Antony Beevor & Artemis Cooper
Los senderos del colaboracionismo y la Resistencia
El anuncio de que el mariscal Pétain pretendía formar su propio gobierno dio pie a un profundo sentimiento de alivio en una aplastante mayoría de la población. Lo único que deseaba el pueblo era que terminasen los implacables ataques, como si las cinco últimas semanas no hubiesen sido un injusto combate de boxeo cuyo inicio nunca debía haberse permitido. El discurso radiado que dirigió al país y en el que declaran que “la lucha debe cesar” se emitió el 17 de junio, al mismo tiempo en que el modesto aeroplano de De Gaulle estaba a punto de aterrizar en Heston, cerca de Londres.
El día 21, Hitler orquestó la rendición francesa en el vagón de tren del mariscal Foch, situado en el bosque de Compiégne, e invirtió así la humillación a que se había visto sometida Alemania en 1918. El general Keitel presentó las condiciones del armisticio sin permitir discusión alguna, y los capitulards hicieron lo posible por convencerse de que resultaban menos severas de lo que habían esperado. Asimismo, necesitaban creer, junto con los millones de personas que respaldaban su iniciativa, que la decisión de proseguir la guerra en solitario tomada por los británicos era una locura: Hitler los vencería en cuestión de semanas, de manera que prolongar la resistencia iba en contra de los intereses de todos.
Una vez que los alemanes definieron cuál era la “Francia no ocupada” (es decir, el bloque central y meridional, a excepción de la costa atlántica), el nuevo gobierno de Pétain tomó por base el balneario de Vichy, elección incluida en parte por el número de hoteles vacíos que podían hacer las veces de oficinas gubernamentales.
Allí, el 10 de julio, los senadores y diputados de la Asamblea Nacional otorgaron por votación plenos poderes a Pétain y acordaron la suspensión de la democracia parlamentaria. No tenían demasiadas opciones, aunque todo apunta a que la mayoría acogió esta con agrado. Con todo, hubo una minoría de ochenta hombres arrojados que, encabezada por Léon Blum, se opusieron a la moción. Al día siguiente nació el estado francés del mariscal Pétain, que tenía a Pierre Laval por primer ministro. El nuevo presidente consideró oportuno felicitarse de que, al fin, el país dejase de estar “podrido por la política”.
Puede decirse que el apoyo más incondicional del que gozó el régimen de Pétain surgió de una cuestión de prejuicio providencial. Le vieille France (esa “vieja Francia” conservadora en extremo y simbolizada por un clero promotor de una fiera oposición al liberalismo y una petite noblesse tan empobrecida como rencorosa) no había dejado de maldecir los principios de 1789. Cierto número de ellos aún lucía clavel blanco en la solapa y corbata negra el día del aniversario de la ejecución de Luis XVI y pegaba cabeza abajo la Marianne de los sellos, personificación de la república, cada vez que enviaba una carta. A su entender, entre los demoníacos sucesos de la Revolución Francesa se hallaban los comuneros de 1871, todos los que habían respaldado a Dreyfus frente al estado mayor, los amotinados de 1917, los dirigentes políticos del período de entreguerras y los trabajadores industriales que se habían beneficiado de las reformas llevadas a cabo por el Frente Popular en 1936. La derecha estaba persuadida de que habían sido éstas, y no las acciones de un estado mayor general pagado de sí mismo, las que habían arrastrado al país a la derrota. Esta teoría de una conspiración era análoga a la de la “puñalada por la espalda” surgida en Alemania tras la primera guerra mundial, y no estaba menos impregnada de antisemitismo. El 3 de julio, Gran Bretaña se unió a las figuras más odiadas por el gobierno de Vichy cuando el escuadrón naval francés de Mazalquivir fue destruido por la marina real tras rechazar un ultimátum que lo exhortaba a navegar fuera del alcance los alemanes.
El anciano marical, embutido en una gabardina ajada, incapaz de hacerse cargo de la situación, dio la bienvenida al Führer con la mano extendida “d’un geste de souverain”.
Pétain pensaba haber logrado lo que buscaba de aquel encuentro, dado que Francia había conservado su imperio y su flota, amén de obtener garantías en lo referente a la zona no ocupada. Haciendo caso omiso de lo sucedido durante los seis años anteriores, trató a Hitler como a un hombre de palabra. Tras la reunión de Montoire, los seguidores del mariscal fueron más allá, hasta el punto de convencerse de que el anciano había logrado, de algún modo, superar en astucia al Führer. De hecho, sus principales apologistas, llegaron a conocer este acuerdo como “el Verdún diplomático”. Sin embargo, el “sendero colaboracionista” en el que se había embarcado con las fuerzas de ocupación ofrecía a Hitler ni más ni menos que lo que éste deseaba: un país que prometía someterse a sí mismo a una estrecha vigilancia en beneficio de los nazis.
El gobierno de Vichy se desvivió por ayudar al ocupante.
El régimen de Pétain ya había introducido medidas antisemitas sin necesidad de que lo exhortasen los alemanes.Tres semanas exactas antes del encuentro de Montoire se habían introducido por decreto documentos especiales de identidad para judíos y se había ordenado la elaboración del censo. Los negocios pertenecientes a judíos tenían que identificarse de un modo claro, de tal manera que el estado francés pudiese confiscarlos a su antojo.
