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Juan Belmonte - Manuel Chaves Nogales (2ª Parte)




Soy poco supersticioso, pero el hombre más equilibrado y sensato, cuando se ve en el trance de jugarse lo que más le importa en un albur como el de la lidia de un toro, albur en el que hay que contar con elementos tan ajenos a él, a su valor, su inteligencia y su voluntad, cae fatalmente en esas naderías de la superstición, que son como asideros que la inteligencia quiere poner a lo ininteligible. A través de la media de seda me asomaba un vello de la pierna, y aquello me parecía de mal augurio. Toda mi preocupación en aquellos instantes era meter debajo del tejido de seda aquel pelito que lo había traspasado. Si lo conseguía, era indudable que triunfaba. Cuando las circunstancias que pesan sobre nosotros son pavorosamente superiores a nuestras fuerzas, cuando se rebasa la medida de lo humano, uno se achica y renuncia humildemente a la comprensión del trance descomunal en que está metido, para entregarse a una nadería cualquiera, en la que descansa el ánimo. Creo que hay muy pocos héroes plenamente conscientes de su heroicidad en el momento de realizarla. Me gustaría saber qué es lo que piensa el militar cuando entra en fuego, el aviador que salta el Atlántico cuando le faltan pocos kilómetros para ganar la costa y el cazador que espera a pecho descubierto la acometida de la fiera.

Salió, al fin, mi toro, y desde el primer capotazo que le di tuve una neta sensación de dominio. A medida que toreaba iba creciéndome y olvidando el riesgo y la violencia del toro. Me parecía que aquello que estaba haciendo, más que un ejercicio heroico y terrible, era un juego gracioso, un divertido esparcimiento del cuerpo y del espíritu. Esa sensación de estar jugando que tiene el torero cuando de veras torea la tuve yo aquel día como nunca. Llamaba al toro y me lo atraía hacia el cuerpo para hacerle pasar rozándose conmigo, como si aquella masa estremecida que se revolvía furiosa removiendo la arena con sus pezuñas y cortando el are con sus cuernos, fuese algo suave e inerme.


El torero, que contra lo que se cree es un pobre hombre de claudicante voluntad, se halla siempre propicio a doblegarse ante todo lo que sirva para darle ánimos, y de ahí ese cúmulo de supersticiones propias y ajenas que le agobian. 

El día que se torea crece más la barba. Es el miedo. Sencillamente, el miedo. Durante las horas anteriores a la corrida se pasa tanto miedo, que todo el organismo está conmovido por una vibración intensísima, capaz de activar las funciones fisiológicas, hasta el punto de provocar esta anomalía que no sé si los médicos aceptarán, pero que todos los toreros han podido comprobar de manera terminante: los días de toros la barba crece más aprisa. 

Yo me duermo como un bendito las vísperas de corrida merced a un arbitrio sencillísimo: el de ponerme a pensar en cosas remotas que no me importan gran cosa. Como uno no tiene una imaginación extraordinaria he llegado a construir mentalmente una especie de película fantasmagórica, la misma siempre, con la que distraigo la imaginación hasta que me quedo dormido. Es una divertida sucesión de imágenes, que me entretienen y me apartan de pensar demasiado en el trance del día siguiente. Mi esperpento imaginativo me hace el mismo efecto que la nana a las criaturas. 

"Dentro de unos años, a lo mejor, no hay ni aficionados a los toros, ni siquiera toros. ¿Estás seguro de que las generaciones venideras tendrán en alguna estima el valor de los toreros? ¿Quién te dice que algún día no han de ser abolidas las corridas de toros y desdeñada la memoria de su héroes? Precisamente, los gobiernos socialistas..."

"Eso es verdad. Puede ocurrir que los socialistas, cuando gobiernen..."

El miedo se repliega al verle a un irritado, y hace como que se va; pero se queda allí, en un rinconcito, al acecho. 

Tengo la creencia de que si a todos los toreros, aun a los más valientes, se les presentase en el momento de hacer el paseíllo alguien que pudiera garantizarles el dinero necesario para vivir aunque no fuese mas que un duro diario para toda la vida, no habría quien saliese al ruedo. 

Tampoco se torearía si hubiese que contratar las corridas dos horas antes de torearlas. Se torea porque los contratos se firman semanas o meses antes de tener que cumplirlos, cuando parece improbable que llegue la fecha en que habrá que salir al redondel a matar los toros. ¡Y la fecha llega siempre!

