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El papel del comunismo en la Guerra Civil - Federico Jiménez Losantos


¿Y qué lugar juega en ella el comunismo? Sencillamente esencial. Furet parte de un error habitual en los lectores de Hugh Thomas y Gerald Brennan, que, sin animadversión hacia España ni voluntario sectarismo, desprecian los datos objetivos que explican la Guerra Civil; y que no son estrictamente obra de Stalin, pero sí total y absolutamente comunistas.

Dice Furet:

"La insurrección militar de julio, fiel a la tendencia de la derecha europea en el siglo, se ha justificado por la necesidad de salvar a España del comunismo; en el caso español, la amenaza comunista inexistente es el pretexto para una contrarrevolución de tipo clásico. Pero sirve también para señalar una verdadera revolución popular a la que la revuelta del ejército da  nuevas fuerzas. España ofrece el espectáculo de un conflicto más antiguo que el del fascismo y el antifascismo: en su suelo se enfrentan la revolución y la contrarrevolución."

Por supuesto que en España no existía una amenaza fascista, ni fue fascista en su origen el alzamiento de Franco, ni tuvo que ver con algún tipo de supremacismo racial al modo de Hitler o estatalista a lo Mussolini. Fue, efectivamente, una contrarrevolución... ¡porqué había una revolución! Y en toda Europa desde la Comuna y muy en especial desde la implantación del régimen soviético, como lo prueban los alzamientos de Alemania y Hungría, la revolución solo podía ser, desde Lenin, de signo comunista. O totalitario anticomunista, como los de Hitler y Mussolini, que nada tenían que ver con el 18 de Julio. Es pasmoso presentar como el capricho de un grupito de militares, obispos y duques lo que en el Parlamento había dicho el jefe de la oposición democrática, Gil-Robles, al que quisieron asesinar la misma noche que a Calvo Sotelo: "Media España no se resigna a morir".

Decir que los que entre el 17 y el 19 de julio se alzaron contra el gobierno del Frente Popular -que acababa de respaldar el asesinato del jefe de la oposición tras cinco meses de atrocidades impunes- no sabían contra qué se jugaban la vida, porque no había peligro comunista, es tan frívolo y falso como ignorar que los comunistas de signo marxista o bakuninista no sabían lo que hacían, que, por supuesto, lo sabían. Viendo las versiones condescendientes, cuando no racistas, de algunos historiadores sobre la guerra de España diríase que en 1936 cedimos a ese carácter tan nuestro, locoide, excéntrico, violento, medievalón, gipsy o risqué, que nos lleva de vez en cuando a emprender una bonita guerra civil para deleite del turismo.

No fue así. Lo que el Frente Popular, cuyas fuerzas mayoritarias eran radicalmente antidemocráticas (los comunistas bakuninistas, desde siempre; y los socialistas bolchevizados, desde la derrota electoral de 1933) pretendía desde febrero de 1936 era implantar una dictadura al modo de la leninista en Rusia. Y lo decía. Y lo que atropelladamente y a la defensiva intentó la media España "que no se resignaba a morir", siempre más legalista que la izquierda, fue impedir que les pasara lo mismo que a los rusos bajo Lenin. La diferencia es que en la guerra civil rusa, desatada por Lenin, ganaron los rojos, y en la guerra española, provocada por los rojos, ganaron los blancos. Pero las semejanzas de ambas, en lo civil y en lo militar, son asombrosas.

Sin embargo, Furet, tan crítico y meritorio en tantas cosas, asume el argumento más falaz del Frente Popular en su versión comunista al decir: "¡Estaba tan próxima la represión terrible de la insurrección obrera en Asturias!". En 1934, como dice Madariaga en su libro Spain, perdió la izquierda toda legitimidad para quejarse de ningún golpe de Estado, porque eso es lo que intentó: un golpe de Estado en toda regla contra la República. Ni fue solo en Asturias, ni fue solo obrera, ni hubo tal terrible represión. El golpe de Estado contra la legalidad republicana, por el que Indalecio Prieto, su gran urdidor, responsable del alijo de armas del barco Turquesa, pidió perdón a España antes de morir (algo que hoy se empeñan en olvidar los propios socialistas) fue largamente preparado y perpetrado por las izquierdas, que se negaban a reconocer su derrota electoral a finales de 1933 y a dejar el poder a los partidos vencedores, el Radical y la CEDA. En ese golpe de Estado, al que se unen los separatistas catalanes, y que no por fallido fue menos golpe, unos, los republicanos, trataban de imponer un régimen e la mexicana, impidiendo a las derechas católicas el acceso al poder; y otros, los socialistas, directamente un régimen como el de Lenin y Stalin, una "dictadura del proletariado", es decir, un Estado comunista. Y lo decían.

En febrero de 1936, la blandura, no la ferocidad, en la represión del golpe del 34 por el gobierno legítimo de la República, que debió ilegalizar a todos los partidos golpistas, tuvieron lugar unas elecciones adelantadas que solo obedecían a los cálculos partidistas del presidente Alcalá-Zamora, deseoso de inventar una especia de tercera fuerza entre los dos bloques que, como en toda Europa antes y después, suelen disputarse el poder.

Furet, siguiendo la línea de corriente de la historiografía sobre la Guerra Civil, dice que en febrero de 1936 el Frente Popular ganó "por pocos votos y muchos escaños". No fue así. Perdió en votos y robó los escaños. Solo mediante la manipulación de los resultados y el terror contra los candidatos de derechas para impedirles acudir a la segunda vuelta, se proclamó ganador de unas elecciones que había perdido. El libro de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García -1936: Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular. 2017- demuestra de forma incontrovertible que lo que han solido llamarse "irregularidades" fue un fraude descomunal -sesenta escaños- contra la voluntad popular. Pero lo peor es que eso fue el comienzo de un proceso revolucionario que sembró España de centenares de muertos y culminó con el asesinato del jefe de la Oposición Calvo Sotelo por policías de la escolta de Prieto, protegidos por el gobierno, que además se negó a investigar el asesinato.

Eso es lo que decidió a muchos militares, empezando por Franco, que eran conscientes de las escasas posibilidades de éxito, a rebelarse: que, sencillamente, los estaban matando, estaban sacando a punta de pistola, delante de sus familias, a los hombres a los que habían votado, a los líderes de la oposición parlamentaria, para pegarles un tiro en la nuca y dejarlos tirados en el cementerio. Eso lo estaban haciendo los mismo golpistas del 34, los socialistas y comunistas de las dos ramas, marxista y bakuninista, eso es lo que decían abiertamente las Juventudes ya comunistas del JSU y su líder, el "Lenin español", Francisco Largo Caballero: si no podían imponer de inmediato la dictadura del proletariado "irían a la guerra civil". ¡Y dice Furet que no había peligro comunista!


Los Reyes Católicos y los judíos (tercera parte)


Aparece Torquemada

El nombre de fray Tomás de Torquemada se identifica hoy con el de una persona siniestra. Los datos documentales que acerca de él poseemos no permiten, sin embargo, apoyar tal leyenda. Es posible que se le haya concedido más protagonismo del que realmente tuvo. Descendiente de conversos y sobrino de un famoso cardenal que escribiera un tratado en defensa de éstos y lograra mucho éxito en las negociaciones que permitieron resolver el problema de la revolución husita en Bohemia, goza indudablemente de la confianza de la Sede romana. En aquellos momentos era prior de santa Cruz de Segovia. No fue maestro conocido y, por consiguiente, no se señalan intervenciones doctrinales de importancia, pero se esperaba de él que se moviese en la misma línea que defendiera un famoso tío: lo importante no era castigar a los conversos por sus desviaciones, sino conseguir que permaneciesen firmes en la doctrina de la Iglesia. 

