La transición, ¿un modelo?
La dictadura de Franco había evolucionado enormemente, pasando por distintas fases cada vez más flexibles y moderadas. Después del periodo caracterizado por el estado de guerra (1936-1947), se había instaurado en el país una especie de “autoritarismo legal” con cierto respeto por las normas jurídicas. Por eso, cuando en los últimos momentos del régimen Alexander Solzhenitsyn visitó España, declaró que había encontrado un país bastante libre excepto en el terreno político. El desarrollo y la modernización del país se produjeron esencialmente durante el último cuarto de la dictadura y, en efecto, España ya tenía casi todos los requisitos necesarios para ser un régimen democrático -los niveles de educación, de prosperidad y de bienestar eran más altos que nunca-, salvo que no cumplía con un aspecto clave: carecía de libertad política.
Sabemos ahora que Carrero no se creía capaz de mantener el régimen sin realizar algún cambio después de la muerte de Franco, por lo que, cuando esta se produjera, presentaría su dimisión al rey. De la Cierva reconoce que durante el breve Gobierno de Carrero él mismo le informaba regularmente de los cambios de corte liberal que se estaban aplicando en la política de información y que el almirante siempre los aprobaba. Por ello es dudoso que su asesinato significara el cierre a la continuidad del régimen, como pensaban los asesinos. Pero las iniciativas e intenciones de Carrero Blanco, más complejas de lo que se ha supuesto, nunca se han esclarecido del todo. Tenía la costumbre de escribir sus reflexiones, pero los papeles que están a nuestro alcance no han aclarado estas dudas.
Es probable que el asesinato del presidente del Gobierno tuviera más efecto sobre el propio Franco que sobre los destinos del país.
Vale la pena añadir que uno de los tópicos de la literatura sobre la Transición es el desprecio hacia el Gobierno de Arias, a quien se ha tildado de franquista, retrógrado, inepto y de ser un obstáculo para las reformas. Es cierto que Arias fue un político bastante torpe y obsesivo, pero nunca se opuso frontalmente a la apertura, si bien es verdad que habría sido imposible llegar a la completa democratización bajo su mandato.
Tanto el presidente Ford como su secretario de Estado, Henry Kissinger, habían tratado de alentar una intervención militar española en Portugal. Franco respondió que semejante acción era imposible, además de innecesaria, y poco después de comprobó que su decisión fue la acertada. En Washington existía el temor de que en España pudiera producirse una revolución como la del país vecino, aunque la situación del Ejército -la institución que había puesto en marcha la revolución en Portugal- era absolutamente diferente. De hecho, era el Ejército lo que más preocupaba a las izquierdas españolas, lo contrario de lo que había sucedido en Portugal.
En todo Occidente se deseaba la democracia para España, y muchos países, como la República Federal de Alemania, la apoyaron con gran cantidad de recursos.
Muchas veces se ha planteado la pregunta de por qué los procuradores de las últimas Cortes franquistas se hicieron el harakiri. Probablemente, la razón más importante es que el país había cambiado tanto que a la mayoría de los procuradores no les parecía posible que el franquismo sobreviviera sin Franco, sobre todo teniendo en cuenta que el jefe del Estado designado por el propio dictador apoyaba el cambio. Por lo general, se puede alargar la vida de una dictadura durante cierto tiempo si sus líderes tienen el estómago necesario para seguir reprimiendo y, si hace falta, fusilando, pero en España muy pocos estaban por la labor. Y, aun más había una minoría franquista que verdaderamente estaba a favor de la reforma. Los más irreductibles fueron enviados en misión parlamentaria a Hispanoamérica, con los gastos pagados. No cabe duda de que Suárez y los reformistas fueron muy astutos a la hora de manejar la situación.
Suárez fue el líder político más importante durante tres años decisivos, desde mediados de 1976 hasta mediados de 1979, pero, posteriormente, sus cualidades no le sirvieron para mantenerse posteriormente en el poder. No sabía dirigir un partido político al uso, ni solucionar problemas complejos. No entendía demasiado de cuestiones técnicas y era poco hábil en el ámbito de las relaciones internacionales.
La Constitución de 1978 es la primera Carta en la Historia de España plenamente consensuada. Las anteriores habían sido impuestas por el sector político dominante excluyendo a los demás, salvo, en cierto modo, la de 1876. La Constitución de 1931 fue democrática en la forma y, pese a sus defectos, habría permitido el desarrollo de un sistema democrático si los republicanos la hubieran respetado. Por supuesto, era reformable, pero solo sirvió para que las izquierdas la usaran como arma arrojadiza y la manipularan a su antojo, como ocurrió en las fraudulentas elecciones de 1936.
