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Los Siete Colores - Robert Brasillach



LOS SIETE COLORES, Robert Brasillach

  • En Alemania la gente se divierte mucho más de lo que creen los antifascistas de mi país. Como corresponde, se hacen bromas contra el propio régimen, sin creer en sus bufonadas. El otro día, en un cabaret, las canciones eran interrumpidas por el ruido de la vajilla entre bastidores y, cada vez, el cantor exclamaba:

         “Debe ser Göering que anda cuerpo a tierra con sus condecoraciones”.
          Se habla con humor de los plebiscitos aplastantes.

       “Otro más donde el gobierno gana con el 99 y medio por ciento. Es curioso, porque toda la gente          que me encuentro está en el medio por ciento”. 

         Se cree que Alemania está inclinada bajo el yugo y el temor.

  • No creo que los pueblos puedan jamás comprenderse. No creo en los acercamientos, ni de las élites ni de las masas. Creo en la prudencia y en la necesidad. Se trata de emplear ambas. 
  • En todo caso, la tentación va adquiriendo forma. No puedo llegar a tomarme realmente en serio ese Frente Popular. No obstante, se ocupan las fábricas, se nacionaliza. Pienso en lo que he leído de los años pre-fascistas en Italia, cuando los obreros raptaban a los técnicos por la calle para poder hacer funcionar las empresas de las que se habían apoderado y donde habían establecido una disciplina soviética. Y esas fotografías de metalúrgicos tocando el acordeón en los patios se parecen bastante, justamente, a esas películas rusas que estaban de moda en la época en que yo quería ver Potemkin. 
  • El juego gana espacio un poco por todas partes. Los generales acaban de rebelarse en España, y eso que de entrada creí que iba a ser un pronunciamiento bien banal es esta guerra por la cual se entusiasma tanta gente a mi alrededor. Y no, es bien una revolución. ¡Pensar que hubo un tiempo en que sinceramente creía que nuestra época era chata y que llegaríamos demasiado tarde!
  • Es cierto que no hay pueblo que no esté empavonado en estos caminos triunfales que llevan a Nuremberg durante esta semana en que el partido Nacional-Socialista sienta sus reales en la vieja ciudad de Franconia, la semana santa del Reichparteitag. 
  • Hoy Hitler habla de un modo mucho más calmo. Es verdad que los alemanes se exaltan siempre al oírlo y lo aplauden con un estoicismo borracho de sí cuando les promete privaciones y pobreza. Cierto, su voz parece emocionarse cuando, como los otro días en el desfile de los Politische Leiter, proclamaba que sacrificaría todo por Alemania, que daría su vida si fuera necesario. Pero el conjunto da la impresión de una mayor moderación. No gesticula más, habla casi todo el tiempo con las manos entrelazadas, y los altoparlantes repiten en eco el final de su frases como un graznido de pato. 
  • No es cuestión de hacer romanticismo. No obstante, ante este triste funcionario vegetariano que es un dios para su país, ¿cómo no imaginar que en un alba de junio haya descendido del cielo como el arcángel de la muerte para matar a algunos de sus más viejos compañeros, y de los más queridos? Es en ellos en quienes pienso hoy. Este hombre los ha sacrificado a lo que él juzgaba su misión, y con ellos la amistad y su paz personal; y sacrificaría todo, la felicidad humana, la suya y la de su pueblo además, si el misterioso deber al que obedece se lo mandara. Naturalmente, no hablo de la felicidad de otros pueblos, ya que Alemania nos ha enseñado que eso no cuenta demasiado para ella. No se puede juzgar a Hitler como a un jefe de Estado común. Él es también un reformador, está llamado a una misión que cree divina y sus ojos nos dicen que soporta un peso terrible. Es eso lo que puede, a cada instante, poner todo en discusión.
  • ¿El hitlerismo no será mañana sino una gigantesca curiosidad histórica? ¿Miraremos estupefactos estas banderas orientales, estos puñales, escucharemos solo en nuestra memoria estos cantos? ¿No es demasiado todo esto? ¿Va a durar? Nunca me había hecho la pregunta. Me la planteo. Estoy sorprendido por el carácter insólito, quizás efímero de todo lo que veo, que es a tal punto nuevo. 
  • Pero bajo riesgo de ser adolescentes retrasados, lo que resultaría falto de dignidad, limitamos esas posibilidades. Estamos en la edad en que se debe jugar sobre seguro. 
  • Porque cada edad tiene su belleza y esa belleza debe siempre ser una libertad. Sólo la libertad y la belleza de los treinta años -escapados de la adolescencia, amenazados por el porvenir- están, por primera vez, ligadas a la lucidez. 
  • Lo que se deja atrás no siempre vale como para ser añorado. 
  • Pero lo que se deja atrás es siempre la juventud. 
  • No hay nada más triste que un viejo estudiante, y hace falta una especie de genio muy raro para mantener mucho tiempo el placer y la belleza de la bohemia. 
  • No hay en la vida sino una juventud y se pasa el resto de los días añorándola. 
  • No es a los veinte años cuando una hora de amor es bella.
  • A los treinta años no existe siquiera la posibilidad de ilusionarse. 
  • Durante cierto tiempo, de los dieciséis a los veintitrés o veinticinco años, uno ha visto su juventud como un bloque. Ahora este bloque se funde. Ya los dieciséis años no nos parecen tan distintos a la infancia, y los muchachos de dieciséis años que encontramos son verdaderos chicos. Vendrá el tiempo en que empezaremos a tratar de chiquilines a los soldados. No obstante son ellos los jóvenes, y no nosotros. 
  • Hablaba una vez de cine con un muchacho que no parecía tan joven. Y, de golpe, me dijo con un toque de respeto:

