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Orwell y la leyenda rosa del POUM y Cataluña - Federico Jiménez Losantos



Orwell y la leyenda rosa del POUM y Cataluña

Federico Jiménez Losantos

¿Quién puede dudar, se preguntará el lector, del testimonio veraz y de la buena fe del fabuloso escritor que en 1984 y Rebelión en la granja hizo, pocos años después del Homenaje, los mejores alegatos contra la tiranía estalinista?

La respuesta es muy sencilla: cualquiera que, aparcando la admiración que merece su obra posterior, se ponga a leer hoy el libro del brigadista Orwell. 

Al margen de las descripciones del frente, que sin llegar al nivel de Adiós a todo eso, del también inglés y amigo de España Robert Graves, son literariamente valiosas, lo mejor es citar lo que Orwell escribe de política en el capítulo V; aunque en alguna edición aparece como apéndice:

Sabía que había una guerra, pero no tenía idea de qué tipo de guerra era. Si me hubiesen preguntado por qué me habría alistado en la milicia, habría respondido: “Para combatir al fascismo”, y si me hubieran preguntado por qué luchaba, habría respondido: “Por la honradez más elemental”. Había aceptado la versión del News Chronicle y del New Statesman de que era una guerra para defender la civilización contra un descabellado levantamiento de una caterva de coroneles reaccionarios a sueldo de Hitler. 

Bien está que Orwell reconozca que no sabía nada de esa guerra, pero, entonces, ¿por qué se alistó? ¿Para conservar la suscripción de la prensa roja? ¿Para jugar a la ruleta rusa con la cabeza de algún español? ¿O por el placer leninista de matar a los demás, seguro de hacer el bien, incluso al que matas? Yo creo que por esto último: porque era comunista.

Y como lo era, disfrutó horrores con las peculiaridades españolas, en las que hoza como uno de sus cerditos felices de Rebelión en la granja: 

El ambiente revolucionario de Barcelona me atrajo muchísimo, pero no traté de comprenderlo (…). Sabía que estaba sirviendo en algo llamado POUM (si me alisté en su milicia y no en cualquier otra fue solo porque llegué a Barcelona con los papeles del ILP, Independent Labour Party, escisión de izquierdas del Laborismo; desde 1931, afiliado al Centro Marxista Revolucionario Internacional, cercano al troskismo. N.del A.), pero no reparé en que había enormes diferencias entre los partidos políticos. 

Por supuesto que algo sabía. Por ejemplo, le encantaba que todos fueran vestidos o más bien disfrazados de proletarios, aunque había algo que le chirriaba y no acababa de entender. Era bien fácil: lo hacían por el terror rojo que reinaba en Barcelona, como en Madrid y demás foros de la civilización que Orwell dice que venía a defender. Y es falso: venía a implantar el comunismo, y seguía las consignas del antifascista del Kremlin, contra las que tronaba Trotski, que era la momia de Lenin bramando en el exilio. 

Por cierto, todo el análisis político del Homenaje de Orwell está calcado del de Trotski. Basta ver la excelente antología La Revolución española. 1930-1939 (Biblioteca de la República, Ed. Diario Público, 2011) con el sectario pero notable estudio previo de Juan Ignacio Ramos. Lo único que diferencia al Orwell que decía haber entendido lo que pasaba en España de aquel Lenin redivivo o redimuerto que era Trotski en los años treinta, son los feroces insultos que, al típico modo de Lenin, lanza contra todos los partidos de izquierda. Las pobres víctimas de Paracuellos, muy poco trotskistas, nunca supieron que las asesinaba “la burguesía representada por sus lacayos los dirigentes estalinistas, anarquistas y socialistas”. ¿Y el POUM? También era un agente de la burguesía. A pocos insultó Trotski tan salvajemente como a Nin, al que Stalin mandó matar… por trotskista. 

Pero esta es la versión canónica del trotskista sonámbulo Orwell, luego universalmente aceptada, sobre lo que pasó en España:

Cuando Franco trató de derrocar a un gobierno moderado de izquierdas, el pueblo español, contra todo pronóstico, se levantó en armas contra él (…). Pero había muchos detalles que casi todos pasaron por alto. Para empezar, Franco no era estrictamente comparable a Hitler o Mussolini. Su alzamiento era un motín militar apoyado en la aristocracia y la iglesia, y, sobre todo al principio, era una intentona no tanto de imponer el fascismo como de restaurar el feudalismo. Eso significaba que Franco tenía contra él no solo a las clases trabajadoras, sino también a una parte de la burguesía liberal, justo quienes apoyan al fascismo en su versión más moderna.

He aquí al típico comunista inglés enarbolando la Leyenda Negra como si de Enrique VIII se tratara. España es, desde finales del siglo XV, el país menos feudal del mundo. Incluso en la Edad Media, la Reconquista hizo de Castilla una “tierra de hombres libres”, y como todos los reinos cristianos, sus repoblaciones se hicieron mediante fueros o cartas pueblas que garantizaban unos derechos cívicos sin parangón en Europa. El primer Parlamento del mundo fue el de León. Nunca ha tenido España, desde la Constitución de 1812, Cámara de los Lores. ¿Para qué iban a querer “restaurar el feudalismo” los que se alzaron, con muy pocas posibilidades de ganar, contra el gobierno del Frente Popular?

Que el gobierno del Frente Popular no era “moderado de izquierdas” lo prueban sus actos desde 1936, que de hecho empezaron en el golpe contra la República de 1934. La definición del fascismo de Orwell es la misma de Trotski… y de Stalin. Y que Franco tuvo a su lado a tantos trabajadores como la República quedó probado, a lo largo de la guerra, con los que huían de un frente al otro: los que escapaban del terror rojo eran católicos y gente corriente que no votaba a los partidos del otro bando. Tan poco feudales como los rojos. ¿O es que para Orwell la libertad de conciencia es un signo de feudalismo? 

Pero si Franco “no era comparable a Hitler y Mussolini”, ¿qué hacía Orwell luchando contra ese fascismo que Franco no acaudillaba? Lo cierto es que Orwell vino a España a matar a gente que no conocía atribuyéndole ideas que no tenía, como Dzerhinski en Rusia o el Che en Cuba:

Cuando me alisté en la milicia me prometí matar a un fascista -al fin y al cabo, si cada no de nosotros mataba a uno, no tardaríamos en acabar con ellos-, y no lo había conseguido porque no había tenido ocasión de hacerlo. Y, por supuesto, quería ir a Madrid. Todo el mundo quería ir a Madrid. Eso significaba pasarme a las Brigadas Internacionales, pues el POUM tenía muy pocas tropas allí y los anarquistas, muchas menos que antes. 

El turismo revolucionario siempre ha tenido un público entusiasta, pero las tragaderas de los excomunistas con los excamaradas son dignas de Gargantúa. Pío Moa, sabueso implacable en la búsqueda de embustes y contradicciones en los diarios de los protagonistas de la época, que destapó en Los personajes de la República vistos por ellos mismos, dice:

Orwell no alude, seguramente no pudo percibirlo, al terror organizado por las izquierdas contra los vencidos de julio del 36, pero sí vio, ya en diciembre, cómo las tiendas, en su mayoría, estaban vacías (Moa, 2000).

Pero claro que pudo percibirlo. El que no quiere percibirlo es Moa, que, a cambio de esa ceguera momentánea, nos da una cifra interesante: el boicot de la izquierda inglesa a Homenaje a Cataluña fue tan feroz que en diez años vendió 600 ejemplares. Lástima que fueran todos a historiadores, porque nunca tan pocos ejemplares tuvieron tanto y tan desafortunado eco. Todas las bibliografías sobre la guerra de autores no comunistas incluyen a Gerald Brennan y al Orwell de Homenaje a Cataluña como base creíble de datos, porque, a diferencia de Hemingway, estaba allí. 

