso curiosísimo. El tipo de alemán cerrado, auténtico, podríamos decir castizo, es el bárbaro por antonomasia. Es el tipo que engendró la guerra; el alemán que no creía más que en Alemania y que no conocía más. Por el contrario, el alemán viajero, el que desata este magnífico espíritu aventurero de los germanos y se lanza por el mundo y se contrasta, llega a dar un tipo de tan fina sensibilidad como un latino. ¿Qué es la latinidad sino un mar abierto siempre ante el espíritu? 

La rectificación fundamental operada en el espíritu alemán después de la guerra es ésta: haber pasado del nacionalismo al internacionalismo; del tipo castizo al cosmopolita; de la lucha a la compenetración. Este radical cambio de criterio es lo único verdaderamente revolucionario que ha habido en Alemania, lo que ha consolidado la República y ha hecho imposible la vuelta de la Monarquía. A los que desconfían de aquella revolución que hizo Alemania para derribar el kaiserismo, nosotros le señalaríamos la figura de Stressemann, rodeado de periodistas en este jardín del Auswärtiges Amt, como el hecho más auténticamente revolucionario de Alemania. 

Familias enteras llegan el sábado por la tarde al Wannsee, se despojan absolutamente de sus vestiduras, y así, como su madre los echó al mundo —a lo sumo con un sucinto traje de baño—, se dedican a todos los deportes, alternándolos con la vida de sociedad, indispensable también para el alemán. Completamente desnudos, berlineses y berlinesas, acampados en las orillas de los lagos, toman el té, bailan el charlestón al compás de sus pequeños gramófonos, leen, flirtean... Esta tarde, en una caleta del Wannsee, me han presentado a un gentleman: he conocido que lo era en el monóculo que altivamente llevaba, única señal que lo distinguía de Adán. 

He visitado el Freibad. Esto —me dicen— está demasiado bien para la gente que viene aquí. El Freibad es la playa municipal, el baño libre para la gente pobre de Berlín. Sin embargo, no creo que tengamos en España un establecimiento balneario tan magníficamente instalado. 

Por fin, esta mañana he obtenido mi pasaporte. La camarada bolchevique encargada del despacho me ha dicho, al oír mis quejas por el retraso sufrido: «No se queje usted; Moscú ha tardado en contestar, le ha puesto dificultades, pero, al fin, usted va a Rusia libremente. En cambio, aquí en Berlín hay una pobre señora rusa que tiene una hija casada con un español hace ya muchos años y no puede ir a verla antes de morir. Usted, que es español, no tiene ningún derecho a quejarse». Y tenía razón. 

(Ir a la segunda parte)

Robert Brasillach

El semanario más influyente era el abiertamente pronazi Je suis partout, editado por Robert Brasillach, licenciado de la École Normale Supérieure que pronto se había forjado un nombre como novelista y poeta, periodista y polemista. Brasillach abrazó el fascismo tras el fallido alzamiento de derechas del 6 de febrero de 1934. Tras escribir en L’Action Francaise, el periódico del movimiento ultranacionalista de Charles Maurras, Brasillach se convenció de que el nacionalsocialismo de Hitler era la alternativa purificadora a la decadencia de la Tercera República. En 1937, y con apenas veintiocho años, se convirtió en editor jefe de Je suis partout, que compartía sus opiniones proalemanas y antisemitas. Ese mismo año asistió al congreso del Partido Nazi en Nuremberg y regresó a Francia hipnotizado por los rituales del fascismo y, según parece, también por los fornidos guerreros arios a las órdenes del Führer. La noche de Brasillach Los siete colores, claramente influenciada por su vista, presentaba una visión romántica del fascismo a través de un prisma de erotismo y misticismo. 

Cuando se declaró la guerra, Brasillach se incorporó al Ejército francés, pero fue capturado y pasó los diez meses siguientes como prisionero de guerra (durante mucho tiempo, estuvo internado en campos reservados a los oficiales franceses y no lo pasó demasiado mal. Siendo prisionero de guerra escribió su obra Bérénice). Sin embargo, los alemanes sabían que era un amigo y autorizaron la publicación de sus memorias de 1939, Notre avantguerrere, en las que, erróneamente, vinculaba el ascenso del antisemitismo en Francia al hecho de que un judío, León Blum, se convirtiera en primer ministro en 1936 (el catalizador del antisemitismo francés del siglo XX fue, sin lugar a dudas, el caso Dreyfus). Según Brasillach, “la industria cinematográfica prácticamente cerró sus puertas a los arios y la radio adoptó un acento yiddish. Las personas más pacíficas empezaron a mirar mal a quienes tenían el pelo rizado y la nariz curva, que estaban por todas partes. Esto no es un ataque, es historia”. En sus páginas ofrecía también una extravagante definición del fascismo: “Se trata de un espíritu. En primer lugar, se trata de un espíritu inconformista y antiburgués, con un elemento de irreverencia”. Y luego añadía: “Es el verdadero espíritu de amistad, que quisiéramos elevar a una amistad nacional”. En abril de 1941, y a petición de Abetz, Brasillach fue liberado y regresó a su puesto como director de Je suis partout. 

