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Algunos apuntes sobre Salvador Dalí, George Orwell


El privilegio del fuero. Algunos apuntes sobre Salvador Dalí. 1944

De una autobiografía solo podemos fiarnos cuando revela algo vergonzoso. Un hombre que da una buena imagen de sí mismo seguramente está mintiendo pues cualquier vida vista desde dentro no es más que una sucesión de derrotas.

Durante la Guerra Civil española evita astutamente tomar partido y realiza un viaje a Italia. Se siente cada vez más atraído hacia la aristocracia, frecuenta salones elegantes, se agencia valedores ricos y se fotografía con el rechoncho vizconde de Noailles, al que se refiere como su "mecenas". Cuando se avecina la guerra europea solo tiene una preocupación: encontrar un lugar donde haya buena cocina y desde el que pueda huir como un rayo si el peligro se acerca demasiado. Se establece en Burdeos, y durante la batalla de Francia escapa puntualmente a España. Se queda en el país el tiempo suficiente para recopilar algunas historias de atrocidades cometidas por los rojos, y luego parte a Estados Unidos. La historia termina con un despliegue de respetabilidad. Dalí, a los treinta y siete años, se ha convertido en un marido devoto, está curado de sus aberraciones, o de alguna de ellas, y se ha reconciliado por completo con la Iglesia católica. Y está además, ganando un montón de dinero.

No le está concedido a nadie poseer todos los vicios, y Dalí se jacta de no ser homosexual, pero por lo demás parece el mayor inventario de perversiones que alguien pudiera desear.

Es apestoso. Si fuera posible que un libro desprendiera físicamente hedor a través de sus páginas, este lo haría; y a Dalí le encantaría la idea, ya que antes de cortejar por primera vez a su futura esposa se embadurnó todo el cuerpo con un ungüento hecho de estiércol de cabra hervido en cola de pescado.

Dalí es un exhibicionista y un arribista, pero no es un fraude. Tiene cincuenta veces más talento que la mayoría de la gente que podría condenar su moral y mofarse de sus cuadros.

Es antisocial como una pulga. Claramente, las personas como él son indeseables, y algo va mal en una sociedad que permite que florezcan.

Si dices que Dalí, pese a ser un dibujante brillante, es un sucio canalla, te miran por encima del hombro como a un cafre. Si dices que no te gustan los cadáveres putrefactos, y que la gente a la que le gustan los cadáveres putrefactos está mentalmente enferma, se da por hecho que careces de sentido estético.

Solo hay que pronunciar la palabra mágica "arte" y está todo bien: los cadáveres putrefactos con caracoles arrastrándose sobre ellos están bien, darle un puntapié en la cabeza a una niñita está bien, incluso una película como La edad de oro está bien. Y también está bien que Dalí prosperara a costa de Francia durante años y que luego se escabullera como una rata en cuanto Francia estuvo en peligro. Mientras pintes lo bastante bien como para pasar la prueba, todo se te perdonará.

Dalí es un buen pintor y es un ser humano repugnante. Una cosa no invalida ni, en cierto modo, afecta a la otra.

Por supuesto, no es que la autobiografía de Dalí o sus cuadros tengan que ser suprimidos. Menos en el caso de las postales indecentes que solían venderse en los pueblos costeros del Mediterráneo, suprimir algo es una política cuestionable, y es probable que las fantasías de Dalí arrojen una luz muy útil sobre la decadencia de la civilización capitalista. Pero lo que le hace falta, claramente, es un diagnóstico. La cuestión no es tanto qué es, sino por qué es como es. No debería caber ninguna duda de que se trata de una mente enferma, seguramente no demasiado transformada por su presunta conversión, ya que los auténticos penitentes, la gente que regresa a la cordura, no alardean de sus vicios pasados de un modo tan satisfecho. Dalí es un síntoma de la enfermedad del mundo. Lo importante no es condenarlo por ser un sinvergüenza al que habría que idolatrar, ni defenderlo como a un genio al que no habría que cuestionar, sino averiguar por qué hace gala de se repertorio concreto de aberraciones.