Ya me he referido a la desagradable impresión que tiene el lector español que no se identifique con la Leyenda Negra anglosajona sobre nuestro país al ver las valoraciones que de España y sus costumbres hacen personajes que, como Orwell, han visto tres ciudades, un río, cuatro piedras y varios camareros. Taxistas, limpiabotas y servicio de habitaciones suelen ser las amplias bases antropológicas -sobre ese decorado de tres calles, un castillo y en el caso de Orwell, los barrancos en las cercanías de Huesca- para valorar la forma íntima de ser un pueblo tan sencillo para el turista y tan complejo para nosotros mismos como el español. Pero esta frívola superficialidad, levemente racista, le viene muy bien al marxista clásico, porque le permite aplicar, sobre un telón pintoresco, entre Carmen y Washington Irving la plantilla de la lucha de clases. Así hacen, de creer las solapas de sus libros, “un análisis apasionado pero fidedigno, desde fuera y desde dentro, de la vida española en los días terribles de la Guerra Civil”.

Pero Orwell ve esto:

Los campesinos confiscaron las tierras, muchas fábricas y la mayoría de los medios de transporte acabaron en manos de los sindicatos: se saquearon las iglesias y se expulsó o asesinó a los curas. El Daily Mail, entre los vítores del clero católico, pudo presentar a Franco como un patriota que defendía a su país de las hordas de los “rojos”. 

“Confiscar” y “acabar en manos de” son los eufemismos habituales de los comunistas para “robar”, de la finca al huerto y del camión al coche, luego utilizados para presumir y “pasear”, o sea, asesinar a los ya robados. Pero a Orwell, que no es un malvado como Koltsov, le molesta disimular lo políticamente inconveniente:

Algunos de los periódicos antifascistas extranjeros incluso se rebajaron a publicar la mentira piadosa de que las iglesias solo habían sido atacadas cuando se utilizaban como fortalezas fascistas. Lo cierto es que las iglesias se saquearon en todas partes porque todo el mundo daba por sentado que la Iglesia española formaba parte de la engañifa capitalista. En los seis meses que pasé en España solo vi dos iglesias intactas, y excepto un par de iglesias protestantes en Madrid, hasta julio de 1937 no se permitió que ninguna iglesia abriera sus puertas y celebrase misa.

Y si habían quemado todas las iglesias y matado a todos los curas, como fielmente consigna Orwell, ¿no pensó que también habrían asesinado a los sacristanes, campaneros, monjas, frailes y cuantos iban a misa? “Todo el mundo daba por sentado que la Iglesia española formaba parte de la engañifa capitalista”, dice Orwell, y se queda tan fresco. ¿Quién es “todo el mundo”? Pues lo que los leninistas llaman “el pueblo”, para declarar a los que no lo son “enemigos del pueblo”, es decir, materia asesinable. Basta rebautizarlo para rematar a cualquiera en nombre de la historia. 

¿Y no vio Orwell las celdas de tortura y muerte para los enemigos políticos cuando fue en busca de Bob Smillie, secuestrado por los estalinistas del PSUC-NKVD? Pues claro que las vio. La descripción es implacable:

Aquel que veía las improvisadas cárceles españolas, utilizadas para los presos políticos, comprendía qué pocas probabilidades había de que un hombre enfermo recibiera en ella atención adecuada. Estas cárceles solo podrían describirse como mazmorras; en Inglaterra habría que retroceder al siglo dieciocho para encontrar algo comparable. Los prisioneros estaban amontonados en pequeñas habitaciones donde casi no había espacio para echarse, y a menudo se les tenía en sótanos y otros lugares oscuros. No se trataba de condiciones transitorias, pues algunos detenidos vivieron cuatro o cinco meses casi sin ver la luz del día. Se los alimentaba con una dieta repugnante e insuficiente, que consistía en dos platos de sopa y dos trozos de pan diarios (algunos meses más tarde, la comida parece haber mejorado algo). No hay exageración en esto: cualquier sospechoso político que haya estado encarcelado en España podrá confirmar lo que digo. 

¿Y no sabía Orwell quiénes eran los secuestradores y carceleros que metían a los presos políticos en esos agujeros inmundos, cuyas condiciones de hacinamiento tampoco encontrábamos en España desde el siglo XVIII? Pues claro que lo sabía:

Al principio, la Generalidad catalana se vio reemplazada por un comité de defensa antifascista, integrado principalmente por delegados sindicales. Luego el comité de defensa se disolvió y la Generalidad se reconstituyó para representar  a los sindicatos y a los diversos partidos de izquierda. 

Y a pie de página especifica:

El Comité Central de Milicias Antifascistas, cuyos delegados se elegían en proporción a los miembros de sus organizaciones. Nueve delegados representaban a los sindicatos, tres a partidos liberales y dos a los diversos partidos marxistas (el POUM, los comunistas y otros). 

Esta descripción es la confesión involuntaria del régimen de terror rojo, nada incontrolado, sino dirigido con la Generalidad y luego dentro de la propia Generalidad de Companys, perpetrado por los partidos políticos de la “civilización” que venía a defender Orwell. Y que mataron, tras robo, tortura o violación, según criterio del antifascista de turno, a seis mil personas solo en Barcelona, mientras Orwell estaba allí. Andreu Nin era Consejero de Justicia de esa Generalidad cuando tuvieron lugar las mayores masacres, que en realidad no cesaron nunca. 

Orwell ha sido el mejor propagandista de la mentira de los incontrolados que convirtieron a Barcelona, lejos siempre del frente , en un matadero. En Lérida, que, como cita Orwell, era donde el POUM tenía más fuerza, los crímenes fueron especialmente feroces, mediante listas confeccionadas antes de la Guerra Civil. Y Nin, luego despellejado vivo por sus antiguos camaradas, dijo acerca de la matanza de católicos en agosto de 1936: “El problema de la Iglesia… (…). Nosotros lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto”. 

Esa era la civilización de la que, en su libro, presumía Orwell. 

Si la guerra de España, como dijo Orwell al volver a Inglaterra, dio origen a la más aplastante colección de mentiras que cabía recordar, sobre nada se han acumulado tantas mentiras como sobre lo que precisamente describe Orwell: Cataluña en el primer año de la Guerra Civil, en especial los “Fets de Maig”, es decir, los sucesos de mayo de 1937 que supusieron una guerra civil dentro de la Guerra Civil, entre anarquistas y comunistas del POUM por un lado y comunistas de Stalin y republicanos por otro, unos días de los que Homenaje a Cataluña ha sido referencia casi única en la historiografía internacional durante décadas. Y fuente de muchas mentiras. 

La visión de Burnham sobre el conflicto mundial contemporáneo - George Orwell



La visión de Burnham sobre el conflicto mundial contemporáneo. 20 de marzo de 1947

Un comunista es psicológicamente muy distinto de un ser humano común y corriente. De acuerdo con Burnham: 

“El verdadero comunista… es un ‘hombre abnegado’. No tiene vida aparte de su organización y de su batería de ideas rígidamente sistemáticas. Todo lo que hace, todo cuanto tiene -familia, empleo, dinero, creencias, amigos, aptitudes, vida-, está subordinado a su ideología comunista. No solo es comunista el día de las elecciones o en las sedes del partido. Es comunista siempre. Come, lee, hace el amor, piensa, va a fiestas, se muda de casa, ríe e insulta como un comunista. Para él el mundo se divide solo en dos tipos de seres humanos: los comunistas y todos los demás.”

