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Robert Brasillach

El semanario más influyente era el abiertamente pronazi Je suis partout, editado por Robert Brasillach, licenciado de la École Normale Supérieure que pronto se había forjado un nombre como novelista y poeta, periodista y polemista. Brasillach abrazó el fascismo tras el fallido alzamiento de derechas del 6 de febrero de 1934. Tras escribir en L’Action Francaise, el periódico del movimiento ultranacionalista de Charles Maurras, Brasillach se convenció de que el nacionalsocialismo de Hitler era la alternativa purificadora a la decadencia de la Tercera República. En 1937, y con apenas veintiocho años, se convirtió en editor jefe de Je suis partout, que compartía sus opiniones proalemanas y antisemitas. Ese mismo año asistió al congreso del Partido Nazi en Nuremberg y regresó a Francia hipnotizado por los rituales del fascismo y, según parece, también por los fornidos guerreros arios a las órdenes del Führer. La noche de Brasillach Los siete colores, claramente influenciada por su vista, presentaba una visión romántica del fascismo a través de un prisma de erotismo y misticismo. 

Cuando se declaró la guerra, Brasillach se incorporó al Ejército francés, pero fue capturado y pasó los diez meses siguientes como prisionero de guerra (durante mucho tiempo, estuvo internado en campos reservados a los oficiales franceses y no lo pasó demasiado mal. Siendo prisionero de guerra escribió su obra Bérénice). Sin embargo, los alemanes sabían que era un amigo y autorizaron la publicación de sus memorias de 1939, Notre avantguerrere, en las que, erróneamente, vinculaba el ascenso del antisemitismo en Francia al hecho de que un judío, León Blum, se convirtiera en primer ministro en 1936 (el catalizador del antisemitismo francés del siglo XX fue, sin lugar a dudas, el caso Dreyfus). Según Brasillach, “la industria cinematográfica prácticamente cerró sus puertas a los arios y la radio adoptó un acento yiddish. Las personas más pacíficas empezaron a mirar mal a quienes tenían el pelo rizado y la nariz curva, que estaban por todas partes. Esto no es un ataque, es historia”. En sus páginas ofrecía también una extravagante definición del fascismo: “Se trata de un espíritu. En primer lugar, se trata de un espíritu inconformista y antiburgués, con un elemento de irreverencia”. Y luego añadía: “Es el verdadero espíritu de amistad, que quisiéramos elevar a una amistad nacional”. En abril de 1941, y a petición de Abetz, Brasillach fue liberado y regresó a su puesto como director de Je suis partout. 

Aunque el Gobierno francés lo había clausurado en mayo de 1940 por oponerse a la guerra contra Alemania, el semanario reanudó su publicación en febrero de 1941. Dos meses más tarde se hizo evidente que el entusiasmo de Brasillach, que escribía la mayoría de editoriales de su periódico, pidió la pena de muerte para Blum, Paul Reynaud, Éduouard Daladier y otros políticos de la Tercera República; señaló a los judíos que debían ser arrestados; aplaudió que Alemania asumiera el control de la zona no ocupada en noviembre de 1942; y solicitó la ejecución sumaria de todos los résistants. Tras la rafle  du Vél’d’Hiv’ en julio de 1942, Brasillach escribió: “Debemos eliminar a los judíos en bloque y no excluir ni siquiera a los jóvenes”. Invitado habitual en las recepciones de la embajada alemana, Brasillach era particularmente próximo a Bremer, el apuesto número dos del Instituto Alemán, al que comparó con “el joven Siegfried” de Der Ring des Nibelungen (El anillo del nibelungo) de Wagner y que es posible que fuera amante de Brasillach. (Bremer fue enviado al Frente ruso, donde murió en 1942. En el obituario de Je suis partout, un desconsolado Brasillach se dirigió a Bremer con estas palabras: “En cuanto llegara la paz, queríamos ir juntos a pasear, de acampada, descubrir paisajes gemelos y las ciudades fraternales de nuestros dos países”). En Agosto de 1943, después de una disputa con el propietario de Je suis partout, Brasillach abandonó el periódico, pero inmediatamente encontró una nueva forma de dar salida a su veneno en las páginas de Révolution Nationale. Un informe del Propaganda Abteilung apuntaba: “Animado por su séquito, reanudado su valiosa obra política”. 


El abanderado de la prensa colaboracionista era el temido semanario Je suis partout, que se había fundado en 1930 y que desde mediados de esa década se había vuelto abiertamente fascista y antisemita. Robert Brasilach, su editor jefe desde 1937, fue liberado de un campo de prisioneros en abril de 1941 para que pudiera volver a ocupar su puesto. Inicialmente favorable al Gobierno de Vichy, Je suis partout participó en el linchamiento verbal de los ex primeros ministros Blum, Daladier y Reynaud, a quienes acusó de la humillación de Francia. A medida que la ocupación fue avanzando, no obstante, Je suis partout fue abrazando todas las causas nazis y, peor aun, utilizó sus páginas para denunciar individualmente a comunistas y para identificar a judíos prominentes que se ocultaban en la zona no ocupada. 