Quizá sea posible encontrar la respuesta en sus cuadros, y yo no estoy cualificado para examinarlos. Pero sí puedo señalar una pista que podría servir para avanzar un poco en el camino: ese estilo anticuado, sobrecargado, eduardiano, al que Dalí tiende a volver cuando no es surrealista. Algunos de los dibujos de Dalí recuerdan a Durero, otro parece revelar la influencia de Beardsley, un tercero parece haber tomado algo prestado de Blake. Pero la vena más persistente es la eduardiana. Cuando abrí el libro por primera vez, mientras miraba las incontables ilustraciones me acompañaba una sensación de parecido que no podía acabar de precisar. Reparé en el candelabro decorativo que hay al principio de la primera parte. ¿A qué me recordaba ese libro? Finalmente di con ello. Me recordaba a una edición, grande, de mal gusto, a todo lujo, de Anatole France (en traducción) que debió de publicarse más o menos en 1913. Tenía encabezados y pies de página decorativos del mismo estilo. El candelabro de Dalí tiene en uno de los extremos una criatura pisciforme y llena de florituras que resulta curiosamente familiar.

Tal vez sus aberraciones sean una forma de asegurarse de que no es una persona cualquiera. Las dos cualidades que Dalí posee de forma incuestionable son un don para el dibujo y una egolatría atroz. "Cuando tenía seis años quería ser cocinero y a los siete, Napoleón -dice en el primer párrafo de su libro-. Desde entonces mi ambición ha ido aumentando sin parar". Está escrito con la clara intención de desconcertar, pero no cabe duda de que es bastante cierto. Este tipo de ideas son bastante comunes. "Sabía que era un genio -me dijo alguien una vez-, mucho antes de saber en qué iba a ser un genio." Y supongamos que no tienes nada salvo tu egolatría y una destreza que no va más allá del codo; que tu verdadero don es para el dibujo detallado, académico, figurativo; que tu auténtico métier es el de ilustrador de libros de texto científicos. Entonces ¿cómo te vas a convertir en Napoleón?

Siempre hay una vía de escape: la maldad. Haz siempre aquello que conmocione y cause daño a la gente. A los cinco, arroja a un niño por un puente, crúzale la cara con un látigo a un viejo doctor y rómpele los anteojos; o, al menos, sueña con hacer estas cosas. Veinte años después, vacíales los ojos a unos asnos con unas tijeras. De este modo, siempre puedes sentir que eres original. Y, al fin y al cabo, ¡sale a cuenta! Es mucho menos peligroso que el crimen. Teniendo en cuenta todas las posibles omisiones que pueda haber en la autobiografía de Dalí, es evidente que no ha sufrido por sus excentricidades lo que habría padecido en una época anterior. Creció en el mundo corrupto de los años veinte, cuando la sofisticación estaba enormemente generalizada y todas las capitales europeas rebosaban de aristócratas y rentistas que habían dejado de lado el deporte y la política y se habían aficionado al mecenazgo de las artes. Tú le lanzabas asnos muertos a la gente, ella te lanzaba dinero. La fobia a los saltamontes, que unas décadas antes no habría provocado más que una risita de desdén, era ahora un "complejo" interesante que podía ser provechosamente explotado. Y cuando ese mundo se desmoronó frente al ejército alemán, Estados Unidos estaba esperando. Incluso podías acabarlo de rematar con una conversión religiosa, pasando de un saltito y sin sombra de arrepentimiento de los elegantes salones de París al seno de Abraham.

Estas son, quizá, las líneas esenciales de la historia de Dalí. Pero por qué sus aberraciones fueron esas en particular, y por qué fue tan fácil venderle horrores tales como cadáveres putrefactos a un público sofisticado, son cuestiones para los psicólogos y los críticos sociológicos. La crítica marxista no se anda con miramientos ante fenómenos como el surrealismo. Son la "decadencia burguesa" (se juega mucho con expresiones como "la gangrena de la sociedad" o "una clase rentista corrompida"), y eso es todo. Pero, aunque esto probablemente exponga un hecho, no establece una conexión. Seguimos queriendo saber por qué Dalí tendía a la necrofilia  (y no, por ejemplo, a la homosexualidad), y por qué los rentistas y los aristócratas compraban sus cuadros en lugar de cazar y hacer el amor, como sus abuelos. La simple desaprobación moral no nos lleva más lejos, pero tampoco debemos fingir, en nombre del "desapego", que fotografías como la de Taxi lluvioso sean moralmente neutrales. Son enfermizas y repugnantes, y cualquier indagación debería partir de este hecho.