El 18 de abril de 1482 Sixto IV redactaría una bula con instrucciones precisas, estableciendo garantías para los conversos que no se habían dado en los primeros momentos y que estaban acordes con las leyes y costumbres de la Iglesia:

- Los inquisidores, respetando las normas del Derecho canónico, tenían que someterse a la autoridad de los ordinarios de cada lugar, los cuales debían ser puntualmente informados de todas las actuaciones. 

- Los abogados defensores de los reos tendrían conocimiento de los nombres de los denunciantes y testigos y de las pruebas por éstos aportadas.

- Una vez pronunciada la sentencia, los condenados tenían derecho de apelación a Roma, la cual tenía que ser admitida y cursada so pena de excomunión. 

- Los conversos que hubiesen sido absueltos por los ordinarios de cada lugar, cumpliendo la penitencia conveniente, no podrían ser juzgados por los inquisidores.

- Del mismo modo los reconciliados -el acto en principio era estrictamente privado- podían hacer público su perdón, convirtiéndose así en escudo contra las denuncias. 

No cabe duda de que con esta bula se restablecía una considerable parcela de justicia, de acuerdo con la doctrina de que la Iglesia era custodia. Fernando la rechazó, escribiendo a Salvio Casseta que de ninguna manera estaba dispuesto a admitir salvo a aquellos inquisidores por él recientemente nombrados. Esto nos obliga a introducir una importante rectificación a la noticia que suele incluirse en los libros de texto: no fueron los reyes sino la Sede romana -o la Orden de los dominicos- quien introdujo el nombre de Torquemada. 

El gobierno de Torquemada

En aquella época la represión por motivos religiosos -pronto se sumarían a ella los protestantes- estaba considerada en toda Europa como deber primordial del Estado. 

No han podido detectarse con precisión casos en que fuera aplicada la tortura.

Torquemada es el verdadero creador del Consejo de la Santa Inquisición, que se reunió por primera vez en Sevilla el 29 de noviembre de 1484. 

El primer auto de fe vallisoletano tuvo lugar el 19 de junio de 1489 con 18 ejecuciones, de las que algunas fueron solamente en efigie. Hemos de admitir, pues, que la que actualmente consideramos como “opinión pública” se manifestaba de acuerdo con los rigores de la Inquisición, sin que hayan llegado a nosotros criterios discordantes. A esto se acomodaron los reyes, aunque no puede decirse que intervinieran para estimular los odios y sí, en contadas ocasiones, para mitigarlos. 

Los Reyes Católicos y los judíos - Luis Suárez (Segunda parte)


La Inquisición nueva

Apareció, tras las conversaciones con el nuncio, la Inquisición, que se diferenciaba de la antigua en que no era mero procedimiento judicial. En octubre de 1477, Nicolás Franco había comunicado a Isabel la preocupación que el papa Sixto IV sentía a causa de los informes que estaba recibiendo acerca del problema de los conversos. Franciscano, el Pontífice compartía las preocupaciones de los mendicantes. A estas noticias se sumaron otros datos que los propios reyes recogieron durante su estancia en Sevilla; conocemos su reacción por un documento muy tardío, de 1507, ya muerta Isabel; en él Fernando, que se expresa en primera persona, justificaba el rigor de las primeras actuaciones inquisitoriales diciendo que si aquellas denuncias “nos las dijeran del Príncipe, nuestro hijo, hubiéramos hecho lo mismo”. Tenemos aquí un testimonio irrefutable acerca de uno de los aspectos fundamentales de la cuestión: Fernando e Isabel no parecen haber sentido la menor duda acerca de sus actuaciones que consideraban fruto del deber. La responsabilidad en este aspecto no ofrece la menor duda.

Estamos ahora en condiciones de saber cuáles eran las tres principales acusaciones que se formulaban contra los conversos, las cuales fueron absolutamente creídas. Esto no significa que debamos considerarlas verdaderas. Sirvieron de punto de partida para la dura persecución:

- Los conversos, cristianos únicamente de nombre, seguían practicando la ley mosaica, leyendo y obedeciendo el Talmud y guardando las fiestas y ritos propios del judaísmo. Rechazaban el dogma de la Trinidad y, consecuentemente, la divinidad de Jesucristo. Por eso evitaban la palabra de Dios, que les sonaba a plural, y la sustituían por “el Dio”. Despreciaban la virginidad y fomentaban toda clase de relaciones sexuales.

- Buscaban por todos los medios la acumulación de riquezas a fin de disponer de grandes fortunas que les permitiesen acceder a oficios desde los que fuese posible ejercer poder sobre los cristianos. 

- Estaban inclinados a la brujería. Eran muchos los cristianos ignorantes o malévolos que consideraban al Qabbalah -el alfabeto hebreo- como un libro de conjuros mediante los cuales se provocaba la intervención del Diablo. Las postrimerías del siglo XV fueron prolíficas en toda clase de supersticiones: brujos y astrólogos proliferaban en las Cortes de los príncipes; uno de los criados del arzobispo Carrillo fue condenado a la hoguera por brujería. Palancia afirma que el prelado se dejaba guiar por este tipo de supersticiones.

Las instrucciones que se entregaran a Nicolás Franco en Roma insistían en calificar tales delitos como síntomas de la mayor gravedad. En Sevilla se habló de la necesidad de recurrir el procedimiento inquisitorial como se había proyectado ya en época de Enrique IV. Pero los reyes se quejaron de la escasa eficacia del mismo, al encomendarse a dos obispos; era imprescindible que el Pontífice les otorgara facultad para escoger a los inquisidores fuera del ámbito de la autoridad dominicana -aunque ellos pensaban recurrir a frailes predicadores-, prestándoles en consecuencia todo el apoyo que necesitaban desde el aparato del Estado. Sixto IV aceptó la propuesta y el 1 de noviembre de 1478 (bula Exigit sincera devotionis) se dio el paso decisivo que permitiría crear una Institución dentro de la Monarquía española, aunque conservando su carácter eclesiástico. Años más tarde Sixto IV se daría cuenta del error cometido tratando de rectificar sin sin conseguirlo nunca del todo. 

Gregorio IX había establecido el requisito del previo procedimiento inquisitorial, reservado a los dominicos, como un medio de defensa de los fieles, una vez que el emperador y los reyes incluyeran la herejía entre los más graves delitos, a fin de impedir que los soberanos temporales se sirviesen de ella como un medio de persecución contra sus enemigos políticos: la Iglesia exigía que antes de que pudiera aplicarse un castigo, fuese imprescindible que los inquisidores (literalmente averiguadores) declarasen que el delito efectivamente existía. Invocando razones de eficacia, la bula de 1478 -el Papa diría luego que se había presentado la petición en forma mu “general y confusa”- permitía a la Corona escoger dos o tres eclesiásticos mayores de cuarenta años, bachilleres o maestros en Teología, de reconocida virtud y probados mediante examen, y convertirlos en verdaderos funcionarios suyos para persecución del delito específico de la “herética pravedad”. Se invertían, pues, los términos respecto a la intención inicial de la Iglesia, cuya misión consiste en perdonar, absolver y defender; prestaba sus medios para una operación de represión. Se brindaba al Estado -como sucedería en la segunda fase- la posibilidad de servirse de la “herética pravedad” como instrumento contra sus enemigos. 