En el siglo XXI la extrema izquierda parece pecar de falta de “memoria” al afirmar que la Transición se basó en un supuesto “pacto de olvido”, cuando lo que ocurrió fue exactamente lo contrario y, precisamente, debido a que la historia no se olvidó, el proceso se cimentó en la negociación, el consenso y la tolerancia. Nadie deseaba repetir los errores de la Segunda República, que es lo que pretende hacer la extrema izquierda actual con su ausencia total de sentido de la historia y su “presentismo”.
Hasta la última etapa del franquismo, el PSOE tuvo una vida bastante lánguida. Los socialistas “históricos”, exiliados en Toulouse y México, estaban agotados por la autoimpuesta “bolchevización” de 1933-1937, que había desembocado en la Guerra Civil, y, posteriormente, por el abuso de los comunistas durante la contienda. Era una generación de políticos que había vivido numerosas transformaciones, y cuando Felipe González asumió el liderazgo del partido, se impuso un aire nuevo.
Que el PSOE se posicionara a la izquierda del PCE irritó bastante a los socialdemócratas alemanes, que aportaban importantes cantidades de dinero para que el socialismo español creciera y se convirtiera en una organización más unida y responsable. Finalmente, Felipe González y otros miembros del PSOE lograron que el partido fuera la verdadera alternativa política. Aunque las izquierdas habían demandado la ruptura en lugar de una reforma, no tuvieron una fuerza suficiente para imponer sus criterios y aceptaron una semirruptura negociada y pactada. A largo plazo, los socialistas serían los grandes beneficiados. Años después se forjó la idea de que se había producido una gran movilización popular durante la Transición, pero en realidad, no es más que otro de los grandes mitos de la Historia de España. La movilización popular sí llegó a ser importante en Portugal, en el verano de 1975, para estabilizar democráticamente la revolución portuguesa, pero en España fue casi al revés.
En 1982 los socialistas ganaron las elecciones por una mayoría absoluta abrumadora, un hecho sin precedentes en la Historia de España. Casi todos los observadores internacionales esperaban cambios importantes después de la muerte de Franco, pero la arrolladora victoria del PSOE fue una sorpresa. Y aquí es donde surge la pregunta de por qué la derecha era tan débil en aquellos momentos. Los conservadores tuvieron más problemas que los socialistas a la hora de superar sus divisiones internas y presentar una alternativa convincente; Alianza Popular languidecía en el desierto y hubo que esperar hasta finales del siglo XX para que apareciera un líder conservador capaz de triunfar en España. Durante mucho tiempo, la derecha española había dependido en exceso de la religión, ya fuera directa o indirectamente, y con una sociedad cada vez más secularizada el país carecía de una cultura de valores adecuada para crear un conservadurismo capaz de funcionar. A esto se añade que la pobreza dialéctica de la derecha española contemporánea ha siso y es extraordinaria.
El mayor peligro de inestabilidad llegó finalmente tarde, con los dramáticos sucesos del 23 de febrero de 1981. Habitualmente se denomina “golpe de Estado” a cualquier intervención militar, y así se han calificado los acontecimientos de 1923 y 1936, aunque el primero fue, en realidad, el último de los pronunciamientos clásicos y el segundo, una insurrección militar generalizada. Sin embargo, lo que ocurrió el 23-F, con la ocupación militar del Parlamento, ciertamente tuvo todo el aspecto de un golpe de Estado, precipitado no tanto por una crisis absoluta o por la amenaza de colapso del sistema como por la confusión, la ineficacia y la debilidad del Gobierno ante el terrorismo. Fue una respuesta a un problema político, no a una crisis nacional de envergadura, pero su razón de ser ya había desaparecido en parte tras la dimisión de Suárez y la inminente formación de un nuevo Gobierno dirigido por Leopoldo Calvo-Sotelo, cuya investidura se votaba ese mismo día.
Por lo general, el comportamiento de los militares durante la Transición fue correcto. La táctica diseñada por Fernández-Miranda de ir “por la ley a la ley” redujo enormemente la disidencia. Sí se promovieron diversos intentos de conspiración por parte de algunos oficiales y mandos, pero, en general, reinaba la disciplina. Los militares soportaron con estoicismo la larga serie de atentados terroristas, dirigidos principalmente contra militares y policías, así como una política del Gobierno a menudo débil y errática.
La Transición española fue un caso único en la historia por haber logrado la democratización de una dictadura institucionalizada mediante sus propias leyes. En este sentido, las transiciones posteriores de los países poscomunistas fueron más convulsas y debieron enfrentarse a mayores dificultades, ya que los cambios no afectaban solo a las estructuras políticas, sino a la economía, a la sociedad y a la cultura, y en casi todos los casos se trataba, además, de recuperar la independencia nacional. Algunos de esos procesos de transición siguen inacabados en el siglo XXI, y otros casos, como Rusia y Bielorrusia, han evolucionado de un postotalitarismo a un neoautoritasimo.