Hay muchos pasajes similares. Todos parecen encerrar verdades como puños, hasta que uno empieza a comparar sus aseveraciones con los comunistas que conoce. No cabe duda de que la descripción del “verdadero comunista” que hace Burnham se ajusta bien a unos cientos de miles o a algunos millones de fanáticos, gente deshumanizada, generalmente residente en la URSS, que son el núcleo del movimiento. Se ajusta bien a Stalin, Molotov, Zhdanov, etcétera, así como a los agentes exteriores más fieles. Pero si hay un hecho con numerosos testigos en los partidos comunistas de casi todos los países es la elevada movilidad de sus miembros. La gente ingresa en ellos, cien a la vez en ocasiones, y después los abandona. En países como Estados Unidos o Inglaterra, el Partido Comunista consiste, en esencia, en un círculo interno de miembros de toda la vida completamente sumisos, algunos de los cuales tienen empleos remunerados, en un gran número de trabajadores industriales, fieles al partido, que no necesariamente comprenden el objetivo real, y en una masa cambiante de personas llenas de celo al principio, pero a las que rápidamente se les pasa el entusiasmo. En efecto, se realizan todo tipo de esfuerzos para inducir, en los miembros del Partido Comunista, la mentalidad totalitarista que describe Burnham. En algunos casos el éxito es permanente, y en muchos otros es temporal; aun así, es posible encontrar a gente inteligente que fue comunista durante diez años seguidos antes de renunciar al partido o ser expulsada, y que no ha quedado intelectualmente tullida por dicha experiencia. En principio, los partidos comunistas de todo el mundo son organizaciones de carácter conspirativo que tienen el propósito de espiar y subvertir el orden, pero que no son necesariamente tan eficientes como dice Burnham. No deberíamos pensar que el gobierno soviético controla un gran ejército secreto de guerreros fanáticos en cada país, completamente desprovistos de miedo y escrúpulos y sin otro pensamiento que vivir y morir por los trabajadores de la patria. De hecho, si Stalin dispusiera de semejante poder perderíamos el tiempo tratando de oponerle resistencia. 

Además, para un partido político el hecho de navegar bajo una bandera falsa acaba por no ser una ventaja. Siempre existe el peligro de que sus militantes deserten en algún momento de crisis, cuando las acciones del partido van abiertamente en contra del interés general. Permítame poner un ejemplo cercano. El Partido Comunista británico parece haber renunciado, de momento al menos, a convertirse en una formación de masas, y en cambio se ha concentrado en hacerse con puestos clave, especialmente en los sindicatos. Como no se comportan como un grupo abiertamente faccioso, los comunistas tienen una influencia desproporcionada en relación con el número de afiliados. Por tanto, al haberse apoderado de la dirección de sindicatos importantes, un puñado de delegados comunistas pueden modificar el voto de varios millones de delegados en el congreso del Partido Laborista. Sin embargo, eso es un resultado de las maquinaciones antidemocráticas internas de dicho partido, que permite a un delegado hablar en nombre de millones de personas que apenas han oído hablar de él, y que quizá estén en completo desacuerdo. En unas elecciones parlamentarias, en las que cada persona vota por cuenta propia, un candidato comunista casi no suele recibir apoyo. En las elecciones generales de 1945, el Partido Comunista obtuvo solamente cien mil votos en todo el país, a pesar de que en teoría controla varios millones de votos dentro de los sindicatos. Cuando la opinión pública está adormecida, los que manejan los hilos pueden conseguir muchas cosas, pero en momentos de emergencia un partido político debe contar también con una masa de militantes. 

Hay que tener en cuenta el sesgo político profascista que los conservadores británicos y los sectores afines a ellos en Estados Unidos mostraron antes de 1939. Cuando uno veía a los parlamentarios conservadores británicos celebrando la noticia de que los barcos ingleses habían sido bombardeados por los aviones italianos al servicio de Franco, se tenía la tentación de pensar que esa gente estaba traicionando a su propio país. Sin embargo, después resultó que, desde un punto de vista subjetivo, eran tan patriotas como cualquiera, solo que basaban sus opiniones en un silogismo que carece de término medio: como el fascismo se opone al comunismo, entonces está de nuestro lado. Los círculos de izquierdas también cuentan con sus silogismo: como el comunismo se opone al capitalismo, entonces es progresista y democrático. Esto es estúpido, pero puede ser aceptado de buena fe por personas que, tarde o temprano, serán capaces de ver más allá. 

Hay momentos en que es justificable eliminar un partido político. Si uno está luchando por su vida y existe alguna organización que actúa descaradamente a favor del enemigo y es lo bastante poderosa para causar daño, entonces hay que aplastarla. 

Si alguien pudiera presentar en algún sitio el espectáculo de la seguridad económica sin campos de concentración, el pretexto de la dictadura rusa desaparecería y el comunismo perdería buena parte de su atractivo. 

Desde 1940 dependemos bastante de los norteamericanos, y nuestra situación económica desesperada nos empuja hacia ellos cada vez con más ímpetu. 

Al final, los pueblos europeos deberán aceptar la dominación estadounidense como una manera de no caer en la rusa, pero deben darse cuenta, ahora que todavía se está a tiempo, de que existen otras posibilidades. Más o menos de la misma forma, los socialistas ingleses de casi todas las tendencias aceptaron el liderazgo de Churchill durante la guerra. En el caso de que no desearan la derrota de Inglaterra, difícilmente podían evitarlo porque no había nadie más, y Churchill era preferible a Hitler. Pero la situación habría sido diferente si los pueblos europeos hubieran podido comprender la naturaleza del fascismo cinco años antes, en cuyo caso la guerra, si hubiera estallado, habría sido de diferente índole, con líderes distintos y otros objetivos. 

Puede que el comunismo esté debilitado, pero es enorme desde cualquier punto de vista; es un monstruo terrible e insaciable contra el que uno lucha, pero al que no puede dejar de admirar. Burnham piensa siempre en términos de monstruos y cataclismos, así que nunca menciona, o lo hace superficialmente, dos posibilidades que tendrían que haber sido discutidas en este libro. Una es que el régimen ruso podría liberalizarse y volverse menos peligroso en la siguiente generación, siempre y cuando la guerra no estalle. Por supuesto, esto no sucedería con el consentimiento de la camarilla que gobierna , pero sería razonable que la lógica de la situación desembocara en eso. La otra posibilidad es que las grandes potencias, simplemente, estén tan atemorizadas por las armas nucleares que ni siquiera se atrevan a usarlas. Pero eso sería demasiado aburrido para Burnham. Todo debe suceder súbitamente y llegar hasta las últimas consecuencias, y la elección debe ser entre todo o nada, entre la gloria o en la ruina. 

Prefacio para la edición ucraniana de “Rebelión en la Granja”, George Orwell




Prefacio para la edición ucraniana de “Rebelión en la Granja”, marzo de 1947

Hasta 1930 no llegué a identificarme, en general, como socialista. De hecho, en aquel entonces no tenía una postura política definida. Me volví partidario del socialismo más por el asco que me producía la forma en que se oprimía e ignoraba a los trabajadores de la industria que por la admiración teórica que pudiera suscitar en mí la planificación social. 

Mi esposa y yo decidimos que iríamos a España a combatir por la República. En seis meses estábamos listos para partir, en cuanto terminé el libro que estaba escribiendo. En España pasé casi seis meses en el frente de Aragón, hasta que en Huesca un francotirador fascista me pegó un tiro en la garganta. En la primera etapa de la guerra, los extranjeros ignoraban del todo las luchas políticas internas entre los diferentes partidos que apoyaban al gobierno. Por una serie de accidentes no acabé en las Brigadas Internacionales, como la mayoría de extranjeros, sino en la milicia del POUM, el equivalente a los trotskistas españoles.

Cuando los comunistas se hicieron con el control (o con el control parcial) del gobierno español y comenzaron a cazar trotskistas, los dos nos encontramos, de pronto, entre las víctimas. Tuvimos suerte de salir vivos de España, sin que nos arrestaran ni una sola vez. Muchos de nuestros amigos murieron, y otros pasaron mucho tiempo en prisión o, simplemente, desaparecieron. 

Aquella cacería de hombres tuvo lugar en España al mismo tiempo que las grandes purgas en la URSS y fue una suerte de complemento de estas últimas. En España, la naturaleza de las acusaciones (esto es, de conspirar con los fascistas) era la misma que en Rusia, y tengo razones para creer, cuando menos en lo tocante a España, que se trataba de acusaciones falsas. Experimentar todo aquello fue una lección objetiva de un valor incalculable: me enseñó la facilidad con que la propaganda totalitaria puede controlar la opinión de gente inteligente en un país democrático. 

Mi esposa y yo vimos como se encarcelaba a gente inocente solo porque se sospechaba de ella que era poco ortodoxa. Sin embargo, cuando regresamos a Inglaterra nos encontramos con numerosos observadores, sensibles y bien informados, que se creían las historias fantasiosas de traición, conspiración y sabotaje de las que la prensa informaba desde los procesos de Moscú. 

Así que entendí, de la forma más clara posible, la influencia negativa del mito soviético sobre el movimiento socialista de Occidente. 