Aunque el Gobierno francés lo había clausurado en mayo de 1940 por oponerse a la guerra contra Alemania, el semanario reanudó su publicación en febrero de 1941. Dos meses más tarde se hizo evidente que el entusiasmo de Brasillach, que escribía la mayoría de editoriales de su periódico, pidió la pena de muerte para Blum, Paul Reynaud, Éduouard Daladier y otros políticos de la Tercera República; señaló a los judíos que debían ser arrestados; aplaudió que Alemania asumiera el control de la zona no ocupada en noviembre de 1942; y solicitó la ejecución sumaria de todos los résistants. Tras la rafle  du Vél’d’Hiv’ en julio de 1942, Brasillach escribió: “Debemos eliminar a los judíos en bloque y no excluir ni siquiera a los jóvenes”. Invitado habitual en las recepciones de la embajada alemana, Brasillach era particularmente próximo a Bremer, el apuesto número dos del Instituto Alemán, al que comparó con “el joven Siegfried” de Der Ring des Nibelungen (El anillo del nibelungo) de Wagner y que es posible que fuera amante de Brasillach. (Bremer fue enviado al Frente ruso, donde murió en 1942. En el obituario de Je suis partout, un desconsolado Brasillach se dirigió a Bremer con estas palabras: “En cuanto llegara la paz, queríamos ir juntos a pasear, de acampada, descubrir paisajes gemelos y las ciudades fraternales de nuestros dos países”). En Agosto de 1943, después de una disputa con el propietario de Je suis partout, Brasillach abandonó el periódico, pero inmediatamente encontró una nueva forma de dar salida a su veneno en las páginas de Révolution Nationale. Un informe del Propaganda Abteilung apuntaba: “Animado por su séquito, reanudado su valiosa obra política”. 


El abanderado de la prensa colaboracionista era el temido semanario Je suis partout, que se había fundado en 1930 y que desde mediados de esa década se había vuelto abiertamente fascista y antisemita. Robert Brasilach, su editor jefe desde 1937, fue liberado de un campo de prisioneros en abril de 1941 para que pudiera volver a ocupar su puesto. Inicialmente favorable al Gobierno de Vichy, Je suis partout participó en el linchamiento verbal de los ex primeros ministros Blum, Daladier y Reynaud, a quienes acusó de la humillación de Francia. A medida que la ocupación fue avanzando, no obstante, Je suis partout fue abrazando todas las causas nazis y, peor aun, utilizó sus páginas para denunciar individualmente a comunistas y para identificar a judíos prominentes que se ocultaban en la zona no ocupada. 

Si bien la homosexualidad estaba oficialmente prohibida, en el mundo literario y artístico había un gran número de gays, no solo Cocteau y Marais, pero también colaboradores infames como Brasillach y Abel Bonnard. Además, muchos bares gays del París ocupado gozaban de gran popularidad entre los soldados alemanes. De hecho, una de las versiones sobre la detención de Hugues-Lambert asegura que lo denunció un amante alemán celoso. 

Si Drieu La Rochelle logró evitar el arresto con su suicidio, Robert Brasillach se vio obligado a rendirse a la policía de París el 14 de septiembre de 1944, tras el arresto de su madre y de su cuñado, Maurice Bardèche, también fascista. Tras ser recluido en un fuerte de Noisy-leSec, en las afueras de París, fue trasladado a Fresnes, donde debía esperar el inicio de su juicio en un Tribunal de Justicia, el 19 de enero de 1945. Se trataba de un caso bastante sencillo, que consistía básicamente en presentar sus editoriales publicadas en Je suis partout y sus últimos artículos en La Révolution Nationale, de los que parecía desprenderse la evidencia de las acusaciones de colaboración con el enemigo. 

Como en otros juicios similares, Brasillach no tuvo que responder por sus opiniones antisemitas; su crimen consistía en haber apoyado a los alemanes y haber denunciado a judíos y resistentes. En su defensa, su abogado Jacques Isorni leyó las cartas de apoyo que Claudel y Valéry habían escrito para él, así como también una de Mauriac, quien, en palabras del abogado, había escrito: “que esta mente brillante se extinguiera para siempre supondría una verdadera pérdida para las letras francesas”. Para el comisionado del Gobierno, Marcel Reboul, los crímenes de Brasillach eran fruto de su vanidad: “La traición de Brasillach es, por encima de todo, la traición de un intelectual, una traición de orgullo. Este hombre se cansó de la justa y plácida confrontación de las letras puras. Necesitaba espectadores, convertirse en un actor público, necesitaba ejercer su influencia política y estuvo dispuesto a cualquier cosa para conseguirlo”. Tras un juicio que duró tan solo seis horas, Brasillach fue condenado a muerte. 

Pero el caso de Brasillach era complejo: se trataba de un escritor admirado que no se había limitado a opinar, sino que había señalado a personas que habían terminado encarceladas o deportadas. El veredicto en su contra, sin embargo, no hizo sino espolear el debate entre escritores sobre cómo debían abordar el colaboracionismo de sus compañeros de profesión. En la esfera pública, la cuestión enfrentó a Camus desde las páginas de Combat y Mauriac en Le Figaro. Ambos emitían que el proceso de épuration estaba siendo caótico, pero Camus insistía en que, para que Francia renaciera, era necesario llevar a cabo una purga genuina. Sin esa justicia, añadió, “es evidente que el señor Mauriac tiene razón: vamos a tener que ser caritativos”. Mauriac había preguntado si, en un mundo “de una crueldad despiadada”, era imprescindible descartar la ternura y la clemencia humana. En ese sentido, Mauriac ya se había posicionado en defensa de Béraud, cuya sentencia de muerte había sido conmutada inmediatamente, antes del juicio contra Brasillach. 

Ningún otro escritor fue ejecutado después de Brasillach. 