El 27 de setiembre de 1480, estando en Medina del Campo, Fernando e Isabel nombraron los dos primeros inquisidores, con competencia limitada al ámbito de Sevilla: se trataba de los dominicos Fran Miguel de Morillo y Fran Juan de san Martín, a los que se sumaron dos ayudantes, López del Barco y Juan Ruiz de Medina, que no lo eran; lógicamente estaban capacitados para contratar otro personal subalterno. Coincidiendo con este nombramiento se cursaron disposiciones que tendían a hacer más rigurosa la dificultad para el trato de judíos con cristianos en Sevilla. Recordemos que la Inquisición no tenía poderes para procesar o juzgar a los judíos. 

Reaccionan los dominicos

No se han conservado los procesos inquisitoriales de esta primera etapa, de modo que estamos obligados a servirnos únicamente de noticias proporcionadas por los cronistas. Según Pulgar que, pese a la oficialidad de su Crónica, no puede evitar el tono pesimista, al publicarse el “edicto de gracia”, con que los inquisidores debían comenzar sus actuaciones, quince mil conversos se acogieron a él: implicaba una confesión de culpas  la imposición de una penitencia, en grado diverso, cumplida la cual se consideraba que los afectados quedaban integrados en la comunidad cristiana sin ulteriores dificultades. La cifra debe ser puesta en sospecha como todas las que manejan las crónicas. Continúa diciendo que los inquisidores, procediendo con “rigor inusitado”, pronunciaron 2.700 penas de muerte, como respuesta a herejía no confesada ni arrepentida. Aun suponiendo que la cifra sea correcta se debe tener en cuenta que incluía los condenados en ausencia, que no pudieron ser hallados, y los difuntos cuya memoria de este modo se maldecía. 

El lugar de las ejecuciones se fijó en Tablada, fuera de la ciudad. Alfonso de Palencia, testigo presencial y menor reticente que Pulgar, dice que allí fueron quemados, vivos o muertos, 500 reos. No tenemos tampoco seguridad absoluta de la corrección de tales cifras. Un dato importante que ambos cronistas recogen, y que se ve confirmado por documentos posteriores, es que Isabel, “estimando en poco la disminución de sus rentas y reputando en mucho la limpieza de sus tierras”, apoyó el rigor con que actuaron estos primeros inquisidores. La justicia parecía identificarse con la falta de misericordia, que es típica en las acciones represivas de todos los tiempos. 

Como en toda represión existen aspectos que no pueden ser medidos por medio de cifras. Todo aquel que había pasado por la humillante experiencia de una “reconciliación” pública, quedaba marcado para siempre como persona degradada. Es cierto que, pasados estos primeros años, habiendo recuperado la jerarquía católica una parte de la dirección, los castigos se hicieron menos graves, hasta el punto de que los investigadores actuales, cotejando cifras, llegan a descubrir que las sentencias capilares de la Inquisición fueron de número inferior a las que en otros países pronunciaban tribunales ordinarios en relación con los mismos delitos, pero ello no impide reconocer el daño profundo que, para la Iglesia misma, suponía poner una parte de sus efectivos al servicio del Estado para persecución de aquellos a quienes se consideraba enemigos de la “república de estos Reinos”. Puede decirse con los datos que poseemos que los otros tribunales especiales fuera de España fueron peores para sus víctimas, pero no es menos cierto que la Inquisición significó para la Iglesia y para la Monarquía católica, un serio perjuicio. 

Franco desde una perspectiva histórica -3ª y última parte-


Fuente: Franco, una biografía personal y política. Stanley G. Payne - Jesús Palacios

Una dictadura no es una escuela formal de demócratas, y Franco no fue responsable de la democratización de España, aunque, paradójicamente, bajo su mandato el pueblo español fue capaz de desarrollar la mayoría de los presupuestos que se exigen a un pueblo democrático. 
Con el paso del tiempo, las encuestas de opinión han registrado valoraciones más negativas sobre Franco que las que se hicieron en los primeros años tras su muerte. La generación que ha vivido y conocido más el franquismo ha dado respuestas más positivas que la de los más jóvenes, pero quizá esto no debe sorprendernos. Las encuestas de opinión en el siglo XXI, por ejemplo, reflejan una visión negativa de la época de Franco en un porcentaje superior al doble de quienes la ven de manera positiva. Por lo general, alrededor del 40 por ciento considera su mandato como una mezcla de aspectos positivos y negativos, una valoración bastante razonable para un proceso histórico tan complejo. 
Franco y su régimen representan la culminación de un proceso y la conclusión de una larga época de conflictos entre tradición y modernidad que duró dos siglos, desde el reinado de Carlos III hasta 1975. En algunos aspectos Franco puede considerarse la última gran figura del tradicionalismo español, y bajo dicha perspectiva, Franco, con sus políticas y valores, significó un final más que un principio. Tuvo éxito en aspectos clave de la modernización y liquidó para siempre ciertos problemas del pasado, aunque otros simplemente se pospusieron hasta después de su muerte. Debido a sus valores y a sus tendencias políticas, no pudo construir la nueva España del futuro ni en la forma que había previsto ni en la que adquiriría tras su desaparición. 
A pesar de la aparente sencillez de algunas de sus ideas fundamentales y de sus declaraciones principales, Franco fue una personalidad histórica compleja que tuvo que resolver una variedad inusual de contradicciones. Comenzó siendo un débil adolescente, aparentemente frágil e insignificante oficial, para convertirse en el general más joven y distinguido del ejército. Monárquico por convicción, aceptó a regañadientes la legitimidad de una república democrática. 
Aspiró a tener un imperio con el apoyo de Adolf Hitler, con el que acabó poniendo distancias, y abandonó años después todas las posesiones españolas en África prácticamente sin violencia. Se manifestó contrario a las democracias liberales occidentales, pero acabó negociando importantes pactos con Estados Unidos para la defensa y cooperación, aunque siempre se mantuvo en guardia convencido de que el mundo occidental estaba siendo socavado por la masonería, su bestia negra.
Fue un anticomunista visceral que habló con admiración de Ho Chi Minh, líder del nacionalismo vietnamita, y aconsejó a Lyndon Johnson que no siguiera adelante con la guerra de Vietnam, porque Estados Unidos la perdería. 
La importancia de Franco en la historia de España radica, en primer lugar, en la larga duración de su mandato, que marcó el destino político del país entre 1936 y 1975, y en segundo término, en los profundos cambios que se llevaron a cabo durante dicho periodo, muchos de ellos diseñados y preparados bajo su jefatura, otros consecuencia o producto de sus políticas y algunos que contradecían directamente sus propias intenciones. El régimen y la época de Franco marcaron la conclusión de un largo y convulso periodo en la historia de España y abrieron el camino –aunque no fuera lo pretendido- hacia una era más prometedora, aunque Franco, como Moisés, tuvo que quedarse en la orilla sin cruzarla. Su carácter, su personalidad y sus valores no selo permitieron: fue el Caudillo militar de una sociedad conservadora que en gran medida había dejado de existir incluso antes de su propia muerte. 

