Zany Costa del Sol. Abril 1965
Las autoridades locales demuestran una tolerancia admirable hacia la conducta extravagante, pero sólo con los forasteros. Un bohemio local lo dijo de forma sucinta: “A los extranjeros nunca les arrestan. Sólo a los españoles”. No hay duda de que vigilan de cerca los ciudadanos autóctonos. Sin embargo, dudo que ese sea el motivo del bajo índice de delincuencia en España. Parece mucho más probable que las causas se hallen en el propio tejido cultural español: más que nada, creo yo, en el acento que ponen en la lealtad a la familia, lo que presupone el amor. Entre los españoles hay pocos neuróticos, pocos que se sientan rechazados y, por tanto, fuera de la sociedad.
El rápido aumento del nivel de vida ya ha transformado a los habitantes de la costa; la nueva generación es más alta y ni siquiera tiene un evidente aspecto de “española”. Uno empieza a entender que mucho de lo que al principio parecía ser el carácter del país no se debía sino a la excesiva pobreza. Los hombros caídos, la cabeza gacha, los vestidos negros y polvorientos, que eran la marca de Andalucía, han desaparecido. La prosperidad ha hecho que el viejo chiste francés de que Europa está delimitada en el sur por el Mediterráneo y los Pirineos, ya no es apropiado. El cambio incesante es la esencia de la vida, vayan las cosas bien o mal, la gente de por aquí tiene una pequeña frase, estoica pero corta, que lo dice todo:
¡Arriba la vida!
Ventanas del pasado. Enero 1955
Pienso que lo que buscamos los estadounidenses, y por tanto, lo más importante que podemos llevarnos de vuelta, es algo más exhaustivo. Lo calificaría de infancia, una infancia personal que guarda cierta relación con la infancia de nuestra cultura. La apabullante mayoría de nosotros somos europeos trasplantados, de una clase u otra. Culturalmente hablando, el poco tiempo que llevamos en Norteamérica no es nada comparado con el tiempo, infinitamente más largo, que hemos pasado en Europa, y al parecer hemos olvidado ese pasado auténtico y hemos perdido el contacto con el terreno psíquico de la tradición en el que tienen que estar ancladas las raíces de la cultura.
La cultura es esencialmente una cuestión de utilizar el pasado para dar sentido al presente. La cultura de una persona es la suma de sus recuerdos. No consistirá en una abundancia de hechos, nombres y fechas que se sabe al dedillo, sino que más bien será la suma de todo lo que ha pensado y sentido, es decir, conocido.
Si se me presenta la opción de elegir entre visitar un circo y una catedral, un café y un monumento público, o una fiesta y un museo, me temo que por lo general me decantaré por el circo, el café y la fiesta, confiando en que conseguiré ver las otras cosas después. Supongo que no soy lo que actualmente se considera alguien con orientaciones culturales. Quizá sea porque para mi la cultura de una tierra, en cualquier momento dado, es la gente que la habita y las vidas que en ella llevan sus habitantes, y no las posesiones que éstos han heredado de quienes vinieron antes que ellos. Puede que saquen provecho de su legado, o no. Si lo hacen, tanto mejor para ellos; pero lo hagan o no, son ellos, y no su historia, quienes representan su cultura.
La mente tiene una forma curiosa de seleccionar unos cuantos detalles entre millones y de presentárnoslos como nuestras experiencias.
Mi primera visita al Pardo tuvo lugar hace veintidós años, una tarde fría y lluviosa de noviembre. Pasaba por Madrid, de camino a París, viniendo desde Marrakech y llevaba conmigo a Abdelkader, un pequeño salvaje marroquí de quince años, que era exportado al Quai Voltaire con el fin de ser amaestrado para hacer el servicio doméstico en casa de un amigo. En su corta vida, Abdelkader no había tenido muchas oportunidades de aprender algo acerca de los europeos y de su cultura; nunca había visto pinturas y ni siquiera tenía noticia de su existencia.
Primero nos confrontamos con un enorme Greco.
-Está roto -observó Abdelkader, pasados unos momentos.
- ¿A qué te refieres con roto? -le pregunté.
- Está atascado. No se mueve.
Le expliqué con cuidado que aquello no era cine y entramos en una sala llena de cuadros de Bosch, o el Bosco, como les gusta llamarle a los españoles.
