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La “nación fraccionaria” necesita la mentira histórica - Gustavo Bueno


Mientras que las naciones canónicas se constituyen por integración de componentes prepolíticos, frente a otras naciones canónicas, los nacionalismos radicales pretenden constituirse a partir de una nación canónica ya dada, y contra ella, con objeto de desintegrarla, mediante un acto de secesión. Mientras el “nacionalismo canónico” (el clásico o el romántico) se desenvuelve como un proceso de integración de pueblos o de naciones étnicas previamente dadas (ya sea mediante la hegemonía de una de ellas sobre las demás, ya sea mediante una homogeneización de las partes integrantes y, en todo caso, mediante una “refundición” de las “partes del todo”), el “nacionalismo fraccionario” tiene lugar mediante un proceso de desintegración de alguna parte formal actuante ya en el Estado-nación respecto del todo constituido por ese Estado-nación de referencia.

Por ello, los proyectos de los nacionalismos radicales son esencialmente proyectos de nación fraccionaria, de nación que sólo puede resultar de la desintegración de una nación entera previamente dada de la que han recibido, precisamente, sus dimensiones políticas, por no decir sus mismos contenidos tecnológicos, económicos o sociales. ¿Acaso el País Vasco evolucionó por sí solo, en el “seno de la Humanidad”, desde una situación prehistórica no muy lejana hasta la situación de vanguardia industrial, cultura, etcétera, que comenzó a ocupar, hace ya cien años, en el conjunto de España? ¿Acaso el “autós” sobre el que gira el proyecto de “autodeterminación”, que hoy reclaman los nacionalistas radicales vascos, no se ha constituido precisamente en el contexto global del desarrollo de España? ¿De dónde vino, no sólo el idioma que necesitaron para alcanzar su posición de vanguardia (el español), sino también la mano de obra, la ingeniería, las obras de infraestructura, y por supuesto, las aportaciones masivas de capital que dieron lugar a la industrialización del País Vasco? Los vascos, como “conjunto étnico” , como “nación étnica”, en el mejor caso, habían sido integrados, desde siglos, en la sociedad hispánica y, en su momento, en la nación política española: no sólo participaron desde sus fueros, en primera línea de la vida política, militar y social de los siglos medievales; participaron también en la Monarquía Universal, en la época de Carlos V, Felipe II o Felipe III (Elcano, los Idiáquez –Alonso, Juan- o los Eraso) y en la reorganización de la monarquía en la Ilustración (las Sociedades de Amigos del País, por ejemplo); las guerras carlistas nada tuvieron que ver con un nacionalismo fraccionalista. Sencillamente, los vascos actuaron como españoles desde el momento en que ingresaron en la vida histórica, es decir, desde el momento en que dejaron de ser sólo un capítulo interesante de la antropología de los salvajes o de los pueblos neolíticos; y sus diferencias con otros pueblos peninsulares, no tuvieron mayor alcance que el que podían tener las diferencias entre estos otros pueblos entre sí. La Historia del País Vasco es una parte de la Historia de España y, en especial, de la Historia de la nación política española. Jamás fue el País Vasco algo que pudiera compararse a una colonia o a un Estado sojuzgado por los españoles. Por ello, equiparar el nacionalismo vasco que busca la independencia, con un movimiento de “liberación nacional” es una desvergonzada mentira.  El proyecto de nacionalismo radical que se incuba a finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX (a través de personajes de la catadura de Sabino Arana, Gallastegui, Krutwig, Txillardegi, y otros que tan admirablemente ha analizado Jon Juaristi) es sólo un caso particular de los proyectos de nacionalismos radicales que han ido surgiendo a partir de las naciones canónicas ya constituidas, como proyectos de naciones forjadas en el seno de las naciones canónicas preexistentes y como contrafigura de ellas.

El nacionalismo radical comienza reivindicando su condición de nación étnica, pero concibiendo esta nación étnica (que había sido elevada al plano político precisamente por su integración, junto con otras naciones étnicas, en la nación canónica) como si fuera ya por sí misma (e incluso anteriormente a su integración en la nación canónica) una entidad de rango político, renegando literalmente de su historia real. Una historia en la que había tenido lugar la elevación de una nación étnica a la condición de parte formal de una nación histórico-política. La condición de “renegados de España” podría definir, con una aproximación bastante exacta, la situación de los nacionalistas radicales; como ejemplo pondríamos, desde luego, a los vascos que reniegan de la historia de San Sebastián, llamándola “Donostia”; a los que reniegan de la historia de Vitoria, llamándola “Gasteiz”,  o a los que reniegan de la historia de Estella, llamándola “Lizarra”.

Pero “los hechos que ocurrieron ni Dios puede borrarlos”. No se trata de negar los poblados precursores, a veces romanos o celtíberos. Se trata de no confundir una alquería, o una aldea prehistórica, con una ciudad histórica. Por muchos años y décadas que transcurran en los tiempos venideros nadie podrá desmentir que San Sebastián no fue ciudad fundada por tribus vasconas, como tampoco lo fue Vitoria, ni Estella, ni Bilbao.