La moralidad del régimen era muy severa. Una mujer acusada de haber procurado un aborto fue sentenciada a trabajos forzados de por vida. A las prostitutas se las reunía para enviarlas a un campo de internamiento en Brens, cerca de Toulouse. Por otra parte, no hubo de transcurrir mucho tiempo antes de que el régimen tuviera su propia policía política. El Service d’Ordre Légionnaire, organización que incluía a los secuaces del coronel De la Rocque, procedentes de la Croix de Fes de preguerra, acabó por convertirse en la Milice Nationale en enero de 1943. Cada uno de sus miembros había de formular el siguiente juramento: “Prometo luchar contra la democracia, la insurrección de los seguidores de De Gaulle y la lepra judía”. Los funcionarios y oficiales militares debían hacer un voto personal de lealtad para con el jefe de estado, al igual que sucedía en la Alemania nazi. Con todo, el régimen que, según se suponía, iba a poner fin a las maquinaciones de una política putrefacta se hallaba escindido por causa de los celos faccionarios.
El culto que se había creado en torno a la persona del mariscal lo presentaba como un hombre ajeno por completo a estas cuestiones. Se vendieron cientos de miles de ejemplares enmarcados de su retrato: era casi obligatorio que todo comerciante tuviese uno colocado en el escaparate de su establecimiento. De cualquier manera, estas imágenes no eran simples amuletos para relajar las sospechas políticas, sino que también podían verse colgadas en miles de hogares a modo de iconos domésticos. En ocasiones, los adultos coloreaban por sí mismos los “bondadosos ojos azules” del retrato, como si hubiesen vuelto a la infancia. Por todos lados había carteles del hombre que se veía a sí mismo como el impasible abuelo de Francia. En ellos podía leerse la consigna que proclamaba los sencillos pilares de su devoción: Travail, Familia, Patrie, con los que la revolución nacional había sustituido la trinidad republicana de Liberté, Egalité, Fraternité.
De Gaulle recibió un mensaje por mediación de la embajada francesa de Londres -que a la sazón se hallaba en un curioso interregno- por le que se le exhortaba a presentarse en Toulouse e condición de arrestado en el plazo de cinco días. Posteriormente, un consejo de guerra celebrado en Clermont-Ferrand lo condenó a muerte in abstemia por desertar y entrar al servicio de una potencia extranjera. De Gaulle respondió con una comunicación en la que rechazaba la sentencia por considerarla nula y se mostraba dispuesto a discutir el asunto “con los hombres de Vichy tras la guerra”.
El Partido Comunista francés no carecía de experiencia en lo referente a la clandestinidad, dado que había estado proscrito desde 1939. Con todo, había quedado profundamente desorientado a raíz del pacto nazi-soviético de agosto de 1939. En aquel momento habían causado baja del partido veintisiete miembros de la Asamblea Nacional. Al año siguiente los comunistas apenas supieron cómo actuar ante la invasión de Francia. Molotov, el ministro soviético de Asuntos Exteriores, envió a Hitler un mensaje de felicitación por la caída de París, y no faltaron los leales del partido que dieron la bienvenida a los conquistadores.
Fueran o no los comunistas los primeros en atentar abiertamente contra los alemanes -cuestión que aún no está del todo clara-, lo cierto es que el partido se atribuyó las primeras víctimas. Los mártires se convirtieron en un elemento de suma importancia para la propaganda: el Partido Comunista francés se arrogó más tarde el nombre de Le Parti des Fusillés y dijo haber sufrido un número de setenta y cinco mil bajas, una cifra que resulta por demás exagerada.
Los primeros asesinatos de oficiales alemanes tuvieron consecuencias impredecibles y de gran alcance. El 21 de agosto, dos meses después de la invasión alemana de Rusia, cierto militante comunista que se convertiría más adelante en el coronel Fabien, dirigente de la Resistencia, mató de un disparo a un jovencísimo oficial de la Kriegsmarine llamado Moser en una estación de metro de París. El hecho hizo que se aprobase con carácter retroactivo un decreto por el que se convertía a todo prisionero, con independencia de cuál fuese el crimen por el que cumpliese condena, en un rehén susceptible de ser ejecutado. Con el fin de apaciguar a las autoridades alemanas, se sentenció a muerte a tres comunistas que no tenían relación alguna con el ataque y que murieron en la guillotina una semana más tarde, en el Pati de la prisión de La Santé. Pierre Pucheu, ministro del Interior de Vichy, que desestimó su recurso de apelación, se consideró el principal organizador.
No mucho después murió abatido otro oficial alemán en las calles de Nantes. Veintisiete comunistas fueron ejecutados el 22 de octubre, y al día siguiente se fusiló a veintiuno en Chateaubriant. El 15 de diciembre, los alemanes abatieron a Gabriel Péri, miembro de la Asamblea Nacional comunista. En su última carta aseguraba que el comunismo representaba la juventud del mundo y que estaba preparando “des lendemains qui chanten”. Su ejecución llevó al poeta laureado del partido, Louis Aragon, a escribir una balada de quince estrofas. Péri se convirtió en uno de los principales mártires del partido, y la frase “mañanas henchidos de canciones” pasó a simbolizar todas las esperanzas revolucionarias que prometía el día de la liberación.
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