Si insisto en España aquí es porque pienso que España es el país de Europa que más puede ofrecer a los norteamericanos. Como es una opinión, y no una tesis demostrable, solo puedo remitirme a mis reacciones personales ante su incomparable belleza para robustecer mi afirmación. Es un país que “entra” fácil, la gente es amable y hospitalaria, y, lo que tiene bastante importancia, es una gente sumamente consciente y orgullosa de su cultura hispánica. Visualmente es el país más dramático de Europa occidental. Los contrastes siempre son fáciles de percibir y de recordar; casi cada aspecto de España debe su carácter a una contradicción. El elemento más importante del paisaje es que en medio de la aridez da la impresión de fertilidad, la arquitectura es al mismo tiempo un acuerdo y un choque entre conceptos occidentales y orientales de proporción y de forma, la gente acostumbra a ser bien muy rica o bien muy pobre, y como se han efectuado relativamente pocos cambios en el tejido económico y social de la nación entre la época de la gloria de España y el siglo XX, el pasado sigue estando muy vivo en el campo. Solo hay que salir de la carretera principal y conducir hasta el otro lado del cerro para llegar a un país cuyo espíritu aún no ha podido quebrantar la era mecánica.
Madeira
Una breve conversación que mantuve durante mi primera visita no se ha borrado de mi memoria. Hablaba con un madeirense acerca de los encantos de su isla. Le dije que no sabía cuan afortunado era vivir en un sitio tan agradable, y me respondió apaciblemente: “Sí. Un pájaro puede posarse en el patio de una prisión y volver a alzar el vuelo sin enterarse jamás de dónde ha estado”.
No hay que ser muy musulmán. 25 de septiembre de 1953
El kif no abole ninguna inhibición; al contrario, las refuerza, empuja al individuo a replegarse aún más en los recovecos de su propia personalidad aislada., y le compromete a la contemplación y a la inacción.
Si en un país occidental todo un segmento de la población desea por razones de protesta (como ha ocurrido en los Estados Unidos) aislarse de forma radical de la sociedad que le rodea, la manera más rápida y segura de conseguirlo es reemplazar el alcohol por el cannabis.
El Rif, a la música. Primavera de 1960
Hasta 1955, Nador no era sino un pobre pueblo marroquí cualquiera con algunos españoles en él; de repente, se convirtió en la capital de una provincia recién designada. Los españoles siguen teniendo varios miles de tropas estacionadas allí para “proteger” Melilla, la que Rabat reclama, más o menos abiertamente, y sin duda recuperará tarde o temprano. Y por eso, como es natural, los marroquíes tienen allí acuartelados a los mismos miles de soldados, además de varios miles más, con el fin de proteger Nador.
Aunque la práctica de la magia es un delito unible en el improbable caso de que pueda demostrarse, cientos de miles de hombres viven con un temor diario del tseuheur. Por fortuna, Mohamed Larbi está seguro de su esposa actual; le pega a menudo y ella le tiene terror. “Nunca intentará el tseuheur conmigo -alardea-. La mataría antes de que lo tuviese medio hecho”. La historia siempre es esencialmente la misma, pero cada vez que la cuenta recojo algún detalle descriptivo suplementario.
El kif mantiene a los hombres quietos y vegetativos; el alcohol les manda a romper escaparates.
Casablanca. 1966
Una guía es como un listín telefónico; es para ser consultada, antes que leída.
Los europeos necesitan una justificación moral para hacer el mal.
Fez: Intramuros. 1984
Para comprender la fascinación del lugar uno tiene que ser el tipo de persona que disfruta perdiéndose entre la multitud y siendo empujado por ella, sin importarle hacia adónde ni por cuanto tiempo. Tiene que ser capaz de conseguir estar relajado ante la idea de estar indefenso en medio de esa turba, tiene que saber encontrar placer en lo estrafalario y ver belleza donde es más ímproba que aparezca.
¿Qué hace tan diferente a Marrakech?. Junio- Julio 1971
En general, se considera que hay un único hotel de Grand luxe en Marruecos y es el Mamounia de Marrakech. Yo pienso en el lujo en términos de confort, servicios y privacidad, mientras que quienes regentan los hoteles en la actualidad parecen concebirlo en términos de piscinas, saunas y unidades de aire acondicionado. Quizá sea por eso que el lujo del Msmounia parece ahora en gran parte vestigial, un recordatorio nostálgico de la época no muy lejana en que Winston Churchill pasaba allí los inviernos y se sentaba en el jardín a pintar.
