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Robert Brasillach

El semanario más influyente era el abiertamente pronazi Je suis partout, editado por Robert Brasillach, licenciado de la École Normale Supérieure que pronto se había forjado un nombre como novelista y poeta, periodista y polemista. Brasillach abrazó el fascismo tras el fallido alzamiento de derechas del 6 de febrero de 1934. Tras escribir en L’Action Francaise, el periódico del movimiento ultranacionalista de Charles Maurras, Brasillach se convenció de que el nacionalsocialismo de Hitler era la alternativa purificadora a la decadencia de la Tercera República. En 1937, y con apenas veintiocho años, se convirtió en editor jefe de Je suis partout, que compartía sus opiniones proalemanas y antisemitas. Ese mismo año asistió al congreso del Partido Nazi en Nuremberg y regresó a Francia hipnotizado por los rituales del fascismo y, según parece, también por los fornidos guerreros arios a las órdenes del Führer. La noche de Brasillach Los siete colores, claramente influenciada por su vista, presentaba una visión romántica del fascismo a través de un prisma de erotismo y misticismo. 

Cuando se declaró la guerra, Brasillach se incorporó al Ejército francés, pero fue capturado y pasó los diez meses siguientes como prisionero de guerra (durante mucho tiempo, estuvo internado en campos reservados a los oficiales franceses y no lo pasó demasiado mal. Siendo prisionero de guerra escribió su obra Bérénice). Sin embargo, los alemanes sabían que era un amigo y autorizaron la publicación de sus memorias de 1939, Notre avantguerrere, en las que, erróneamente, vinculaba el ascenso del antisemitismo en Francia al hecho de que un judío, León Blum, se convirtiera en primer ministro en 1936 (el catalizador del antisemitismo francés del siglo XX fue, sin lugar a dudas, el caso Dreyfus). Según Brasillach, “la industria cinematográfica prácticamente cerró sus puertas a los arios y la radio adoptó un acento yiddish. Las personas más pacíficas empezaron a mirar mal a quienes tenían el pelo rizado y la nariz curva, que estaban por todas partes. Esto no es un ataque, es historia”. En sus páginas ofrecía también una extravagante definición del fascismo: “Se trata de un espíritu. En primer lugar, se trata de un espíritu inconformista y antiburgués, con un elemento de irreverencia”. Y luego añadía: “Es el verdadero espíritu de amistad, que quisiéramos elevar a una amistad nacional”. En abril de 1941, y a petición de Abetz, Brasillach fue liberado y regresó a su puesto como director de Je suis partout. 

Aunque el Gobierno francés lo había clausurado en mayo de 1940 por oponerse a la guerra contra Alemania, el semanario reanudó su publicación en febrero de 1941. Dos meses más tarde se hizo evidente que el entusiasmo de Brasillach, que escribía la mayoría de editoriales de su periódico, pidió la pena de muerte para Blum, Paul Reynaud, Éduouard Daladier y otros políticos de la Tercera República; señaló a los judíos que debían ser arrestados; aplaudió que Alemania asumiera el control de la zona no ocupada en noviembre de 1942; y solicitó la ejecución sumaria de todos los résistants. Tras la rafle  du Vél’d’Hiv’ en julio de 1942, Brasillach escribió: “Debemos eliminar a los judíos en bloque y no excluir ni siquiera a los jóvenes”. Invitado habitual en las recepciones de la embajada alemana, Brasillach era particularmente próximo a Bremer, el apuesto número dos del Instituto Alemán, al que comparó con “el joven Siegfried” de Der Ring des Nibelungen (El anillo del nibelungo) de Wagner y que es posible que fuera amante de Brasillach. (Bremer fue enviado al Frente ruso, donde murió en 1942. En el obituario de Je suis partout, un desconsolado Brasillach se dirigió a Bremer con estas palabras: “En cuanto llegara la paz, queríamos ir juntos a pasear, de acampada, descubrir paisajes gemelos y las ciudades fraternales de nuestros dos países”). En Agosto de 1943, después de una disputa con el propietario de Je suis partout, Brasillach abandonó el periódico, pero inmediatamente encontró una nueva forma de dar salida a su veneno en las páginas de Révolution Nationale. Un informe del Propaganda Abteilung apuntaba: “Animado por su séquito, reanudado su valiosa obra política”. 


El abanderado de la prensa colaboracionista era el temido semanario Je suis partout, que se había fundado en 1930 y que desde mediados de esa década se había vuelto abiertamente fascista y antisemita. Robert Brasilach, su editor jefe desde 1937, fue liberado de un campo de prisioneros en abril de 1941 para que pudiera volver a ocupar su puesto. Inicialmente favorable al Gobierno de Vichy, Je suis partout participó en el linchamiento verbal de los ex primeros ministros Blum, Daladier y Reynaud, a quienes acusó de la humillación de Francia. A medida que la ocupación fue avanzando, no obstante, Je suis partout fue abrazando todas las causas nazis y, peor aun, utilizó sus páginas para denunciar individualmente a comunistas y para identificar a judíos prominentes que se ocultaban en la zona no ocupada. 

Si bien la homosexualidad estaba oficialmente prohibida, en el mundo literario y artístico había un gran número de gays, no solo Cocteau y Marais, pero también colaboradores infames como Brasillach y Abel Bonnard. Además, muchos bares gays del París ocupado gozaban de gran popularidad entre los soldados alemanes. De hecho, una de las versiones sobre la detención de Hugues-Lambert asegura que lo denunció un amante alemán celoso. 