En 1915 estuve un poco chiflado. Leía mucho, sin orden ni concierto, haciendo grandes esfuerzos para comprender y digerir cuanto caía en mis manos y hundiéndome en una literatura retorcida y enfermiza que entonces estaba en boga. Recuerdo la penosa impresión que me produjo una obra de D'Annunzio, cuyo comienzo era la descripción de una escena macabra, en la que tiraban un cadáver al rio. 

Llegué a estar tan sugestionado por las lucubraciones literarias, que terminé pensando en suicidarme. 

Tenía en la mesilla de noche una pistola, y muchas veces la cogía, jugueteaba con ella y la acariciaba, dando por hecho de que de un momento a otro iba a disparármela en la sien. Terminaba guardando la pistola y diciéndome en son de reproche: "¿Para qué haces esas pantomimas si eres un cobarde, si no te vas a matar? ¡Si no es verdad que quieras suicidarte!".

¿Me abre vuelto loco?

En cierta ocasión me invitaron a visitar el manicomio del doctor Esquerdo, diciéndomie que había allí un enfermo que debía interesarme. Era un muchacho aficionado a los toros, que había contraído tal animosidad para conmigo y para con mi toreo, que se había vuelto loco de remate. Su obsesión era yo, según me dijeron, y los médicos que le tenían en tratamiento, al verle ya en la convalecencia, creyeron que acaso fuera conveniente a su salud el verme y hablarme sosegadamente, por lo que me invitaron a ir al manicomio. Fui una tarde con Sebastián Miranda y otro amigo. Preguntamos por el director y nos dijeron que no estaba, pero un empleado muy amable nos invitó a esperarle. Al poco rato de allí, viendo entrar y salir a unos individuos que no sabíamos si eran locos o loqueros, empecé a sentir cierto desasosiego.

¿A qué iba yo al manicomio? ¿Qué se me había perdido allí? ¿No sería que empezaba a estar un poco loco?

Me asaltó súbitamente la idea de que los amigos que me acompañaban me habían llevado con engaños al manicomio para dejarme allí encerrado., La cosa era tan absurda, que ni me atrevía a insinuarla, pero me llenaba de angustia. Sin poderlo remediar, miraba recelosamente a Sebastián Miranda, y dispuesto a no dejarme encerrar, estudiaba el modo de zafarme de los loqueros en el momento en que intentasen poner mano sobre mí. No sé lo que hubiera ocurrido si alguno inicia un movimiento mal hecho. La espera se prolongaba; vino un loco que hablaba alemán, y Miranda estuvo charlando con él en esta lengua; el loco se exaltó y Miranda también; me pareció entonces que el que estaba verdaderamente loco era mi amigo. Luego compareció un individuo que se puso a convencernos de que aquello era un cuartel general, y nos aseguró que acababan de concederle la cruz laureada. Alguien le llevó la contraria y el laureado se puso a dar grandes voces diciendo: «¡Aquí todos estamos locos!». Se me pasaron unas ganas terribles de gritar que yo no lo estaba. Tan poca seguridad tenía.

Por fin, vino el doctor y me presentó al muchacho que padecía la locura del antibelmontismo. Según parece, su obsesión le había llevado meses atrás a injuriarme freneticamente en las plazas, hasta el punto de que, torease yo bien o mal, tenían que sacarlo del tendido víctima de un terrible acceso de furor. Terminó padeciendo unos espantosos ataques de locura apenas le mentaban mi nombre. Luego, ya en el manicomio, cuando le hablaban de Juan Belmonte, se limitaba a guiñar un ojo y decir sarcásticamente: «Sí; pero Joselito...», y ponía los brazos en alto, haciendo ademán de banderillear.

Charlé mano a mano durante un buen rato con aquel infeliz monomaníaco, que me dio la impresión de estar definitivamente curado de su absurda enfermedad. Le dijeron quién era yo y no manifestó ninguna excitación. Parecía, en cambio, un poco avergonzado y confuso.

-Yo no tenía idea de cómo era usted - me decía, exculpándose-, y puede creerme que si le hubiera conocido y tratado, no le habría odiado tanto. ¡Cómo le odiaba a usted! -agregó con lágrimas en los ojos.

Aquello me produjo una impresión penosísima. No sabía qué hacer ni qué decir a aquel hombre. Sólo respiré a mis anchas cuando, al fin, conseguí verme en la calle.