La vida nocturna, tal como la concebimos nosotros, no forma parte de las costumbres del país; lo poco que se proporciona a los turistas ha sido ideado expresamente para ellos y, por tanto, no tiene mucho interés. La cena con espectáculo, sin embargo, es harina de otro costal.
El año pasado el Café du Glacier, en la Djemàa el Fna, rebosaba de jóvenes viajeros con barba, cadenas, parkas, tchamiras, chillabas y rezzas de reguibat, y toda una variedad de avíos africanos. Este año no la frecuentan sino marroquíes y turistas extraviados. Los amigos del Mundo han optado por el secreto y han abandonado los lugares públicos a favor de los diminutos puestos escondidos en los callejones poco transitados donde los turistas no puedan encontrarles. Porque, en los últimos años, los hippies se han convertido en una atracción turística muy importante de Marrakech.
A los veinte años yo estaba allí, en Marrakech, sin drogas ni disfraces, cierto, pero viviendo de una forma muy parecida a como viven hoy los hippies, manifestando desprecio por todo los que fuese conocido y un entusiasmo sin límites por todo lo marroquí. La principal diferencia entre nosotros es que ellos, al viajar en grupo y sin timidez, no están satisfechos con ser espectadores; quieren participar. Es como si pensasen que si se esfuerzan lo suficiente y por bastante tiempo se convertirán en marroquíes.
Ahora entrenan a las muchachas marroquíes para que hagan la danza del vientre, algo hasta ahora inaudito en Marruecos. Pero como eso es lo que los turistas dicen querer, eso les dan.
Vistas de Tánger. 1954.
La palabra democracia carece de sentido para el marroquí medio; de hecho, por su carácter y su formación , el marroquí se inclina del lado del totalitarismo. Por esta razón, los argumentos antisoviéticos, que por lo general se basan en consideraciones humanitarias, significan muy poco para ellos, mientras que la propaganda comunista, por poco se disfrace, es a menudo calurosamente recibida. Con mucha frecuencia se alude a la frase fundamental de 1954: Estados Unidos tiene la culpa. Si algunos marroquíes mueren en Indochina, si llueve demasiado, o demasiado poco, si no tienes trabajo, si tu esposa está enferma y la penicilina es cara, o si los franceses no se han ido de Marruecos, todo es culpa de los Estados Unidos. Ellos podrían cambiarlo todo, si decidieran hacerlo, pero no hacen nada porque no quieren a los musulmanes.
Si un fumador es visto en público, tal vez dos hombres se le acerquen a preguntarle cortésmente qué religión profesa. Si responde: “Soy musulmán”, le reprenderán, y sugerirán que deje de fumar. Esto es una advertencia. Si lo sorprenden de nuevo, es posible que le marquen la cara de una cuchillada. Entonces comienzan sus problemas, pues si da parte del incidente a la policía, se expone a un ataque más serio o quizá fatal como consecuencia. Sin embargo, si no da parte y la policía se entera, seguramente será encarcelado por sospechoso de simpatizar con los nacionalistas. En esta pequeña guerra la participación no es una cuestión optativa.
Mundos de Tánger. 1958
Si uno no sabe por qué le gusta una cosa, por lo general vale la pena intentar averiguarlo.
Estoy convencido de que Tánger es un lugar donde el pasado y el presente existen simultáneamente en grado proporcional, donde la realidad de un hoy muy vivo adquiere mayor profundidad gracias a la presencia de un ayer igual de vivo. En Europa, me parece, el pasado es en gran parte ficticio; para ser consciente del mismo hay que haberlo estudiado. En Tánger el pasado es una realidad física perceptible como la luz del sol.
Durante años he estado “enseñando” Tánger a los visitantes. Ser guía aficionado en una ciudad que cuenta con muchos profesionales tiene sus desventajas, y cabe imaginar que hasta sus peligros, y no es que sea un pasatiempo especialmente agradable en sí mismo. Sin embargo, para los nueve turistas a los que les divierte un poquito el caos y el absurdo del lugar, pero están francamente horrorizados por la fealdad y la miseria no sienten sino indiferencia hacia lo que tenga que ofrecer, hay un décimo que en seguida se enamora de ella y, por supuesto, es el que hace que ese juego tedioso valga la pena. Para éste, como para mí, una pared lisa al final de un callejón sin salida sugiere misterio, igual que encontrarse en diminutas habitaciones tipo armario de una casa musulmana en la Medina evoca la magia de los juegos de la primera infancia, o la repentina llamada a la oración del almuédano desde su minarete es una canción cuya música transforma completamente el momento. Esas reacciones, según me han dicho, son las de una persona que se niega a crecer. Si es así, ya me está bien, porque para mí ser como un niño implica haber conservado el pleno uso de la imaginación. Porque la imaginación es esencial para disfrutar de un lugar como Tánger, donde los detalles que se presentan ante los ojos no son lo que parecen, sino una serie de puntos de referencia para todo un sistema secreto de superposición de mundos, totalmente divergentes, en la vida completa de la ciudad.