          “Cierto que usted conoció el cine mudo…”

           Me ha llevado mucho tiempo darme cuenta de que el cine es hablado desde hace ya diez años,        que todavía no me acostumbré, y que para un muchacho que no fue al cine durante su infancia (eso  pasa)  yo debí parecerme a un antepasado suyo que asistía a las primeras representaciones del Theatre Libre o a un baile en las Tuilleries. 

  • Miremos a nuestros amigos de treinta años, ya que es difícil mirarnos a nosotros mismos. Contemplémonos en esos espejos ajenos. No los reconocemos más si no logramos acordarnos de su juventud. ¿Qué es esa fiebre que les ha entrado? ¿Por qué los que eran sedentarios salen a correr por los caminos? ¿Por qué los salidores se frenan? ¿Por qué los que eran bohemios se han hecho burgueses? ¿Por qué aquellos e han vuelto agrios, metidos en compromisos dudosos? ¿Por qué su fantasía se ha vuelto rechinan y desleída? Y esas mujeres vestidas de modo ridículo se sufren de oropeles, y esos pájaros exóticos no son más que loros gritones. Corren detrás de su juventud, se imaginan que la pueden prolongar cuando deberían ser encantadores y dignos hombres y mujeres de treinta años, vigorosos, livianos, sonrientes, fieles, acostumbrados a las leyes de su nuevo estado. Nosotros mismos quizás no sabemos verlos como son; pero miren las caras de los más jóvenes…
  • A los treinta años uno puede descubrir todavía excelentes camaradas, pero no más amigos. Los verdaderos amigos son los de la adolescencia, más raramente lo de la infancia. 
  • A los treinta años uno puede descubrir todavía grandes admiraciones, pero no se entusiasma más por un poeta desconocido y quizás mediocre. 
  • La guerra ha sido un cambio de era tan violento para el mundo moderno que quienes vivieron antes de ella, por poco que haya sido, corren riesgo de seguir trastornados. Los que nacieron después son más seguros. Pero las generaciones aparecidas entre 1900 y 1910 son las últimas que pudieron, aunque sea a través de sus familias, tener alguna claridad sobre el viejo mundo y participar, aun inconscientemente, de los mitos del siglo XIX.
  • Los dirigentes de los países totalitarios dicen que el futuro se hará con los chicos que tienen hoy diez años, a lo sumo quince. Estos jamás conocieron otra cosa. Como los hombres más maduros, las generaciones de la treintena no son seguras, y puede ser que estén condenadas. Por lo menos es lo se piensa, quizás por error. 
  • Creo que, en Alemania, veremos dentro de solo diez años al verdadero hombre del Tercer Reich, despojado de todo particularismo sajón o bávaro, codo a codo en los campamentos con los otros alemanes de todo el Imperio. Aun de modo más general, será solo cuando estos Pimpfen germánicos y estos balillas italianos sean adultos el momento en que sabremos lo que es un hombre que nunca vivió sino en una atmósfera fascista. Y el resultado no va a ser quizás muy alentador. Conservaré, creo, más curiosidad por los de hoy, que conocieron el fin de la era liberal y se desprenden de eso poco a poco, como nadadores que salen del mar. 
  • La extravagancia de los adversarios del fascismo se encuentra ante todo en ese desconocimiento total de la alegría fascista. Alegría que se puede criticar, que si les da la gana se puede incluso declarar abominable o infernal; pero alegría.