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Me había apartado demasiado del objeto esencial de mi vida, arrastrado por esas sugestiones de tipo literario a que aludo. Estaba perdido en un dédalo de preocupaciones nacidas de mis desordenadas lecturas. Un amigo madrileño me ha recordado recientemente que una vez le desperté de madrugada, llamándole a conferencia telefónica desde Sevilla, para comentar con él una frase de D'Annunzio que acababa de leer. «El peligro es el eje de la vida sublime» era la gran frase dannunziana que tanto me había soliviantado. Como es natural, un hombre que se dispersa y extravía de este modo, no puede torear bien. 

 Seguía viviendo en la órbita de aquellos intelectuales, mis amigos, que tan fuerte atracción ejercían sobre mí. Además de Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Romero de Torres y Julio Antonio, conocí y traté a Dicenta, Répide, López Pinillos, Luis de Tapia y otros muchos escritores y artistas de fama. Por aquel tiempo fuimos a un tentadero en la finca de Aleas, en El Escorial, El Quemadello. Vino con nosotros aquel día don Ramón del Valle-Inclán, quien tomó parte también en la faena campera, jinete en un brioso caballo que regía diestramente con su único brazo y revestido de un sorprendente poncho mexicano. No olvidaré nunca la catadura extraña del gran don Ramón en aquella jornada, en la que galopó como un centauro o poco menos, y nos apabulló luego con sus profundos conocimientos del «jaripeo».

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Lo que más estupefacción le produjo fue un baúl lleno de libros que yo llevaba siempre conmigo. 

La nave de los locos

El barco aquel que se había proporcionado nuestro empresario era el más pintoresco y extraordinario que puede imaginarse. Como no estaba dedicado al servicio de pasajeros, no había cocinero ni más comida que las latas de conserva, con las que se hacía el rancho de la tripulación. Nos adueñamos, en vista de ello, de la despensa y la cocina, y cada cual se guisaba lo que quería. Los más mañosos de la cuadrilla cocinaban para los demás; los andaluces se hacían gazpachos; los vascos, bacalao a la vizcaína. La marinería terminó aficionándose a los platos regionales de la cocina española, y teníamos que guisar también para ellos. Un día, los marineros dieron con las cajas de vino de Jerez que llevaba Antoñito. Se lo bebieron y les hizo un efecto desastroso. Borrachos como cubas, aquellos pobres marinos perdieron súbitamente el respeto a la disciplina de a bordo, y cuando los jefes quisieron castigarlos, se insubordinaron y se hicieron dueños del barco. El capitán y los oficiales se refugiaron en el puente de mando y decidieron prudentemente esperar allí a que se les pasase la borrachera. La marinería y los toreros quedamos dueños del barco que toda aquella noche fue a la deriva por aquel inmenso mar, como uno de esos navíos de aventura que surcan las novelas de Salgari.

Lima era como Sevilla. Me maravillaba haber ido tan lejos para encontrarme como en mi propio barrio. A veces me encontraba en la calle con tipos tan familiares y caras tan conocidas, que me entraban deseos de saludarles.

La influencia norteamericana era todavía muy débil en la capital del Perú, que seguía siendo, ante todo y sobre todo, una ciudad andaluza llena de recuerdos coloniales y supervivencias españolas. 

Esa emoción que le hace a uno acercarse al toro con un nudo en la garganta tiene, a mi juicio, un origen y una condición tan inaprehensible como los del amor. Es más: he llegado a establecer una serie de identidades tan absolutas entre el amor y el arte, que si yo fuese un ensayista en vez de ser un torero, me atrevería a esbozar una teoría sexual del arte; por lo menos del arte de torear. Se torea y se entusiasma a los públicos del mismo modo que se ama y se enamora, por virtud de una secreta fuente de energía espiritual que, a mi entender tiene allá, en lo hondo del ser, el mismo origen. Cuando este oculto venero está seco, es inútil esforzarse. La voluntad no puede nada. No se enamora uno a voluntad ni a voluntad torea. 

En Cuba están prohibidas las corridas de toros y, aunque hay allí millares de españoles que rabian por ver torear, el Gobierno, dócil a las excitaciones de la Sociedad Protectora de Animales, persigue inflexiblemente cualquier intento de infracción. 