Pero si algunos escritores colaboracionistas terminaron sometidos a un severo proceso de épuration, no fue tan sólo porque hubieran ayudado a crear opinión, sino también porque al llamar la atención sobre sus figuras, los escritores de la Resistencia subrayaban su propia importancia y reforzaban su estatus social. No querían renunciar a la opinión de que los escritores tienen una responsabilidad especial, punto de vista que refrendaba el propio de Gaulle. En sus Mémoires de guerre, al recordar su postura hacia los colaboracionistas, explica indirectamente por qué decidió no salvar la vida de Brasillach: “Si los colaboracionistas no habían servido al enemigo directa y apasionadamente, en principio accedía a conmutar sus sentencias. En el caso contrario (y hubo solo uno), no sentía que tuviera el derecho a perdonar, pues en la literatura, como en todo lo demás, el talento lleva apareada una responsabilidad”. Incluso Drieu La Rochelle, refiriéndose al intelectual, escribió: “Sus deberes y derechos sobrepasan los de los demás”. 



Fuente: Y siguió la fiesta - Alan Riding













Escritores y artistas en la línea de fuego

Robert Brasillach llegó a la prisión de Fresnes una semana después que Benoist-Méchin, aunque al principio ninguno de los dos sabía que el otro se hallaba allí encarcelado, a pesar de ser compañeros en aquel mundo extraño marcado por el resonar de pisadas, el tintineo de llaves y el ruido que hacían las puertas de hierro al cerrarse. Benoist-Méchin describió la imagen de las figuras trémulas en la penumbra neblinosa como “una hilera de condenados en espera de cruzar el río Estigio”. 

En los pocos momentos que encontraban para conversar, lo que sucedía por lo general en el espacio destinado al ejercicio, discutían acerca de sus abogados y de los magistrados que habían presidido su proceso, pero nunca de las posibilidades que tenían de ser absueltos, sino de las que tenían otros. Los juicios a escritores y propagandistas comenzaron ese mismo otoño. 

Antes aún de que se diese comienzo al juicio de Robert Brasillach, lo cual sucedió el 19 de enero de 1945, se tenía la impresión de que constituiría el punto culminante de la purga intelectual. Francoise Mauriac y Paul Valéry presentaron alegatos en su favor. Por otra parte, la reacción de su compañero de prisión Jacques Benoist-Méchin (“no se mata a un poeta”) se hacía eco de la creencia arraigada en el carácter sacrosanto de los vates, que los hacía semejantes a sacerdotes seculares. Era el mismo sentimiento que había recorrido Europa en 1936 cuando el bando nacional ejecutó a Federico García Lorca en la guerra civil española. El que Brasillach fuese juzgado no por su literatura, sino por su periodismo denunciatorio, no cambiaba nada.

El día del proceso amaneció con temperaturas bajísimas. París llevaba quince días nevado y no había combustible, por cuanto las gabarras de cartón se hallaban atoradas en los canales a causa del hielo. La pobre iluminación de la sala del tribunal no impedía ver condensarse el aliento de quienes hablaban por la acción del gélido ambiente.

Los diversos puntos del sumario, que en un principio estaban claros, cuando menos en apariencia, tomaban forma o la perdían a medida que intervenía cada una de las partes. El abogado de Brasilach, Jacques Isorni, quien siete meses más tarde adquiriría gran fama en calidad de elocuente defensor del mariscal Pétain, aseguraba que un error de juicio político no constituía un acto de traición. Si Brasillach había respaldado a los alemanes, lo había hecho con la intención de convertir Francia en una nación más poderosa.

La cuestión primordial radicaba en los artículos que había publicado en Je Suis Partout, y aquí Isorni pisa un suelo mucho más quebradizo: las palabras de Brasilach habían quedado fijadas en el papel, y lo que la defensa calificaba de “erreurs tragiques” iba más allá de lo que el pueblo entendía por colaboración. El escritor había concedido el beneplácito a la invasión alemana de la zona no ocupada, llevada a cabo en noviembre de 1942, en aras de la reunificación de Francia. Había pedido la pena de muerte para políticos como Georges Mandel, ministro del Interior de Reynaud en 1940, asesinado por los miliciens poco antes de la liberación de París. A pesar de no haber denunciado a nadie de manera formal, lo había hecho en sus escritos. Al igual que Drieu, había firmado en el verano de 1933 el documento por el que se solicitaba la ejecución sumaria de todos los miembros de la Resistencia. Con todo, su comentario más revelador fue: “Debemos deshacernos de los judíos en conjunto, sin exceptuar a sus hijos”. Brasilach aseguró que, a pesar de su carácter antisemítico, nunca había abogado por la violencia colectiva contra los judíos. Tal vez ignoraba la existencia de los campos de la muerte cuando escribió estas palabras; de cualquier modo, aun cuando se estuviese refiriendo a una deportación masiva a la Europa oriental, no deja de resultar horripilante. 

A pesar de la importancia del caso abierto en su contra, Brasilach analizó de forma minuciosa y confiada los argumentos de la acusación en interés del rigor histórico. Se defendió “con elocuencia y habilidad”, en palabras de Alexandre Astruc, aprendiz de cineasta, que informó del caso al diario Combat. Al jurado, sin embargo, sólo le llevó veinte minutos fallar el veredicto. “C’est un honneur”, fue el único comentario de Brasilach al conocer la sentencia de muerte, después de que algunos de quienes lo respaldaban hubiesen protestado en su favor a voz en cuello. 

