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La destrucción de la literatura, marzo de 1947, George Orwell


Todo en nuestra época conspira para convertir al escritor, y a cualquier otro artista, en un funcionario de bajo rango, que trabaja en los asuntos que le dictan desde arriba y que nunca dice lo que considera la verdad. 

La libertad intelectual es la libertad de informar de lo que uno ha visto, oído y sentido, sin estar obligado a inventar hechos y sentimientos imaginarios. Las habituales diatribas contra el “escapismo”, el “individualismo”, el “romanticismo” y demás son solo un truco escolástico, cuyo objetivo es hacer que la perversión de la historia parezca aceptable. 

Hace quince años, cuando uno defendía la libertad intelectual tenía que enfrentarse a los conservadores, los católicos y, hasta cierto punto -pues en Inglaterra no tenían gran importancia-, a los fascistas. Hoy es necesario enfrentarse a los comunistas y a los “compañeros de viaje”. 

La bruma de mentiras y desinformación que rodea asuntos como la hambruna de Ucrania, la Guerra Civil española, la política rusa en Polonia y demás, no se debe por entero a una falta consciente de sinceridad, pero cualquier escritor o periodista que comulgue con la URSS -en el sentido en el que los rusos quieran que lo haga- debe tragar con la falsificación deliberada de asuntos de gran importancia. Tengo ante mí lo que debe de ser un raro panfleto, escrito por Maxim Litvinov en 1918, en el que se bosquejan los acontecimientos recientes en la Revolución rusa. No alude a Stalin y, en cambio, pone por las nubes a Trotski, Zinoviev, Kamenev y otros. ¿Cuál sería la postura incluso del comunista más escrupuloso desde el punto de vista intelectual ante semejante panfleto? En el mejor de los casos, adoptar la actitud oscurantismo de que se trata de un documento indeseable y de que es mejor eliminarlo. 

Un Estado totalitario es, de hecho, una teocracia, y para conservar su puesto, la casta gobernante necesita que la consideren infalible. Pero como, en la práctica, nadie lo es, resulta necesario reescribir el pasado para aparentar que nunca se cometió tal o cual error o que tal cual triunfo imaginario sucedió en realidad. 

El totalitarismo exige, de hecho, la alteración continua del pasado y, a largo plazo, probablemente la falta de fe en la existencia misma de la verdad objetiva. 

Una sociedad totalitaria que consiguiera perpetuarse a sí misma probablemente acabaría instaurando un sistema de pensamiento esquizofrénico, en el que las leyes del sentido común sirviesen para la vida diaria y para ciertas ciencias exactas, pero pudieran ser pasadas por alto por el político, el historiador y el sociólogo. Ya hay infinidad de personas que considerarían escandaloso falsificar un libro de texto científico, pero a las que no les parecía mal falsificar un hecho histórico. 

Si aceptamos que la Rusia soviética constituye una especie de tema tabú en la prensa británica, si damos por sentado que cuestiones como Polonia, la Guerra Civil española o el pacto germano-soviético están excluidas de un verdadero debate, y que si uno posee información que contradiga la ortodoxia dominante debe callar o distorsionarla, ¿por qué iba a verse afectada la literatura en sentido amplio? ¿Es todo escritor un político y todo libro un “reportaje” sincero? ¿Acaso un escritor no puede seguir siendo mentalmente libre, incluso bajo la dictadura más férrea, y seguir destilando o disimulando sus ideas heterodoxas de modo que las autoridades sean demasiado estúpidas para reconocerlas? Y, aunque el escritor estuviera de acuerdo con la ortodoxia dominante, ¿por qué eso habría de cortarle las alas? ¿No es más probable que la literatura, o cualquier otro arte, florezca en sociedades en las que no hay grandes conflictos de opinión ni distinciones claras entre el artista y su público? ¿Debe uno dar por sentado que todo escritor es un rebelde, o incluso que el escritor como tal es una persona excepcional?

El periodista no es libre -y es consciente de esa falta de libertad- cuando se le obliga a escribir mentiras o a silenciar lo que le parece una noticia de importancia. 

