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Demian, Hermann Hesse



Observa bien a un hombre y sabrás de él más que él mismo.

Si el género humano se extinguiera con la sola excepción de un niño medianamente inteligente, sin ninguna educación, este niño volvería a descubrir el curso de todas las cosas y sabría producir de nuevo dioses, demonios, paraísos, prohibiciones, mandamientos y Viejos y Nuevos Testamentos.

El sacerdote no quiere convertir a nadie; quiere únicamente vivir entre creyentes, entre sus iguales, y quiere ser portador y expresión del sentimiento que forja a nuestros dioses.

Una religión solitaria no es verdadera. Tiene que convertirse en comunitaria; tiene que tener sus cultos, sus bacanales, sus fiestas y sus misterios.

Cuando odiamos a un hombre, odiamos en su imagen algo que se encuentra en nosotros mismos. Lo que no está dentro de nosotros mismos no nos inquieta.

Las cosas que vemos son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos vive tan irrealmente; porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse.

Cada hombre tiene que dar una vez el paso que le aleja del padre, de su maestro; cada cual tiene que probar la dureza de la soledad, aunque la mayoría de los hombres aguanta poco y acaba por claudicar.

El que no tiene ningún deseo excepto su destino, ése no tiene ya semejantes, está solo en medio del universo frío que le rodea.

Los hombres se unen porque tienen miedo los unos de los otros; los señores se asocian, los trabajadores se asocian, los sabios se asocian. ¿Y por qué tienen miedo? Solo se tiene miedo cuando se está en disensión consigo mismo. Tienen miedo porque nunca se han reconocido a sí mismos.

Los hombres que se apiñan acobardados están  llenos de miedo y de maldad; ninguno se fía del otro. Son fieles a unos ideales que han dejado de serlo y apedrean a todo el que crea otros nuevos.

Nosotros, los marcados, no debíamos preocuparnos por la estructuración del porvenir. Cada confesión, cada doctrina salvadora, nos parecía de antemano muerta y sin sentido.

Todos los hombres que han influido en el curso de la humanidad fueron, sin excepción, capaces y eficaces porque estaban dispuestos a aceptar el destino. Lo mismo Moisés que Buda, Napoleón o Bismarck. Nadie puede elegir la corriente a la que sirve ni el centro desde el que es gobernado. Si Bismarck hubiera comprendido a los socialdemócratas y se hubiera amoldado a ellos, hubiese sido un hombre sabio, pero no un hombre del destino. Así pasó con Napoleón, César, Loyola...