Mauriac decidió hacer cuanto estuviese en sus manos por salvar la vida de Brasilach. Mientras tanto, se presentó una petición de clemencia. La firmaron algunos resistentes auténticos, muchos neutrales y una serie de escritores y artistas que habían caído ya en desgracia. Otros, como Jean Cocteau, se adhirieron convencidos de que se estaba convirtiendo a los escritores en chivos expiatorios de otros colaboracionistas de relieve, en especial industriales que, según se alegaba, habían asesinado a un número mucho mayor de personas al ayudar a la maquinaria bélica alemana. 

Pero la petición de clemencia atormentó muchas conciencias, y la de Camus fue en este sentido la peor parada. Cierto número de escritores temía que su firma pudiese dar a entender que condonaban lo que había hecho Brasilach. 

Al mediodía del 3 de febrero de 1945, De Gaulle recibió a Francoise Mauriac en la calle Sain-Dominique con gran cortesía, aunque, tal como pudo observar, ése no era un indicio fiable de lo que pensaba el general. Isorni pudo hacerse una idea mucho más clara aquella noche en la residencia privada que ocupaba De Gaulle en el Bois de Boulgne, adonde lo llevaron en coche oficial tras atravesar una serie de barreras sometidas a una intensa vigilancia. A pesar de todos sus argumentos, el general decidió rechazar la apelación. 

Isorni tenía la impresión de que el dirigente del gobierno provisional no quería que los comunistas lo motejasen de benévolo. Por otra parte, hay una frase en las memorias de Palewski que dice mucho acerca de su influencia: “En lo personal, me arrepiento de no haber insistido en que se concediese un indulto a Brasillach. 


El escritor fue ajusticiado el 6 de febrero. Ese día se cumplía el undécimo aniversario de los disturbios de la derecha y el intento de asaltar la Asamblea Nacional a través del puente de la Concordia, acontecimiento que desembocó, dos años más tarde, en el gobierno del Frente Popular. El 20 de abril de 1945, mientras el Ejército Rojo se abría camino hacia el centro de Berlin, se trasladó al cementerio de Père-Lachaise el féretro de Brasillach. 

Fuente: París después de la liberación: 1944-1949 -  Antony Beevor












Bajo el signo de la esvástica - Manuel Chaves Nogales





Todavía en las trincheras

Entraba en Alemania por la frontera del Sarre y Francia tiene la puerilidad de no haber puesto allí su aduana, acaso pensando que así, sin solución de continuidad, el Sarre iría acostumbrándose a la idea de ser francés. Pero precisamente por eso, acaso porque no hay señales claras y terminantes de que unías acabe y otro empiece la continuidad de unos hombres que creen ser franceses y otros que creen ser alemanes han forjado una línea divisoria abisal, espantosa, inhumana. No creo que en ninguna parte del mundo haya una división tan hondamente marcada entre unos hombres y otros como la que se advierte en los veintiocho kilómetros de carretera que separa Saint Avoid de Forbach; Francia de Alemania. Cada cual en su trinchera y las dos inexpugnables. Como hace quince años. 

El camisa parda, descamisado

Colocado el territorio del Sarre bajo el control de la Sociedad de Naciones, en virtud del Tratado de Versalles y gobernado por un consejo formado por un delegado francés, otro nativo del país y tres extranjeros, se ha desarrollado allí un furioso nacionalismo alemán, como reacción contra el intento francés de desgermanización. No necesitamos esperar al plebiscito que, cándidamente, proyectaron los franceses para 1935, si queremos saber cuál es la voluntad de los ochocientos mil habitantes del Sarre. Basta entrar por Saarbrücken, recorrer dos calles, meterse en una cervecería. Más furiosos nacionalistas que los del Sarre no creo que los haya en toda Alemania. 

- ¿Y los nazis? ¿Aquí, donde el nacionalismo está tan en carne viva, habrá muchos nazis? -he preguntado.

- No; Francia no los consiente. Pero a falta de nazis, aparatosos, con camisas pardas y atalajes guerreros, nos contentamos con sencillos y descamisados deportistas.

- ¿Deportistas?

- Sí; un nazi, cuando se quieta la camisa parda, se convierte en un joven deportista y una patrulla de nazis puede parecer muy bien un equipo de fútbol o un grupo de montañeros. Tenga usted en cuenta que lo característico del nazi, lo que le distingue de todos los demás militantes políticos, es que el nazi no tiene barriga; es un hombre joven, fuerte, sano, que practica el deporte y que haya ahora ha comido poco.

De momento sólo se trata de deportistas descamisados. Así, pues, los primeros camisa parda que he visto, no la llevaban. Algún día se la pondrán, sin embargo, y pasarán la frontera. Ese día mis oraciones y mis pensamientos, todos, serán para un pobre gendarme catalán -de Perpiñán, precisamente- que allá en el confín del Sarre representa dignamente a Francia sentado  a la puerta de una barraquita, que dice: “Douane Francaise”. 

El Schupo y el Nazi

Desde la ventana de mi cuarto de hotel estoy hace ya largo rato viendo pasear con aire solemne, calle arriba, calle abajo, a un imponente schupo, con su guerrera bien entallada y su casco puntiagudo. A su costado, guardando cuidadosamente la distancia, va un nazi de altas botas claveteadas, camisa parda y pistola al cinto. Paso a paso, sin cambiar palabra, el schupo y su sombra parda llegan por el centro del arroyo hasta el límite de la demarcación, giran lentos y ceremoniosos y vuelven a recorrer la calle. Así una vez y otra durante todas las horas de servicio. ¿Qué hacen juntos el policía y el nazi? Nosotros, españoles, es difícil que lo comprendamos. El schupo es el guardia y todo el mundo sabe qué es lo que tiene que hacer un guardia. ¿Pero y el otro? ¡Ah, el otro! El otro responde a un problema nuevo, un problema que se planteó Hitler antes de tomar el Poder y que ha resuelto con la aparición de este doble del schupo. ¿Quién guarda a los guardias?