La época de la euforia duró más de un cuarto de siglo, hasta que, ya en el siglo XXI, la Transición comenzó a ser cuestionada desde dos perspectivas diferentes: la de los reformistas moderados y la de la extrema izquierda. Los primeros, que suelen ser personas políticamente razonables en la mayoría de los casos, buscan una reforma para rectificar ciertas deficiencias respecto a la ley electoral y a la estructura autonómica. La crítica revolucionaria de extrema izquierda es muy distinta, porque rechaza realizar una reforma mediante el consenso de todos los sectores sociales y promueve un cambio dominado exclusivamente por las izquierdas. Es decir, se critica a la Transición por sus aciertos, no por sus errores, y los que más invocan la “memoria histórica” parecen no saber nada de historia: de esos cambios que promueven ha habido varios en la historia del país y todos han acabado en desastre.
En la Transición no se “olvidó” nada. Fueron años muy ricos en investigaciones, publicaciones y trabajos sobre la República, la Guerra Civil y el franquismo, que aparecían en todos los medios de comunicación. En ningún momento, ni antes ni después, se le prestó tanta atención a la historia y nunca antes había sido tan asequible. Lo que no se hizo fue utilizar la historia de forma partidista y como arma de propaganda política. González nunca llamó a Suárez “fascista” o “falangista”, y este no tildaba al líder socialista de “rojo”. Ni siquiera Santiago Carrillo fue recriminado por su pasado -al menos en las relaciones políticas formales-, sino que se le respetaba por su nuevo papel en la democracia. Y las cosas se mantuvieron así durante años.
¿Cuándo cambiaron? El primer momento decisivo tuvo lugar durante la campaña electoral socialista de 1993. Hasta entonces, el éxito político de Felipe González había sido extraordinario. Nadie en la historia parlamentaria del país había ganado tres elecciones consecutivas. En este contexto, los socialistas volvieron a su antigua idea de la “hiperlegitimidad”, es decir, empezaron a olvidar la historia. Ya no contemplaban la posibilidad de una derrota, posibilidad perfectamente normal en la vida política democrática. En 1993, González comenzó a emplear una nueva retórica al enfrentarse a Jose María Aznar y al Partido Popular, alegando que un voto a favor de este sería un voto para que volviera el franquismo. Después del tono blandengue empleado por Aznar en el segundo debate de televisión, González ganó los comicios de 1993 -no con una victoria tan abrumadora como en ocasiones anteriores-, pero a costa de haber transgredido una de las normas de la Transición. El empleo de la historia como arma política se repetiría en las elecciones siguientes, pero el efecto fue mucho menor.
El uso masivo de Internet alienta una disposición a vivir en el instante, recopilando algunos datos, pero sin profundizar. Los jóvenes parecen estar dominados por el “presentismo” y apenas hay interés real por el conocimiento del pasado, ni lejano ni cercano.
Igualmente importantes son las consecuencias de ciertos cambios culturales y de algunas doctrinas tan significativas como el posmodernismo y el nuevo progresismo de pensamiento único -también denominado “corrección política”-, que desde la década de 1980 tienen una influencia cada vez más destacada en la vida política española.
Una singularidad de la corrección política es que se trata de la primera nueva ideología radical de izquierdas que tiene su origen en Estados Unidos. Además, es la primera ideología importante de izquierdas que no posee ni un nombre oficial ni una definición canónica… su objetivo no es derrocar el sistema político, sino transformarlo desde dentro de la democracia por medio de la manipulación.
El igualitarismo es un concepto y un objetivo que no se encuentra reflejado en la realidad: los seres humanos no son iguales ni en el plano físico ni en el intelectual ni en el moral.
Su más clara expresión en Estados Unidos y en España se produjo durante los Gobiernos de Obama y de Rodríguez Zapatero. Este último es el campeón de lo políticamente correcto y de la doctrina del igualitarismo, pero Obama lo superó en su tendencia a gobernar por decreto ignorando la legislación.
El mayor impacto de la cultura de la corrección política en el campo de la historia ha surgido con la doctrina del victimismo, concepto fundamental en esta ideología. La victimización ha caracterizado la historia humana, que sobre todo es una historia de la opresión y de la ausencia de la igualdad. Por eso, como en la Unión Soviética, la función de la historia es “desenmascarar” y denunciar esta opresión, y reclamar la igualdad, criticando las deficiencias de cualquier situación histórica. Se rechazan las interpretaciones del historicismo, según el cual cualquier época ha de estudiarse e interpretarse según sus propias mentalidades. Por el contrario, la nueva doctrina impone un “presentismo” cuyas normas, por recientes e inciertas que sean, tienen que ser consideradas válidas universalmente y para cualquier época. En las facultades de historia, el resultado ha sido la imposición de la santísima trinidad de “raza-clase-género”, entendidos como los factores básicos de la opresión y de la ausencia de igualdad.