Si Drieu La Rochelle logró evitar el arresto con su suicidio, Robert Brasillach se vio obligado a rendirse a la policía de París el 14 de septiembre de 1944, tras el arresto de su madre y de su cuñado, Maurice Bardèche, también fascista. Tras ser recluido en un fuerte de Noisy-leSec, en las afueras de París, fue trasladado a Fresnes, donde debía esperar el inicio de su juicio en un Tribunal de Justicia, el 19 de enero de 1945. Se trataba de un caso bastante sencillo, que consistía básicamente en presentar sus editoriales publicadas en Je suis partout y sus últimos artículos en La Révolution Nationale, de los que parecía desprenderse la evidencia de las acusaciones de colaboración con el enemigo. 

Como en otros juicios similares, Brasillach no tuvo que responder por sus opiniones antisemitas; su crimen consistía en haber apoyado a los alemanes y haber denunciado a judíos y resistentes. En su defensa, su abogado Jacques Isorni leyó las cartas de apoyo que Claudel y Valéry habían escrito para él, así como también una de Mauriac, quien, en palabras del abogado, había escrito: “que esta mente brillante se extinguiera para siempre supondría una verdadera pérdida para las letras francesas”. Para el comisionado del Gobierno, Marcel Reboul, los crímenes de Brasillach eran fruto de su vanidad: “La traición de Brasillach es, por encima de todo, la traición de un intelectual, una traición de orgullo. Este hombre se cansó de la justa y plácida confrontación de las letras puras. Necesitaba espectadores, convertirse en un actor público, necesitaba ejercer su influencia política y estuvo dispuesto a cualquier cosa para conseguirlo”. Tras un juicio que duró tan solo seis horas, Brasillach fue condenado a muerte. 

Pero el caso de Brasillach era complejo: se trataba de un escritor admirado que no se había limitado a opinar, sino que había señalado a personas que habían terminado encarceladas o deportadas. El veredicto en su contra, sin embargo, no hizo sino espolear el debate entre escritores sobre cómo debían abordar el colaboracionismo de sus compañeros de profesión. En la esfera pública, la cuestión enfrentó a Camus desde las páginas de Combat y Mauriac en Le Figaro. Ambos emitían que el proceso de épuration estaba siendo caótico, pero Camus insistía en que, para que Francia renaciera, era necesario llevar a cabo una purga genuina. Sin esa justicia, añadió, “es evidente que el señor Mauriac tiene razón: vamos a tener que ser caritativos”. Mauriac había preguntado si, en un mundo “de una crueldad despiadada”, era imprescindible descartar la ternura y la clemencia humana. En ese sentido, Mauriac ya se había posicionado en defensa de Béraud, cuya sentencia de muerte había sido conmutada inmediatamente, antes del juicio contra Brasillach. 

Ningún otro escritor fue ejecutado después de Brasillach. 

Pero si algunos escritores colaboracionistas terminaron sometidos a un severo proceso de épuration, no fue tan sólo porque hubieran ayudado a crear opinión, sino también porque al llamar la atención sobre sus figuras, los escritores de la Resistencia subrayaban su propia importancia y reforzaban su estatus social. No querían renunciar a la opinión de que los escritores tienen una responsabilidad especial, punto de vista que refrendaba el propio de Gaulle. En sus Mémoires de guerre, al recordar su postura hacia los colaboracionistas, explica indirectamente por qué decidió no salvar la vida de Brasillach: “Si los colaboracionistas no habían servido al enemigo directa y apasionadamente, en principio accedía a conmutar sus sentencias. En el caso contrario (y hubo solo uno), no sentía que tuviera el derecho a perdonar, pues en la literatura, como en todo lo demás, el talento lleva apareada una responsabilidad”. Incluso Drieu La Rochelle, refiriéndose al intelectual, escribió: “Sus deberes y derechos sobrepasan los de los demás”. 



Fuente: Y siguió la fiesta - Alan Riding













Escritores y artistas en la línea de fuego

Robert Brasillach llegó a la prisión de Fresnes una semana después que Benoist-Méchin, aunque al principio ninguno de los dos sabía que el otro se hallaba allí encarcelado, a pesar de ser compañeros en aquel mundo extraño marcado por el resonar de pisadas, el tintineo de llaves y el ruido que hacían las puertas de hierro al cerrarse. Benoist-Méchin describió la imagen de las figuras trémulas en la penumbra neblinosa como “una hilera de condenados en espera de cruzar el río Estigio”. 

En los pocos momentos que encontraban para conversar, lo que sucedía por lo general en el espacio destinado al ejercicio, discutían acerca de sus abogados y de los magistrados que habían presidido su proceso, pero nunca de las posibilidades que tenían de ser absueltos, sino de las que tenían otros. Los juicios a escritores y propagandistas comenzaron ese mismo otoño. 

Antes aún de que se diese comienzo al juicio de Robert Brasillach, lo cual sucedió el 19 de enero de 1945, se tenía la impresión de que constituiría el punto culminante de la purga intelectual. Francoise Mauriac y Paul Valéry presentaron alegatos en su favor. Por otra parte, la reacción de su compañero de prisión Jacques Benoist-Méchin (“no se mata a un poeta”) se hacía eco de la creencia arraigada en el carácter sacrosanto de los vates, que los hacía semejantes a sacerdotes seculares. Era el mismo sentimiento que había recorrido Europa en 1936 cuando el bando nacional ejecutó a Federico García Lorca en la guerra civil española. El que Brasillach fuese juzgado no por su literatura, sino por su periodismo denunciatorio, no cambiaba nada.