Hace quince o veinte años, gustaban todavía en España unas mujeres gordas y hermosotas, cuyo arquetipo eran las camareras de café. El ideal nacional en punto a mujer era el "peso pesado", y no parecía razonable que un torero popular como yo lo contrariase. Pasados quince años, cuando ya todas las mujeres de España se parecían a la mía, es difícil comprender los caracteres de escándalo público que tuvo entonces el insolente desacuerdo con el canon nacional de belleza en que estaba aquella señorita extranjera, arbitrariamente convertida en la esposa de un torero famoso. 

Resulta más difícil ser héroe en una hora que cumplir a lo largo de toda la vida con el deber que se nos ha impuesto. 

Me convencí pronto de que el hombre consagrado de por vida a una actividad que ha sido siempre su razón de ser no se satisface, ni mucho menos, cuando la riqueza le permite abandonar su lucha de muchos años. Uno cree que es desgraciado porque tiene que pelear sin descanso en su arte o su oficio y espera cándidamente que el día que tenga dinero será feliz descansando mano sobre mano; pero la verdad es que hay muy pocos hombres capaces de resignarse a ese bienestar burgués, que consiste en ver girar el sol sobre nuestras cabezas, bien comidos y bien descansados.

En Zumaya estuvo Zuloaga haciéndome su famoso retrato y me pasé el verano ante el caballete vestido de torero. 

En la vida social me muevo con torpeza. Tengo una instintiva repugnancia para esos convencionalismos que convierten al hombre en un autómata capaz de decir precisamente lo que en cada caso debe decir y de moverse con la exactitud de un aparato de relojería. 

En las grandes ocasiones siempre digo algo inconveniente. 

Decididamente, no sirvo ni para las ceremonias cortesanas ni para la etiqueta de las democracias. Es seguramente un estigma que me dejaron aquellos anarquistas del Altozano que iban conmigo a torear a Tablada las noches de Luna. 

Era feliz. Pero sólo al final de las novelas, y precisamente porque se acaban, se mantiene la ilusión de una felicidad perdurable. Empecé a tener miedo de ser feliz. 

Yo había invertido en tierras y ganadería el dinero que gané toreando. Era lo que se llama "un señorito terrateniente". Es decir, el hombre contra quien se iniciaba en España una revolución. 

Se había proclamado la República, y los campesinos de Andalucía se hacían la cándida ilusión de que había llegado la hora del reparto. 

Las cosas habían cambiado radicalmente. Aquellos mismos que al proclamarse la República no se atrevían a incautarse de mis caballos porque yo había ganado lícitamente mi capital, venían un año después a hurtármelos sin ningún escrúpulo teórico. 

Aunque el aparato terrorífico de la revolución era impresionante, la realidad revolucionaria era muy inferior a lo que aparentaba. Todo se reducía a los hurtos en el campo y a los sustos que los jornaleros daban a los propietarios que habían caciqueado o ejercido la usura; les pintaban cruces y calaveras en la puerta de sus casas; la clásica mano negra y la hoz y el martillo soviético marcaban cuanto poseían; les hurtaban todo lo que podían y, a veces, les desjarretaban el ganado. 

Lo verdaderamente dramático era la ruina de la economía campesina, determinada por las huelgas innumerables. Lo peor eran las huelgas por solidaridad. Cuando penosamente, a fuerza de discutir y regatear, se firmaban unas bases entre los propietarios y los jornaleros, venía una huelga por solidaridad, y la cosecha se quedaba en el campo. Los primeros años de la República han sido la ruina de los labradores. Pasará mucho tiempo antes de que el problema se resuelva. Yo he hecho incluso un ensayo de explotación colectiva. Pago su jornal a mis braceros, y al final les doy el cincuenta por ciento de los beneficios. Ni aun así he resuelto el problema. Ahora los braceros, no pudiendo pelear conmigo, pelean entre sí, y los de un término municipal pleitean incansablemente con los del otro. Mi ensayo de explotación colectiva terminará a farolazos. 

Me niego a que el Estado y el Municipio y la Diputación tengan ese concepto liberal de mi dinero. Pase que haya que torear para ayudar a unos infelices que, a fin de cuentas, forman el pedestal del torero. ¡Pero me niego a dar una sola verónica en beneficio del Estado!

Se decide el toro a embestir sólo cuando se le fuerza a ello. 

Hoy, al cabo de miles de años, todos nos comemos al toro. La bestia está dominada y vencida. 

Los toros de lidia son hoy un producto de la civilización. 

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