Me parecía de suma importancia que la gente de Europa occidental tuviera conocimiento de lo que era en realidad el régimen soviético. A partir de 1930 he visto muy pocas pruebas de que la URSS esté avanzando hacia algo que podamos llamar con certeza “socialismo”, sino que, por el contrario, me ha sorprendido su transformación en una sociedad jerárquica, donde los gobernantes no tienen más razones para dejar el poder que los de cualquier otra sociedad con clase dominante. 

Aun así, no está de más recordar que Inglaterra no es del todo democrática. Es un país capitalista, con grandes privilegios de clase y grandes diferencias económicas (incluso ahora, cuando se supone que la guerra nos ha igualado a todos). A pesar de esto, se trata de un país en el que la gente ha vivido sin conflictos importantes durante muchos siglos y donde las leyes son relativamente justas, y las noticias y las estadísticas oficiales son casi siempre creíbles, y, además, es un país donde sostener y difundir una opinión minoritaria no entraña ningún peligro mortal. En el contexto de semejante atmósfera, el hombre de la calle no tiene una comprensión real de temas como los campos de concentración, las deportaciones en masa, los encarcelamientos sin juicio previo, la censura de la prensa, etcétera. Todo lo que esta persona lee sobre un país como la URSS es inmediatamente traducido a términos ingleses, y acepta así, con mucha inocencia, las mentiras de la propaganda totalitaria. Antes de 1939, e incluso hasta más tarde, la mayoría de los ingleses eran incapaces de valorar la verdadera naturaleza del régimen nazi de Alemania, y ahora, con el régimen soviético, son víctimas del mismo tipo de engaño. Esto ha causado mucho daño al movimiento socialista en Inglaterra, y tiene serias consecuencias para la política exterior inglesa. De hecho, en mi opinión, nada ha contribuido más a la corrupción de la idea original del socialismo que la creencia de que Rusia es un país socialista y de que todo lo que hagan sus dirigentes debe ser disculpado, cuando no imitado. 

A mi regreso de España, pensé en exponer el mito soviético en una historia que fuera fácil de entender para casi todos y fácil de traducir a cualquier idioma. Sin embargo, los detalles de la historia llegaron después, un día en que (entonces vivía en un pequeño pueblo) vi a un niño pequeño, quizá de diez años, conduciendo una enorme carreta por un camino muy estrecho y golpeando al caballo con la fusta cada vez que este intentaba desviarse. Pensé que si los animales tuvieran conciencia de su fuerza, no podríamos ejercer ningún control sobre ellos, y que el hombre explota a los animales de la misma forma que el rico explota al proletariado. 

No quisiera hacer comentarios sobre el libro; si este no habla por sí mismo, es que he fallado. Pero quisiera hacer hincapié en dos puntos: en primer lugar, aunque varios episodios han sido tomados de la Revolución rusa, he cambiado la jerarquía y el orden cronológico de los acontecimientos; tenía que hacerlo para mantener la simetría de la historia. El segundo punto se les ha pasado por algo a muchos críticos, probablemente porque yo no he puesto el énfasis suficiente. Muchos lectores han terminado el libro con la impresión de que, al final, se produce una reconciliación completa entre los cerdos y los humanos. Esa no era mi intención, sino que, por el contrario, quería terminarla con una nota discordante, precisamente porque la había escrito inmediatamente después de la Conferencia de Teherán, acerca de la cual todo el mundo pensaba que había servido para establecer una relación excelente entre la URSS y Occidente. Yo personalmente no creía que esa relación fuera a durar mucho, y no estaba equivocado, como después han demostrado los acontecimientos. 

No sé qué más podría añadir. Si alguien está interesado en los detalles personales, puedo agregar que estoy viudo y tengo un hijo de casi tres años, que soy escritor de profesión y que desde el principio de la guerra he trabajado más que nada de periodista. 

El periódico con el que colaboro con mayor regularidad es el Tribune, un semanario político-social que representa, en general, al ala izquierda del Partido Laborista. Los libros que he escrito que más podrían interesarle al lector común (si es que algún lector de esta traducción encuentra algún ejemplar) son Los días de Birmania (una historia sobre Birmania), Homenaje a Cataluña (escrito a partir de mis experiencias en la Guerra Civil) y Ensayos Críticos (principalmente ensayos sobre literatura popular contemporánea inglesa, más instructivos desde el punto de vista sociológico que desde el literario). 

Bajando de Bangor, George Orwell



Bajando de Bangor, 22 de noviembre de 1946

Los niños ingleses siguen estando americanizados por medio de las películas, pero ya no se afirma de forma generalizada que los libros estadounidenses sean los mejores para ellos. ¿Quién criaría sin recelos a un niño con cómics a todo color en los que siniestros profesores construyen bombas atómicas en laboratorios subterráneos mientras Superman atraviesa zumbando las nubes, las balas de ametralladora le rebotan en el pecho como si fueran guisantes y rubias platino son violadas, o casi, a manos de robots de acero y dinosaurios de quince metros?

Estados Unidos era en el siglo XIX un país rico y despoblado que estaba al margen de la corriente principal de los acontecimientos mundiales, y en el que las dos pesadillas que acosan a prácticamente todo el hombre moderno -la del desempleo y la injerencia del Estado- apenas habían tomado forma. 

Cómo mueren los pobres, George Orwell



Cómo mueren los pobres, noviembre de 1946

En 1929 pasé varias semanas en el hospital X, en el arrondissement 15º de París. Los empleados me sometieron al tercer grado habitual en el mostrador de recepción y, de hecho, me retuvieron unos veinte minutos para responder una retahíla de preguntas antes de dejarme entrar. Si alguna vez han tenido que rellenar formularios en un país latino, sabrán el tipo de preguntas a las que me refiero. 

A unas doce camas de la mía estaba el número 57 -creo que ese era su número-, un caso de cirrosis hepática. Todo el mundo en el pabellón lo conocía de vista, porque a veces era el protagonista de una lección médica. Dos tardes a la semana, el alto y serio doctor daba clase en el pabellón a un grupo de estudiantes, y en más de una ocasión el viejo número 57 era conducido en una especie de camilla con ruedas hasta el centro del pabellón, donde el doctor le arremangaba el camisón, dilataba con los dedos una enorme protuberancia fofa que el hombre tenía en la barriga -el hígado enfermo, supongo-, y explicaba con solemnidad que se trataba de una enfermedad atribuible al alcoholismo, más habitual en los países consumidores de vino. Como de costumbre, no hablaba con el paciente ni le dedicaba una sonrisa, ni un gesto con la cabeza, ni ningún tipo de saludo. Mientras hablaba, muy serio y erguido, mantenía el cuerpo demacrado bajo ambas manos, y a veces lo hacía girar suavemente adelante y atrás, con la misma actitud que una mujer manejando un rodillo. Tampoco es que al número 57 le molestasen estas cosas. Obviamente, era un viejo paciente del hospital, una pieza de exhibición habitual en las lecciones cuyo hígado estaba asignado desde hacía mucho tiempo a algún frasco de un museo de patologías. Con un profundo interés en lo que se decía sobre él, se quedaba acostado con los ojos descoloridos mirando a la nada, mientras el doctor lo exhibía como a una antigüedad china. Era un hombre de unos sesenta años, asombrosamente encogido. Su rostro, pálido como el papel, se había encogido hasta parecer tan pequeño como el de un muñeco. 

