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España tuvo que ceder a Francia la isla de Santo Domingo para recuperar las Provincias Vascongadas

 


El 2 de agosto de 1794, las tropas francesas mandadas por el mariscal-general Adrien Jeannot de Moncey, duque de Conegliano, pusieron cerco a las Provincias Vascongadas por la frontera de Irún (Guipúzcoa).

Los vascos, siglos antes, con lágrimas en los ojos, habían hecho jurar solemnemente a Enrique IV de Castilla que Álava, Vizcaya y Guipúzcoa no serían desprendidas nunca del «territorio nacional», cuando el monarca negociaba con Luis XI el matrimonio de su hija Juana la Beltraneja con Carlos Valois, duque de Guyena.


Aunque los fueros imponían a los guipuzcoanos acudir masivamente, padre por hijo, a las armas para defender el «territorio nacional» no solo las Vascongadas sino toda España lo hicieron de tan mala gana que sólo movilizaron tres tercios, a los que se añadiría un batallón de voluntarios.


La «enconada y heroica resistencia» de los tatarabuelos de los futuros gudaris de la futura nación vasca frente a las tropas del mariscal-general Joachim Murat Loubière, cuñado de Napoleón Bonaparte y jefe del Ejército francés de los Pirineos Occidentales, permitió que Irún, Vera de Bidasoa, Fuenterrabía y San Sebastián fueran conquistadas en apenas 36 horas, poco más que el tiempo que se tarda en llegar andando a la capital donostiarra.


«La ocupación de San Sebastián no fue un hecho de armas.


     Varios politicastros guipuzcoanos se dejaron seducir por el general Adrien de Moncey, quien les prometió convertir la provincia en una República Independiente. Estos crédulos hombres, entre los que se encuentran el alcalde (Juan José Vicente de) Michelena, y el diputado José María de Barroeta y Aldamar, de infausta memoria, entregaron la ciudad a los franceses frente a la voluntad de la guarnición de defenderla. Cambiaron una quimérica libertad por la que disfrutaban bajo sus leyes antiguas y fueron infieles a la Patria», escribe años después el primer ministro español Manuel Godoy, desde su exilio en París. 


Mientras los navarros resistían los embates del Ejército francés, los vizcaínos y alaveses decidieron emular a sus «imbatibles y numantinos» compañeros de filas guipuzcoanos. Tras una discusión entre los que querían hacer frente al invasor y los partidarios de mantenerse neutrales, se rindieron en masa sin desempolvar siquiera sus viejas tizonas ni sacar algún que otro trabuco del fondo de sus cofres.


De esta manera, sin más complicaciones, los vascos, que se llamaban a sí mismos hidalgos universales y que, por tanto, no habían sido nunca vasallos de nadie, según la rancia y falsa literatura foralista, fueron sometidos y hechos prisioneros por los franceses, sus bienes y haciendas confiscados y puestos bajo dominio galo. Muchos de ellos, según Godoy, fueron fusilados.


La entrega a Francia ocurrió exactamente el 26 de agosto de 1794. Cuando poco después los diputados guipuzcoanos, tras reunirse en Guetaria, decidieron exigir de los galos invasores la creación de la República de Guipúzcoa, cambian las tornas. “Son un puñado de individuos que sólo tienen de recomendable su debilidad”, replicó Salbert Pinet, comisionado de Napoleón. Y ordenó el encarcelamiento de cuarenta de ellos en la prisión de la ciudadela de Bayona. 


Ese mismo día, el alcalde de San Sebastián Juan José Vicente de Michelena, obligado por los franceses, declaraba la «sumisión de la ciudad a la República francesa», desde el balcón de la casa consistorial.


Sin embargo, los diputados donostiarras, tercos como mulas, volvieron a reclamar su «derecho» a ser independientes. «La provincia de Guipúzcoa será regida como país conquistado», les contestaron a los diputados José Fernando Echa ve Romero, José Hilarión Romero, Francisco Javier Leizaur y José Maria Barroeta Aldamar, cuando plantearon sus reivindicaciones en París vía Bayona. Fue la forma en la que los franceses respetaron la mítica «soberanía originaria» que habían prometido defender. 