Franco desde una perspectiva histórica -2ª Parte-


Fuente: Franco, una biografía personal y política. Stanley G. Payne - Jesús Palacios


Debemos resaltar que la dictadura de Franco no fue una dictadura militar, sino la dictadura de un militar.


La Falange le fue útil a Franco para "cubrir el expediente" y maquillar su régimen durante un tiempo. Ismael Saz ha definido el régimen de "fascistizado"  y no totalmente fascista, lo que parece bastante exacto.


Franco no era un líder fascista carismático, como sí lo eran Hitler o Mussolini, pero el trauma de la Guerra Civil, unido a su completa victoria en la guerra, le proporcionó de facto un importante grado de legitimidad, e incluso cierto atractivo como vencedor, así como un elemento de carisma tradicional como defensor de la religión y de la cultura secular. En cierto modo, su poder se desarrolló como el de un monarca electivo; un poder que derivó en absoluto tras su designación por la Junta de Defensa Nacional. Salvando las distancias, un modelo y referente histórico podría ser Napoleón Bonaparte. Franco utilizó ciertos procedimientos bonapartistas, como el referéndum (aunque real) y la diarquía institucional, con un Consejo Real que garantizaba la legitimidad, continuidad y autoridad, aunque no resultara como la había planeado. También hay algún paralelismo con el reinado de Enrique de Trastámara, vencedor de la gran guerra civil de Castilla, de la década de 1360. Enrique no tenía legitimidad dinástica, que recaía en su rival, pero se presentó como el defensor de la religión, la ley y la tradición, en oposición a la heterodoxia y el despotismo arbitrario de Pedro el Cruel. La ayuda extranjera también desempeñó un papel importante en su victoria, aunque el reinado de Enrique no marcó una ruptura tan abrupta como el gobierno de Franco.
A pesar de los numerosos caudillos y dictaduras militares en la historia de Hispanoamérica, no hay evidencias de que Franco se viera influenciado por alguno de ellos (por el contrario, varios regímenes hispanoamericanos sí pudieron recibir la influencia de Franco). Con la principal excepción de Argentina, entre 1945 y 1950, los medios de comunicación españoles reflejaron a menudo cierto grado de ambigüedad respecto a os regímenes autoritarios del hemisferio occidental. La censura prohibió que se aplicara el término "caudillo" a cualquier dictador hispanoamericano, por temor a que originara confusión con el concepto original español.


La experiencia de España y de su dictadura entre 1945-1948 fue única en los anales de los estados contemporáneos occidentales. Franco se mantuvo firme e imperturbable, cualidades necesarias para su supervivencia política, con el respaldo de la mayoría de los sectores que lo habían apoyado en la Guerra Civil. La excepción de don Juan y de un pequeño grupo de monárquicos resultó irrelevante. Nunca se sabrá qué porcentaje exacto de la población apoyaba verdaderamente a Franco, pero lo que es evidente es que la gran mayoría no quería someterse a otra convulsión. De ahí el escaso apoyo popular a la insurgencia de la guerrilla comunista de los maquis y anarquistas, que pretendían reactivar la Guerra Civil, aunque a menudo sus acciones no fueron más que simples actos terroristas. Desde el punto de vista exterior, fue muy negativo para el conjunto de la oposición a Franco el que las autodefinidas "fuerzas democráticas españolas" se postulasen ante Naciones Unidas como alternativa, porque dichas "fuerzas democráticas" habían dejado de existir en la primavera de 1936, fueron represaliadas por ambos bandos durante la guerra y carecían de representación en el Frente Popular. Julián Marías observaría más adelante con acierto que la mayoría de los españoles "esperaban con calma y sin prisa" la evolución del régimen de Franco, comprendiendo que no podrían haber esperado nada mucho mejor si el otro bando hubiera ganado. La única oposición activa no procedía de ninguna "fuerza democrática", prácticamente inexistente, sino de los comunistas y anarquistas, que no se diferenciaban en nada de los revolucionarios que, en primer término, habían provocado la Guerra Civil. 


El aspecto más novedoso del gobierno de Franco no fue el radicalismo político de su pseudofascismo, sino su esfuerzo por restaurar el tradicionalismo cultural y religioso, algo sin parangón en ningún otro país europeo, ni siquiera Portugal. 


Respecto a sus políticas, Franco fue siempre un pragmático dispuesto a llevar a cabo ajustes fundamentales si era absolutamente necesario. Aunque a veces era bastante terco (como en su política internacional en 1943-1944), si los ajustes eran necesarios, siempre terminó realizándolos. 


Muchos de sus críticos han mantenido que su único principio era aferrarse al poder todo el tiempo que pudiera y a costa de lo que fuera. En última instancia la idea es correcta, porque casi desde el mismo inicio de su régimen tomó la decisión de que solo dejaría el poder camino del cementerio, como afirmó en un par de ocasiones. En esta determinación estuvo profundamente influenciado por el amargo destino de Primo de Rivera en 1930 y por el cruel de Mussolini en 1943 y 1945. Franco creía que cabalgaba sobre un tigre del que nunca podría bajarse con seguridad. 


Nunca lo arriesgó todo a una sola jugada o a una posición fija, aunque esto no oculta el hecho de que sus principios básicos jamás se vieron comprometidos: autoritarismo, monarquismo, tradicionalismo religioso y cultural, una política económica desarrollista y nacional, el bienestar social y la unidad nacional. 


En 1956, un crítico tan duro como Herbert Mathews no lo definió como fascista, sino como "fascistoide". Y en la década de los sesenta, aunque pareciera excesivo, los analistas utilizaron términos como "régimen autoritario", "corporativismo", "autoritarismo conservador" e incluso "pluralismo unitario limitado". 


Franco sabía bien que era el "último dictador fascista que quedaba" entre la mayor parte de los jefes de Estado del mundo occidental. En este sentido es interesante comparar las actuaciones de Franco con las de Tito (Josip Broz) y las posiciones que se adoptaron con uno y otro después de 1948. Tito, como Franco, llegó al poder tras una guerra civil revolucionaria, que en su caso ganaron los revolucionarios, y pese a que utilizó la propaganda para hacer lo contrario de lo que decía, se dedicó a combatir con mucho más ahínco a los contrarrevolucionarios que a luchar contra los italianos y alemanes. Tito también tuvo que recurrir a la ayuda militar extranjera (en su caso, del ejército rojo) para hacerse con el control del país. El baño de sangre que hubo en Yugoslavia tras la represión de 1945 y 1946 fue, en términos absolutos, aún mayor que la que se registró en España entre 1939 y 1942, y la violencia se ejerció con mayor brutalidad, con ejecuciones en masa y a gran escala. En su primera fase, la nueva dictadura de Yugoslavia fue incluso más extrema, inspirada directamente en el modelo represivo de la Unión Soviética. 