Si bien la homosexualidad estaba oficialmente prohibida, en el mundo literario y artístico había un gran número de gays, no solo Cocteau y Marais, pero también colaboradores infames como Brasillach y Abel Bonnard. Además, muchos bares gays del París ocupado gozaban de gran popularidad entre los soldados alemanes. De hecho, una de las versiones sobre la detención de Hugues-Lambert asegura que lo denunció un amante alemán celoso. 

Si Drieu La Rochelle logró evitar el arresto con su suicidio, Robert Brasillach se vio obligado a rendirse a la policía de París el 14 de septiembre de 1944, tras el arresto de su madre y de su cuñado, Maurice Bardèche, también fascista. Tras ser recluido en un fuerte de Noisy-leSec, en las afueras de París, fue trasladado a Fresnes, donde debía esperar el inicio de su juicio en un Tribunal de Justicia, el 19 de enero de 1945. Se trataba de un caso bastante sencillo, que consistía básicamente en presentar sus editoriales publicadas en Je suis partout y sus últimos artículos en La Révolution Nationale, de los que parecía desprenderse la evidencia de las acusaciones de colaboración con el enemigo. 

Como en otros juicios similares, Brasillach no tuvo que responder por sus opiniones antisemitas; su crimen consistía en haber apoyado a los alemanes y haber denunciado a judíos y resistentes. En su defensa, su abogado Jacques Isorni leyó las cartas de apoyo que Claudel y Valéry habían escrito para él, así como también una de Mauriac, quien, en palabras del abogado, había escrito: “que esta mente brillante se extinguiera para siempre supondría una verdadera pérdida para las letras francesas”. Para el comisionado del Gobierno, Marcel Reboul, los crímenes de Brasillach eran fruto de su vanidad: “La traición de Brasillach es, por encima de todo, la traición de un intelectual, una traición de orgullo. Este hombre se cansó de la justa y plácida confrontación de las letras puras. Necesitaba espectadores, convertirse en un actor público, necesitaba ejercer su influencia política y estuvo dispuesto a cualquier cosa para conseguirlo”. Tras un juicio que duró tan solo seis horas, Brasillach fue condenado a muerte. 

Pero el caso de Brasillach era complejo: se trataba de un escritor admirado que no se había limitado a opinar, sino que había señalado a personas que habían terminado encarceladas o deportadas. El veredicto en su contra, sin embargo, no hizo sino espolear el debate entre escritores sobre cómo debían abordar el colaboracionismo de sus compañeros de profesión. En la esfera pública, la cuestión enfrentó a Camus desde las páginas de Combat y Mauriac en Le Figaro. Ambos emitían que el proceso de épuration estaba siendo caótico, pero Camus insistía en que, para que Francia renaciera, era necesario llevar a cabo una purga genuina. Sin esa justicia, añadió, “es evidente que el señor Mauriac tiene razón: vamos a tener que ser caritativos”. Mauriac había preguntado si, en un mundo “de una crueldad despiadada”, era imprescindible descartar la ternura y la clemencia humana. En ese sentido, Mauriac ya se había posicionado en defensa de Béraud, cuya sentencia de muerte había sido conmutada inmediatamente, antes del juicio contra Brasillach. 

Ningún otro escritor fue ejecutado después de Brasillach. 

Pero si algunos escritores colaboracionistas terminaron sometidos a un severo proceso de épuration, no fue tan sólo porque hubieran ayudado a crear opinión, sino también porque al llamar la atención sobre sus figuras, los escritores de la Resistencia subrayaban su propia importancia y reforzaban su estatus social. No querían renunciar a la opinión de que los escritores tienen una responsabilidad especial, punto de vista que refrendaba el propio de Gaulle. En sus Mémoires de guerre, al recordar su postura hacia los colaboracionistas, explica indirectamente por qué decidió no salvar la vida de Brasillach: “Si los colaboracionistas no habían servido al enemigo directa y apasionadamente, en principio accedía a conmutar sus sentencias. En el caso contrario (y hubo solo uno), no sentía que tuviera el derecho a perdonar, pues en la literatura, como en todo lo demás, el talento lleva apareada una responsabilidad”. Incluso Drieu La Rochelle, refiriéndose al intelectual, escribió: “Sus deberes y derechos sobrepasan los de los demás”. 