Con los años, he visto a las personas más inverosímiles sentadas entre las chirlabas y los feces del Café Central, desde Barbara Hutton a Somerset Maugham y a Truman Capote y Cecil Beaton. El otro día, cuando pasaba por allí, vi a Errol Flynn tratando de ocultar el rostro detrás de las páginas de un periódico, mientras un grupo de chicas españolas le miraba en hito a menos de un metro de distancia, la que ellas consideraban respetuosa. La presencia de la señorita Hutton en el Zoco Chico se explica por el hecho de que es una residente esporádica en Tánger, su casa está en la Medina, a la vuelta de la esquina de la mía. No obstante, hay que señalar una diferencia importante entre nuestras respectivas viviendas. La suya, me dicen, consistía originalmente en veintiocho casas musulmanas independientes, que fueron desmontadas y vueltas a juntar para crear la estructura actual; la mía sigue siendo lo que siempre fue: una caja de zapatos, muy pequeña e incómoda, puesta de canto.
Cuando un visitante ha visto los Zocos, las playas y los palacios, todavía no ha visto el fenómeno más importante de la ciudad, el que otorga la realidad y determina el sentido último de todos los demás: me refiero al espectáculo de la vida diaria del marroquí medio. Para ello es necesario entrar en los hogares, mejor si es en los de clase media baja, y en los cafés de barrio que tienen una clientela estrictamente musulmana.
Allí, los hombres se sientan con las piernas dobladas debajo de ellos y, más a menudo que no, pese a la prohibición no oficial, sacan sus pipas de kif y las fuman como siempre han hecho. Los cafés son como clubes de hombres. Un hombre suele frecuentar el mismo, año tras año. A menudo trae su comida y come allí; a veces, se tiende sobre la estera y duerme allí. Su café es su dirección de correo y, en lugar de usar su casa, donde siempre andan pululando mujeres de la familia, usará el café para concertar sus citas sociales.
Un peculiar don musulmán: ser capaz de crear ilusión de lujo en medio de la pobreza, y siempre despierta mi admiración cuando lo veo.
También es una delicia salir a la calle silenciosa a la luz de la luna y, un momento después, mirar por una puerta de la Casbah y ver abajo los miles de cubos blancos que son las casas de la Medina, oyendo solo las olas romper en la playa y tal vez el canto antifonal y soñoliento, me pregunto si no estaré un poco chiflado por haber decidido pasar tantos años en esta loca ciudad y en esos momentos me tranquilizo: no me cuesta nada convencerme de que si volviésemos a estar en 1931, y yo poseyese el don de predecir con precisión el futuro, lo más probable es que volviese a seguir el buen consejo de la señorita Stein y volviese a hacer mi primer viaje a Tánger.
Tánger. 1963
La buena vida era barata si se era europeo. No se le ocurría a mucha gente preguntarse cómo se las arreglaban los marroquíes. La creencia habitual era que podían vivir de la nada, lo que casi era cierto, aunque lograban no proyectar nunca una imagen de pobreza.
Diario de Tánger: un interludio poscolonial. 1957
Para dar un aire más “europeo” a las calles, se alienta a las muchachas a que anden “desnudas”, es decir, sin velo.
Una parte de la población marroquí lamenta que la celebración se efectúe en esta época, porque los cerca de cincuenta mil residentes españoles podrían interpretar erróneamente que se ha dispuesto así en honor al nacimiento de Jesucristo. La Navidad siempre ha sido la gran fiesta del año en Tánger y eran los españoles quienes empezaban a celebrarla quince días antes: se ponían máscaras, vestían de pastores y marchaban por las calles en simulados grupos militares, tocando sus zambombas (cuyo sonido era el de un león gruñendo con ritmo), dando palmadas, chocando las castañuelas y cantando de vez en cuando entre tragos de vino tinto de las botellas que colgaban de sus hombros.