Posteriormente, las circunstancias internacionales provocaron el cambio hacia la moderación tanto en Yugoslavia como en España, con solo algunos años de diferencia. El régimen de Tito se transformó en una dictadura no totalitaria con un semipluralismo limitado, lo que suponía una herejía para la ortodoxia marxista-leninista. Constituía un agudo contraste respecto a otros regímenes comunistas, del mismo modo que el régimen de Franco lo era respecto a las potencias del Eje. Pero incluso en sus años finales, la dictadura de Tito siguió siendo más autoritaria y represiva que la de Franco (a pesar del semifederalismo yugoslavo y la muy limitada autogestión en las fábricas) y no pudo alcanzar un nivel equivalente de progreso cultural, social y económico. La muerte de Tito no fue seguida de una democratización, sino que primero adquirió una forma de autoritarismo colegiado, y después dio lugar a una guerra civil genocida como consecuencia de un proceso separatista y de la destrucción de Yugoslavia. Y resulta curioso constatar cómo a Tito se le elogió a menudo en la prensa occidental y se le definió como un gran reformista y un innovador, llegando a recibir de los países occidentales una ayuda internacional considerablemente mayor que la que jamás le ofrecieron a Franco. 


Los puntos oscuros de la biografía de Franco fueron tres: la represión al finalizar la Guerra Civil, su política favorable al Eje durante la Segunda Guerra Mundial y la larga represión que hubo en España durante una parte de su dictadura. Las tres acusaciones son evidentemente ciertas. Pero la represión de Franco, en cuanto al número de vidas perdidas, no fue peor que la de otros vencedores en guerras civiles revolucionarias -en realidad, fue más moderada-.


Pensar que una hipotética tercera república caótica, fuertemente dividida y violenta lo habría hecho mejor requiere una considerable dosis de voluntarismo irreal. Debe tenerse en cuenta que fue el Frente Popular, y no Franco, el que creó unas condiciones de guerra civil haciendo un uso arbitrario del poder en 1936, y que el regreso a la democracia abierta entre abril de 1931 y febrero de 1936 resultaba impensable, tal y como algunos izquierdistas relevantes, como Gerald Brenan, han admitido a regañadientes. 


Los críticos más severos de Franco le han acusado de cargos abominables, como el de ser el peor y el más sanguinario de todos los dictadores de Occidente, incluso más cruel que Hitler, puesto que hubo más ejecuciones en los primeros seis años del régimen del Generalísimo que en el tiempo de paz del Tercer Reich, entre 1933 y 1939. Obviamente, una dictadura en tiempos de paz y una guerra civil revolucionaria no constituyen lo que los sociólogos demoscópicos llamarían "elementos comparables". Siguiendo el mismo razonamiento anacrónico, podría decirse que la República democrática de abril de 1931 a febrero también fue peor que el Tercer Reich en tiempos de paz, porque se registraron más asesinatos políticos y hubo focos de insurgencia y hasta una miniguerra civil. 


La hipérbole de las críticas ha adquirido una nueva dimensión al inicio del siglo XXI con la movilización de la llamada “memoria histórica”, que acusa a Franco de todos los males cometidos por cualquier dictadura en cualquier parte del mundo durante el siglo pasado. Si Hitler llevó a cabo un Holocausto contra los judíos, Franco también fue culpable de un “holocausto” en España; si los turcos y otros fueron responsables de terribles genocidios, Franco también tuvo que cometer un “genocidio”, y si las víctimas de la izquierda desaparecieron durante las dictaduras de Sudamérica, entonces Franco también fue responsable de “desapariciones”.

Durante sus primeros años de gobierno tras la Guerra Civil, su régimen fue represivo en extremo y se ejecutó a unas 30.000 personas (a algunos por “crímenes políticos”), y durante décadas mantuvo a una sociedad dividida entre vencedores y vencidos. Con las excepciones de Álava y Navarra, los fueros regionales, los derechos y las distintas lenguas y culturas fueron reprimidos, aunque la permisividad fue en aumento en lo referente a la lengua y la cultura en la década de los sesenta, lo que permitió un importante reflorecimiento de estas durante los  últimos años del régimen. En términos económicos, las provincias vascas disfrutaron de una posición privilegiada. 
El autoritarismo político estuvo acompañado de favoritismos, de monopolios económicos y, a menudo, de una considerable corrupción, ligada al peculiar funcionamiento del régimen. Pese a todo, ni Franco ni Carrero Blanco saquearon las arcas del estado ni malversaron fondos públicos, y la honestidad y la eficacia de la burocracia estatal aumentaron notablemente en los últimos años del régimen. Después de los años cuarenta no se produjo nada equiparable a la masiva y directa corrupción de los gobiernos socialistas españoles de 1982 a 1996 y de 2004 a 2011, o de los gobiernos de centro derecha entre 1976 y 1981, de 1996 a 2004 y de 2011 en adelante. Y esto viene siendo así porque en la España formalmente democrática desde 1977 se ha instalado un sistema de corrupción sin límite que afecta a todas sus instituciones, administraciones y gobiernos. 
Uno de los libros más difundidos y leídos sobre un dictador moderno, Hitler: A Study in Tyranny, de Alan Bullock, concluye con la descripción de una Alemania en ruinas y cita el aforismo romano: “Si buscas su monumento, mira alrededor”. Si aplicamos este método a Franco, el observador encuentra un país que alcanzó su mayor nivel de prosperidad de su larga historia, que llegó a ser la novena potencia industrial del mundo, con la “solidaridad orgánica” de la gran mayoría de la población, que había aumentado considerablemente, y una sociedad bien preparada para la convivencia pacífica y para un nuevo proyecto de democracia descentralizada. La política de Franco ha recibido, y sique recibiendo, juicios muy extremos y radicales por parte de la izquierda, sin que esta haya sido capaz de despojarse de su tabúes o mantras “guerracivilistas” para emitir una valoración equilibrada. 
Una década después de la muerte de Franco, en una de las principales publicaciones norteamericanas se publicó un artículo que sentenciaba: “Lo que en realidad consiguió fue la protomodernización de España (…) Franco dejó España con unas instituciones dirigidas por una élite económica tecnocrática y una moderna clase dirigente que hicieron posible que el que fuera en tiempos de su guerra civil un país agrícola y pobre consiguiese unos recursos productivos necesarios y unos niveles de vida cercanos a los de sus vecinos del sur de Europa. ¿Pudo ser esto lo que la Guerra Civil dilucidó? La respuesta a esta última pregunta es “no”, pero el planteamiento general está bien traído. 
La legión de críticos de Franco censuran por superficial cualquier conclusión positiva sobre su régimen, e insisten en que los grandes avances logrados durante su mandato fueron solo producto de las circunstancias, que no tuvieron nada que ver con él y que se produjeron a su pesar. En algunos aspectos esta observación es correcta, aunque suele aplicarse de una forma demasiado categórica. 
Lo que a Franco le llevó dos décadas, a la China comunista le llevó casi el doble de tiempo, y en una fase posterior y más avanzada de la economía mundial, aunque lo cierto es que al régimen chino esto le supuso un cambio aún más drástico.


La dictadura militar del general Park Chung-hee, que dirigió Corea del Sur desde 1961 a 1974, pudo ser el régimen no europeo que en algunos aspectos más se asemejó al de Franco, pero se pueden encontrar variantes del “modelo Franco” en diversos países incluso en el siglo XXI.
Franco no fue rey, pero actuó tácitamente como un poderoso monarca investido de todos los poderes absolutos. Y sin ser rey, fue hacedor de reyes.


Franco consiguió uno de sus principales objetivos: un notable incremento de la cooperación y la solidaridad social. Esto se apoyó en el corporativismo nacional, en el crecimiento económico y en la redistribución de la renta nacional por medio de cambios estructurales, más que en la subida de impuestos, así como en la prohibición de políticas partidistas.

