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Muerte de una reina, Luis Suárez



Isabel I Reina, Luis Suárez

Muerte de una reina

Parece probado, hasta donde el análisis clínico puede penetrar valiéndose únicamente de los datos que proporcionan los documentos, que hubo en Juana un patológico desdoblamiento de la personalidad, susceptible de desembocar en una obsesión concreta. En su caso esta obsesión estaba relacionada con la concupiscencia erótica, que se tornaba posesiva al referirse a su marido, al que amaba y odiaba al mismo tiempo con igual violencia. Le amaba con el deseo vehemente pero también le odiaba por el trato que de él recibía. Las dos tendencias fueron registradas por los cortesanos. 

En estas condiciones era imposible esperar de ella capacidad de gobierno, a pesar de que en los momentos de lucidez razonaba con inteligencia. La conducta de Felipe, educado en las costumbres borgoñonas, no contribuyó a moderar la dolencia de Juana -no estamos en condiciones de saber qué hubiera ocurrido en otros derroteros-, pero parece exagerado atribuir a los celos la causa de su locura; no causa, sino efecto. 

Juana dio a luz un niño el 10 de marzo de 1503. Ya hemos indicado cómo en el bautismo se le puso el nombre de Fernando. Los nombres de los infantes no obedecían entonces a criterios meramente circunstanciales, sino a razones muy profundas, acorde con el puesto que se suponía iban a ocupar en esa escala de la sucesión. Para decirlo de otra manera, se le conectaba con los Trastámara y no con los Habsburgo, aunque más tarde las circunstancias harían que hubiera de recoger la segunda herencia. Un correo especial, que hizo en solo seis días el trayecto hasta Lyon, donde aún permanecía su padre, comunicó a éste la noticia. En las cartas de que era portador los reyes decían que aunque la princesa se encontraba bien no parecía aconsejable que emprendiera el viaje hasta que se hubiese restablecido del todo. Pero el archiduque, que se había demorado en Francia más tiempo del que los negocios requerían, insistió en que Juana debía reunirse con él lo más pronto posible y utilizando el mismo camino por tierra. Fernando estaba operando con prudencia política: no convenía que los herederos de la Monarquía estuviesen en la Corte de Francia habiéndose roto las hostilidades. Juana supo que su marido la estaba reclamando. 

Cuando la archiduquesa fue informada de que serias razones exigían una demora en su viaje hasta que Felipe estuviera en Bruselas, tuvo una crisis terrible: el 18 de junio insultó a su madre con palabras tales que no era posible dudar del estado de su mente. Isabel sufrió una recaída y los médicos que le atendieron en Alcalá aquel verano le advirtieron que disgustos de esta naturaleza podían provocar un fatal desenlace. Por aquellos días, coincidiendo Juana en la misma ciudad, comenzó a mostrar la peor conducta: respondía con insultos a quienes se atrevían a formularle alguna advertencia o rectificación, se negaba a comer y sospechaba de todos sus servidores como si viviese rodeada únicamente de enemigos. Todas las personas de su séquito, preocupadas por el informe de los médicos, coincidieron en la necesidad de ocultar a la reina todas estas cosas. Con ello empeoraron la situación. 

La reina estaba acongojada entre aquellos muros en Medina del Campo, que era un poco su villa predilecta, en donde tantas cosas tuvieran comienzo, consciente de que había entrado en la etapa final de una existencia que se iniciara medio siglo antes, en otra localidad de las inmediaciones, Madrigal. Todos los sentimientos y convicciones que la sustentaran, aquellos que la hicieran admirable para unos y odiosa para otros, la profunda fe católica, la obediencia a la Iglesia, el austero sacrificio, la piedad acendrada, el afecto profundo y sincero al marido, se quintaesenciaron en aquel año último. Podía repasar in mente, como sucede al fin de cada existencia si se conservan facultades plenas, sus logros, sus trabajos y sus esperanzas: aparecen plasmados en su Testamento. Ninguno de los dolores que puede sufrir una mujer le fueron ahorrados, comenzando por la presencia en la Corte de dos bastardos de su esposo, a los que cuidó, buscando para ellos un buen destino, la muerte sucesiva de Juan y de Isabel y del niño Miguel, la locura de Juana, el desvío del archiduque lanzado a una conducta política divergente, el alejamiento de las otras dos hijas, el vacío terrible de aquellas habitaciones sin vástagos de la propia dinastía que pudieran continuar su obra. 

A este examen de conciencia iba a responder, por medio de las palabras dictadas a Gaspar de Gricio, en su postrera voluntad, con una lección moral de alto nivel. Como en otra ocasión dolorosa semejante comentara con fray Hernando de Talavera, fue consciente de que “pues los reyes hemos de morir” se aproximaba para ella “aquel terrible día del juicio y estrecha examinación”, la cual es “más terrible para los poderosos” que para la gente común. Reconociendo que debía a Dios gratitud por haber tenido un marido como Fernando, dejaba a éste el recuerdo, “en memoria del singular amor que a su señoría siempre tuve” de que también él “había de morir, y que le espero en el otro siglo”. 