La provincia de Guipúzcoa, que pertenecía “por entrega voluntaria” desde 1200 a la Corona de Castilla «para asegurar su defensa frente al Reino de Navarra y a Francia», no se da por vencida. Los parientes mayores que han podido escapar a la persecución de los franceses se constituyen en Junta General  y, tras celebrar una reunión en Mondragón, acuden en petición de auxilio al Rey de España, Carlos IV, que se encuentra en San Lorenzo de El Escorial, quien sale en su defensa, buscando un acuerdo amistoso con sus enemigos como habían hecho el resto de los países europeos que desafiaron el poderío galo aquellos años.


    Ministro plenipotenciario de España en Varsovia, Domingo de Iriarte se encuentra de viaje en Venecia cuando recibe un mensaje urgente del ministro y valido del Rey, Manuel Godoy.


Las órdenes son tajantes. Debe desplazarse inmediatamente a Basilea (Suiza) para iniciar una negociación secreta con el embajador de Francia en aquel país, Francisco Barthelemy, que permita a España restablecer sin demora su integridad territorial y liberar al centenar de guipuzcoanos presos en Bayona.


Iriarte llega a Suiza el 6 de mayo de 1795 pero las conversaciones no pueden iniciarse hasta diez días más tarde. Barthelemy, que acaba de pactar un acuerdo de paz entre Prusia y Francia, carece de instrucciones y necesita evacuar consultas con las autoridades de su país.


El primer encuentro resulta una caja de sorpresas para el Gobierno español. Francia está dispuesta a retirarse de todos los territorios conquistados, salvo la provincia de Guipúzcoa que, con las plazas y puertos de Fuenterrabía, San Sebastián y Pasajes, queda agregada a la República. 


El monarca español se entera así de cómo una parte de sus súbditos de la provincia más nororiental de su reino ha pactado con las autoridades de la República francesa la cesión del territorio a los galos, quienes, no suficientemente agradecidos, acabaron encarcelándolos en Bayona. Pese a todo, algo más de dos meses después se llega a un acuerdo.


Así, el 22 de julio de 1795, tras la firma de la Paz de Basilea, Francia devuelve los territorios vascongados conquistados por las armas  -es un decir- a cambio de la entrega de la isla de Santo Domingo,  por la que los dos países llevaban un siglo luchando. El territorio antillano pasaría a ser parte de su imperio, y permitiría asegurar así el abastecimiento de azúcar a la metrópoli, frente a las paupérrimas Provincias Vascongadas, que sólo representan cargas para la República.


Todos los historiadores presentan el Acuerdo de Basilea como una paz honrosa para Carlos IV y Godoy, recompensado con el título de Príncipe de la Paz. Suelen olvidar que España tuvo que ceder unas tierras, habitadas por otros españoles, a cambio de las Provincias Vascongadas, con las vejaciones y humillaciones que supuso para los españoles antillanos ser entregados a los franceses, mediante un tratado en cuya gestación no habían participado. 


Además de entregar parte de su imperio colonial, la Corona se compromete a retirar los dos órganos de gobierno nacionales del territorio ―el consejo supremo o audiencia y el arzobispado-, a trasladar a los funcionarios de la administración y a los jefes y empleados del Gobierno, y a defender militar mente las plazas y puertos, especialmente Fuerte Delfín, de los ingleses hasta que el Ejército francés reúna los suficientes navíos torio. para hacerse cargo del territorio. 


«Las plazas, puertos y establecimientos referidos se darán a la República francesa con los cañones, municiones de guerra y efectos necesarios a su defensa que existan en ellos cuando se presente a tomar posesión de la totalidad de la isla», estipula el Tratado.