Imaginemos que el 14 de abril, cuando los republicanos españoles entraron en Gobernación y unas docenas de ellos dijeron que se habían puesto a gobernar se hubiesen planteado este problema que Hitler ha visto con tanta lucidez y no contentos con que los guardias hubiesen hecho acto de acatamiento a la República a cada guardia le hubiesen puesto un guardián: un joven republicano sin trabajo; uno de aquellos voluntarios del brazal rojo, que nosotros utilizamos sólo durante unas semanas para que guardasen los árboles de la Casa de Campo, y que después licenciamos por superfluos, diciéndoles: “Gracias por vuestro auxilio, camaradas; id ahora a seguir vuestro destino de obreros parados, de mendigos, de pistoleros, o de albiñanistas, si os place”. 

Porque si el nazi es nazi más nazi es el schupo. Basta pensar que esta duplicidad no puede ser definitiva y que a la larga será schupo en propiedad el más nazi de los dos. ¿Está claro?
Ahora bien, ¿quién tiene razón? ¿Hitler? ¿Los republicanos españoles?

¡Jude! ¡Jude!

Esto salta a la vista. Frente a cada comercio marcado con la palabra infamante ¡Jude! -he llegado a Alemania pocos días después del boicot- hay una tiendecita pobre, con menos luz en el escaparate, los géneros un poco desteñidos y los precios un poco más altos. Esta tiendecita que no vende es de un ario puro, raza noble de héroes que, por lo visto, no saben comprar y vender. 

Antes, el ario puro, convencido de su incapacidad para este menester, dejaba libre al judío el campo del comercio y se iba a arar la tierra o a barrer las calles a sueldo, metido en un impresionante uniforme. Pero cada vez hay menos uniformes de barrendero municipal y menos tierras que labrar y el ario puro, cuando se pone a hacer la competencia al judío con su pobre tiendecita cubierta de polvo y visitada sólo por las moscas, está perdido. Hitler ha venido a resolver a favor de este ario puro el problema de la competencia comercial, que él, por sí solo, era incapaz de salvar. Hitler ha dado al ario puro que no vende un talismán maravilloso para que su tiendecita se llene de clientes capaces de cargar con géneros manidos. Este talismán es la cruz gamada, la svástica de los arios.

¿Puede dudar alguien de que todo hombre que tiene una tiendecita en Alemania y no es judío adora a Hitler?

Los maestros de artes y oficios

El Gasthof alemán es una entidad sin par en España. Viene a ser como la vieja hospedería española, nuestro desaparecido hostal, entre fonda y posada; taberna y casino al mismo tiempo. Lo más importante del Gasthof es que la vida de relación, la política y la sociología de las pequeñas ciudades alemanas se hace tradicionalmente en su ámbito, como en otro tiempo fueron en España las tertulias de las rebatidas las que forjaban eso que llamamos opinión. Tiene el Gasthof alemán más ambiente casero y familiar que nuestro café y más dignidad que nuestra taberna. Viejos y grandes muebles de ricas maderas; un gato arisco o un perro grande y quieto; un reloj tic tac; un buen fuego, y un acertado punto para la presión y la temperatura de la cerveza. 

Los hombres del Gasthof, todos, absolutamente todos, están hoy con Adolf Hitler. Han llegado a esta conclusión después de un largo proceso, pero hoy su resolución es definitiva. Sería estúpido equivocarse. No hay más que Adolf Hitler. Antes de que los hombres del Gasthof se decidieran por él, pudo Hitler tener recientas mil camisas pardas y pudo haber en Alemania -como indudablemente ha habido- trescientos agitadores del tipo de Hitler. Nada tendría importancia. Lo que la ha tenido decisiva para los destinos del pueblo alemán y del Mundo es que estos hombres del Gasthof, estos maestros de artes y oficios de las pequeñas ciudades alemanas, hayan llegado a la conclusión de que hay que jugar la carta de Hitler. La jugarán a todo evento. Tengo la convicción de que ya hoy no esperan más que el momento en que Hitler les mande la papeleta de movilización. 

En Kaiserlautern yo he visto a estos graves hombres -hombres que han hecho la guerra ellos mismos- precipitarse con el brazo levantado hacia las ventanas del Gasthof porque en el silencio de la noche avanzaba un cortejo de nazis, que tras las llamaradas de sus antorchas y el redoble de sus tambores arrastraban a una masa de adolescentes, niños casi, que iban marcando el paso con las mandíbulas apretadas y los ojos encendidos.

-¿Adónde van estos hombres? ¿Qué va a hacer Alemania?- he preguntado

- La guerra; Alemania va a hacer la guerra- me han contestado unánimemente. 

(Ahora, Madrid, 14-5-1933)

Antes de tres años otra vez la guerra

¿Qué por qué este juicio temerario de que Alemania hará la guerra? ¿Qué por qué va a surgir la guerra antes de tres años?

Como no tiene ningún valor el hecho de que un periodista crea que va a producirse una guerra ni tiene importancia alguna el que este periodista se dedique a sensacionales profecías, no he considerado demasiado imprudente estampar estas impresionantes afirmaciones, que espero tengan la virtud de despertar la atención del público español hacia un estado de conciencia que indiscutiblemente existe hoy en toda Europa y cuya expresión gráfica, terminante, son estas dos terribles conclusiones: guerra; antes de tres años. 