Una mañana, mi vecino el zapatero me despertó tirando de mi almohada antes de que llegaran las enfermeras. “¡Número 57!”, y dejó caer los brazos por encima de la cabeza. Había luz en el pabellón, la suficiente para ver. Vi al viejo número 57 tendido de lado, hecho un ovillo, con la cara asomando por el borde de la cama, mirando hacia mí. Había muerto en algún momento de la noche, nadie sabía cuándo. Al llegar las enfermeras, recibieron la noticia de la muerte con indiferencia y prosiguieron sus quehaceres. Después de mucho rato, una hora o más, otras dos enfermeras entraron marchando hombro con hombro como soldados, con gran estrépito de zuecos, y envolvieron el cadáver con las sábanas, pero no se lo llevaron hasta más tarde. Mientras tanto, con más luz, yo había tenido tiempo de echarle un buen vistazo al número 57.  De hecho, me tumbé de lado para mirarlo. Curiosamente, era el primer europeo muerto que veía. Había visto a difundas antes, pero siempre asiáticos, y normalmente gente que había tenido una muerte violenta. Los ojos del número 57 seguían abiertos, y también su boca, su pequeña cara retorcida en una expresión de agonía. Lo que más me impresionó fue la palidez de su cara. Ya lo era antes, pero ahora era solo un poco más oscuro que las sábanas. Mientras contemplaba la cara diminuta y retorcida, caí en la cuenta de que aquel desagradable desecho, esperando a que se lo llevaran en carrito y lo arrojaran sobre la plancha de la sala de disección, era un ejemplo de muerte “natural”, una de las cosas por las que rogamos en la letanía. Ahí lo tienes, pues, eso es lo que te espera dentro de veinte, treinta o cuarenta años; así es como mueren los afortunados, los que llegan a viejos. Uno quiere vivir, por supuesto; de hecho, uno solo sigue vivo en virtud del miedo a la muerte, pero sigo pensando, como lo hice entonces, que es mejor morir violentamente y no demasiado viejo. La gente habla de los horrores de la guerra, pero ¿qué arma ha inventado el hombre que se asemeje siquiera en crueldad a algunas de las enfermedades más comunes? La muerte “natural”, casi por definición, es algo lento, pestilente y doloroso. E, incluso así, hay una gran diferencia si puedes pasar ese momento en tu propia casa y no en una institución pública. 

Aún quedan cerca los tiempos en que se creía que en alguno de los hospitales grandes de Londres se asesinaba a los pacientes para después poder diseccionarlos. No oí esta historia en el hospital X, pero diría que a algunos de los hombres que había allí les habría parecido creíble. Y es que era un hospital en el que, tal vez no los métodos, pero sí algo de la atmósfera del siglo XIX había logrado sobrevivir, y ahí residía su peculiar interés. 

Ahora, seguramente, no presenciaríamos en ningún lugar del mundo el tipo de escena que describió Axel Munthe en La historia de San Michele, en la que un siniestro cirujano, con sombrero de copa y levita, la pechera almidonada salpicada de sangre y pus, trincha a un paciente tras otro con el mismo cuchillo y arroja los miembros amputados a una pila junto a la mesa. Por otro lado, el sistema nacional de sanidad pública ha acabado parcialmente con la idea de que un paciente de clase obrera es un pordiosero que merece poca consideración. Bien entrado este siglo, era habitual que a los pacientes “gratuitos” les extrajesen las muelas sin anestesia en los hospitales grandes. No pagaban, de modo que, ¿por qué tendrían que recibir anestesia?; esa era la actitud. También eso ha cambiado. 

El terror a los hospitales seguramente siga vivo entre los más pobres, y entre el resto de nosotros no ha desaparecido hasta hace muy poco. Es una parcela oscura aún próxima a la superficie de nuestra mente. He contado antes que al entrar en el pabellón del hospital X tuve una extraña sensación de familiaridad. Lo que la escena me recordó, claro está, fueron los hospitales apestosos y llenos de dolor del siglo XIX, que nunca había visto pero conocía a través de la tradición. 

Por qué escribo, George Orwell



Por qué escribo. Verano de 1946

Egoismo puro y duro. Deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de que a uno se le recuerde después de muerto, de resarcirse de los adultos que abusaron de uno en su niñez, etcétera. Es una paparruchada fingir que este no es un motivo, porque además es de los más potentes. Los escritores tienen en común esta característica con los científicos, los artistas, los políticos, los abogados, los soldados, los empresarios de éxito, es decir, con lo más granado del género humano. La gran mayoría de los seres humanos no exhiben un egoísmo muy acentuado. Pasados los treinta, más o menos, renuncian a la ambición personal -en muchos casos, abandonan casi del todo la idea de ser individuos- y viven sobre todo para los demás, o bien quedan aplastados por el tedio y la monotonía. Pero hay, además, una minoría de personas dotadas, voluntariosas, obstinadas incluso, decididas a vivir la vida hasta el final, y a esta categoría pertenecen los escritores. Los escritores serios, debiera decir, son en conjunto más vanidosos y egocéntricos que los periodistas, aunque el dinero les interesa menos. 

Impulso histórico. Deseo de ver la cosas como son, de hallar cuál es la verdad, de almacenarla para su buen uso en la posteridad. 

Propósito político. No hay un solo libro que sea ajeno al sesgo político….En una época de paz, podría haberme dedicado a escribir libros recargados o meramente descriptivos, y podría haber seguido siendo ajeno a mis lealtades políticas. Pero tal como están las cosas, me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero pasé cinco años dedicado a una profesión totalmente inapropiada (la Policía Imperial de la India, en Birmania), y luego experimenté la pobreza y el fracaso. Esto acentuó mi odio natural por la autoridad, y me llevó a tener conciencia plena de la existencia de la clase obrera. Mi trabajo en Birmania me había dado cierta capacidad de comprensión de la naturaleza del imperialismo, pero esas experiencias no fueron suficientes para dotarme de una orientación política precisa. Llegaron entonces Hitler, la Guerra Civil española, etcétera. A finales de 1935 todavía no había tomado una decisión en firme. 

La guerra de España y otros sucesos de 1936-1937 cambiaron la escala de valores y me permitieron ver las cosas con mayor claridad. Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 lo he creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo…. Cuanto más consciente es uno de su sesgo político, mayores posibilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar su estética ni su integridad.

Mi mayor aspiración durante los últimos años ha sido convertir la escritura política en un arte. Mi punto de partida es siempre un sentimiento de parcialidad, una sensación de injusticia. Cuando me pongo a escribir un libro no me digo: “Voy a hacer una obra de arte”. Lo escribo porque existe alguna mentira que aspiro a denunciar, algún hecho sobre el cual quiero llamar la atención, y mi preocupación inicial es hacerme oír. 

Mi libro acerca de la Guerra Civil española, Homenaje a Cataluña, es una obra de corte francamente político, por descontado, pero en conjunto está escrito con cierto desapego, y con cierta atención por la forma. Intenté por todos los medios contar la verdad sin traicionar mi instinto literario pero, entre otras cosas, incluye un largo capítulo lleno de citas tomadas de los periódicos y demás, en las que se defiende a los trotskistas que estaban entonces acusados de haber tramado un complot contra Franco. Está claro que semejante capítulo, que al cabo de uno o dos años perdería su interés para cualquier lector normal, podía arruinar un libro entero. Un crítico por el que siento un gran respeto me dio una lección en lo tocante a eso. “¿Por qué has metido todo eso? -me dijo-. Has convertido lo que podría ser un buen libro en mero periodismo.” Lo que me dijo era verdad, pero yo no supe hacerlo de otro modo. No pude. Me enteré por casualidad de algo que poca gente conocía en Inglaterra, y no por no querer, sino porque no se les permitió, y es que se estaba acusando falsamente a hombres inocentes. Si aquello no me hubiera indignado, jamás habría escrito el libro. 

Rebelión en la granja fue el primer libro en el que intenté, con conciencia plena de lo que estaba haciendo, fundir la intención política  el propósito artístico. 

Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos. 

Al repasar mi obra, veo que de manera invariable, cuando he carecido de un objetivo político, he escrito libros exánimes, y me han traicionado en general los pasajes grandilocuentes, las frases sin sentido, los epítetos y los disparates. 

James Burnham y la revolución de los directores, George Orwell



James Burnham y la revolución de los directores, 1 de mayo de 1946

El libro de John Burnham La revolución de los directores generó un revuelo considerable en Estados Unidos y en este país cuando se publicó, y su tesis fundamental ha sido tan debatida que una exposición detallada al respecto apenas es necesaria. Resumida tan brevemente como me es posible, la tesis es esta:

El capitalismo está desapareciendo, pero el socialismo no lo está reemplazando. Lo que surge ahora es un nuevo tipo de sociedad planificada y centralizada que no será ni capitalista ni, en ningún sentido aceptado del término, democrática. Los gobernantes de esta sociedad nueva serán las personas que controlan de forma efectiva los medios de producción; esto es, ejecutivos, técnicos, burócratas y soldados, que Burnham mete en el mismo saco bajo la denominación de “directores”. Esta gente eliminará a la antigua clase capitalista, aplastará a la clase obrera y organizará la sociedad de tal modo que todo el poder y los privilegios económicos permanezcan en sus manos. 


