La calle es una buena síntesis del mundo. Lo que intuitivamente aprende el niño que se ha criado en su ámbito tumultuoso tardarán mucho tiempo en aprenderlo los niños que esperan a ser mayores en la desolación de los arrabales recientes o en el fondo de los viejos parques solitarios. Los niños que nacen en estas calles se equivocan poco, adquieren pronto un concepto bastante exacto del mundo, valoran bien las cosas, son cautos y audaces. No fracasarán.
Cuando la dignidad y la propia estimación le impiden a uno trepar, no queda más recurso que dejarse caer, tirare al hondón de una acritud anarquizante.
Por lo mismo que tenían una postura anarquista, eran muy celosos de sus privilegios de grupo y no aceptaban como igual suyo al primero que llegaba. Para ganarme su voluntad, tuve que hacer duras pruebas. Lo primero era llevar tabaco siempre; aquellos rebeldes, de convicciones tauromáquicas insobornables, se dejaban sobornar, en cambio, por un cigarrillo. Luego, había que hacer al grupo los más penosos servicios. Ir a los recados, secundar en el sitio de peligro sus burlas sangrientas y hacer grandes caminatas para averiguar si había toros en las dehesas y cerrados.
Tenía aquella gente un sistema para practicar el toreo. Lo clásico del aficionado era ir a las capeas y conseguir permiso de los ganaderos para tirar algún que otro capotazo en los tentaderos, siendo con su miedo y su inexperiencia el hazmerreír de los señoritos invitados. A la pandilla de San Jacinto le parecía todo aquello poco digno. Ellos se echaban al campo a torearle los toros al ganadero sin su venia, contra los guardas jurados, contra la Guardia Civil y contra el mismísimo Estado que, armado de todas sus armas, se opusiese. Eran los enemigos del orden establecido, los clásicos anarquistas. Andando el tiempo, aquellos rebeldes de San Jacinto han conservado en la vida la misma postura anarquizante que tenían en el toreo. A casi todos he tenido que mandarles dinero y tabaco a la cárcel, donde han ido cayendo, uno tras otro, en calidad de extremistas peligrosos.
Yo no vivía más que para el toreo. Mi casa iba de mal en peor, y la miseria nos iba a los alcances. Mi padre se cargaba de hijos, a los que difícilmente podía mantener con su menguado y claudicante negociejo, y yo, que era el mayor, me desentendía de aquella catástrofe familiar, indiferente a todo lo que no fuese mi pasión por los toros y la sugestión que sobre mí ejercía aquella pandilla de torerillos a la que, con alma y vida, me había unido. La fascinación que aquel grupo de amigotes me producía, sólo pueden comprenderla quienes en la adolescencia hayan caído fervorosamente en uno de esos núcleos juveniles que, por disconformidad con el medio, se forman en torno a un misticismo cualquiera, social, político o artístico, y que con su prestigio revolucionario absorben íntegramente al hombre nuevo.
Cuando llegábamos a Tablada, la Luna clara bañaba en leche azul la dehesa. Al aproximarnos al cerrado enmudecíamos; los remos trabajaban sordamente con lentas paletadas hasta que la barca se quedaba varada en el limo. Uno saltaba a tierra primero para explorar el terreno. Nadie. Desembarcábamos todos y avanzábamos por el cerrado salvando la cerca de alambre de espino. Los cardos y las jaras nos tapaban. Caminábamos cautelosamente por la dehesa, cuando de improviso escandalizaba la noche el esquilón abaritonado de un cabestro.
Fue maravilloso. Cada cual se quedó, como si fuera de mármol, en la postura en que le cogió la advertencia.
Desnudos, inmóviles, apiñados y sosteniendo en alto el cuerpo exánime de nuestro camarada, debimos componer un curiosísimo grupo escultórico. El miedo nos dio una rigidez sorprendente. Había uno al que le cogió con el brazo levantado, y así se estuvo quieto, quieto, como si lo tuviese fundido en bronce.
El toro, sorprendido, nos miraba de hito en hito. Avanzó lentamente. Se azotaba con el rabo los ijares, acechando la provocación del más leve ademán. Nosotros, ofreciéndole impasibles nuestros cuerpos desnudos bañados por la Luna, permanecimos como si fuésemos estatuas. Dio el toro unos pasos más, nos miró, volvió a mirarnos, cada vez más extrañado ante aquel raro monumento escultórico en carne viva erigido en sus dominios. El maldito animal no acababa de convencerse. Cuando parecía que se iba, volvía otra vez la cabeza. Y así toda una eternidad, hasta que definitivamente volvió grupas aburrido, y arrancando sus pezuñas del fango, una a una con una lentitud desesperante, se alejó.