Faltan tan solo dos días para Navidad y hasta ahora no he visto ninguna zambomba, ni pastores festivos, ni nada que indique la llegada de las fiestas de diciembre. La discreción de los civiles españoles es comprensible cuando se piensa que, en estos momentos, sus fuerzas armadas están ocupadas en disparar a los marroquíes, que sus barcos de guerra están bombardeando la costa marroquí al sur de Agadir y que, justo detrás de Djebel Musa (Monte de Moisés), que veo desde mi ventana, en la entrada a la ciudad de Ceuta, las tropas españolas han construido a la carrera unas barricadas de alambres de púas para evitar posibles estallidos de violencia entre españoles y marroquíes.
El gobierno de Madrid considera (con el mismo tipo de lógica que la que usan los franceses para definir el estatus de Argelia) que las ciudades gemelas de Ceuta y Melilla, en los extremos opuestos del Rif, forman parte integral de la España metropolitana. Se presupone que, en algún momento de la historia, se despegaron de la madre patria y flotaron cruzando el estrecho hasta África. Desde la independencia, una cuestión de suma importancia para la mayoría de marroquíes ha sido liberar esas dos ciudades clave, que además resultan ser los únicos puertos mediterráneos de Marruecos. Por supuesto, sobre el papel nunca ha existido la posibilidad de un cambio de soberanía; oficialmente, se entiende que Melilla (española desde 1506) y Ceuta (desde 1580) seguirán considerándose inseparables del resto de España.
Durante los últimos dieciocho meses los marroquíes han estado observando que con toda la razón del mundo su país debería extender su hegemonía hacia el sur, pasando por Río de Oro, el Sáhara español y la Mauritania francesa, hasta las fronteras del norte de Senegal. Los argelinos están igualmente empeñados en que la zona que se encuentra más o menos entre 20º y 30º N y 0º y 10º E no quede en manos francesas, independientemente de lo que ocurra en la propia Argelia. Durante una conversación con un oficial del gobierno marroquí sobre el proyecto del “Gran Marruecos”, me interesó observar que, para justificar esa política, el oficial utilizó el argumento de que, en la época de la dinastía Saadi, en el siglo XVI, el control marroquí se extendía hasta el Sudán, y observé casualmente que en ese caso Andalucía y Castilla también tendrían que ser anexionadas. Sonrió: “Lo primero es lo primero -dijo-. Eso vendrá después.”
Es sorprendente que hasta ahora los marroquíes manifiesten poco resentimiento hacia los españoles si se tiene en cuenta que, en cierto modo, las dos naciones están en guerra extraoficialmente. Una posible razón para esa complacencia es que, en los últimos tiempos, el odio anticolonial se ha visto dirigido, casi de forma exclusiva, hacia los franceses. El Generalísimo Franco sacó capital político de esa tradición en la época de la guerra franco-marroquí, entre 1953 y 1955, cuando a pesar de las peticiones de Francia, se negó a declarar ilegal el movimiento nacionalista en su parte del Protectorado. Una vez más, en la antigua zona española la relativa justicia era mucho mayor que en la antigua zona francesa; es decir, el trato que daba el gobierno español a los sujetos coloniales y a los sujetos españoles era diferente solo en grado -era duro y autoritario por igual-, mientras que existía una disparidad terrorífica entre el favoritismo que Francia demostraba hacia sus propios nacionales en Marruecos y el desprecio cínico con el que gobernaba a los marroquíes autóctonos. También es cierto que muchos españoles , siendo racial y culturalmente muy próximos a los marroquíes, tendían a pensar en los segundos como seres humanos, mientras que el clásico epíteto con que les designaba el colonialista francés era “animales”. (Una pequeña ilustración de la diferencia de actitudes: si un cortejo fúnebre islámico pasaba por las calles de Tetuán o de Larache, o de cualquiera de de las ciudades españolas marroquíes, siempre se paraban un momento algunos transeúntes españoles y se santiguaban con respeto; no vi que sucediese eso ni una vez en la antigua zona francesa.)
El Tánger de los bares dudosos, las maison closes, los macarras y los proxenetas, los contrabandistas y los prófugos de Scotlan Yard y el F.B.I, el viejo Tánger que intentó con valentía, aunque sin éxito, estar a la altura de su inflada reputación de “ciudad del pecado”, está muerto y enterrado.
