La edición madrileña de Mundo Obrero publicaba el día 19 de noviembre de 1936 la siguiente mancheta junto a su cabecera: “El pueblo ha ordenado ajusticiar al jefe de los asesinos de Falange Española. ¡Cúmplase la sentencia!. Al amanecer la sentencia quedaba cumplida y la prensa y la radio de todo el mundo daban la noticia del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera. Sin embargo, la España nacionalista no admitiría la realidad del hecho hasta dos años después. En efecto, sólo el 20 de noviembre de 1938 se celebraría en Burgos el primer funeral oficialmente organizado para el fundador de Falange. Aunque la noticia había corrido por los frentes y las ciudades de retaguardia, pronto se impusieron los contrarrumores. El fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera habría sido una simulación para complacer a las masas revueltas pero, en rigor, éste seguía vivo en consideración a su alto valor como rehén e incluso como instrumento para lanzarlo en su día sobre la retaguardia nacionalista y obtener de ésta una paz razonable. Había que reconocer que la hipótesis tenía sentido. Luego supimos que tanto por simpatía o piedad como cálculo, hombres como Indalicio Prieto en España o Léon Blum en Francia lucharon porque la sentencia no se ejecutase, y que el mismo Azaña sintió una viva contrariedad cuando el hecho se consumó. Aquel argumento de esperanza, válido, sin duda, para el caso de una contienda ordinaria, no lo era tanto en el contexto de un proceso revolucionario. Por otra parte la tesis de la ejecución fingida y el escamoteo del rehén carecía de cualquier prueba de hecho. Por todo ello en el primer momento hubo muchas personas que se resistieron a aceptar lo que era una simple hipótesis adoptada por algunos por conveniencia y por los más -dentro del falangismo- por sentimentalismo o un subconsciente temor a perder la esperanza, ya que la confianza en el jefe era mucho más viva -como con frecuencia sucede entre españoles- que la adhesión a la ideología. Una Falange acéfala -mejor diría huérfana- nos resultaba , a muchos de nosotros, difícil de llevar a puerto a pesar de su impetuoso crecimiento o quizá a causa de él. Pronto se acuñó la palabra “ausente”, que acertaba a significar lo que se pretendía y que seguramente se formó por oposición a la de “presente” que se usaba reiteradamente para honrar a los muertos o “caídos”. El adverbio se nominalizó pronto y “el ausente” fue ya, por definición, José Antonio.
Pronto fue difícil para cualquiera poner en duda esa presunción, que para unos expresaba un deseo y para otros tomaba la forma de un temor. Sólo a dos personas les oí negar resueltamente que semejante esperanza fuera atendible. El primero fue Andrés Redondo. Vino éste a Segovia no muchos días después de haberse extendido la noticia de la ejecución. Ya he hablado otra vez de Andrés Redondo. Era hermano de Onésimo, el jefe vallisoletano, y le acompañaba en el coche cuando un grupo de milicianos filtrados desde Guadarrama lo abatieron de una descarga cerrada en el pueblo de Labajos. El hermano superviviente fue elevado, de una manera un tanto visigótica, a la jefatura territorial de Castilla la Vieja. Cuando nos visitó en Segovia aún era poco conocido pero pisaba firme. Nos habló de la muerte de José Antonio con grave serenidad, excluyendo de modo terminante que la noticia fuera falsa. Al terminar y para paliar nuestra consternación nos dijo: “Hay que pensar que nada es irreparable. Yo os aseguro que he hablado despacio con Franco, le he visto trabajar y me inspira una gran confianza. Tenemos un jefe”. He de decir que el consuelo que nos ofrecía Redondo nos pareció a todos desgracia sobre desgracia.
No teníamos contra Franco ningún prejuicio absoluto, pero de ningún modo lo considerábamos nuestro y la equiparación que sugería nos parecía blasfematoria. Nuestra reacción fue bastante viva y, aunque Redondo procuró quitar hierro a su proposición, la fecha había dado en el blanco, acaso porque aquella sustitución se nos había ocurrido a todos como algo tan irremediable como insatisfactorio. Era un sentimiento que no se cancelaría fácilmente y que acaso para muchos no se canceló nunca.