Así discurria nuestra ociosa existencia. Gente mal avenida con el mundo, desvergonzada, con un agudo sentido del ridículo y la intima desesperación de sentirse repudiada. tomábamos un aire agresivo y arisco que debía hacernos antipáticos. Lo mejor y más estimable de nuestra pandilla era el trance heroico, la aventura de la noche, la lucha en campo abierto con los máusers de la Guardia Civil y los cuernos de los toros. Lo peor, aquella actitud rebelde, agria, díscola, de grandullones ociosos y desesperados, para quienes todo era motivo de burla. La vida era dura con nosotros, y nos vengábamos de ella escupiendo nuestro desprecio a la cara de las gentes que eran como Dios manda. Éramos unos «malanges», unos aguafiestas. Íbamos en pandilla a los bautizos que se celebraban en los corrales de Triana a «meter la pata», buscábamos camorra al padrino, nos bebíamos el vino y escandalizábamos a las mocitas.
Los de la pandilla de San Jacinto no íbamos a los tentaderos. Nos parecía humillante ir con nuestra inexperiencia y nuestro miedo a servir de diversión a los señoritos invitados por el ganadero. Era más decoroso hacer el aprendizaje en pleno campo, a solas con el toro y las carabinas de los guardias.
Cuando me di cuenta de que el animal, abierto de patas, se humillaba fulminado por el acero, me sentí feliz. ¡Qué alegría! Veía maravillado que el toro rodaba sin puntilla, y simultáneamente, a través del aturdimiento que me producía la cortina de sangre caída sobre mis ojos, llegaba hasta mí un confuso ruido, semejante al de una tempestad lejana. Sentía los golpes isocronos de la sangre caliente cayéndome por la mejilla, a medida que aquel estrépito crecía y se acercaba. ¡Me aplaudían! Alcé la cabeza. Me sujeté con los dedos aquel pingajo de carne que me caía sobre el ojo, y procuré sonreír a la multitud. ¡Nunca he agradecido tanto una ovación! Me llevaron a la enfermería. Como no había más torero que yo, se suspendió la corrida hasta que me curasen. Caí en manos de un cirujano expeditivo, que se aplicó a la previa desinfección de la herida por un inusitado procedimiento. Mandó traer una botella de gaseosa, que se empinaba para coger unas grandes buchadas, con las que me espurreaba la cara. Después de espurrearme bien la herida y todo el rostro con aquel líquido dulzón y pegajoso, mezclado con sus babas, consideró que la desinfección era perfecta, y procedió a curarme. Le trajeron una aguja de coser sacos, con su ancha punta doblada; me levantó la piel caída a colgajo, unió los bordes y me los cosió como quien cose una estera. Me dejó una cicatriz innecesaria para toda la vida. Luego me vendaron aprisa y corriendo, porque el público se impacientaba, y me soltaron otra vez en el ruedo.
Aquella temporada de 1913 fue la más dramática de mi vida taurina. A raíz de mi debut en Madrid comenzó la lucha furiosa de mis entusiastas y mis detractores. Creo sin jactancia que fue aquélla una de las épocas más apasionadas del toreo. La gente llenaba las plazas esperando o temiendo que me matase un toro en cualquier momento, y aquella cédula de presunto cadáver que me habían extendido los técnicos al negarse a aceptar que fuese posible torear como yo lo hacía, provocaba tal tensión de ánimo en torno a mi figura, que con el menor pretexto se desataban los más frenéticos apasionamientos de la multitud.
Mis amigos los intelectuales
La misma noche que entré en Madrid fui a caer en el Café de Fornos, y me senté casualmente junto a una tertulia de escritores y artistas que allí se reunían habitualmente. Formaban parte de aquella tertulia el escultor Julio Antonio, Romore de Torres, don Ramón Del Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Sebastián Miranda y algunos otros.
Aquella misma noche, Sebastián Miranda estuvo haciéndome un apunte, y desde aquel momento trabamos amistad. Fui después a visitarle a un estudio que tenía en la calle de Montalbán, y me sentí fuertemente atraído por la vida extraordinaria de los artistas y los escritores, que para mí estaba envuelta en una aureola bohemia y romántica. Procure desde el primer momento ganarme sus simpatías, y vi maravillado que me las otorgaban con largueza. Yo iba al estudio de Miranda, me colocaba discretamente en un rinconcito y los oía discutir poniendo mis cinco sentidos en comprender lo que decían. No era floja tarea: empezó entonces para mí la dificil gimnasia mental de pasarme horas y horas oyendo hablar de cosas que no entendía. Pronto fui haciéndome mi composición de lugar y creí descubrir a través de las diferencias de estilo y lenguaje una extraña semejanza entre aquellos artistas y escritores de espíritu rebelde y los anarquistas de la pandilla de Triana. Algo era común a unos y otros.