La indignación de la población local es análoga a la que resultaría si de repente, por poner un ejemplo, Mónaco se abriese a los franceses y la policía monegasca fuese reemplazada por gendarmes franceses; Tánger se ha vuelto así de provinciana y hermética.
El último djinn.
Tánger.
Hay otra clase de norteamericano que se ve por aquí cada vez con más frecuencia. Por lo general tiene poco más de veinte años, a veces lleva barba, y a menudo su vestimenta, de tan informal, raya en la beligerancia. La nueva “generación perdida” que Norteamérica echó al mundo después de la última guerra está tan perdida, que la generación anterior no parece merecer el calificativo. París sigue siendo su polígono de pruebas, pero esta vez es el París de los pequeños antros argelinos detrás de la Bastilla, sitios sorprendentemente sórdidos, donde se reúnen para estudiar la preparación, el uso y los efectos de la cannabis sativa, conocida en sus distintas formas como hachís y dawamesk o majoun.
Desafortunadamente existe en Marruecos una creciente tendencia, promovida por los nacionalistas, a suprimir -mediante las leyes y la propaganda- todos los aspectos de la vida indiana que hacen pintoresco el país para los visitantes. Es como si quisieran desanimar a los turistas, y, en efecto, si hablas con ellos, verás que eso es precisamente lo que quieren. Porque estos fanáticos árabes están firmemente convencidos de que los occidentales visitan Marruecos sólo para mofarse de las costumbres y el comportamiento de un pueblo atrasado. El caso es que el aspecto más interesante de Marruecos es el indígena.; es decir, lo beréber, y no lo que ha sido importado por los árabes. Desde el punto de vista de los nacionalistas, los bereberes son poco más que animales mal islamizados y tercos en su empeño de aferrarse a sus rituales antiguos. De modo que desde hace unos quince años ha venido efectuándose una purga puritana en gran escala, que continuará probablemente hasta que el último vestigio de placer espontáneo en las prácticas religiosas haya sido destruido.
El musulmán piensa del comunismo más o menos lo que el hombre de la ciudad piensa de la fiebre aftosa: es una seria enfermedad, pero él no corre peligro de contraerla. Para él, el comunismo es una afección peculiar del mundo cristiano; bajo la protección del islam, se mantiene a salvo de ella.
La islita.
Hay dos tipos de pasajes que siempre tuvieron el poder de estimularme: el desierto y la selva tropical. Estos dos extremos de la naturaleza -uno con el mínimo y el otro con el máximo de vegetación- son capaces de ponerme en un estado muy parecido a la euforia. Desafortunadamente, cuando te gustan dos cosas antitéticas, corres el riesgo de convertirte en un péndulo; vas y vienes cada vez con más regularidad entre una y otra.
Me levanto deprisa y subo a la casa, donde trabajo hasta que el desayuno está listo. El resto de la mañana lo dedico a resolver diferencias entre los sirvientes, a hacer cuentas para el mercado, y a darme un baño en el mar cuando, de pronto, deja de soplar la brisa y el aire se convierte en una tela húmeda y caliente ceñida a la piel. Después de un almuerzo preparado con curry, distinto cada día pero siempre tan picante que me saca lágrimas (un fenómeno que, por algún motivo extraño, ha llegado a gustarme) viene la siesta, un rápido descenso hacia el olvido, mientras el viento, que suele soplar a esas horas con más fuerza, mueve la mosquitero y llena el aire con el rocío salado del estallar de las olas.
El cielo.
El estado de ánimo de cualquier escena que representemos en nuestras vidas viene determinado, en gran parte, por la luz que se proyecta sobre nosotros desde arriba. El cielo, en calidad de maestro electricista, proporciona a nuestras acciones una infinita variedad de efectos lumínicos que contribuyen a moldear hasta las emociones que las acompañan. La Luz menguante del crepúsculo sirve para el intercambio de intimidades; los chorros de luz de una mañana de primavera, para sentir un placer irracional; la oscuridad de la noche, cuando no cae del cielo ni una pizca de luz, para convertirse en víctima de las propias fantasías; el gris claro e indiferente del cielo encapotado de verano, para estimular la indolencia. ¿Cómo podemos saber en qué medida ha determinado nuestras acciones la luz que nos bañaba mientras las realizábamos?
Una pesadilla recurrente: la atmósfera de la Tierra ha huido al espacio exterior y vemos que el cielo se ha vuelto permanentemente negro.