En cualquier sociedad totalitaria que perdure más de un par de generaciones, es probable que la literatura en prosa, como la que ha existido los últimos cuatrocientos años, termine por desaparecer. 

Una sociedad se vuelve totalitaria cuando su estructura se vuelve flagrantemente artificial, es decir, cuando su clase gobernante ha perdido su función pero consigue aferrarse al poder mediante la fuerza o el engaño. 

Para dejarse corromper por el totalitarismo no hace falta vivir en un país totalitario. 

Así se puso de manifiesto con la Guerra Civil española. Para muchos intelectuales ingleses la guerra fue una vivencia profundamente conmovedora, pero no algo de lo que pudieran escribir con sinceridad. Solo se podían decir dos cosas, y ambas eran mentiras flagrantes; el resultado fue que la guerra dio lugar a kilómetros de letra impresa pero casi nada que valiera la pena leer. 

La literatura en prosa, tal como la conocemos, es el producto del racionalismo, de los siglos de protestantismo, del individuo autónomo, mientras que la destrucción de la libertad individual paraliza al periodista, al escritor o sociólogo, al historiador, al novelista, al crítico y al poeta, por ese orden. En el futuro, es posible que surja un nuevo tipo de literatura que o implique sentimientos individuales o una observación sincera,, pero en la actualidad resulta inimaginable. Más probable parece que, si desaparece la cultura liberal en la que hemos vivido desde el Renacimiento, el arte literario perezca con ella. 

Por supuesto, seguirá utilizándose la imprenta, y es interesante especular sobre qué materia escrita sobrevivirá en una sociedad rígidamente totalitaria. Cabe presumir que los periódicos seguirán publicándose hasta que la tecnología televisiva alcanzase un mayor nivel, pero, aparte de los periódicos, es dudoso, incluso ahora, que las grandes masas de los países industrializados sientan la necesidad de cualquier tipo de literatura. En todo caso, son reacias a gastar en literatura más de lo que gastan en cualquier otra diversión. Probablemente, las novelas y los relatos acaben siendo sustituidos por el cine y las producciones radiofónicas. O tal vez sobreviva algún tipo de ficción sensacionalista de mala calidad, redactada por una especie de cadena de producción que reduzca al mínimo la iniciativa humana. 

Es probable que el ingenio humano logre escribir libros por medio de máquinas, y, de hecho, ya se está produciendo una especie de mecanización en las películas, la radio, la publicidad, la propaganda y el periodismo de baja estofa. 

Los libros los planificarían a grandes rasgos los burócratas, y luego pasarían por tantas manos que, cuando estuviesen terminados, no serían un producto individual, como no lo es un coche Ford al llegar al final de la cadena de montaje. Huelga añadir que cualquier novela producida de ese modo sería pura basura, pero así no pondría en peligro la estructura del Estado. En cuanto a la literatura del pasado, sería necesario eliminarla o al menos reescribirla cuidadosamente. 

De momento el totalitarismo no ha triunfado totalmente en ninguna parte. Nuestra propia sociedad sigue siendo, a grandes rasgos, liberal. Para ejercer el derecho a la libertad de expresión, hay que lugar contra presiones económicas y contra poderosos sectores de la opinión pública, pero no contra una fuerza policial secreta, al menos por ahora.

La URSS es un país muy vasto que se está desarrollando muy deprisa y que necesita trabajadores científicos, así que los trata con mucha generosidad. Mientras se aparten de las cuestiones peligrosas como la psicología, los científicos son personas privilegiadas. A los escritores, en cambio, se los persigue con saña. Es cierto que a prostitutas literarias como Ilya Ehrenburg o Alexei Tolstói se les pagan enormes sumas de dinero, pero se les arrebata lo único que tiene valor para un escritor: la libertad de expresión. 

Si la inteligencia humana llega a ser totalmente distinta de como es hoy, tal vez aprendamos a separar la creación literaria de la honradez intelectual. De momento, solo sabemos que la imaginación, como algunos animales salvajes, no puede criarse en cautividad. Cualquier escritor que lo niegue -y casi todas las alabanzas actuales a la Unión Soviética implican dicha negación- está, de hecho, exigiendo su propia destrucción. 

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