El día del proceso amaneció con temperaturas bajísimas. París llevaba quince días nevado y no había combustible, por cuanto las gabarras de cartón se hallaban atoradas en los canales a causa del hielo. La pobre iluminación de la sala del tribunal no impedía ver condensarse el aliento de quienes hablaban por la acción del gélido ambiente.

Los diversos puntos del sumario, que en un principio estaban claros, cuando menos en apariencia, tomaban forma o la perdían a medida que intervenía cada una de las partes. El abogado de Brasilach, Jacques Isorni, quien siete meses más tarde adquiriría gran fama en calidad de elocuente defensor del mariscal Pétain, aseguraba que un error de juicio político no constituía un acto de traición. Si Brasillach había respaldado a los alemanes, lo había hecho con la intención de convertir Francia en una nación más poderosa.

La cuestión primordial radicaba en los artículos que había publicado en Je Suis Partout, y aquí Isorni pisa un suelo mucho más quebradizo: las palabras de Brasilach habían quedado fijadas en el papel, y lo que la defensa calificaba de “erreurs tragiques” iba más allá de lo que el pueblo entendía por colaboración. El escritor había concedido el beneplácito a la invasión alemana de la zona no ocupada, llevada a cabo en noviembre de 1942, en aras de la reunificación de Francia. Había pedido la pena de muerte para políticos como Georges Mandel, ministro del Interior de Reynaud en 1940, asesinado por los miliciens poco antes de la liberación de París. A pesar de no haber denunciado a nadie de manera formal, lo había hecho en sus escritos. Al igual que Drieu, había firmado en el verano de 1933 el documento por el que se solicitaba la ejecución sumaria de todos los miembros de la Resistencia. Con todo, su comentario más revelador fue: “Debemos deshacernos de los judíos en conjunto, sin exceptuar a sus hijos”. Brasilach aseguró que, a pesar de su carácter antisemítico, nunca había abogado por la violencia colectiva contra los judíos. Tal vez ignoraba la existencia de los campos de la muerte cuando escribió estas palabras; de cualquier modo, aun cuando se estuviese refiriendo a una deportación masiva a la Europa oriental, no deja de resultar horripilante. 

A pesar de la importancia del caso abierto en su contra, Brasilach analizó de forma minuciosa y confiada los argumentos de la acusación en interés del rigor histórico. Se defendió “con elocuencia y habilidad”, en palabras de Alexandre Astruc, aprendiz de cineasta, que informó del caso al diario Combat. Al jurado, sin embargo, sólo le llevó veinte minutos fallar el veredicto. “C’est un honneur”, fue el único comentario de Brasilach al conocer la sentencia de muerte, después de que algunos de quienes lo respaldaban hubiesen protestado en su favor a voz en cuello. 

Mauriac decidió hacer cuanto estuviese en sus manos por salvar la vida de Brasilach. Mientras tanto, se presentó una petición de clemencia. La firmaron algunos resistentes auténticos, muchos neutrales y una serie de escritores y artistas que habían caído ya en desgracia. Otros, como Jean Cocteau, se adhirieron convencidos de que se estaba convirtiendo a los escritores en chivos expiatorios de otros colaboracionistas de relieve, en especial industriales que, según se alegaba, habían asesinado a un número mucho mayor de personas al ayudar a la maquinaria bélica alemana. 

Pero la petición de clemencia atormentó muchas conciencias, y la de Camus fue en este sentido la peor parada. Cierto número de escritores temía que su firma pudiese dar a entender que condonaban lo que había hecho Brasilach. 

Al mediodía del 3 de febrero de 1945, De Gaulle recibió a Francoise Mauriac en la calle Sain-Dominique con gran cortesía, aunque, tal como pudo observar, ése no era un indicio fiable de lo que pensaba el general. Isorni pudo hacerse una idea mucho más clara aquella noche en la residencia privada que ocupaba De Gaulle en el Bois de Boulgne, adonde lo llevaron en coche oficial tras atravesar una serie de barreras sometidas a una intensa vigilancia. A pesar de todos sus argumentos, el general decidió rechazar la apelación. 

Isorni tenía la impresión de que el dirigente del gobierno provisional no quería que los comunistas lo motejasen de benévolo. Por otra parte, hay una frase en las memorias de Palewski que dice mucho acerca de su influencia: “En lo personal, me arrepiento de no haber insistido en que se concediese un indulto a Brasillach. 


El escritor fue ajusticiado el 6 de febrero. Ese día se cumplía el undécimo aniversario de los disturbios de la derecha y el intento de asaltar la Asamblea Nacional a través del puente de la Concordia, acontecimiento que desembocó, dos años más tarde, en el gobierno del Frente Popular. El 20 de abril de 1945, mientras el Ejército Rojo se abría camino hacia el centro de Berlin, se trasladó al cementerio de Père-Lachaise el féretro de Brasillach. 

Fuente: París después de la liberación: 1944-1949 -  Antony Beevor












Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding (Parte III)


¿Bailamos?

La cultura era el único en el terreno en el que los franceses podían conservar su orgullo. Y no era tan mala idea dejar que los artistas levantaran el ánimo del país a la espera de mejores tiempos. Ese planteamiento también era del gusto de los alemanes, que estaban convencidos de que todo les resultaría mucho más fácil si tenían a los franceses, y en particular a los parisinos, entretenidos. Desde luego, Hitler estaba encantado con la idea de ver a los franceses revolcarse en su propia degeneración. “¿A ti te importa particularmente la salud espiritual de los franceses?”, le preguntó en una ocasión Hitler a Albert Speer, tal como éste recordaría más tarde. “Pues dejemos  que degenere. Mejor para nosotros.”