Al ser producto de la “cultura del adversario”, característica de las izquierdas en Occidente durante los últimos cincuenta años, esta doctrina rechaza especialmente la civilización occidental, que ha pasado a ser el enemigo número uno. Y así se configura otro aspecto de esta ideología, el “multiculturalismo”, que no es más que un nuevo oxímororn, ya que cualquier sociedad tiene su propia cultura, pues de lo contrario no sobreviviría como sociedad. El rechazo a los valores de la civilización tradicional provoca una primera contradicción, al no ser occidentales, se presuponen aliadas. El multiculturalismo se convierte, así, en un aspecto clave para desmontar la cultura occidental, porque no busca imponerse en otras culturas.
El público del siglo XXI es “presentista”, y parece que tanto en las librerías como en Internet, los libros de historia que más se venden son los que tratan la Edad Contemporánea.
España es el único país occidental, y probablemente del mundo, en el que una parte considerable de sus escritores, políticos y activistas niegan la existencia misma de sus escritores, políticos y activistas niegan la existencia misma del país, declarando que “la nación española” sencillamente “no existe”.
La Asociación para la Memoria Histórica que dirige Emilio Silva, tienen como principal objetivo satisfacer las demandas de un sector de la población que desea localizar a sus antepasados, víctimas de las represiones que tuvieron lugar durante la Guerra Civil y la posguerra. La versión más extremista reivindica el reconocimiento oficial de que los represalias de izquierdas dieron su vida “por la democracia”, así como la condena de Franco y de su régimen.
Una posición crítica sobresaliente ha sido la del filósofo Gustavo Bueno, para quien el concepto de “memoria histórica” no es más que “una invención de la izquierda” y una maniobra de manipulación política. Para él, la memoria es una construcción subjetiva y la memoria histórica es una elaboración social, cultural y política.
En la campaña electoral del invierno de 2004, Rodríguez Zapatero no la utilizó como arma, pero le dio prioridad cuando fue investido presidente del Gobierno. Al verano siguiente anunció que se preparaba una nueva legislación sobre el tema, mientras la agitación social aumentaba día a día. La primera ley fue aprobada el 7 de julio de 2006 y era muy sencilla en su contenido: “En España se declara el año 2006 como Año de Memoria Histórica”, en honor de “las víctimas” que defendieron “valores democráticos”, así como de los que contribuyeron a la creación de la Constitución de 1978. La ley proveía fondos y medios para las conmemoraciones. En esas mismas fechas, el Ministerio de Educación habló de la necesidad de estudiar “las políticas reformistas realizadas en el transcurso de la Segunda República” en la asignatura de Ciencias Sociales, Geografía e Historia del cuarto curso de Secundaria y se anunciaba la preparación de una ley de mayor envergadura sobre la memoria.
Dijo Santos Juliá: “Imponer una memoria colectiva o histórica es propio de regímenes totalitarios o de utopías totalitarias. Las guerras civiles solo pueden terminar en una amnistía general”.
Incluso Paul Preston, un historiador nada sospechoso para la izquierda, ya había expresado su ambivalencia cuando criticó “la retirada de símbolos franquistas. El Valle de los Caídos no debe desaparecer… En España hay gente que confunde olvido con reconciliación y memoria con venganza… Si de mí dependiese, yo no había hecho nunca esa Ley, pero yo soy un extranjero sin voz ni voto. A mi personalmente me resulta muy incómodo que se empiecen a hacer leyes sobre estas cosas”.
En términos históricos, el Partido Popular dejó todo el discurso sobre la historia a las izquierdas, pese a que la historia del partido está del todo asociada a la democracia. Como ya hemos señalado, la pobreza dialéctica del PP es patente; a Rajoy y a sus colegas parece que solo les interesan el presente y la gestión de la economía. En realidad, han adoptado las directrices de la corrección política en casi todas las cuestiones culturales y sociales, poniendo de manifiesto la hegemonía de esta nueva religión política.
En algunas comunidades autónomas se encuentran algunas de las distorsiones más graves de la historia que se enseña en las escuelas. Entre los eufemismos utilizados, por ejemplo, no se dice que los árabes protagonizaron una invasión violenta, sino que “entraron en la Península”, como si fuesen turistas. La Reconquista ha de ser ignorada o rechazada, porque en al-Ándalus se vivía “un paraíso multicultural”, y los conquistadores del siglo XVI son “expedicionarios” en busca de un “encuentro”.
Quizá lo mejor sea que no se ha impuesto del todo el pensamiento único y, en general, existe más libertad de expresión que en muchos otros países europeos. Siguen publicándose libros excelentes, y los que deseen conocer la verdadera historia del país siempre podrán hacerlo.
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