Para empezar, en 1940 Burnham daba más o menos por segura la victoria alemana. De Gran Bretaña decía que estaba “en plena disolución” y exhibiendo “todas las características que han distinguido a las culturas en decadencia en las transiciones históricas pasadas”, al tiempo que la conquista e integración de Europa que Alemania alcanzó en 1940 la presentaba como “irreversible”. “Inglaterra -escribía Burnham- no puede aspirar a conquistar el continente europeo de ninguna de las maneras, sean cuales sean sus aliados no europeos”. Incluso si Alemania se las arreglaba de algún modo para perder la guerra, iba a ser imposible desmembrarla o reducirla al estatus de la República de Weimar, sino que seguiría siendo con toda seguridad el núcleo de una Europa unificada. Las líneas generales del futuro mapa del mundo, con sus tres grandes superestados, estarían ya establecidas, y “los núcleos de estos tres superestados son, cualesquiera que sean sus nombres en el futuro, las naciones preexistentes de Japón, Alemania y Estados Unidos”. 

Supongamos que en 1940 se hubiese realizado una encuesta Gallup en Inglaterra con la pregunta: “¿Ganará Alemania la guerra?”. Habríamos hallado, curiosamente, que el grupo del “Sí” incluiría un porcentaje bastante más alto de personas inteligentes -personas, digamos, con un coeficiente intelectual superior a 120- que el grupo del “No”. Y lo mismo a mediados de 1942. En este caso las cifras no habrían sido tan llamativas, pero si la pregunta hubiese sido: “¿Conquistarán Alejandría los alemanes?”, entonces habríamos visto, de nuevo, una marcada tendencia a que la inteligencia se concentrara en el grupo del “Sí”. En todos los casos, las personas menos dotadas habrían dado con mayor frecuencia la respuesta correcta. 

Encontraríamos, además, a la misma gente abogando por un acuerdo de paz en 1940 y aprobando el desmembramiento de Alemania en 1945. 

Toda teoría política tiene un cierto matiz regional, y toda nación y cultura tienen sus prejuicios y sus parcelas de ignorancia característicos. 

Pase lo que pase, Estados Unidos sobrevivirá como una gran potencia, y desde el punto de vista norteamericano poco importa que Europa esté dominada por Rusia o por Alemania. 

Seguramente Burnham ha acertado más de lo que ha errado en relación con el presente y el pasado inmediato. Durante los últimos cincuenta años, la tendencia general ha sido, sin duda, hacia la oligarquía. La concentración creciente del poder industrial y financiero, la importancia cada vez menor del pequeño capitalista o accionista y el crecimiento de la nueva clase “gerencial” de científicos, técnicos y burócratas; la debilidad del proletariado frente al Estado centralizado; la creciente indefensión de los países pequeños frente a los grandes; la decadencia de las instituciones representativas y la aparición de regímenes de partido único basados en el terrorismo policial, los plebiscitos amañados, etcétera, todos estos fenómenos parecen apuntar en la misma dirección. 

La razón inmediata de la derrota alemana fue la locura inaudita de atacar a la URSS cuando Gran Bretaña seguía en pie y Estados Unidos se estaba preparando para combatir. Errores de este calibre solo pueden cometerse, o al menos tienen más probabilidades de cometerse, en países donde la opinión pública no tiene ningún poder. Cuando un hombre común puede hacerse oír, es menos factible que se vulneren reglas tan elementales como la de no enfrentarte a todos tus enemigos a la vez. 

Pero en cualquier caso, deberíamos haber sido capaces de ver desde el principio que un movimiento como el nazismo no podría producir ningún resultado positivo o estable. 

El régimen ruso tendrá que democratizarse o sucumbirá. Ese imperio esclavista, enorme, invencible e imperecedero con el que Burnham parece soñar no se instaurará, y si lo hace, no resistirá, porque la esclavitud ya nos una base estable para la sociedad humana. 

Delante de las narices, George Orwell



Delante de las narices, 22 de marzo de 1946

El reclutamiento obligatorio: Desde años antes de la guerra, prácticamente toda persona ilustrada estaba a favor de plantarle cara a Alemania y, al mismo tiempo, la mayoría estaba en contra de poseer el armamento suficiente para que esa oposición surtiera efecto. Conozco muy bien los argumentos que se presentan en defensa de esta actitud; algunos están justificados, pero en general no son más que excusas retóricas. Aún en 1939, el Partido Laborista votó en contra del reclutamiento obligatorio, una decisión que seguramente contribuyó a la firma del pacto germano-soviético y que sin duda tuvo un efecto desastroso sobre la moral en Francia. Luego llegó 1949, y estuvimos a punto de perecer por no contar con un ejército numeroso y eficiente, que solo podríamos haber tenido si hubiésemos implantado el reclutamiento obligatorio al menos tres años antes. 

La tasa de natalidad: Hace veinte o veinticinco años, a la contracepción y el progresismo se los consideraba casi sinónimos. Aún a día de hoy, la mayoría de la gente sostiene -y este argumento se expresa de diversas maneras, pero siempre se reduce más o menos a lo mismo- que las familias numerosas son inviables por motivos económicos. Al mismo tiempo, es sabido que la tasa de natalidad es más alta en las naciones con un nivel de vida más bajo y, en nuestra propia población, entre los sectores peor remunerados. Se arguye, ademas, que una población más reducida equivaldría a menos desempleo y a un bienestar mayor para todo el mundo, cuando, por otra parte, está probado que una población menguante y envejecida se enfrenta a problemas económicos calamitosos y tal vez irresolubles. Inevitablemente, las cifras son inciertas, pero es bastante probable que en apenas setenta años nuestra población ascienda a unos once millones de personas, de las cuales más de la mitad serán pensionistas de edad avanzada. Dado que, por motivos complejos, la mayoría de la gente no quiere una familia numerosa, estos datos aterradores pueden habitar en un lugar u otro de sus conciencias, conocidos e ignorados simultáneamente. 

La ONU: Con el fin de ser mínimamente eficaz, una organización mundial debe ser capaz de imponerse a los estados grandes igual que a los pequeños. Debe tener poder para inspeccionar y limitar los armamentos, lo que significa que sus funcionarios deben tener acceso al último centímetro cuadrado de cualquier país. También debe tener a su disposición una fuerza armada superior a cualquier otra y que responda solo ante la propia organización. Los dos o tres estados que realmente cuentan no han tenido jamás la intención de acceder a ninguna de estas condiciones, y han dispuesto la constitución de la ONU de tal modo que sus propias acciones ni siquiera puedan ser debatidas. En otras palabras: la utilidad de la ONU como instrumento de la paz mundial es nula. Esto era tan obvio antes de que empezara a funcionar como lo es ahora. Y, sin embargo, hace unos meses millones de personas bien informadas estaban convencidas de que iba a ser un éxito. 

Cuando uno constata la esquizofrenia imperante de las sociedades democráticas, las mentiras que se cuentan con propósitos electoralistas, el silencio sobre cuestiones importantes, las distorsiones de la prensa, se siente tentado a creer que en los países totalitarios hay menos patrañas, que se afrontan más los hechos. Allí, al menos, las élites gobernantes no dependen del favor popular, y pueden decir la verdad brutalmente y sin adornos. Goering podía decir: “Primero los cañones y luego la mantequilla”, mientras que sus homólogos demócratas tenían que envolver el mismo sentimiento en cientos de palabras hipócritas. 

Los alemanes y los japoneses perdieron la guerra en muy buena medida porque sus gobernantes fueron incapaces de ver hechos que resultaban evidentes para un ojo imparcial. 