Por aquel entonces la prioridad de los alemanes era simplemente conseguir que los parisinos tuvieran la sensación de que la vida volvía a la normalidad. El 23 de junio, Joseph Goebbels, el poderoso Reichsminister de Iluminación Pública y Propaganda, viajó a París para comprobar de primera mano el ambiente de la ciudad. Los soldados de la Wehrmacht parecían bastante contentos: los burdeles y los cabarés de la ciudad satisfacían sus necesidades de diversión y algunos de los restaurantes ofrecían menús en alemán. Pero Goebbels dictaminó que la ciudad estaba triste y ordenó más diversión. En septiembre, el estado de ánimo había mejorado ostensiblemente y la mayoría de parisinos empezaron a regresar a sus casas. Aunque encontraron una ciudad engalanada con esvásticas en la que soldados alemanes desfilaban por los Campos Elíseos cada día a las doce y media e imponían el toque de queda cada noche a las once, el París de antaño resultaba aún reconocible. 

Sin embargo, tras el aparente laissez-faire de los alemanes se escondía una estrategia más radical, motivada por su profundo complejo de inferioridad hacia una cultura que había dominado Europa durante los dos siglos anteriores. Durante ese mismo periodo, la cultura germánica había producido una gran cantidad de artistas, escritores y, sobre todo, músicos. Y, aun así, era París (no Londres, ni Roma, ni Viena ni, desde luego, Berlín) la ciudad que definía los gustos y las tendencias del continente. Los nazis no lograban explicar cómo era eso posible tratándose de una cultura, a sus ojos, degenerada y dominada por judíos, negros y masones. Y, sin embargo, Hitler y Goebbels codiciaban ese poder y ese liderazgo, de modo que ordenaron que ninguna actividad cultural producida en Francia atravesara las fronteras del país. 

En noviembre de 1940, Goebbels detalló la estrategia en sus instrucciones dirigidas a la Embajada alemana en París: “El objetivo de nuestra victoriosa campaña es poner fin a la dominación francesa de la propaganda cultural, en Europa y en el mundo. Después de tomar el control de París, el centro de la propaganda cultural francesa, estamos en situación de asestar un golpe decisivo a dicha propaganda. Cualquier gesto de apoyo o de tolerancia hacia esa propaganda será considerado un crimen contra el Reich”. Al mismo tiempo, Goebbels vio una oportunidad para lograr que la cultura alemana se infiltrase en la sociedad francesa y, sobre todo, entre sus intelectuales. Para Goebbels, el colaboracionismo cultural implicaba distraer al público en general e impresionar a los artistas e intelectuales franceses con la gloria eterna de Alemania y los logros del Tercer Reich. Al mismo tiempo, se pretendía mandar un mensaje claro a los alemanes: la victoria sobre Francia era no sólo militar, sino también cultural e intelectual. 

Al Departamento de Propaganda no le costó nada dominar los medios de comunicación, pues los editores de periódicos o bien eran fascistas convencidos, o bien estaban deseosos de complacer a los alemanes.

En más de una ocasión los oficiales culturales alemanes aprobaron libros, películas y obras de teatro que Vichy quería prohibir por razones morales. 

A partir de 1941, y a insistencia de Goebbels, el instituto empezó a invitar a delegaciones de artistas franceses a visitar Alemania. Todo eso fue posible, naturalmente, porque la vida cultural francesa prácticamente había recuperado la normalidad a una velocidad inopinada. 

En su única visita a París en la madrugada del 23 de julio, Hitler había querido visitar la ópera antes que ningún otro edificio. Acompañado por su arquitecto jefe, Albert Speer, y su escultor preferido, Arno Breker, realizó una visita de tres horas por la ciudad de París, vacía y silenciosa; la visita incluyó también la tumba de Napoleón en Les Invalides, el Panteón, la catedral de Notre Dame y otros lugares turísticos. Sin embargo, y según Speer escribió más tarde, el edificio de la ópera “era el preferido de Hitler”. Al parecer, El Führer había estudiado la fantasiosa obra neobarroca de Charles Garnier cuando era alumno de la Escuela de Arte de Viena, hasta el punto de que fue capaz de orientarse por el interior del edificio en su primera visita. “Quedó fascinado por la Ópera”, añadió Speer, “alabó extasiado su belleza y en sus ojos relucientes se reflejaba una emoción que me pareció asombrosa”. 

El cine fue también una de las formas artísticas más afectadas por el Estatuto de los Judíos, la primera gran medida antisemita del régimen de Pétain en Vichy, que se promulgó en toda Francia el 3 de octubre de 1940. El objetivo de dicho estatuto iba más allá de la restricción del mundo cinematográfico y excluía a los judíos (definidos como cualquier persona con un mínimo de tres abuelos judíos) del Gobierno, la administración pública, el poder judicial, las fuerzas armadas, la prensa y la práctica docente. Los ciudadanos que regresaban a sus empleos en eso ámbitos debían firmar un documento, tal como recordaría Simone de Beauvoir: “En el Lycée Camille Sée (como era obligado en todos los lycées), tuve que firmar una declaración en la que prometía bajo juramento que ni era judía, ni estaba afiliada a la masonería. Me pareció repugnante tener que firmar eso, pero nadie se negó a hacerlo: para la mayoría de mis colegas, lo mismo que para mí, no había otra salida”.