El esfuerzo de comprensión que tuve que hacer fue grandioso. Venir de robar naranjas por las huertas de los alrededores de Sevilla a sentarme en aquel cenáculo de artistas gloriosos, que discutían abstrusos problemas de filosofía o estética, era una transición demasiado brusca, y yo pro| curaba extremar mi discreción. Ellos me animaban con su benevolencia, pareciéndoles seguramente que mi conducta y mis palabras eran siempre demasiado prudentes para ser mías, es decir, de un torerillo semianalfabeto. Llegué a no hallarme a gusto más que entre aquellas gentes, tan distintas de mí, y muchas noches me quedaba incluso a dormir en el estudio de Miranda. Me subyugaba la fuerte personalidad de aquellos hombres: Julio Antonio, Enrique de Mesa, Pérez Ayala y, sobre todo, Valle-Inclán.
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La coleta seguía siendo lo que más extrañaba de mi persona desde que salí de España. En la peluquería del Imperator, el peluquero, un alemán típico, se sorprendió mucho al tropezar con ella en mi cabeza. El hombre quiso bromear haciendo ademán de cortármela, y yo simulé que me enfurruñaba. Los peluqueros alemanes dan jabón debajo de la nariz, no con la brocha, sino con el dedo, y cuando aquel buen hombre me pasó por el labio superior el dedo untado de jabón, le tiré un mordisco, fingiendo con muchos aspavientos una rabia y una indignación que estaba lejos de sentir. El terror de aquel hombre fue de una comicidad extraordinaria. Para él los toreros españoles serán ya siempre unas alimañas que muerden a los honrados barberos.
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Nueva York
Cuando entramos en el puerto de Nueva York, estuve presenciando desde la toldilla el desembarco de los centenares de emigrantes que habían hecho el viaje ocultos en me panza del Imperator. Era un rebaño de gente miserable, judíos y polacos en su mayoría, que se apretujaban en las pasarelas guardadas por la policía como el ganado se apelotona en la mangada. Aquellos desdichados se abrían paso lentamente, cargados con sus míseros petates y arrastrando a sus mujeres y sus hijuelos hasta llegar al lugar donde los agentes de admisión los examinaban rápidamente, como los veterinarios examinan a las reses que van al matadero, y sin contemplaciones aceptaban a unos y rechazaban a otros. Los policemen, altos y fuertes, separaban violentamente a los padres de los hijos y a las mujeres de sus maridos, insensibles a los gritos y protestas de aquellos infelices, cuyas quejas eran en aquella batahola tan débiles como el balido de las ovejas azuzadas por los mastines.
No sé por qué me desconcertó profundamente aquel espectáculo. Miré con rabia los gigantescos rascacielos que proyectaban sus sombras monstruosas sobre el puerto y entré en Nueva York con una extraña sensación de miedo. Yo no había visto nunca tratar así a la gente. Me horrorizaba pensar que pudiera verme humillado de aquel modo. Y desembarqué apretando en el bolsillo nerviosamente una pistola que me había comprado en París.
Por Nueva York anduve con mi pistola en el bols aparato fotográfico en bandolera. Yo había visto que todos los turistas llevaban una máquina de hacer fotografías y no quería ser menos. Me encontré con un sevillano pintoresco que andaba por allí viviendo a salto de mata; era un in audaz y gracioso, que me sirvió de cicerone. Con él fui al barrio chino una noche y anduvimos olisqueando por los fumaderos de opio. Nunca me han mirado con tan malos ojos como los que nos echaban aquellos chinos tristes y sucios cuando mi paisano y yo nos parábamos bromeando a la puerta de sus inmundas viviendas. Ya de madrugada nos sacó de allí con muchos aspavientos una ronda de policía con la que topamos.
Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cemento, puentes y rascacielos era una ciudad. Va un hombre por una calle de Sevilla pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él, llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con quien se cruza: «¡Adiós, Rafaé...!», y da gloria verlo y es un orgullo ser hombre y pasar por una calle como aquélla y vivir en una ciudad así.
Pero aquí en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?
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En México perdí la cabeza, y creo que cuando volví a España estuve un poco loco durante algún tiempo.
Me rodeaban los personajes más sorprendentes. Me hice íntimo amigo de unos muchachos muy ricos y muy juerguistas, que organizaban verdaderas bacanales, derrochaban el dinero a manos llenas y bebían como locos. A mí no me gustaba beber, y aquellos compadres, cuando yo me resistía a continuar con ellos rodando por las borracherías de México, se llevaban a un representante mío que bebía en mi nombre. Este representante era, naturalmente, Calderón. A veces, después de llevarse toda una noche de juerga, se me presentaban por la mañana en el cuarto del hotel borrachos como cubas, y se ponían a dar zapatetas y a decir cosas incongruentes mientras yo, desde la cama, les miraba asombrado. Cada día me afirmaba más en mi creencia de que en México todos estaban locos.
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