La clave ideológica de todo proyecto de nacionalismo radical es la mentira histórica. Por ello, es necesario afirmar que sólo a través de la falsificación y de la mentira, del moldeamiento de los jóvenes, al modo como se moldean los miembros de una secta “destructiva”, es decir, de la falsa conciencia de su propia realidad, el proyecto del nacionalismo radical puede echar a andar. Mientras que la nación canónica se funda sobre proyectos reales en los que hay invención verdadera de realidades nuevas, “creación” de estructuras políticas específicamente nuevas,  sobre situaciones preexistentes (dado que no es posible una creatio ex nihilo), el proyecto de nación radical sólo puede fundarse en la mentira histórica y esto, no sólo porque tiene que comenzar postulando, como históricamente  preexistente, una nación política que jamás pudo existir por sí sola, sino porque tiene que presentar también como una novedad específica un proyecto que es necesariamente vacío, puesto que sólo puede consistir en la escisión o segregación de una parte de la nación entera que la conformó políticamente, para reproducir en ella su misma estructura. Es la vacuidad del proyecto específico de esa nación futura (sin contenido específico nuevo, porque su contenido es, por decirlo así, a lo sumo, meramente numérico, el que es propio de un “Estado más”) lo que obliga a tratar de rellenar el vacío, o bien con imágenes poéticas de paisajes vividos en la adolescencia de los creadores (verdes helechos, recuerdos infantiles, como si esto tuviera algo que ver con la nación política), o bien con mitos históricos o con invenciones de naciones políticas dadas in illo tempore (por ejemplo, de la Atlántida).  La mentira histórica es sólo, en realidad, la proyección hacia el pasado histórico de la vacuidad del proyecto del futuro.  Se pretende retrotraer a los tiempos pretéritos los contenidos con los que se quisiera rellenar el porvenir: a veces la recuperación de una raza pura imaginaria (la raza vasca, la raza celta…); otras veces ese proyecto de raza se suaviza como “proyecto de etnia” (la etnia vasca, la etnia celta, la etnia layetana…). Al final se acaba concretando este contenido con el nombre sublime de la “cultura propia” reducida, sobre todo, a la lengua existente o regenerada supuestamente por la “normalización” (“vasco es quien habla euskera, aunque haya nacido en Extremadura” –aunque es más dudoso que pudiera extenderse el beneficio a quienes hayan nacido en el Senegal-; y “no es vasco quien no hable euskera, aunque tenga dieciséis apellidos vascos”).

Por ello, los nacionalismos radicales, al estar movidos por una voluntad de libertad-de, antes que por una voluntad de libertad-para (con objetivos específicos, distintos a los de una mera escisión), carecen de interés histórico y, desde luego, de la grandeza que pueda corresponder a algunas naciones canónicas. Lo único que en realidad puede resultar de un proyecto nacionalista radical es una unidad parasitaria (cuanto a la estructura de sus creaciones propias), en primer lugar de la nación canónica de la que procede por escisión, y, en segundo lugar, de las naciones canónicas a las que tendrá que asimilarse (en lengua y en cultura) si quiere formar parte del nuevo espacio internacional (una hipotética República de Euskadi autodeterminada, segregada de la nación española, sólo asimilándose a la cultura francesa o a la inglesa, podría formar parte de la “Comunidad Internacional”; dicho de otro modo: el nuevo Estado vasco soberano no tendría mayor alcance que el que pueda corresponder a una circunscripción administrativa de algún tercer Estado, o a un Imperio; su lenguaje privado, interesante para los filólogos, perdería incluso el interés científico a medida en que se transforme artificialmente en un idioma normalizado; la única diferencia con la situación actual consistiría en que, en el mejor caso, se habría producido una sustitución del español por el francés o por el inglés, es decir, en Euskadi siendo o haciendo parecidas cosas a las que hace desde siglos, pasaría a hablar inglés en lugar de hablar español, aunque esto es lo que se trata de demostrar por sus obtusos e interesados dirigentes).



Nación canónica: Dando por supuesto que el concepto de nación, en su acepción política, cristaliza en la época moderna en el contexto de la constitución de los Estados sucesores del antiguo régimen, llamamos naciones canónicas a las que efectivamente se han conformado o redefinido a escala de tales estados: Francia, España, después Alemania, Italia... La nación canónica, en su sentido político, se contrapone a la nación étnica, continuamente confundida, anacrónicamente, con la nación política. Los nacionalismos del siglo XX, contradistintos de los nacionalismos del romanticismo, pueden considerarse como proyectos de secesión de naciones canónicas preexistentes, por tanto, como naciones fraccionarias desde su mismo origen. Estas naciones fraccionarias no pueden ponerse en el mismo plano de realidad política de las anteriores, puesto que sólo existen en proyecto. Un proyecto que pretende confundirse con una pretendida realidad pretérita, apoyada en una prehistoria ficción que presenta como si se tratase de entidades efectivas supuestas sociedades políticas, generalmente definidas en términos inequívocamente racistas, pese al carácter enteramente gratuito de sus fundamentos (por ejemplo la celtomanía fantástica de algunos gallegos o asturianos, que olvidan que hubo más celtas en la Península Ibérica no fue en el norte sino precisamente en la meseta; la reivindicación de una mitología aria que se fundamenta en características cromosómicas, olvidando los componentes bereberes del cromosoma 6 de los vascos de ocho apellidos, &c.)

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