Los únicos judíos a quienes se permitió conservar sus trabajos fueron los veteranos de la Primera Guerra Mundial, los poseedores de la Légion d’Honneur y quienes habían prestado “servicios excepcionales” a Francia en los ámbitos literario, científico o artístico. Unos pocos profesores universitarios, como el historiador Marc Bloch, lograron acogerse a esa excepción que, no obstante, les proporcionaría una protección muy limitada en estadios más tardíos de la ocupación. Casi inmediatamente empezaron también las presiones para expulsar a los judíos de la Comédie Fracaise y de la Ópera de París que, en tanto que instituciones nacionales, eran consideradas extensiones del Gobierno. Pero el cine era el único ámbito cultural al que el estatuto se refería específicamente. En respuesta a la campaña fascista prebélica contra el “control” judío de la industria cinematográfica, y en particular al control de los productores judíos extranjeros, el estatuto especificaba que los judíos no podían trabajar como productores, distribuidores ni directores de películas, ni tampoco como propietarios o directores de salas de cine. 

Naturalmente, el Estatuto de los Judíos no salió de la nada. El antisemitismo francés, que durante la década de 1930 había dejado de ser una obsesión exclusiva de la derecha para convertirse en un sentimiento ampliamente extendido, se exacerbó aún más en junio de 1940, cuando los judíos se convirtieron en uno de los chivos expiatorios de la derrota francesa. Las acusaciones que les lanzaban los fascistas de París y Vichy eran muy diversas: que los judíos franceses no eran realmente franceses, pues mostraban una mayor lealtad hacia el judaísmo que hacia Francia; que los refugiados judíos extranjeros, un tercio de los 300.000 miembros de la comunidad judía francesa, eran unos quintacolumnistas; que los judíos habían empujado a Francia a la guerra contra Alemania; que los judíos se habían infiltrado en el Gobierno y en las fuerzas armadas, y que el poder económico y cultural de los judíos en Francia era excesivo. 

En realidad, la prensa colaboracionista necesitaba muy pocas motivaciones. Así, por ejemplo, el periódico de gran circulación Paris-Soir celebró el Estatuto de los Judíos con el titular “Empieza la purificación”; el subtítulo especificaba: “Los judíos expulsados por fin de todos los empleos públicos del país”. El artículo señalaba con regocijo que “los israelitas extranjeros podrán ser encarcelados”. Un mes más tarde, los periódicos colaboracionistas aplaudieron una nueva medida que obligaba a los negocios en manos judías a colocar un aviso bilingüe en el escaparate en el que se identificara como “Jüdisches Geschäft” y “Entreprise juive”. Vichy hizo cosas aun peores, pero el Estatuto de los Judíos ilustra perfectamente la predisposición del Gobierno francés a adoptar medidas antisemitas por iniciativa propia y sin presión alemana. 

Goebbels exigió que Francia devolviera todo el arte que había “robado” a Alemania desde el año 1500 y, en particular, durante las guerras napoleónicas. 

Gide, que permaneció en la zona no ocupada hasta que se marchó a Túnez en 1942, intentó también hallarle el sentido a los acontecimientos políticos, aunque limitó esa actividad a la intimidad de su diario. Y, como casi todo el mundo, ese hombre de letras por antonomasia titubeó: aplaudió el primer discurso de Pétain y criticó el que pronunció una semana más tarde. Se mostró impresionado por la victoria alemana y escribió: “Hemos sido militarmente burlados, sin apenas tener conciencia de ello, por Hitler, amo y señor del circo, cuya astucia y agudeza sobrepasa la de los mejores capitanes.” Haciéndose más o menos eco de las palabras de Pétain, afirmó que Francia había propiciado su propia derrota: “A pesar del amor que siento por Francia, no podía dejar de observar el estado de decadencia de nuestro país. A mi conciencia permanente de dicha decadencia la acompaña tan sólo una gran melancolía; era evidente que nos conducía al abismo”. En un determinado momento lamentó encontrarse lejos de la batalla. “El ‘intelectual’ que se preocupa principalmente por ponerse a salvo pierde una oportunidad excepcional de aprender algo”, escribió. Pero, al mismo tiempo, tampoco tenía ningunas ganas de estar en París. 

Posiblemente Gide merece una disculpa por haber aportado sus artículos al primer y tercer número de la Nouvelle Revue Francaise de Drieu La Rochelle, pues más tarde reconoció su error y rompió sus vínculos con la revista en un artículo publicado en Le Figaro que se editaba en Lyon, en la zona no ocupada. Pero, en el fondo, y con muy pocas excepciones, los escritores franceses se mostraron realmente ansiosos por publicar, aunque eso significara doblegarse ante la censura. 

Pétain les dijo a los franceses: “Con honor y para mantener la unidad francesa (una unidad que se remonta a diez siglos) en el contexto de la construcción de un nuevo orden europeo, a partir de hoy emprendo la vía del colaboracionismo”.

En la práctica, la colaboración tal como la presentaba Pétain tenía muy poco interés para los nazis. El único gesto de reconciliación por parte de Hitler fue acceder a devolver los restos del hijo de Napoleón, el duque de Reichstadt, conocido como L’Aiglon, de Viena a Les Invalides en diciembre de 1940. “Mucho revuelo por el retorno de las cenizas de Napoleón II”, escribió Galtier-Boissière en su diario el 15 de diciembre de 1940. “Un acto de caballerosidad por parte de Hitler”. Sin embargo, los irrespetuosos parisinos afirman que ellos preferirían carbón a cenizas.” En realidad, para la mayoría de la población era evidente que Hitler no tenía intención de “recompensar” a Pétain con un tratado de paz, aunque tan sólo fuera porque la idea de castigar a Francia (por las reparaciones que había logrado tras la Primera Guerra Mundial, por su derrota de 1940 y por su arrogancia) gozaba de popularidad en Alemania. En cambio, al mantener viva la idea de un tratado de paz, Berlín lograba la colaboración que necesitaba: la cooperación de Vichy a la hora de enviar materia prima francesa, productos industriales y mano de obra a Alemania. 

Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding (Parte II)


Pasajes de Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding


Se acabó lo que se daba

Muchos otros internos extranjeros fueron liberados o lograron huir antes de que los alemanes llegaran a los campos, aunque Walter Hasenclever, un dramaturgo alemán internado en Camp des Milles, optó por suicidarse ingiriendo una sobredosis de somníferos el 22 de junio. Carl Einstein, un historiador del arte alemán, huyó  de un campo cerca de Burdeos. El 5 de julio, viéndose atrapado en la frontera española, se quitó la vida arrojándose desde un puente. El destino de Münzenberg, el ex agente del Comintern, fue más turbio; arrestado en París el 14 de mayo y enviado a u campo al sur de Lyon, cinco semanas más tarde el comandante del campo ordenó a algunos de los prisioneros, entre ellos Münzenberg, que se dirigieran a otro campo. Sin embargo, como no los escoltaba ningún guardia militar, los prisioneros aprovecharon la ocasión para huir. El cuerpo de Münzenberg fue hallado cuatro meses más tarde. Oficialmente, la causa de la muerte fue el ahorcamiento, aunque nunca se supo si Münzenberg  se había suicidado o si, como muchos sospechan, había muerto a manos de la policía secreta soviética. Más suerte tuvo Koestler. Después de un breve arresto en mayo, huyó de París con Hardy. Entonces se alistó a la legión extranjera bajo un nombre falso para evitar futuras detenciones. En un primer momento Hardy lo siguió, mientras Koestler malvivía en los barracones del ejército, rodeado de un desorden creciente. Finalmente, Hardy consiguió un pasaje en uno de los últimos barcos que zarparon de Burdeos con destino a Inglaterra, donde logró publicar la obra maestra política de Koestler, El cero y el infinito, que ella misma había traducido del alemán. Koestler se unió a los miles de extranjeros que intentaban huir de Francia y, al cabo de un tiempo, logró llegar también a Inglaterra, a través de Casablanca y Lisboa. 

Otros artistas aprovecharon también la “guerra de broma” para prepararse para lo peor. Piet Mondrian, el maestro holandés del arte abstracto, se había marchado a Inglaterra ya en 1938 y se trasladó a Nueva York en cuanto se declaró la guerra. En 1940, Dalí y su mujer, Gala, siguieron a Mondrian a Nueva York, mientras que Miró regresó a la España franquista. Matisse, Bonnard y Maillol habían optado hacía ya tiempo por vivir y trabajar lejos de París y, por tanto, estaban relativamente a salvo. Pero otros permanecieron en París, luchando en un mercado artístico en crisis para conseguir los medios necesarios para irse a vivir a las provincias o al extranjero. 

Gide, que vivía en el sur de Francia, optó por rehuir los focos de atención. “No, decididamente no hablaré por radio”, escribió en su diario el 30 de octubre de 1939. “No contribuiré a darle oxigeno al público. Los periodistas ya publican suficientes trivialidades patrióticas. Cuanto más francés me siento, más me resisto a dejar que mi mente termine atrapada. Si ésta se regimentara, perdería todo su valor.” Pero la entrada también sugería que, en caso de que decidiera hablar o escribir, no estaba muy seguro de qué opción elegiría. “No quiero ruborizarme mañana por lo que he escrito hoy”, escribió. Y añadió: “Me guardaré mis pensamientos poco razonables en esta libreta, hasta que vengan tiempos mejores”. Aproximadamente tres meses después, el 7 de febrero de 1940, expresaba su preocupación por las consecuencias de la guerra: “Es de imaginar que después de la guerra, incluso si salimos vencedores, estaremos sumidos en tal desorden que tan sólo una dictadura decidida podrá sacarnos de él”. Más tarde, el 21 de mayo, con las fuerzas alemanas penetrando rápidamente en Francia, Gide mostró sus desesperación ante los franceses y escribió: “Oh ciudadanos franceses, frívolos incurables! Hoy pagaréis bien cara vuestra falta de diligencia, vuestra inconsciencia y vuestra obstinación por acostaros encima de tantas virtudes preciosas”.

Drieu La Rochele, el escritor fascista, había resultado herido en la Primera Guerra Mundial y fue exento del  ejército por motivos de salud, lo que le permitió continuar escribiendo textos de ficción y artículos para la Nouvelle Revue Francaise. Pero a pesar de la confianza en sí mismo que expresaba públicamente, su diario de guerra, publicado décadas después de su suicidio en 1945, pone de manifiesto toda su confusión y su inseguridad en los compases previos al estallido de la guerra. Los judíos seguían siendo su obsesión y una y otra vez especuló sobre la posibilidad de que su viejo amigo y, al mismo tiempo, enemigo ideológico, Aragon, fuera judío. La Rochelle era un hombre alto y apuesto, y se vanagloriaba de que las mujeres siempre lo habían deseado, pero más tarde expresaba su vergüenza por no haber sido nunca un “hombre verdaderamente valiente”. Incluso recordaba que se había casado con su segunda mujer, Olesia Sienkiewicz, “persuadido por la idea de que era lesbiana y que nunca me amaría de verdad”. Pero cuando Drieu La Rochele conseguía mirar más allá de su propia nariz, era capaz de tomarle el pulso a Francia con gran precisión. “La guerra no ha cambiado nada, al contrario”, escribió en diciembre de 1939. “Los franceses están más divididos que nunca, detrás de la fachada de un acuerdo global que es en realidad el resultado de su letargo.”