Cómo piensa el alemán medio

A los quince días de estar en Alemania se oye hablar así y no se escandaliza uno:

- Queremos armarnos porque es el único modo de defender nuestro territorio nacional y nuestra independencia. Nuestro destino histórico es la Gran Alemania, el Imperio. No renunciamos, ni hemos renunciado nunca, a un solo alemán de Alsacia, Lorena, Polonia, Austria o Checoslovaquia. Reconquistaremos los territorios perdidos en 1918, incluso contra la voluntad de sus habitantes si la independencia de la patria alemana y las necesidades de su poder político lo reclamasen. Es más; no tenemos por qué poner nuestras aspiraciones el límite de las fronteras de 1914.

- Todo esto no se puede intentar más que por la guerra.

- Desde que Hitler ha subido al Poder, todas las energías espirituales de la nación se aplican a preparar la guerra de mañana. El pueblo alemán ha llegado al convencimiento de que la misión providencial que le está reservada no se puede cumplir más que con la espada en la mano; forjar esa espada es la única tarea del nacionalsocialismo en la política interior; proteger ese trabajo será toda nuestra política exterior. 

- Inglaterra ha de ser tarde o temprano nuestro asidero en el Mundo. Hitler ha predicado toda su vida que el gran error de Hohenzollern fue colocar a Alemania frente a Inglaterra. De aquí en adelante nuestra política exterior será anglófila. La expansión territorial alemana por el este no puede despertar recelos en Inglaterra, sino al contrario; será vista con simpatía, porque vamos a ser la fuerza de choque de Europa contra el bolchevismo. 

- Si Francia, país de escasa natalidad, continua teniendo en sus manos la hegemonía de Europa, terminará por convertir a Occidente, desde el Rhin hasta el Níger, en una gran imperio negro o mestizo. Su pobreza de sangre le obliga a tener que pedirla prestada a sus coloniales. Como se ve obligada a tener un ejército negro, tendrá que tener un arte negro y una política negra y una ciencia negra. Pero Alemania salvará Europa. Esta es nuestra misión providencial. Para cumplir este destino histórico pelearemos. Tarde o temprano, el Mundo se volverá contra Francia. 

La primera derrota

Pero Alemania ha sufrido precisamente en estos días su primera derrota. Para iniciar su política de acercamiento a Inglaterra, Hitler había enviado a Londres a uno de los doctrinarios del nacionalsocialismo, Rosenberg, quien había comenzado a sondear la opinión de las principales figuras de la política británica. Pero en la vieja Inglaterra hay unos tipos insobornables, con lo que no cuenta el ciudadano alemán medio.

Rosenberg comenzó a adorar el santo por la peana, y se fue a colocar solemnemente una corona con la cruz gamada en el cenotafio de White Hall. A la mañana siguiente la corona del nazi no estaba allí. Un capitán del Ejército británico la había arrojado al Támesis y la había sustituido por otra cuya inscripción rezaba: “Han combatido por la Libertad. Dios guarde al rey”. Acto seguido se denunció a las autoridades. 

Los nazis no desesperarán, sin embargo. Hitler, que tantas cosas ha tomado prestadas al comunismo, conoce bien la táctica leninista de “un paso atrás, dos adelante” -lo que llaman realismo genial de Lenin-, y volverá al ataque cuando las circunstancias sean más favorables. De momento el clamor universal contra el despertar del imperialismo germánico y las extorsiones hechas a los judíos han puesto a la opinión frente al nacionalsocialismo, y hay que ser prudentes. Días atrás, el bizarro Hitler proclamaba en Kiel: “No queremos guerra ni efusión de sangre; queremos solo el derecho a vivir y ser libres”. 

(Ahora. Madrid, 16-5-1933)
¿Cuántos soldados tiene Alemania?

Quiéranlo o no el Tratado de Versalles y la Sociedad de Naciones, Alemania no tiene cien mil soldados, ni doscientos mil, ni un millón: tiene sesenta millones de soldados.

La pistola que lleva el nazi es española; quizá de Éibar. 

(Ahora. Madrid, 17-5-1933)

Una visita a un campamento de trabajadores voluntarios

El Ministerio de Trabajo, regido por Seldte, está todavía en poder de los cascos de acero; y digo todavía, porque tengo la impresión de que estos infelices cascos de acero no tardarán en desalojarlos de aquí, como de todas partes, los arrolladores nazis, dispuestos a tomar el Poder de modo tan absoluto que no quede un resquicio de la administración alemana al que no llegue su ojo avizor. 

Viéndolos remover el terreno, no puedo resistir la sugestión de que estos hombres están aquí adiestrándose para hacer la guerra. Efectivamente todos los trabajos que hacen los obreros voluntarios son útiles para un ejército en operaciones. 

El alemán tiene que trabajar siempre. Tener trabajo es ser hombre. 

En España, estos muchachos, antes de meterse en este cuartel, se convertirían en mendigos o pondrían bombas. 

Eso que en Alemania se llama discretamente gimnasia no es más que la instrucción militar que se da a los reclutas, pura y simple. A la distancia de trescientos metros podía verse perfectamente el movimiento rígido de los reclutas y su marcha acompasada; se oía claro y distinto el silbato de los suboficiales y el desgarrón de las voces de mando. Esto era todo. No les parecía oportuno que hiciésemos fotos. 