Ver lo que uno tiene delante de las narices precisa una lucha constante. Algo que sirve de ayuda es llevar un diario o, al menos, algún tipo de registro de nuestras opiniones sobre sucesos importantes. De otro modo, cuando alguna creencia particularmente absurda se vaya al traste por los acontecimientos, puede que olvidemos que la sostuvimos alguna vez. Las predicciones políticas acostumbran a ser erróneas pero incluso cuando hacemos una predicción correcta, puede ser muy instructivo descubrir por qué acertamos. En general, solo lo logramos cuando nuestros deseos o nuestros miedos coinciden con la realidad. Si aceptamos esto, no podemos, claro está, deshacernos de nuestros sentimientos subjetivos, pero sí podemos aislarlos hasta cierto punto de nuestras opiniones y realizar predicciones en frío, por las reglas de la aritmética. En su vida privada, la mayoría de la gente es bastante realista; cuando uno elabora su presupuesto semanal, dos y dos suman invariablemente cuatro. La política, por su parte, es una especie de mundo subatómico o no euclidiano en el que es bastante fácil que la parte sea mayor que el todo, o que dos objetos estén en el mismo punto simultáneamente. De ahí las contradicciones y los absurdos que he recogido más arriba, todos ellos atribuibles en último término a la creencia secreta de que nuestras opiniones políticas, a diferencia del presupuesto semanal, no tendrían que someterse a la prueba de la tozuda realidad. 

¿Qué es el socialismo?, George Orwell



¿Qué es el socialismo?31 de enero de 1946

A partir de 1930 comenzó a aparecer una escisión ideológica en el movimiento socialista. Para entonces, el “socialismo” había dejado de ser una simple palabra que evocaba un sueño; un país enorme y poderoso, la Rusia soviética, había adoptado la economía socialista y estaba reconstruyendo rápidamente su vida nacional, y en casi todos los países se veía un giro inconfundible hacia la propiedad pública y la planificación a gran escala. Al mismo tiempo que la palabra “socialismo”, en Alemania creció la monstruosidad del nazismo, que se autodenominaba “socialismo” y tenía ciertamente algunas características casi socialistas, pero incorporadas en uno de los regímenes más crueles y cínicos que el mundo haya visto jamás. Claramente, había llegado el momento de redefinir el término “socialismo”. 

Como la mayoría de los autores de tendencia similar, Koestler es un ex comunista y, de modo inevitable, su reacción más intensa es contra la evolución experimentada por la política soviética desde más o menos 1930. Su mejor obra es una novela, El cero y el Infinito, en la que aborda los juicios por traición de Moscú. 

Otros escritores que pueden más o menos ubicarse en la misma categoría son Ignazio Silone, André Malraux y los estadounidenses John Dos Passos y James Farrell. 

La clave es que un socialista o comunista, como tal -y puede que esto sea aplicable más que a ningún otro a aquel que compre con su propio partido por una cuestión de doctrina-, es una persona que cree que el “paraíso terrenal” es posible. El socialismo es en última instancia un credo optimista, y no es fácil conciliarlo con la doctrina del pecado original. 

Un socialista no está obligado a creer que la sociedad humana puede llevarse realmente a la perfección, pero casi cualquier socialista cree que podría ser muchísimo mejor de lo que es en la actualidad, y que la mayor parte de las maldades que cometen los hombres provienen de los efectos distorsionadores de la injusticia y la desigualdad. La base del socialismo es el humanismo. Puede coexistir con una creencia religiosa, pero no con la creencia de que el hombre es una criatura limitada que se comportará mal siempre que se le presente la más mínima oportunidad. 

La emoción que hay detrás de libros como El Cero y el infinito, Regreso de la URSS, de Gide, Assignment in Utopia u otros de tendencia similar, no es sencillamente la decepción de ver que el paraíso esperado no ha llegado lo bastante rápido, sino que también el miedo de los objetivos originales del movimiento socialista se estén desdibujando.

Para sobrevivir, los comunistas rusos se vieron obligados a abandonar, al menos provisionalmente, algunos de los sueños con los que habían iniciado su andadura. Se vio que una igualdad económica estricta era impracticable; que la libertad de expresión, en un país atrasado que acababa de vivir una guerra civil, era demasiado peligrosa; que el internacionalismo quedaba aniquilado por la hostilidad de las potencias capitalistas. 

En estos momentos es difícil que el utopismo se materialice en un movimiento político definido. Las masas quieren seguridad en mucha mayor medida que igualdad, y por lo general no se dan cuenta de que la libertad de prensa y de expresión son de una importancia capital para ellos. Pero el deseo de perfección terrenal tiene una larga historia detrás. 

El “paraíso terrenal” nunca se ha materializado, pero, como idea, parece que nunca se extingue, a pesar de la facilidad con la que pueden desacreditarla los políticos de cualquier signo. En su centro reposa la creencia de que la naturaleza humana es de entrada bastante decente, y capaz de un desarrollo ilimitado. Esta creencia ha sido el motor principal del movimiento socialista, incluidas las sectas clandestinas que allanaron el camino para la Revolución rusa, y podría afirmarse que los utópicos, hoy en día una minoría desperdigada, son los auténticos defensores de la tradición socialista. 

Lugares de placer - George Orwell


Lugares de placer. 11 de enero de 1946

La música -y, a ser posible, debería ser la misma para todo el mundo- es el ingrediente más importante. Su función es la de impedir la reflexión y las conversaciones y suprimir cualquier sonido natural, como el canto de los pájaros o el silbido del viento, que de otro modo se inmiscuirían. Infinidad de gente usa ya de forma consciente la radio con este propósito. En muchísimos hogares ingleses la radio no se apaga nunca, literalmente, aunque se la manipula de vez en cuando para asegurarse de que solo salga de ella música ligera. Conozco a gente que deja la radio sonando durante toda la comida y que, al mismo tiempo, sigue hablando justo lo bastante alto como para que las voces y la música se anulen mutuamente. Esto se hace con un claro propósito. La música impide que la conversación se torne seria o incluso coherente, mientras que el parloteo de las voces imposibilita que uno escuche la música con atención y evita así la aparición de esa cosa tan temida: el pensamiento.

Es difícil no tener la sensación de que el objetivo inconsciente de la mayoría de los complejos de placer típicos de hoy en día es un retorno al útero, ya que allí la temperatura también estaba siempre regulada, y uno nunca estaba solo, ni veía la luz del sol, ni tenía que preocuparse por trabajar, o por comer, y sus pensamientos, si había alguno, quedaban ahogados por el latido rítmico y continuo.

¿No hay algo de sentimental y oscurantista en el hecho de preferir el canto de los pájaros a la música swing o de querer dejar unos cuantos toques silvestres aquí y allá en lugar de cubrir toda la superficie de la Tierra con una red de Autobahnen iluminadas por luz solar artificial?

Esta pregunta solo surge porque, al explorar el universo físico, el hombre no ha hecho intento alguno de explorarse a sí mismo. Gran parte de lo que pasa por ocio no es más que un esfuerzo para destruir la conciencia. Si uno empezara por preguntarse “¿qué es el hombre?”, “¿cuáles son sus necesidades?”, “¿cuál es la mejor manera que posee de expresarse?”, descubriría que tener simplemente el poder de evitar el trabajo y de vivir toda la vida, desde que nace hasta que muere, bajo luces eléctricas y al son de música enlatada no es una razón para ello. El hombre necesita calidez, socialización, ocio, comodidad y seguridad; y también necesita sociedad, un trabajo creativo y la capacidad de maravillarse. Si reconociese eso, podría usar los frutos de la ciencia y del industrialismo de un modo ecléctico, aplicando siempre el mismo criterio: “¿Esto me hace sentir más humano o menos humano?”. Entonces descubriría que la felicidad máxima no consiste en relajarse, descansar, jugar al póquer, beber y hacer el amor todo a la vez. Y ese horror instintivo que toda persona sensata siente ante la progresiva mecanización de la vida sería considerado no un mero arcaísmo sentimental, sino algo plenamente justificado. Porque el hombre solamente sigue siendo humano si preserva amplias parcelas de sencillez en su vida, mientras que la tendencia de muchas invenciones modernas -en particular el cine, la radio y el avión- es la de debilitar su conciencia, embotar su curiosidad y, en general, hacerlo más parecido a un animal. 