La Wehrmacht rodeó al Ejército francés en el norte y empezó a avanzar hacía el sur. Hizo dos millones de prisioneros, entre ellos Sartre, Messiaen, Desnos, Anouilh, Brasillach y el futuro presidente del país, Francoise Mitterrand… Sartre, Messiaen y Brasillach fueron liberados en 1941, y Mitterrand escapó ese mismo año. 

Sólo unos pocos escritores decidieron permanecer en París, entre ellos el excéntrico y conservador Paul Léautaud, que se negó a abandonar a sus queridos perros y gatos. Fue testigo de cómo la ciudad se vaciaba rápidamente y vio cómo incluso el Louvre quedaba desprotegidos. Unos días más tarde, escribió en su Journal litterarie: “Soy completamente indiferente a la derrota, tan indiferente como cuando el otro día vi al primer soldado alemán”. Un motivo simple para su indiferencia era que, en tanto que antisemita convencido, creía que una victoria británica equivalía a una victoria judía. 

Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding (Parte I)



Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding


En un país que se jactaba de la originalidad de sus ideas políticas a lo largo de la historia, una sucesión de gobiernos disfuncionales erosionaron la confianza pública en la democracia y fomentaron la atracción por las alternativas nazi, fascista y comunista. Por su fuera poco, la Primera Guerra Mundial había generado un país de pacifistas y Francia prefirió ignorar las evidencias que indicaban que el país se encaminaba sin lugar a dudas hacia otro enfrentamiento bélico con Alemania. Cuando la guerra resultó ya inevitable, los franceses optaron por confiar en la propaganda oficial, que alardeaba de poseer un ejército invencible. Este garrafal autoengaño no hizo más que agravar la sorpresa posterior. En la primavera de 1949 Hitler marchó sobre la Europa occidental sin hallar apenas resistencia y las defensas francesas se desmoronaron en cuestión de semanas. La situación era mucho más crítica que en 1870 y en 1914.

Mientras artistas alemanes como Otto Dix, George Grosz y Max Beckmann abordaban la pesadilla de la guerra de trincheras, los artistas franceses casi no prestaron atención a una guerra que estaba teniendo lugar a apenas doscientos kilómetros al norte de París. 

Tras la muerte de Lenin en 1924, Stalin instauró un régimen unipersonal que empezó por aplastar la libertad artística en nombre del realismo socialista y que pronto aterrorizó a millones de personas. En el extranjero, poco a poco los agentes de Stalin fueron obligando a los partidos comunistas a acatar las órdenes de Moscú al pie de la letra, y eso incluía abrazar el modelo cultural soviético como ejemplo para todos. 

Mientras la Unión Soviética generaba un Stalin, Italia un Mussolini y Alemania un Hitler, Francia tuvo ni más ni menos que treinta y cuatro Gobiernos distintos entre noviembre de 1918 y junio de 1940.

Con la excepción de Reynaud, los líderes políticos franceses insistieron en negarse a devaluar el franco y en combatir la deflación con déficit público; en lugar de ello, se obstinaron en mantener un presupuesto equilibrado y en recortar los gastos gubernamentales, incluida la partida de defensa. Las consecuencias de esa política fueron desastrosas: la depresión duró más en Francia que en muchos otros países, la inquietud social alimentó los extremismos políticos y el país empezó  a perder la desbocada carrera armamentista en Europa. Finalmente, en septiembre de 1936, se devaluó el franco, pero a aquellas alturas la caída en picado de la producción industrial había empezado ya a traducirse en una inflación. Por contraste, a mediados de la década de 1930, Hitler se dedican a cebar la economía alemana y financiaba su gigantesco programa de rearme recurriendo a un déficit público enorme. 

Lejos de los focos de atención política, Berlín y Moscú competían para granjearse a los creadores de opinión franceses. Uno de los agentes importantes por parte alemana fue Otto Abetz, un antiguo profesor de arte que más tarde sería embajador de Hitler en la Francia ocupada. Alto, rubio y sociable, Abetz aprovechó el cargo para entablar amistad con escritores y periodistas conservadores franceses, entre ellos Drieu La Rochelle, Brasillach y Jacques Benoist-Méchin. Los aliados potenciales de los nazis eran invitados a Alemania para que admiraran los logros del Tercer Reich, y algunos de ellos asistieron incluso a los baños de masas del Partido Nazi en Nuremberg. Después de ver a Hitler presidir un ceremonial de la bandera en 1937, Brasillach quedó asombrado por aquel ritual que describió como casi religioso, comparable a la eucaristía. “Es poco probable que alguien que no comprenda la analogía entre la consagración de la bandera y la consagración del pan logre entender nada del hitlerismo”, escribió en Je suis partout. Gracias a Abetz, Jouvenel tuvo ocasión de entrevistar a Hitler para la revista Paris-Macht en 1936. El Führer extendió una invitación tranquilizada a los franceses: “Seamos amigos”. De forma no tan pública, Abetz se dedicó también a financiar los periódicos de derechas. Era casi como si hubiera empezado ya a preparar el terreno para la ocupación: sus amigos intelectuales de la década de 1930 se convirtieron invariablemente en colaboracionistas destacados a partir de 1940. 

