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Los escritores y el Leviatán - George Orwell


Los escritores y el Leviatán, verano  de 1948

Vivimos en una época política. La guerra, el fascismo, los campos de concentración, las porras de goma, las bombas atómicas, etcétera, son los temas en los que pensamos a diario y, por tanto, aquellos sobre los que en gran medida escribimos, incluso cuando no los mencionamos abiertamente. No podemos evitarlo. 

La verdadera reacción de uno hacia un libro, cuando se tiene, es por regla general “me gusta este libro” o “no me gusta este libro”, y lo que sigue es una racionalización. Pero “me gusta este libro” no es, a mi juicio, una reacción no literaria; la reacción no literaria es decir: “Este libro es de mi bando y, por tanto, tengo que hallar mérito en él”. Por supuesto, cuando uno alaba un libro por motivos políticos puede ser sincero desde el punto de vista emocional, en el sentido de que siente una fuerte aprobación del mismo, pero también sucede con frecuencia que la solidaridad partidista requiere de una simple mentira. Cualquier persona acostumbrada a reseñar libros para publicaciones políticas es bien consciente de ello. En general, si escribes para un periódico con el que estás de acuerdo, pecas por comisión, y si lo haces para uno con el que discrepas, por omisión. En cualquier caso, innumerables libros controvertidos -libros a favor o en contra de la Rusia soviética, a favor o en contra del sionismo, a favor o en contra de la Iglesia católica -son juzgados antes de ser leídos, y de hecho antes de ser escritos; uno saber de antemano qué recepción tendrán en qué periódicos. Y aun así, con una falta de sinceridad que a veces no es consciente ni siquiera en una cuarta parte de los casos, se sostiene que se están aplicando pautas literarias genuinas. 

Por supuesto, la invasión de la literatura por la política estaba destinada a acontecer. Tenía que ocurrir aun cuando el problema especial del totalitarismo nunca hubiera surgido, porque hemos desarrollado una especia de escrúpulo del que nuestros abuelos carecían, una conciencia sobre la injusticia y la miseria enormes que imperan en el mundo, y un sentimiento de culpabilidad en virtud del cual uno debería hacer algo al respecto, de tal modo que una actitud puramente estética hacia la vida sea totalmente imposible. Nadie podría dedicarse ahora a la literatura tan de lleno como Henry James o Joyce. Pero, desafortunadamente, aceptar la responsabilidad política significa también entregarse a ortodoxias y a “líneas de partido”, con toda la ingenuidad y la deshonestidad que ello implica. 

Un intelectual literario moderno vive y escribe en un constante temor (no, por cierto, de la opinión pública de su propio grupo). Por fortuna, suele haber más de un grupo, pero en todo momento también impera una ortodoxia dominante, y enfrentarse a ella requiere de una piel gruesa y, en ocasiones, significa reducir los ingresos propios a la mitad durante años. Obviamente, durante los últimos quince años, la ortodoxia dominante, especialmente entre los jóvenes, ha sido la “izquierda”. Las palabras clave son “progresista”, “democrático” y “revolucionario”, mientras que los sambenitos que hay que evitar a toda costa que te cuelguen son “burgués”, “reaccionario” y “fascista”. 

Toda la ideología de izquierdas, científica y utopista, la desarrolló gente que no tenía ninguna posibilidad inmediata de alcanzar el poder, y, por consiguiente, era una ideología extremista, que despreciaba a los reyes, los gobiernos, las leyes, las prisiones, las fuerzas policiales, los ejércitos, las banderas, las fronteras, el patriotismo, la religión, la moralidad convencional y, de hecho, el statu quo en su totalidad. Hasta hace bastante poco, las fuerzas de la izquierda en todos los países luchaban contra una tiranía que parecía invencible, y era fácil pensar que si esa tiranía en particular -el capitalismo- pudiera ser derrocada, el socialismo la reemplazaría. 

En nuestras mentes también hemos acumulado toda una serie de contradicciones que no queremos admitir, como resultado de encontronazos sucesivos con la realidad. 

Los gobiernos de izquierdas casi siempre decepcionan a quienes los apoyan porque, incluso cuando es posible alcanzar la prosperidad que han prometido, siempre es preciso un incómodo periodo de transición acerca del cual poco se ha dicho de antemano. 

La reducción de los salarios y el aumento de las jornadas laborales son medidas consideradas intrínsecamente antisocialistas y que por tanto deben ser descartadas de antemano, al margen de la situación económica que se viva. Sugerir que quizá sean inevitables es arriesgarse a que le cuelguen a uno esos sambenitos que a todos nos aterran. Es mucho más prudente esquivar el tema y fingir que podemos enmendar la situación redistribuyendo la renta nacional existente. 

El mero sonido de una palabra acabada en -ismo parece apestar a propaganda. 

Cuando un escritor se involucra en la política, debe hacerlo como ciudadano, como ser humano, pero no como escritor. 

En política uno nunca puede hacer nada excepto juzgar cuál de los males es el menor, y hay ciertas situaciones de las que uno solo puede escapar actuando como un lunático o como un demonio. La guerra, por ejemplo, puede ser necesaria, pero no cabe duda de que no es correcta ni sensata. Incluso unas elecciones generales no son exactamente un espectáculo placentero o edificante. Si debes participar en tales cosas -y creo que en efecto debes, a menos que estés insensibilizado por la vejez, por la estupidez o por la hipocresía-, entonces debes mantener una parte de ti mismo inviolada. Para la mayoría de la gente el problema no se presenta de la misma forma, porque sus vidas están divididas de entrada. 

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