La destrucción de la literatura, marzo de 1947, George Orwell


Todo en nuestra época conspira para convertir al escritor, y a cualquier otro artista, en un funcionario de bajo rango, que trabaja en los asuntos que le dictan desde arriba y que nunca dice lo que considera la verdad. 

La libertad intelectual es la libertad de informar de lo que uno ha visto, oído y sentido, sin estar obligado a inventar hechos y sentimientos imaginarios. Las habituales diatribas contra el “escapismo”, el “individualismo”, el “romanticismo” y demás son solo un truco escolástico, cuyo objetivo es hacer que la perversión de la historia parezca aceptable. 

Hace quince años, cuando uno defendía la libertad intelectual tenía que enfrentarse a los conservadores, los católicos y, hasta cierto punto -pues en Inglaterra no tenían gran importancia-, a los fascistas. Hoy es necesario enfrentarse a los comunistas y a los “compañeros de viaje”. 

La bruma de mentiras y desinformación que rodea asuntos como la hambruna de Ucrania, la Guerra Civil española, la política rusa en Polonia y demás, no se debe por entero a una falta consciente de sinceridad, pero cualquier escritor o periodista que comulgue con la URSS -en el sentido en el que los rusos quieran que lo haga- debe tragar con la falsificación deliberada de asuntos de gran importancia. Tengo ante mí lo que debe de ser un raro panfleto, escrito por Maxim Litvinov en 1918, en el que se bosquejan los acontecimientos recientes en la Revolución rusa. No alude a Stalin y, en cambio, pone por las nubes a Trotski, Zinoviev, Kamenev y otros. ¿Cuál sería la postura incluso del comunista más escrupuloso desde el punto de vista intelectual ante semejante panfleto? En el mejor de los casos, adoptar la actitud oscurantismo de que se trata de un documento indeseable y de que es mejor eliminarlo. 

Un Estado totalitario es, de hecho, una teocracia, y para conservar su puesto, la casta gobernante necesita que la consideren infalible. Pero como, en la práctica, nadie lo es, resulta necesario reescribir el pasado para aparentar que nunca se cometió tal o cual error o que tal cual triunfo imaginario sucedió en realidad. 

El totalitarismo exige, de hecho, la alteración continua del pasado y, a largo plazo, probablemente la falta de fe en la existencia misma de la verdad objetiva. 

Una sociedad totalitaria que consiguiera perpetuarse a sí misma probablemente acabaría instaurando un sistema de pensamiento esquizofrénico, en el que las leyes del sentido común sirviesen para la vida diaria y para ciertas ciencias exactas, pero pudieran ser pasadas por alto por el político, el historiador y el sociólogo. Ya hay infinidad de personas que considerarían escandaloso falsificar un libro de texto científico, pero a las que no les parecía mal falsificar un hecho histórico. 

Si aceptamos que la Rusia soviética constituye una especie de tema tabú en la prensa británica, si damos por sentado que cuestiones como Polonia, la Guerra Civil española o el pacto germano-soviético están excluidas de un verdadero debate, y que si uno posee información que contradiga la ortodoxia dominante debe callar o distorsionarla, ¿por qué iba a verse afectada la literatura en sentido amplio? ¿Es todo escritor un político y todo libro un “reportaje” sincero? ¿Acaso un escritor no puede seguir siendo mentalmente libre, incluso bajo la dictadura más férrea, y seguir destilando o disimulando sus ideas heterodoxas de modo que las autoridades sean demasiado estúpidas para reconocerlas? Y, aunque el escritor estuviera de acuerdo con la ortodoxia dominante, ¿por qué eso habría de cortarle las alas? ¿No es más probable que la literatura, o cualquier otro arte, florezca en sociedades en las que no hay grandes conflictos de opinión ni distinciones claras entre el artista y su público? ¿Debe uno dar por sentado que todo escritor es un rebelde, o incluso que el escritor como tal es una persona excepcional?

El periodista no es libre -y es consciente de esa falta de libertad- cuando se le obliga a escribir mentiras o a silenciar lo que le parece una noticia de importancia. 

En cualquier sociedad totalitaria que perdure más de un par de generaciones, es probable que la literatura en prosa, como la que ha existido los últimos cuatrocientos años, termine por desaparecer. 

Una sociedad se vuelve totalitaria cuando su estructura se vuelve flagrantemente artificial, es decir, cuando su clase gobernante ha perdido su función pero consigue aferrarse al poder mediante la fuerza o el engaño. 

Para dejarse corromper por el totalitarismo no hace falta vivir en un país totalitario. 

Así se puso de manifiesto con la Guerra Civil española. Para muchos intelectuales ingleses la guerra fue una vivencia profundamente conmovedora, pero no algo de lo que pudieran escribir con sinceridad. Solo se podían decir dos cosas, y ambas eran mentiras flagrantes; el resultado fue que la guerra dio lugar a kilómetros de letra impresa pero casi nada que valiera la pena leer. 

La literatura en prosa, tal como la conocemos, es el producto del racionalismo, de los siglos de protestantismo, del individuo autónomo, mientras que la destrucción de la libertad individual paraliza al periodista, al escritor o sociólogo, al historiador, al novelista, al crítico y al poeta, por ese orden. En el futuro, es posible que surja un nuevo tipo de literatura que o implique sentimientos individuales o una observación sincera,, pero en la actualidad resulta inimaginable. Más probable parece que, si desaparece la cultura liberal en la que hemos vivido desde el Renacimiento, el arte literario perezca con ella. 

Por supuesto, seguirá utilizándose la imprenta, y es interesante especular sobre qué materia escrita sobrevivirá en una sociedad rígidamente totalitaria. Cabe presumir que los periódicos seguirán publicándose hasta que la tecnología televisiva alcanzase un mayor nivel, pero, aparte de los periódicos, es dudoso, incluso ahora, que las grandes masas de los países industrializados sientan la necesidad de cualquier tipo de literatura. En todo caso, son reacias a gastar en literatura más de lo que gastan en cualquier otra diversión. Probablemente, las novelas y los relatos acaben siendo sustituidos por el cine y las producciones radiofónicas. O tal vez sobreviva algún tipo de ficción sensacionalista de mala calidad, redactada por una especie de cadena de producción que reduzca al mínimo la iniciativa humana. 

Es probable que el ingenio humano logre escribir libros por medio de máquinas, y, de hecho, ya se está produciendo una especie de mecanización en las películas, la radio, la publicidad, la propaganda y el periodismo de baja estofa. 

Los libros los planificarían a grandes rasgos los burócratas, y luego pasarían por tantas manos que, cuando estuviesen terminados, no serían un producto individual, como no lo es un coche Ford al llegar al final de la cadena de montaje. Huelga añadir que cualquier novela producida de ese modo sería pura basura, pero así no pondría en peligro la estructura del Estado. En cuanto a la literatura del pasado, sería necesario eliminarla o al menos reescribirla cuidadosamente. 

De momento el totalitarismo no ha triunfado totalmente en ninguna parte. Nuestra propia sociedad sigue siendo, a grandes rasgos, liberal. Para ejercer el derecho a la libertad de expresión, hay que lugar contra presiones económicas y contra poderosos sectores de la opinión pública, pero no contra una fuerza policial secreta, al menos por ahora.

La URSS es un país muy vasto que se está desarrollando muy deprisa y que necesita trabajadores científicos, así que los trata con mucha generosidad. Mientras se aparten de las cuestiones peligrosas como la psicología, los científicos son personas privilegiadas. A los escritores, en cambio, se los persigue con saña. Es cierto que a prostitutas literarias como Ilya Ehrenburg o Alexei Tolstói se les pagan enormes sumas de dinero, pero se les arrebata lo único que tiene valor para un escritor: la libertad de expresión. 

Si la inteligencia humana llega a ser totalmente distinta de como es hoy, tal vez aprendamos a separar la creación literaria de la honradez intelectual. De momento, solo sabemos que la imaginación, como algunos animales salvajes, no puede criarse en cautividad. Cualquier escritor que lo niegue -y casi todas las alabanzas actuales a la Unión Soviética implican dicha negación- está, de hecho, exigiendo su propia destrucción.