Pero Abetz no tuvo necesidad de importar el odio que Hitler sentía hacia los judíos. Avivado por L’Action Francaise y otros grupos fascistas, el antisemitismo francés recibió otro impulso y una grotesca legitimación literaria ni más ni menos que por parte de Céline… la voz de Céline se convirtió en un trabuco del antisemitismo. En su práctica de la medicina, Céine trataba a prostitutas, madres solteras y demás, y sentía una empatía genuina por los más desfavorecidos (acompañada por una aversión profunda por la burguesía). De hecho, se consideraba un hombre de izquierdas, hasta que en 1936 visitó la Unión Soviética. A su vuelta, publicó Mea Culpa, un panfleto de veintisiete páginas en el que denunciaba el comunismo. Y a continuación se incorporó a la extrema derecha. 

Pero Moscú no era menos activo. Su principal agente era Willi Müzenberg, miembro fundador del Partido Comunista alemán que a partir de 1933 trabajó como agente del Comintern en París y en toda la Europa Occidental. Aunque muchos intelectuales franceses formaban ya parte del Partido Comunista, el talento de Münzenberg consistió en hacer que personas que no eran comunistas se sumaran a la lucha antifascista, básicamente creando organizaciones de apariencia respetable. Entre esos compañeros de viaje había escritores alemanes y austríacos exiliados, y también intelectuales franceses alarmados por el ascenso de Hitler al poder… Aunque Moscú controlaba en gran medida las deliberaciones, el congreso logró presentar a un deslumbrante abanico de escritores (con Gide como presidente honorario, acompañado de E.M. Forster, Bertolt Brecht, Aldous Huxley, Waldo Frank, Heinrich Mann y muchos otros) como amigos de la Unión Soviética y enemigos de la Alemania nazi. Ilya Ehrenburg, periodista ruso y agente soviético involucrado en la organización del congreso, había escrito anteriormente un provocativo panfleto en el que tildaba a Breton y los surrealistas de pédérastes. En la víspera del congreso, Breton coincidió con Ehrenburg, al que abofeteó repetidamente, lo que provocó la exclusión de los surrealistas de la reunión. 

Picasso protagonizó una protesta más duradera contra los horrores de la guerra civil. Aunque nunca salió de Paris, al inicio de la guerra, y en su calidad de artista español más célebre del momento, accedió a ser nombrado director del Museo del Prado. 

El apoyo alemán e italiano a Franco decidió en última instancia el destino de la República, aunque mientras duró el conflicto, Moscú lo utilizó para asfixiar a los miembros de la izquierda que se negaban a acatar la disciplina soviética. Su argumentación, que se había impuesto con éxito entre los partidos comunistas europeos, era que criticar a Moscú equivalía a apoyar al fascismo. Sus principales víctimas fueron los trotskistas y los anarquistas que combatían en España, en un acto de sectarismo brutal que presenciaron (y más tarde relataron) George Orwell y Arthur Koestler. Pero Moscú también esperaba que, en nombre de la solidaridad hacia la República española, los izquierdistas no comunistas de Europa no criticaran la brutalidad creciente de Stalin dentro de sus fronteras. Sin embargo, por lo menos en un caso célebre, esa estrategia fracasó estrepitosamente. 

Aunque Gide nunca antes había sido políticamente activo, a principios de la década de 1930 empezó a expresar su simpatía por el comunismo y su admiración por la Unión Soviética. Su prestigio internacional era tan grande que, naturalmente, Moscú se mostró encantado cuando el escritor, a punto de llegar a los setenta años, aceptó una invitación para visitar la Unión Soviética en junio y julio de 1936, casualmente unos meses antes de que se iniciaran los infames juicios de Moscú. El viaje se inició con Gide pronunciando un discurso en el funeral de Maxim Gordi en la Plaza Roja, en el que se comprometió a defender “el destino de la Unión Soviética”. Durante las siguientes semanas, viajando con todas las comodidades y con el editor de origen ruso Jacques Schiffrin como intérprete, Gide fue agasajado y tratado con honores, como un valioso amigo del régimen. Al regresar a París, inmediatamente escribió su relato del viaje, Regreso de la U.R.S.S.

No era lo que sus anfitriones soviéticos habían esperado. El mensaje de Gide era claro: había querido encontrar la confirmación de lo que, tres años antes, había descrito como “mi admiración, mi amor por la URSS”. Encontró algunos elementos positivos a resaltar y expresó su convencimiento de que la Unión Soviética “acabara superando los graves errores que señalo”, pero su veredicto final era devastador. Escribió que los artistas debían seguir obligatoriamente la línea del partido. “Lo que se le exige al artista, al escritor, es que se someta; todo lo demás le será dado.” Pero sus críticas más implacables se centraban en la falta total de libertad en la Unión Soviética. “Dudo mucho que en otro país del mundo, incluso en la Alemania de Hitler, el pensamiento sea menos libre  esté más sometido, más aterrorizado, más avasallado.”

El manuscrito de Gide cayó en manos de los intelectuales comunistas, que rápidamente lo presionaron para que suavizara sus ataques a Moscú argumentando que perjudicarían la causa republicana en España. Pero Gide se mostró inflexible y publicó el texto tal cual. Naturalmente, el libro, que pronto se tradujo al inglés, complació a la derecha, pero también escandalizó a muchos izquierdistas no comunistas, entre ellos Simone de Beauvoir, la joven compañera de Sartre. 

En 1938, Koestler, colaborador cercano de Münzenberg, abandonó también el Partido Comunista alemán como reacción de protesta ante los juicios de Moscú. 

Cuando Alemania absorbió el resto de Checoslovaquia, el consenso en París era que no se le podía pedir a ningún francés que muriera para defender a los checos.