En contra de todo lo que por táctica digan los partidos democráticos y marxistas, la verdad es que el proletariado alemán se ha puesto unánimemente al lado de Hitler. En Alemania no hay más que nacionalsocialismo. La eliminación de todas las demás fuerzas políticas y sociales ha sido absoluta y fulminante, merced, de una parte, a la eficacia indiscutible de un instrumento de acción tan contundente como las tropas de asalto, y de otra, a las esperanzas que el nacionalsocialismo, por su raíz demagógica y sus afirmaciones socializantes, ha hecho concebir a los obreros. 

Hitler, para combatir el socialismo, ha vacunado con virus socialista la burguesía alemana. 

Hitler ha mantenido hasta ahora sus postulados revolucionarios en materia social. 

Hoy, el triunfo de Hitler es absoluto. La fiesta del Primero de Mayo en el campo de Tempelhof fue apoteósica: trescientas mil almas le aclamaron delirantes. Al día siguiente, Hitler se incautaba de los sindicatos. Los líderes obreristas que iban a pactar su sumisión eran enviados a la cárcel, y las masas que hasta hace poco les habían seguido acataban sin discusión las órdenes del Führer.

Ante quinientos representantes de los sindicatos, reunidos en la Casa de los Señores, Hitler ha declarado constituido el frente obrero de la revolución nacionalsocialista y se ha proclamado protector. 

“Vamos -ha dicho- a restablecer las relaciones patriarcales entre patronos y obreros.”
Y se acabó el marxismo.

(Ahora. Madrid 18-5-1933)

La conquista de la juventud

El niño nazi

Ya no habrá en Alemania más que niños nazis. A los alemanes que Hitler ha cogido de adultos y barbados no ha habido más remedio que molestarse en convertirlos al nacionalsocialismo, y a los que eran incapaces de la conversión, el Führer ha tenido que tomarse el trabajo de extirparlos -es su expresión favorita-; pero con los que nazcan de aquí en adelante no está dispuesto a tomarse esos penosos trabajos. Nacerán ya como convenga.

A partir de ahora, el niño alemán vendrá al Mundo con el convencimiento indestructible de que es un niño privilegiado que pertenece a la mejor raza de la tierra; antes que a enderezarse sobre sus extremidades abdominales y a salir marcando el paso de oca, habrá aprendido que es miembro de un Estado totalitario que tiene una misión providencial que cumplir; estará convencido de que no todos los hombres son iguales ni todos los pueblos tienen los mismos derechos, y sentirá gravitar sobre sus hombros todo el peso de la herencia del heroísmo de los hermanos; considerados subversivos los conceptos de Paz, Libertad y Humanidad.

Los grandes almacenes están llenos de juguetes nacionalsocialistas; todos los juegos infantiles en boga tienen un sentido nazi, y lo mismo ocurre con los deportes. Las chaquetillas bávaras, las insignias, los uniformes, las banderas, las armas, las estampas, todo lleva al chico hacia el nacionalsocialismo. 

Es la misma táctica del partido comunista. Cuando en los primeros tiempos del bolchevismo las doctrinas soviéticas fracasaban y el régimen estaba a punto de perecer, Lenin seguía imperturbable, consagrando sus mayores esfuerzos a la propaganda infantil, y afirmaba: “Por mal que vaya todo, si me dejan a los chicos en mis manos durante unos años, no habrá nada después que derribe el régimen soviético”. 

Si durante los años que tuvo el poder en sus manos Primo de Rivera se hubiese dedicado como Lenin, Mussolini e Hitler a la corrupción de menores con fines políticos, no hubiese sido tan fácil la tarea de implantar un régimen democrático en España. 

(Ahora. Madrid, 23-5-1933)

¿Por qué son nazis las mujeres?

A la cocina

Uno de los más fuertes apoyos de Hitler son las mujeres, a las que precisamente Hitler ha metido en la cocina de un manotazo. “Se acabaron los derechos políticos de las mujeres -dijo el Führer-; no tienen nada que hacer en política; el nacionalsocialismo donde necesita a las mujeres es en el fogón o criando a los hijos”. Y apenas había dicho esto, las mujeres, en las primeras elecciones que hubo, se fueron como corderitas a votar a Hitler. Ellas han sido las que le han dado su gran triunfo electoral. 

En cualquier parte, esta desconsiderada actitud del Führer para con las mujeres bastaría para que se alzase un clamor universal de condenación. “¡Qué bárbaro!” -diría la gente-. Pero aquí, en España, tengo el temor de que al contrario estoy haciendo, sin quererlo, muchos prosélitos para el hitlerismo. Y no es lo malo que estos prosélitos salgan de entre los filofascistas españoles, sino que van a salir también de entre los más puros demócratas y los más fervorosos republicanos, porque si alguien tiene una dolorosa experiencia y un justificado temor acerca de la intervención de la mujer en la política deben ser, precisamente, los republicanos españoles. Todavía no se han tocado todas las consecuencias del lío que ha armado Clarita Campoamor con esto del voto femenino. Sin que esto quiera decir que deban alegrarse las derechas y los monárquicos. ¡Quién sabe si, al final, van a ser los que más deploran la intervención de las mujeres españolas en la política!

Nada menos que el fogón

Piensen que todas las andanzas sociales y políticas de la mujer alemana tienen esta única y exclusiva causa: que no había fogones, que no había hogares, que no había casas, que no había hombres. Cuando esto ocurre en un país con la intensidad con que había venido sucediendo en Alemania a partir del armisticio, se plantea una serie de problemas sociales a base del feminismo verdaderamente pavorosos. Las mujeres, a las que la crisis ha echado a la calle, tienen que patear y luchar a brazo partido con los hombres en medio del arroyo. Las pobres, en esta lucha, llevan la peor parte, naturalmente, y si de pronto aparece un guardia que dice autoritariamente: “¡Basta; a la cocina!”, la mujer se va muy contenta, porque supone que, efectivamente, hay una cocina a la cual se puede ir a cocinar. 