Si bien debe reconocerse que la calidad de la educación primaria y secundaria, a principios de los setenta, alcanzó un nivel respetable y que, en ciertos sentidos, la “democratización” posfranquista de la educación bajó su calidad. 
Paradójicamente, otra característica de la modernización institucional que logró Franco fue la relativa despolitización del ejército, por más que su régimen comenzara como un gobierno militar y que Franco siempre fuera muy claro a la hora de confiar en los militares para evitar la desestabilización. Mantuvo una relación especial con sus generales, si bien a cierta distancia, manipulándolos, cambiando y rotando a los altos mandos, con el fin de evitar cualquier concentración de poder en sus manos. El hecho de que hubiera militares en tantos puestos ministeriales y administrativos, sobre todo durante la primera mitad del régimen, oculta el hecho de que Franco impidió la interferencia militar en el gobierno y eliminó cualquier posibilidad de que se creara un colectivo independiente, o de que los militares tuvieran un papel institucional más allá de su propia esfera profesional. Los oficiales que ocuparon cargos civiles lo hicieron como administradores individuales en instituciones del Estado, y no como representantes corporativos de las fuerzas armadas. La relativa desmilitarización de los presupuestos estatales, debido no tanto al respeto de Franco por la educación como a su reticencia a gastar dinero en una modernización de las fuerzas armadas que pudiera alterar su equilibrio interno.
Desde su propio punto de vista, su mayor fracaso estuvo en la imposibilidad de sostener el resurgimiento neotradicionalista religioso y cultural que subyacía en el régimen. Esto no se debió a la falta de esfuerzo, sino a que la modernización cultural fue la contrapartida inevitable de la transformación económica y social que se produjo a gran escala, junto a la sorprendente liberalización que tuvo lugar en el seno de la Iglesia católica y romana durante la década de los años sesenta. Franco fue consciente de las contradicciones que se producirían, lo que en parte contribuyó a su reticencia a alterar su política de autarquía económica  y a levantar las barreas proteccionistas en 1959. La continuación de su régimen se volvió imposible no tanto por el hecho de su muerte –el fallecimiento de Salazar no trajo consigo el final de su régimen- como por la desaparición del marco social y cultural en el que originalmente se había basado. La sociedad y la cultura franquista e habían erosionado mucho antes de que el Caudillo expirara. Además, la ausencia de una ideología clara después de 1957 hizo muy difícil cualquier consenso que apoyara una ortodoxia franquista que pudiera desarrollarse entre las élites del régimen durante sus últimos años. 
El nuevo “modelo español” de democratización sirvió a partir de entonces de referencia para la democratización posterior de un número importante de sistemas autoritarios de Sudamérica y del este de Asia. 
A menudo se ha planteado hasta qué punto Franco previó o intuyó unas consecuencias como las que se dieron, pero, a falta de cualquier prueba relevante, la pregunta no puede contestarse con certeza. En la década de los sesenta Franco expresó su convicción de que el florecimiento en Occidente de los países capitalistas con regímenes liberales y democráticos solo era una fase temporal, que daría paso a sistemas con un mayor poder central del estado y de corte más autoritario. Adolfo Suárez, el presidente del gobierno que lideraría la Transición hacia la democracia en sinergia con el rey Juan Carlos, declaró que cuando informó a Franco sobre UDPE (la “asociación política” promovida por el Movimiento), tan solo unas semanas antes de su fallecimiento, el Caudillo le preguntó si el Movimiento podría perpetuarse después de él. Suárez le contestó que creía que no, y Franco le preguntó si eso significaba que el futuro de España sería inevitablemente “democrático”, a lo que Suárez contestó afirmativamente. Franco se le quedó mirando, se dio media vuelta y no dijo nada. El problema de esta anécdota es su credibilidad, pues Suárez llegaría a contarla con versiones diferentes. 
Lo que está más contrastado es la insistencia de Franco al príncipe de que el nuevo rey no podría gobernar como él lo había hecho. Franco sabía que Juan Carlos haría cambios y que serían en una dirección más liberal. Después de todo, el propio Franco había hecho lo mismo en varias ocasiones. El problema estaba en que Juan Carlos había jurado lealtad a las Leyes Fundamentales, y Franco confiaba en que se mantendría buena parte de la estructura sustancial del régimen, incluso su formulación íntegra. Es más que probable que en sus últimos meses comprendiera que eso no ocurriría, pero entonces ya estaba demasiado débil y nada podía hacer, salvo permanecer al mando hasta que su salud se quebrantase definitivamente y traspasar después las riendas del poder. No importa mucho que creyera o no en que la democracia llegaría a ser estable en España, pues él seguía dudando de que los españoles hubieran aprendido a cooperar eficazmente. 

George Orwell, Ensayos


Ay, qué alegrías aquellas. 1939 (?)- junio de 1949 (?)

En general, los recuerdos que uno tenga sobre cualquier etapa de su vida se debilitan por fuerza a medida que uno se aleja de ella. Uno aprende de continuo nuevas realidades, y las de antaño han de dejar paso a las nuevas. A los veinte años podría haber escrito la historia de mis años escolares con una exactitud que ahora me resultaría imposible. Pero también puede darse el caso de que los propios recuerdos se intensifiquen tras un largo periodo, porque uno contempla el pasado con la mirada limpia y, por así decirlo, porque uno contempla el pasado con la mirada limpia y, por así decirlo, repara en hechos que previamente habían existido de manera indiferenciada, entre muchísimos más. He aquí dos cosas que en cierto modo recordaba, pero que no me llamaron la atención por su extrañeza, por su interés, hasta hace relativamente poco. 

Evelyn Waugh (inacabado, abril (?) de 1949

En 1895 cuando encarcelaron a Oscar Wilde, habría hecho falta mucha valentía moral para defender la homosexualidad. Hoy no requeriría ninguna; una acción equivalente sería, tal vez, defender el antisemitismo. Pero eso nos recuerda que nos se puede juzgar el valor de una opinión solo por la valentía que hace falta para defenderla. Todavía existen la verdad y la falsedad, es posible defender una creencia verdadera por motivos equivocados y, aunque tal vez no se haya producido ningún avance en la inteligencia humana, las ideas predominantes en una época a veces son claramente menos estúpidas que las de otras. 

Franco desde una perspectiva histórica -1ª Parte-

Fuente: Franco, una biografía personal y política. 


Franco escribió su nombre en toda una época de la historia de su país, e incluso algunos de sus enemigos reconocieron que había llegado a ser la figura más importante de España desde los tiempos de Felipe II.


Perteneció a la época de los grandes dictadores europeos: Mussolini, Stalin y Hitler. Franco fue el cuarto en importancia del grupo, pero se puede decir que era el más normal de los cuatro y, tal vez por ello, el que tuvo más acierto.


Franco nunca mandó ejecutar a una persona que hubiera sido un estrecho colaborador, como sí hicieron Hitler, Stalin y Mussolini.


De hecho, Franco, casi nunca habló mal de nadie, salvo en abstracto. Comparado con los otros tres dictadores, tampoco sufrió de aberraciones sexuales ni de excesos; fue el único de los cuatro completamente fiel y devoto esposo y padre, así como el único cristiano del grupo, por modesta que fuera su caridad.


