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Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding (Parte II)


Pasajes de Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding


Se acabó lo que se daba

Muchos otros internos extranjeros fueron liberados o lograron huir antes de que los alemanes llegaran a los campos, aunque Walter Hasenclever, un dramaturgo alemán internado en Camp des Milles, optó por suicidarse ingiriendo una sobredosis de somníferos el 22 de junio. Carl Einstein, un historiador del arte alemán, huyó  de un campo cerca de Burdeos. El 5 de julio, viéndose atrapado en la frontera española, se quitó la vida arrojándose desde un puente. El destino de Münzenberg, el ex agente del Comintern, fue más turbio; arrestado en París el 14 de mayo y enviado a u campo al sur de Lyon, cinco semanas más tarde el comandante del campo ordenó a algunos de los prisioneros, entre ellos Münzenberg, que se dirigieran a otro campo. Sin embargo, como no los escoltaba ningún guardia militar, los prisioneros aprovecharon la ocasión para huir. El cuerpo de Münzenberg fue hallado cuatro meses más tarde. Oficialmente, la causa de la muerte fue el ahorcamiento, aunque nunca se supo si Münzenberg  se había suicidado o si, como muchos sospechan, había muerto a manos de la policía secreta soviética. Más suerte tuvo Koestler. Después de un breve arresto en mayo, huyó de París con Hardy. Entonces se alistó a la legión extranjera bajo un nombre falso para evitar futuras detenciones. En un primer momento Hardy lo siguió, mientras Koestler malvivía en los barracones del ejército, rodeado de un desorden creciente. Finalmente, Hardy consiguió un pasaje en uno de los últimos barcos que zarparon de Burdeos con destino a Inglaterra, donde logró publicar la obra maestra política de Koestler, El cero y el infinito, que ella misma había traducido del alemán. Koestler se unió a los miles de extranjeros que intentaban huir de Francia y, al cabo de un tiempo, logró llegar también a Inglaterra, a través de Casablanca y Lisboa. 

Otros artistas aprovecharon también la “guerra de broma” para prepararse para lo peor. Piet Mondrian, el maestro holandés del arte abstracto, se había marchado a Inglaterra ya en 1938 y se trasladó a Nueva York en cuanto se declaró la guerra. En 1940, Dalí y su mujer, Gala, siguieron a Mondrian a Nueva York, mientras que Miró regresó a la España franquista. Matisse, Bonnard y Maillol habían optado hacía ya tiempo por vivir y trabajar lejos de París y, por tanto, estaban relativamente a salvo. Pero otros permanecieron en París, luchando en un mercado artístico en crisis para conseguir los medios necesarios para irse a vivir a las provincias o al extranjero. 

Gide, que vivía en el sur de Francia, optó por rehuir los focos de atención. “No, decididamente no hablaré por radio”, escribió en su diario el 30 de octubre de 1939. “No contribuiré a darle oxigeno al público. Los periodistas ya publican suficientes trivialidades patrióticas. Cuanto más francés me siento, más me resisto a dejar que mi mente termine atrapada. Si ésta se regimentara, perdería todo su valor.” Pero la entrada también sugería que, en caso de que decidiera hablar o escribir, no estaba muy seguro de qué opción elegiría. “No quiero ruborizarme mañana por lo que he escrito hoy”, escribió. Y añadió: “Me guardaré mis pensamientos poco razonables en esta libreta, hasta que vengan tiempos mejores”. Aproximadamente tres meses después, el 7 de febrero de 1940, expresaba su preocupación por las consecuencias de la guerra: “Es de imaginar que después de la guerra, incluso si salimos vencedores, estaremos sumidos en tal desorden que tan sólo una dictadura decidida podrá sacarnos de él”. Más tarde, el 21 de mayo, con las fuerzas alemanas penetrando rápidamente en Francia, Gide mostró sus desesperación ante los franceses y escribió: “Oh ciudadanos franceses, frívolos incurables! Hoy pagaréis bien cara vuestra falta de diligencia, vuestra inconsciencia y vuestra obstinación por acostaros encima de tantas virtudes preciosas”.

Drieu La Rochele, el escritor fascista, había resultado herido en la Primera Guerra Mundial y fue exento del  ejército por motivos de salud, lo que le permitió continuar escribiendo textos de ficción y artículos para la Nouvelle Revue Francaise. Pero a pesar de la confianza en sí mismo que expresaba públicamente, su diario de guerra, publicado décadas después de su suicidio en 1945, pone de manifiesto toda su confusión y su inseguridad en los compases previos al estallido de la guerra. Los judíos seguían siendo su obsesión y una y otra vez especuló sobre la posibilidad de que su viejo amigo y, al mismo tiempo, enemigo ideológico, Aragon, fuera judío. La Rochelle era un hombre alto y apuesto, y se vanagloriaba de que las mujeres siempre lo habían deseado, pero más tarde expresaba su vergüenza por no haber sido nunca un “hombre verdaderamente valiente”. Incluso recordaba que se había casado con su segunda mujer, Olesia Sienkiewicz, “persuadido por la idea de que era lesbiana y que nunca me amaría de verdad”. Pero cuando Drieu La Rochele conseguía mirar más allá de su propia nariz, era capaz de tomarle el pulso a Francia con gran precisión. “La guerra no ha cambiado nada, al contrario”, escribió en diciembre de 1939. “Los franceses están más divididos que nunca, detrás de la fachada de un acuerdo global que es en realidad el resultado de su letargo.”

La Wehrmacht rodeó al Ejército francés en el norte y empezó a avanzar hacía el sur. Hizo dos millones de prisioneros, entre ellos Sartre, Messiaen, Desnos, Anouilh, Brasillach y el futuro presidente del país, Francoise Mitterrand… Sartre, Messiaen y Brasillach fueron liberados en 1941, y Mitterrand escapó ese mismo año. 

Sólo unos pocos escritores decidieron permanecer en París, entre ellos el excéntrico y conservador Paul Léautaud, que se negó a abandonar a sus queridos perros y gatos. Fue testigo de cómo la ciudad se vaciaba rápidamente y vio cómo incluso el Louvre quedaba desprotegidos. Unos días más tarde, escribió en su Journal litterarie: “Soy completamente indiferente a la derrota, tan indiferente como cuando el otro día vi al primer soldado alemán”. Un motivo simple para su indiferencia era que, en tanto que antisemita convencido, creía que una victoria británica equivalía a una victoria judía. 

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