Aunque a los habitantes de Santo Domingo que no aceptaran la nueva situación política se les daba un plazo de 12 meses para abandonar la isla, la situación fue trágica. «Hubo varias decenas de personas que se quitaron la vida antes que ser franceses, otras que murieron al naufragar sus barcos mientras escapaban a la cercana isla de Cuba y varios centenares que murieron en altercados contra las tropas francesas.» 


La Paz de Basilea supuso también el derecho a los franceses a extraer yeguas, caballos andaluces, ovejas y carneros merinos de Castilla en un periodo de cinco años como botín de guerra, a cambio de la liberación y entrega a España de los 40 parientes mayores y diputados forales guipuzcoanos, encarcelados en Bayona.


El Gobierno español, por su parte, se comprometía a no perseguir a los afrancesados en la provincia de Guipúzcoa, a explicar a los curas de Santo Domingo «que el cristianismo no es incompatible con las repúblicas libres e ilustradas» y exigía la entrega de los dos hijos de Luis XVI, para darles el trato y la educación que requería su alta alcurnia. 


Las Provincias Vascongadas constituyen así la única tierra de España por cuya recuperación el valido del rey, Manuel Godoy, el llamado Príncipe de la Paz, tuvo que efectuar un pago tan oneroso como ceder otra parte de su territorio de ultramar con sus “no menos de noventa mil almas, entre blancos, mestizos y los que antes de ahora llamaban esclavos” al imperio francés. España cambió a unos españoles por otros y unos territorios por otros. 


Si la nación hubiera sido una empresa privada, una multinacional cualquiera, los territorios comunales (valles, ríos, montes, zonas marítimas) aparecerían inscritos en el Registro de la propiedad como parte de los activos patrimoniales del reino y todos los argumentos sin sentido de Sabino Arana, José Antonio Aguirre o Juan José Ibarretxe acerca de la soberanía originaria, la hidalguía universal y el sometimiento de la corona de Castilla, una de las naciones más poderosas de la tierra, se hubieran caído por su propio peso.


Los dominicanos se revolvieron y se enfrentaron a los franceses en la batalla de Las Carreras y el general Pedro Santana los derrotó el 19 de abril de 1849, tras decenios de lucha. Desde entonces, República Dominicana celebra el día en que expulsaron a los galos y se adhirieron de nuevo a España (desde 1861 a 1865), como el de su fiesta nacional.


Dos siglos más tarde, un sector de los habitantes de aquellas tierras españolas, cuya liberación de la opresión francesa costó a la nación la entrega de parte de sus territorios de ultramar y el pago de un fuerte botín de guerra, se acoge a unos pretendidos derechos históricos para independizarse y «esclavizar» a quienes les liberaron del yugo de los franceses a cambio de la libertad de otros pueblos.


«Los vascos constituimos una raza desconocida, distinta a la del resto de los españoles, somos un pueblo que tiene el derecho inalienable a nuestra autodeterminación», repiten los dirigentes nacionalistas como papagayos, sin tener en cuenta el artículo segundo de la Constitución que dice que «[España] es patria común e indivisible de todos los españoles» y que la «soberanía nacional reside en [todo] el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado».


Sustentan esta absurda teoría de que los habitantes de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa étnicamente se han mantenido puros desde los albores de la Humanidad. “La Nación Vasca, Euskadi, existe y desde tiempo inmemorial se halla encaramada como un pájaro en los Pirineos, frente a la bahía de Vizcaya, el mar de los vascos”, afirma el primer Lehendakari provisional del País Vasco, José Antonio Aguirre.


¿Ha existido la nación vasca como un grupo étnicamente puro o se trata de un simple mito? ¿Los habitantes de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa son una raza desconocida, aislada del resto del mundo, o forman parte de un conjunto multicultural y multirracial más amplio, donde el “éuscaro” puro es una minoría?


Fuente: Los mitos del nacionalismo vasco, José Díaz Herrera. 

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