Es cierto que Franco fracasó en su objetivo de hacer de España una potencia militar relevante, pero tras su muerte dejó una sociedad más feliz, próspera, potente y moderna que aquella de la que se hizo cargo. Y esto es mucho más de lo que se puede decir de Stalin, que creó una gran potencia militar, pero destruyó en el proceso una gran parte de su sociedad, reduciéndola a la miseria e impidiendo su desarrollo histórico de cara al futuro.


Creía firmemente en un nuevo papel imperial de España en la época de los imperialismos europeos. Franco nunca se opuso directamente a la República democrática, cuya legitimidad aceptó durante bastante tiempo, pese a ser personalmente partidario de gobiernos fuertes y autoritarios, al igual que muchos jefes militares europeos de su generación.

Era un convencido católico, incluso devoto y, al contrario que su colega Mola, prefería una relación cercana entre la Iglesia y el Estado, aunque habría aceptado la separación en determinadas circunstancias.
Franco fue el único de los grandes dictadores del siglo XX que, en gran medida, modificó y transformó su programa inicial.
La proclamación de la Segunda República no fue en absoluto de su agrado, pero, como la mayoría de los españoles, aceptó su legitimidad mientras la República respetó la ley. Franco siguió siendo un militar profesional hasta el final del periodo republicano y no quería politizarse, aunque desde 1935 su postura era claramente conservadora.
Sabemos que la opción política que prefería era la de la CEDA, el centro-derecha moderado que insistía en la obediencia a la ley y el rechazo a la violencia, al tiempo que abogaba por la reforma de la Constitución y la promoción de los intereses católicos.
Franco entró en política de manera directa, por primera vez, cuando aceptó ir en la lista de la derecha en la repetición de las elecciones en Cuenca.... Sin embargo, ante la presión de Primo de Rivera, preso en la cárcel Modelo de Madrid, optó por retirar su candidatura.
Para Franco, mientras hubo una razonable posibilidad de que la crisis sociopolítica se pudiera solucionar, la revuelta militar carecía tanto de justificación como de perspectivas de éxito. solo cambió su actitud cuando la situación alcanzó el punto de ruptura con los socialistas, al provocar estos intencionadamente una reacción militar (y hasta cierto punto, también el gobierno), que desatara la revolución para que la izquierda radical se hiciera con el poder. De hecho, Franco solo se unió a la rebelión cuando pensó que era más peligroso no rebelarse que rebelarse.
Con frecuencia se le ha acusado de ser el general que dirigió un golpe de Estado fascista contra una república democrática, pero tal afirmación es incorrecta en casi todos sus extremos.
La República dejó de ser democrática en la primavera de 1936 al no respetar la ley, quedar vacía de contenido legal, violando la Constitución, y al claudicar el gobierno de "izquierda burguesa" ante la presión de los revolucionarios.
La democracia y las elecciones libres murieron a manos del Frente Popular, y en última instancia, esta fue la razón de la insurrección militar, aun cuando muchos de los rebeldes no fueran demócratas.
Franco no era el líder, sino Mola, que fue el director-organizador, mientras que el jefe de la rebelión fue el general Sanjurjo.

La insurrección no fue fascista ya que desde el principio la Falange tuvo un papel subordinado. La revuelta pretendía instaurar un tipo de gobierno republicano autoritario y conservador, y después convocar un hipotético referéndum sobre la cuestión de la monarquía.

La acción no se planeó como un golpe de Estado, pues desde el primer momento estuvo claro que el control de Madrid sería imposible en un primer momento y que solo se tomaría la capital en la fase final de la insurrección.
Si la democracia se hubiera mantenido, no se habría producido una insurrección general de la derecha, como, de hecho, no se produjo durante los primeros cinco años de la República. En cambio, sí hubo una rebelión de los socialistas y de los moderados y radicales de izquierda en el otoño de 1934. La desaparición del respeto a la ley y a la propiedad desde febrero de 1936 fue la consecuencia del levantamiento militar de julio, levantamiento que fue apoyado por una parte de la sociedad.
Al comenzar la Guerra Civil, la cuestión no era tanto si el gobierno español tendría un carácter autoritario, puesto que en cierta medida ya lo tenía, como el tipo de acciones que debían llevarse a cabo para rectificar la situación, tal y como apuntó con total precisión Ramón Franco en Washington, mientras dudaba si unirse a su hermano o no.
En el verano de 1936, España era el país más conflictivo y dividido de Europa. Pero Franco tenía poco o nada que ver con esa situación, que se habría producido igualmente aunque él no hubiera existido. La insurrección y la Guerra Civil fueron provocadas deliberadamente por la izquierda, y habrían tenido lugar igualmente con la participación de Franco o sin ella. En este sentido, la izquierda revolucionaria y el Partido Socialista fueron tanto o más responsables de que surgiera el Franco político que la derecha, aunque fuera el propio Franco el que finalmente se decidiera, para bien o para mal, a asumir la responsabilidad.
Inicialmente no hubo nada inevitable en su elección como Generalísimo. El momento decisivo por el que se llevó a tal acuerdo fue consecuencia de los tres primeros meses de la Guerra Civil: Franco era el comandante de la única fuerza operativa efectiva que poseían los insurgentes, el único capaz de derrotar a los republicanos y el que había conseguido una ayuda exterior vital, ayuda que distribuyó después entre sus camaradas alzados en armas. Además, ningún otro general tenía tanto prestigio como él, aunque algunos fueran más veteranos.
No hay ninguna evidencia de que Franco conspirara para convertirse en Generalísimo, aunque desde el inicio de la insurrección desempeñó un papel audaz y asertivo.
Una vez elegido Generalísimo, Franco nunca titubeó ni dio un paso atrás. Insistió en hacerse con todo el poder político, eliminando cualquier límite temporal y transformando su liderazgo en una dictadura sin restricciones, por más que no fuera esto lo que sus colegas militares pretendieron al rebelarse y al elegirlo. Algunos no estuvieron satisfechos con el resultado, pero lo aceptaron. Incluso el mordaz y crítico Queipo de Llano admitió a regañadientes que, si no lo hubieran hecho, probablemente no habrían ganado la guerra.
Una utópica democracia como la que se plantea en la España de 1936 era del todo inviable, sencillamente porque no existía. La democracia había sido destruida, y por ello surgió la Guerra Civil.
Franco no creó la crisis, sino que, para bien o para mal, la resolvió.

Si los nacionales hubieran perdido la Guerra Civil, el resultado difícilmente habría sido una democracia. En el momento de la guerra, un tercio de la República estaba dominada por unas poderosas fuerzas revolucionarias dedicadas a la eliminación política de todos sus adversarios -la mitad o más de los españoles-. Durante el conflicto, las ejecuciones en masa del Frente Popular fueron casi tan numerosas como las de la zona nacional, y si la izquierda revolucionaria hubiera vencido, no hay ninguna razón para creer que el resultado final habría sido más moderado, puesto que se registraron nuevas ejecuciones en 1937 y 1938 en aquellos pequeños territorios en los que el ejército popular volvió a recuperar el control durante un breve tiempo. La fuerza de la dictadura de Franco no provino únicamente de su poder de represión, por importante que esta fuera, sino de la convicción de gran parte de la población de que la alternativa izquierdista no habría sido muy diferente.