En términos muy distintos me confiaría su convicción de que la muerte de José Antonio era cosa segura, varios meses después, el jefe de la Junta de Mando, Manuel Hedilla. Hedilla, dentro de lo que le permitía su carácter más bien reservado, hablaba conmigo con bastante confianza. Más d una vez le oí desahogar las irritaciones o precauciones que le causaban sus conversaciones con el Alto Mando o su brega con los camaradas, tanto con los que le espolean para que tomase el mando resueltamente y en exclusiva como con los que le oponían dificultades o conspiraban para que no pudiera mandar. Aquel día -recuerdo la imagen de un modo concreto- estábamos ambos en pie, ante la ventana de su despacho, mirando al exterior. Me hablaba de sus gestiones para conseguir el canje de Fernández Cuesta, cuya llegada deseaba, quizá para descargarse del peso excesivo que pesaba sobre sus hombros, y se mostraba optimista sobre el caso. “¿Y de José Antonio -le pregunté yo- qué se sabe?”.
Me miró un momento perplejo. Luego, como quien hace algo con pena, me dijo: “Mira, José Antonio murió el 19 de noviembre del año pasado. Creer otra cosa es querer engañarse. Yo tengo información de la “otra zona” y no me cabe la menor duda. Comprendo que si se les dijese esto claramente a los camaradas se desmoralizarían. Pero hay que aceptar las cosas como son. En realidad esta leyenda de la ausencia de José Antonio ha podido mantener la ilusión de la gente pero no sé si, en el fondo, no nos ha hecho también mucho daño. Eso es vivir de ilusiones y, a la larga, no se puede vivir así. Todo se vuelve provisional. Naturalmente yo soy la última persona para desengañar a quienes creerían que lo hacía por ambición personal. Por eso me interesa tanto que Fernández Cuesta llegue aquí de una vez”. No garantizo, claro es, la literalidad de sus palabras pero sí el sentido.
Repito que sólo en esas dos ocasiones oí a personas de respeto oponerse a la leyenda general con tanta convicción. El mito de la ausencia se había generalizado en términos casi inconcebibles. Para unos era un verdadero sebastianismo. Para otros una cauta manifestación de zozobra. Lo que me sorprendió más -sobre todo a posteriori- es que la leyenda del escamoteo del jefe falangista prosperase incluso en aquellos lugares donde más parecía interesar la constatación de su muerte. Así en el Cuartel General de Franco. El mismo Franco -me lo confirmó Serrano Suñer- llegó a creer y a decir que José Antonio había sido entregado a los rusos y estaba prisionero en la Unión Soviética, aunque, añadía, allí le hubieran sometido a una mutilación humillante y destructora. Por cierto, hay que decir aquí que a Franco -que había tenido con José Antonio un trato muy escaso- éste no le era simpático y su exaltación constante le molestaba mucho y aún le molestaría más -hasta la irritación- cuando la Unificación puso bajo su mando a las antiguas huestes del “ausente”. Foxá solía decir con gracia que tal cosa era lógica. “Es como si un hombre se casa con una viuda y ésta se pasa día y noche hablando de su primer marido”. Sólo cuando, pasado el tiempo, los falangistas se le mostrarían incondicionales remitió aquella irritación de la que Serrano Suñer me ha contado más de una anécdota expresiva.
Creo que la larga etapa en que el mito del “ausente” se convirtió en lema oficial contribuyó mucho al proceso de la otra mitificación -la personal- que sufriría la figura del fundador de Falange y a muchos aspectos esa mitificación fue paralizante y convirtió en meros escoliastas y grosores a los no muy abundantes hombres de cabeza -y no me excluyo- que tuvo el falangista aquellos largos años. Desencadenó una beatería inhibitoria y convirtió al personaje en alguien que quizá no hubiera sido ya reconocido por sus inventores de haber vuelto -como se esperaba- con su estatura de hombre real.