Ella y Fernando decidieron que ya que no pudiera culminar el proyecto de mantener separadas las dos partes de la herencia, Habsburgo y Trastámara, para dos hijos del mismo matrimonio, tenían que conseguir que Carlos viniera a España, donde, reconocido sucesor de su madre, podía brindar a Fernando la larga regencia que se necesitaba. 

Hora final

Tres días Anes de que se produjera el fallecimiento de la Reina Católica, entró en Medina un correo que portaba largo despacho de los embajadores de Bruselas; veinte días habían consumido en el viaje. Probablemente no fue leído a la moribunda porque constituía un tremendo golpe. Tras el incidente con la concubina, Juana había entrado en un periodo de locura frenética. Desconfiaba de sus damas y no quería que la sirviesen más que las esclavas que con ella estaban. Entró en la manía de lavarse constantemente la cabeza y bañarse muy a menudo contra los consejos de los médicos que no eran entonces muy partidarios de esta práctica. Felipe presionaba por todas las vías a fin de que firmase un documento en blanco que debía permitirle asumir todas las funciones, cosa que nunca consiguió. 

Juana, encerrada en sus aposentos, había dejado incluso de alimentarse. Felipe, a quien el curso de los acontecimientos apremiaba, incrementó sus presiones para lograr la firma que le permitiera recibir la transmisión plena de derechos: quería aparecer en Castilla como verdadero rey. Una noche se retiró a una cámara situada inmediatamente debajo de la que ocupaba su esposa y se lo hizo saber. La pobre loca estuvo toda la noche golpeando el suelo -“señor, háblame, que quiero saber si estáis ahí”- tratando de abrir un boquete con su cuchillo. 

Este desolador despacho fue abierto el mismo día en que Isabel dictaba un codicilo al Testamento, el 23 de noviembre de 1504. Mediante un documento paralelo, que hoy se guarda en el archivo de Simancas y en el que se hace referencia a peticiones formuladas en las Cortes de 1502 y 1503, la reina hacía entrega en aquel momento, en su ausencia o defecto de Juana, a Fernando. Tres días después murió “tan santa y católicamente como vivió”, según explicaría el rey en su carta a las ciudades del reino. 

Testamento y codicilo forman un conjunto documental de excepcional importancia. Aunque han sido publicados muchas veces, no abundan las explicaciones correctas en torno a su contenido, porque para comprenderlos es necesario situarse en la actitud mental de la propia reina, que no se corresponde con el orden de valores que impera en nuestros días; muchos de éstos aparecen, entre nosotros, prácticamente inadvertidos. Isabel empieza invocando el nombre de Dios y proclamando que san Juan Evangelista es su “abogado especial”. Para ella el cristianismo y la Iglesia no eran únicamente una opinión y un organismo dignos de respeto, sino Verdad absoluta y su depósito de custodia, ante los cuales decae cualquier otra consideración. Fuera de ellos sólo se encuentra el error o a lo sumo una parcial verdad. No figura en dicho Testamento ninguna cláusula de estilo como ahora se acostumbra - “pido perdón y perdono”, etc.-, porque no se refería el documento a cuestiones genéricas sino a problemas concretos. Hay una mandato exigente a sus herederos para que mantuviesen la unidad de fe -“siempre favorezcan mucho las cosas de la Santa Inquisición contra la herética pravedad”-; no existe la menor referencia a judíos y musulmanes y se ordena seguir la lucha contra el Islam en el norte de África. El último pensamiento es para los indígenas de las islas y tierra recién descubierta a fin de que fuesen tratados como súbditos, esto es, personas libres destinadas a convertirse en cristianos. 

Pagar las deudas, convertir en limosnas el dinero dedicado al boato funeral, reservar los oficios para los naturales del reino, conservar el patrimonio real, devolver a las ciudades sus términos, conservar las rentas públicas a fin de no tener que incrementar los impuestos, amortizar la deuda pública, cumplir los tratados internacionales, retener Gibraltar dentro del patrimonio sin volver a enajenarlo en señorío, no consentir el quebranto de la justicia, mantener al día la recopilación de leyes, fueros y pragmáticas: he ahí una síntesis de los que constituían, en aquella hora final, deberes sustanciales inherentes al ejercicio del poderío real. Isabel, al término de su mandato, ponía en orden sus cuentas porque había llegado el momento de presentarlas ante Dios. Ordenó la venta de sus bienes personales para hacer limosnas, pero con la salvedad de que Fernando escogiera aquellas cosas de su preferencia para que “viéndolas, pueda tener más continua memoria del singular amor que a su señoría siempre tuve”.

Aquella misma noche del 26 de noviembre, a la luz de las velas, el rey dictó a Gaspar de Gricio la carta en que comunicaba la triste nueva. De ella son estas palabras que me sirven para cerrar esta exposición: “Aunque su muerte es, para mí, el mayor trabajo que en esta vida me pudiera venir, y por una parte el dolor de ella y por lo que en perderla perdí yo y perdieron todos estos reinos, me atraviesa las entrañas, pero por otra, viendo que ella murió tan santa y católicamente como vivió, es de esperar que Nuestro Señor la tiene en la gloria, que es para ella mejor y más perpetuo reino que los que acá tenía.”

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