El Valle de los Caídos


                                        
                       
El vigésimo aniversario de su victoria –1 de abril de 1959- Franco inauguró el gran mausoleo el Valle de los Caídos, en Cuelgamuros, cerca de El Escorial, a 50 kilómetros al noroeste de Madrid. Había costado algo más de 1.000 millones de pesetas, que se invirtieron a lo largo de dos décadas, y parte de ese dinero procedía de donaciones privadas, como los fondos que Gil Robles y la CEDA habían entregado para la insurgencia militar de 1936, justo antes de que esta comenzara. El monumento se excavó en granito, y se construyó una basílica de 262 metros de largo y 41 de alto. La gran cruz que domina la colina sobre la basílica es visible desde muchos kilómetros a la redonda, tiene 150 metros de alto, sus brazos miden 46 metros y pesa 181.000 toneladas. Cuenta con tallas de los cuatro evangelistas y otras muchas figuras del famoso escultor figurativo Juan de Avalós, que consiguió una combinación única de austeridad y grandiosidad. Sobre la basílica, cerca de la base de la gran cruz, se construyó una abadía u una hospedería de la orden benedictina. El propósito del monumento era conmemorar a los caídos de ambos bandos durante la Guerra Civil y enterrar los restos de las miles de víctimas que murieron en el campo de batalla o fueron ejecutadas. Sin embargo, la idea de Franco  era que solo los católicos republicanos pudieran ser enterrados en dicho lugar (Nota: Su primo lo cita así: “Hubo muchos muertos en el bando rojo que lucharon porque creían cumplir con un deber con la República, y otros por haber sido movidos forzosamente. El monumento no se hizo para seguir dividiendo a los españoles en dos bandos irreconciliables. Se hizo, y ésta fue siempre mi intención, como recuerdo, como una victoria sobre el comunismo que trataba de dominar a España. Así se justifica mi deseo de que se pueda enterrar a los caídos políticos de ambos bandos”, Conversaciones privadas, página 239)  ,  aunque no está claro qué tipo de comprobaciones se realizaron para esto. La víspera  de la inauguración grupos de falangistas portaron los restos de José Antonio Primo de Rivera desde el monasterio de El Escorial hasta el Valle de los Caídos, donde fueron enterrados frete al altar mayor de la basílica. Años después, cuando se produjo la muerte de Franco, el gobierno y el rey Juan Carlos decidieron que fuera enterrado frente a la tumba de José Antonio, en la parte posterior del altar, fuera o no esa la intención del Caudillo. (Nota: No existe ninguna certeza en este punto. Carmen nunca oyó que su padre expresara ese deseo: “No, el único que dijo que mi padre deseaba estar enterrado allí fue el arquitecto. Los demás no teníamos, yo no tenía ni idea de dónde quería ser enterrado, pero por lo visto al arquitecto sí se lo dijo, porque mi padre visitaba muchas veces el Valle de los Caídos cuando estaba en obras”. Puede que Franco también se lo comentara a su sucesor, el rey Juan Carlos. “Yo creo que sí. Como estuvo mucho tiempo enfermo, porque fue muy larga su agonía, pues seguramente hablarían unas personas y otras, y les pareció que era el lugar apropiado”).  Franco se había implicado en la planificación y desarrollo del monumento, puesto que en esencia era una idea suya, como también fue el responsable de algunas de sus principales características.
                          
                Tan extraordinario monumento, quizá el mayor de su clase construido en el siglo XX, sería años después motivo de controversia, ya que los críticos de izquierdas de la siguiente generación han propalado que constituye otro más de los crímenes del franquismo.  Para ello han afirmado que se utilizaron prisioneros para trabajar en su construcción, asegurando que fue edificado por esclavos. Tales acusaciones son exageradas. Entre 1943 y 1950 trabajaron allí algo más de 2.000 prisioneros condenados por tribunales militares, pero recibieron pagas –aunque modestas-, algunos beneficios para sus familias y una buena reducción de las condenas, que iban de dos a seis días por día trabajado. Todos fueron voluntarios y rara vez hubo más de 300 o 400 prisioneros trabajando al mismo tiempo. Lo hacían en las mismas condiciones que los trabajadores normales, y algunos, después de cumplir sus condenas, regresaron para formar parte de las cuadrillas de trabajo. Algunos prisioneros huyeron, lo cual resultaba bastante sencillo, pues la vigilancia era mínima. El grueso de la construcción corrió a cargo de trabajadores asalariados externos. Durante los veinte años que tardó en construirse, murieron catorce trabajadores en accidentes, la gran mayoría obreros regulares con salario.

La muerte de Franco

                Concluida la misa, el armón con los restos de Franco fue trasladado hasta Cuelgamuros, en el Valle de los Caídos, donde le esperaban varios miles de excombatientes con José Antonio Girón a la cabeza. En la puerta de la basílica recibió el féretro el abad Luis María de Lojendio.  El sepulcro se había abierto entre el altar mayor y el coro de la basílica, frente a la tumba de José Antonio Primo de Rivera. El de Franco tenía unos tres metros de profundidad. En su interior las paredes habían sido revestidas en bronce con relieves del escudo nacional, de jefe nacional del Movimiento, de capitán general de los ejércitos y con el distintivo de su Casa. De ese modo los símbolos de su poder  quedaban bajo tierra cubiertos por una sencilla losa de granito de 1.500 kilos. Y sobre la lápida, simplemente, “Francisco Franco”. Allí quedó el último gran representante de la ideología nacional-católica tradicional española. Y con él se enterraba una milenaria tradición que hundía sus raíces en un pasado de trece siglos.

                Carmen afirma que la familia no sabía dónde quería ser enterrado Franco, pero que el primer arquitecto del Valle de los Caídos, Diego Méndez, había comentado que Franco había dicho en alguna ocasión que quería ser enterrado allí, y el gobierno estuvo de acuerdo. Fran Anselmo, prior del monasterio benedictino que hay en la parte posterior del monumento, dijo en 2012 que no se habían hecho preparativos para el enterramiento y que hubo que excavar la tumba precipitadamente entre el día 20 y el día 22.

                “Pronto empiezan a recibirse en la Abadía del Valle (…) numerosas cartas, tanto de España como del extranjero, que proclaman santo al que quedó allí enterrado y piden objetos que haya tocado su tumba para guardarlos a modo de reliquias” (D.Sueiro, La verdadera historia del Valle de los Caídos, Madrid, 1976)

                Siguió siendo un lugar de interés para los admiradores más fervientes de Franco, pero en general quedó como atractivo turístico para gentes de España y del extranjero. El gobierno socialista de Zapatero (2004-2012) finalmente restringió el acceso a la basílica. Aunque, como lugar de culto, pertenecía a la Iglesia católica, oficialmente la estructura formaba parte el Patrimonio Nacional de España.

                El rey Juan Carlos, casi de inmediato, concedió a Carmen Polo de Martínez-Bordiú el título hereditario de duquesa de Franco, con la categoría de Grande de España, y un título menor se le entregó también a su madre. Doña Carmen no abandonó El Pardo hasta el 31 de enero de 1976. Entonces el lugar fue declarado lugar histórico nacional y ella misma sería enterrada allí tras su muerte, acaecida en 1988. Su gran pena de los últimos años fue que ella y su marido no pudieran ser enterrados juntos. El epitafio más sencillo y apropiado, redactado por su cuñado Serrano Súñer, decía así: “Fue la mujer más absolutamente incondicional, más adicta a su marido”.


Fuente, Franco, una biografía personal y política, Stanley G. Payne - Jesús Palacios