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Entrevista de Muñoz Grandes en el búnker 13 de diciembre de 1942



Franco y el III Reich. Luis Suárez Fernández

El 13 de diciembre de 1942 Muñoz Grandes llegaba por segunda vez al búnker; estaban presentes los generales Jodl y Schmundt, el embajador Hewl y nuestro conocido sonderführer Hoffman, que iba a actuar de nuevo como intérprete. Disponemos de una versión taquigráfica de la conversación que comenzó al imponerse al general español las Hojas de Roble a la cruz de caballero, destacándose la singularidad que este acto revestía. La División Azul figuraba entre las mejores de la Wehrmacht, pero ahora la presencia de los norteamericanos en Marruecos tornaba imprescindible el regreso de don Agustín. Reconoció el Führer su propio error al buscar la amistad con Francia, ya que lo que verdaderamente convenía a Alemania era la amistad con España. Muñoz Grandes preguntó entonces a los allí presentes si tenían noticias de la maniobra que estaba preparando Abd-el-Jalak Torres, el hermano de Abd-el-Krim, para reunir a todos los independentistas marroquíes (de hecho el acuerdo iba a firmarse el 30 de diciembre) y con el beneplácito de Eisenhower poner fin al protectorado francés y en consecuencia al español. Hitler se mostró sorprendido; contaba tanto con Abd-el-Krim, como con el gran mufti de Jerusalén entre los musulmanes partidarios del Reich.
Intervino Jodl. Lo que sus servicios secretos sí conocían era que se estaba alistando en Méjico una división formada por exiliados republicanos, la cual figuraría entre las fuerzas norteamericanas cuando estas se decidieran a desembarcar en la Península. La Wehrmacht estaba interesada en conocer hasta qué punto se hallaba decidido el Ejército español a rechazar dicha maniobra. Parece que la respuesta de Muñoz Grandes fue esta: “La oficialidad joven española está claramente a favor de Alemania, pero otras muchas fuerzas están siendo ganadas poco a poco hacia las potencias anglosajonas por la propaganda de estas o por el dinero. España todavía no está perdida, pero se debe trabajar deprisa”. Parecen muy importantes las reflexiones que de forma inesperada se escaparon entonces al Führer: la decadencia de Inglaterra era ya un hecho comprobado e irremediable, lo que significaba que la jefatura entre los aliados iba a pasar a otras manos. También tenía noticias acerca de un proyecto de Pétain de viajar a Marruecos para unirse a Darlan y a sus antiguos colaboradores, pero él estaba decidido a prestar a Laval toda la ayuda necesaria. Reconocía también sus propios errores en 1940 y 1941; hubiera podido conseguir la entrada de España en la guerra aceptando sus ofertas contra Francia. 

Ante estas palabras tan significativas, Muñoz Grandes dijo: “Quiero viajar a España para comprobar qué aspecto tienen allí las cosas. Conozco el significado que allí tiene mi nombre y sé que no me encontraré solo”. Hablando ahora como un hijo a un padre, pedía al Führer que le aconsejara lo que debía hacer. Se había llegado aun punto clave que demuestra el acierto de Franco cuando evitó que Arrese pudiera hallarse presente en aquel momento. Refiriéndose a la petición de armas, Hitler dijo que antes de entregarlas tenía que saber si iban a emplearse contra los aliados o únicamente para salvaguardar el orden interno. Aludió a la profunda decepción que Rumanía e Italia significaran en este punto, y empleó exactamente estas palabras: “En el caso de que entreguemos armas a España tenemos que saber si España está dispuesta a luchar con ellas, pues a fin de cuentas nosotros entregamos armas a costa de otro frente (…). Había oído -en realidad era el contenido del telegrama de Stohrer del día 11 -que España negociaba con Estados Unidos”.

Muñoz Grandes replicó: si los alemanes podían retener Túnez, a donde habían llegado desde Libia, la entrada de España en guerra sería una consecuencia inevitable. El Führer respondió que estaba plenamente decidido a hacerlo, e iba a enviar sus mejores divisiones, entre ellas la Adolf Hitler y la Hermann Göring. “En tales circunstancias -explicó entonces don Agustín-, no sería difícil llevar a España a una decisión”. Esta era, al parecer, la postura de los alemanes: el retorno del jefe de la División Azul serviría para conseguir que España abrazase la gran causa. Pero Hitler, que había comentado con su colaboradores que esto podía ser una carga, hizo una precisión bien distinta: “La neutralidad española también tiene su ventajas”. Un frente ibérico podía superar las comprometidas posibilidades. 

La verdadera tarea que se encomendaba a Muñoz Grandes desde el despacho del Führer era convencer a Franco de que permaneciese al lado de Alemania, que iba a consolidarse en Túnez, ya que “África pertenece a Europa, de eso no puede dudarse, y a los Estados Unidos nada se les ha perdido en África”. Al final de la guerra se aseguraría a España también una parte del gobierno de aquel continente. En cambio se pediría al Generalísimo la firma de un compromiso, considerando casus belli la instalación de los aliados en Tánger o en la Zona Española de Marruecos. Muñoz Grandes prometió ocuparse de ello y proporcionar información de sus gestiones. Jodl intervino entonces para aclarar otros puntos. Las armas que se iban a entregar seguirían siendo parte del Ejército alemán, de modo que convenía que una comisión española viajase a Alemania para fijar los modos de su empleo. Y sobre todo para fijar el número de divisiones terrestres y aéreas que se utilizarían en España si llegara el caso de una invasión. De las garantías ofrecidas por Roosevelt no había que fiarse; se trataba de presidente más hipócrita en los trescientos años de historia de aquel país.

Se estaba cerrando un capítulo: Muñoz Grandes podía entender que Hitler ya no era el brillante canciller de Berlin ni menos un general de grandes dotes; estaba atrapado en un cubil de lobo. Comprendiendo lo que se le ocultaba, explicó al despedirse que España no necesitaba hombres sino armas para defender el régimen. 


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