Por cierto que he de consignar mi sospecha de que ese proceso de “transfiguración por la ausencia” produjo, al menos, una obra literaria de positivo interés. Años después de la guerra Gonzalo Torrente Ballester publicó un drama -el mejor de los suyos para mi gusto- titulado El retorno de Ulises. En él se ve a Penélope tejiendo un tapiz con un retrato del ausente de proporciones gigantescas y semidivinas. Quizá lo hace como defensa frente a los pretendientes porque, al final, es solo ella -usando del piadoso acomodo femenino a la realidad- la que reconoce al héroe al que niegan el pueblo, los pretendientes y su propio hijo. Sería muy raro que en esa sutil y bien organizada réplica del argumento homérida no hubiese incidido una experiencia que el autor vivió como todos los residentes en la trágica Babia de los años 36 a 39.
En rigor el certificante de la muerte de José Antonio fue- como era natural- un notario: su amigo Fernández Cuesta, que antes de salir canjeado de Madrid tuvo, como ya dejé dicho, una detenida conversación con Indalecio Prieto. Para mí es indudable que fue a Fernández Cuesta, y en mano, a quien Prieto entregó el testamento y otros apuntes manuscritos de José Antonio que dibujaban un gobierno de mediación para evitar la guerra. Fernández Cuesta, sin embargo, no los entregó personalmente a nadie sino que los hizo llegar (¿por correo?) a manos de Pilar Primo de Rivera y de Agustín Aznar. Eran ejemplares facsímiles, que hoy llamaríamos fotocopias, de una perfecta e indudable fidelidad. Muchas veces he oído afirmar -a veces en forma de pregunta- que el testamento de José Antonio había sido manipulado y alterado. Debo aclarar que ello me parece absurdo y lo tengo por físicamente imposible. La prueba grafológica que yo mismo hice hacer -tuve el documento en mis manos al momento de su recibo- no dejaba lugar a duda. Las pruebas psicológicas y estilísticas dan el mismo resultado. El documento, por otra parte, lo hice publicar yo mismo en facsímil y no en transcripción tipográfica antes de que se repitiesen estas otras ediciones. Las sospechas de inautenticidad nacieron, a mi juicio, de una coincidencia que no tenía nada de casual: la de que los dos albaceas testamentarios de José Antonio resultaran ser los que en aquel momento aparecían como sus herederos políticos: Serrano Suñer y Fernández Cuesta, el primer hombre del Gobierno de Franco y el presunto jefe de los legitimistas falangistas. Pero para quien hubiera conocido a José Antonio no cabía duda de que ambos habían sido sus mejores amigos: el uno compañero de la Universidad y luego del Parlamento y frecuente colaborador en asuntos jurídicos y confidente de su intimidad; el otro hijo del médico de la familia Primo de Rivera, amigo personal del jefe falangista desde la infancia y su secretario general de Falange por razones de confianza. Y por añadidura, ambos relacionados con las técnicas el Derecho, lo que para un albacea idóneo resulta siempre recomendable.
Los funerales de José Antonio se celebraron, al fin, en la catedral de Burgos el día 20 de noviembre de 1938. Conservo el folleto de la ceremonia. Previamente se había inciso su nombre en las piedras exteriores del templo, junto a la puerta de la Sacramental. Otro tanto se hizo en todas las iglesias de España. Fue una decisión de la Junta Política de Falange. Al nombre del jefe debían seguir los de los vecinos de cada localidad muertos en acción de guerra. Era la imitación de algo que ya se había hecho en Francia después del 18. Sí, pero aquello era una guerra internacional y los muertos eran de todos los franceses. Aquí la cosa resultaría, más pronto o más tarde, cuestión litigiosa y memoria agresiva. Pero como yo tengo la costumbre de confesar mis culpas, no omitiré el dato de que la orden para que aquella medida se cumpliese fue firmada por mí. Así es la vida.
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