(Ahora. Madrid, 24-5-1933)

La vida cotidiana; usos y costumbres

No he visto a nadie descalzo en toda Alemania. 

A pesar de la fecundidad germana, el número de natalicios había decrecido considerablemente… los matrimonios iban también en baja: en 1932 hubo tres mil menos que en 1931.

Por todo esto, Hitler ahora, y antes von Papen, se propusieron moralizar las costumbres a golpe de decreto. Se ha organizado una verdadera persecución de la propaganda anticonceptiva; se han cerrado todos los cabarets perniciosos, y se ha llegado incluso a la supresión de aquellos tangos que por la letra o por su cadencia pueden contribuir a la relajación de las costumbres; en cambio, se está provocando artificialmente la resurrección del vals. Los que quieren oír música de negros tienen que buscar en sus aparatos radiorreceptores las  ondas de París o de Londres. Es exactamente lo mismo que hacen los bolcheviques. Sólo en Moscú he visto un celo moralizador equivalente. 

A los nazis no les divierten demasiado los desnudistas. El desnudista suele ser un tipo que cae en una órbita de preocupaciones nada gratas al histerismo; es una línea ideológica que va del naturismo al internacionalismo y el pacifismo; el hombre que prescinde de la ropa suele tener algo de socialista, pacifista, vegetariano y, acaso, esperantista. No, no; los nazis no están para monsergas de este tipo; para ser revolucionarios no hay que quitarse tanta ropa; basta con prescindir de la chaqueta y quedarse con camisa parda. Creo, pues, que terminarán dando la batalla a los millares de desnudistas que hoy pueblan gozosos los bosques de Alemania. Y va a ser un conflicto; porque de todas las libertades que los nazis puedan inculcar, acaso la que más sientan perder los alemanes sea ésta de poder quedarse en cueros vivos cuando se les antoja. 

Empiezan a subir los precios. Los nazis sostienen que estas subidas son artificiales y están provocadas por los explotadores del pueblo. En Munich han sido detenidos recientemente doscientos comerciantes, a los que se les han cerrado las tiendas y se les ha colgado este letrero: “Cerrado por precios ilícitos. El dueño de esta tienda está en el campo de concentración de prisioneros de Dachau”. 

Hemos venido -ha dicho Hitler-, porque desde el armisticio habían tenido que suicidarse doscientos veinticuatro mil novecientos alemanes.

(Ahora. Madrid, 25-5-1933)


Reivindicación

Vamos nada menos que a reivindicar a los Reyes Católicos. Cuando les molestaron los judíos, no se anduvieron en contemplaciones y los expulsaron. Con el decreto de expulsión de los judíos, España sufrió un grave quebranto; pero la catolicidad de sus reyes exigía  esa amputación dolorosa. Ahora bien; si los Reyes Católicos, en vez de católicos hubiesen sido arios, y en vez de la cruz hubiesen llevado en su pendón la svástica, habrían encontrado un arbitrio menos heroico y más beneficioso que sólo su catolicidad les vedaba. No los habrían expulsado, no. La expulsión ocasionaba un daño demasiado grave a la economía general del país. Hubiesen hecho algo más sencillo; no los hubiesen dejado vivir y no los hubiese dejado marcharse. La barbarie medieval no permitió entonces el alumbramiento de esta fórmula genial del racismo, que estaba reservada a la mayor gloria del siglo XX. 

Los que querían venir a España

Durante todo el mes de abril nuestro Consulado en Berlín estuvo sitiado por millares de judíos que querían venir a vivir a España. Se había difundido el rumor de que necesitábamos judíos. Un periódico alemán publicó incluso la noticia de que el Gobierno español necesitaba trescientos mil judíos, a los que pagaría el viaje -en segunda clase- y los gastos de hospedaje durante dos meses, a más de facilitarle los medios para que montasen fábricas e industrias en nuestro territorio. 

Acudieron como moscas. Nuestro cónsul, asediado por aquella muchedumbre de desesperados, que veían el cielo abierto, no sabía cómo quitárselos de encima. A la puerta del Consulado tuvo que fijar un aviso que decía: “Emigrantes: leed. Todos los rumores que han circulado sobre las supuestas facilidades o preferencias del Gobierno Español para establecerse en España y sobre concesiones de terrenos para su colonización, así como sobre viajes gratuitos y demás ventajas, son completamente fantásticos En España hay también falta de trabajo, y se dejan sentir, como en todo el mundo, los efectos de la crisis”. 

Se presentaron muchos casos curiosos. Hombres de negocios que proyectaban instalar formidables hoteles en Palma de Mallorca; dueños de establecimientos de modas que querían trasladar sus negocios a Barcelona; una gran empresa dedicada a la fabricación de óptica de precisión que quería montar su industria en Madrid, y así varias docenas. Hubo también algunos que, con esa suavidad de modales del judío, planteaban en seguida el problema de la exportación clandestina de capitales; como cosa hacedera y dentro perfectamente de la moral al uso, pretendían que los representantes oficiales de España les ayudasen a sacar el dinero de Alemania burlando las restricciones de Hitler. 

(Ahora. Madrid, 26-5-1933)

Lo cierto es que un día no lejano Alemania se vestirá de luto por su glorioso mariscal. Ese día, lo más lógico es que el canciller Hitler sea proclamado regente el Imperio. Y ya está.