Fuente: Y siguió la fiesta - Alan Riding













Escritores y artistas en la línea de fuego

Robert Brasillach llegó a la prisión de Fresnes una semana después que Benoist-Méchin, aunque al principio ninguno de los dos sabía que el otro se hallaba allí encarcelado, a pesar de ser compañeros en aquel mundo extraño marcado por el resonar de pisadas, el tintineo de llaves y el ruido que hacían las puertas de hierro al cerrarse. Benoist-Méchin describió la imagen de las figuras trémulas en la penumbra neblinosa como “una hilera de condenados en espera de cruzar el río Estigio”. 

En los pocos momentos que encontraban para conversar, lo que sucedía por lo general en el espacio destinado al ejercicio, discutían acerca de sus abogados y de los magistrados que habían presidido su proceso, pero nunca de las posibilidades que tenían de ser absueltos, sino de las que tenían otros. Los juicios a escritores y propagandistas comenzaron ese mismo otoño. 

Antes aún de que se diese comienzo al juicio de Robert Brasillach, lo cual sucedió el 19 de enero de 1945, se tenía la impresión de que constituiría el punto culminante de la purga intelectual. Francoise Mauriac y Paul Valéry presentaron alegatos en su favor. Por otra parte, la reacción de su compañero de prisión Jacques Benoist-Méchin (“no se mata a un poeta”) se hacía eco de la creencia arraigada en el carácter sacrosanto de los vates, que los hacía semejantes a sacerdotes seculares. Era el mismo sentimiento que había recorrido Europa en 1936 cuando el bando nacional ejecutó a Federico García Lorca en la guerra civil española. El que Brasillach fuese juzgado no por su literatura, sino por su periodismo denunciatorio, no cambiaba nada.

El día del proceso amaneció con temperaturas bajísimas. París llevaba quince días nevado y no había combustible, por cuanto las gabarras de cartón se hallaban atoradas en los canales a causa del hielo. La pobre iluminación de la sala del tribunal no impedía ver condensarse el aliento de quienes hablaban por la acción del gélido ambiente.

Los diversos puntos del sumario, que en un principio estaban claros, cuando menos en apariencia, tomaban forma o la perdían a medida que intervenía cada una de las partes. El abogado de Brasilach, Jacques Isorni, quien siete meses más tarde adquiriría gran fama en calidad de elocuente defensor del mariscal Pétain, aseguraba que un error de juicio político no constituía un acto de traición. Si Brasillach había respaldado a los alemanes, lo había hecho con la intención de convertir Francia en una nación más poderosa.

La cuestión primordial radicaba en los artículos que había publicado en Je Suis Partout, y aquí Isorni pisa un suelo mucho más quebradizo: las palabras de Brasilach habían quedado fijadas en el papel, y lo que la defensa calificaba de “erreurs tragiques” iba más allá de lo que el pueblo entendía por colaboración. El escritor había concedido el beneplácito a la invasión alemana de la zona no ocupada, llevada a cabo en noviembre de 1942, en aras de la reunificación de Francia. Había pedido la pena de muerte para políticos como Georges Mandel, ministro del Interior de Reynaud en 1940, asesinado por los miliciens poco antes de la liberación de París. A pesar de no haber denunciado a nadie de manera formal, lo había hecho en sus escritos. Al igual que Drieu, había firmado en el verano de 1933 el documento por el que se solicitaba la ejecución sumaria de todos los miembros de la Resistencia. Con todo, su comentario más revelador fue: “Debemos deshacernos de los judíos en conjunto, sin exceptuar a sus hijos”. Brasilach aseguró que, a pesar de su carácter antisemítico, nunca había abogado por la violencia colectiva contra los judíos. Tal vez ignoraba la existencia de los campos de la muerte cuando escribió estas palabras; de cualquier modo, aun cuando se estuviese refiriendo a una deportación masiva a la Europa oriental, no deja de resultar horripilante. 

A pesar de la importancia del caso abierto en su contra, Brasilach analizó de forma minuciosa y confiada los argumentos de la acusación en interés del rigor histórico. Se defendió “con elocuencia y habilidad”, en palabras de Alexandre Astruc, aprendiz de cineasta, que informó del caso al diario Combat. Al jurado, sin embargo, sólo le llevó veinte minutos fallar el veredicto. “C’est un honneur”, fue el único comentario de Brasilach al conocer la sentencia de muerte, después de que algunos de quienes lo respaldaban hubiesen protestado en su favor a voz en cuello. 

Mauriac decidió hacer cuanto estuviese en sus manos por salvar la vida de Brasilach. Mientras tanto, se presentó una petición de clemencia. La firmaron algunos resistentes auténticos, muchos neutrales y una serie de escritores y artistas que habían caído ya en desgracia. Otros, como Jean Cocteau, se adhirieron convencidos de que se estaba convirtiendo a los escritores en chivos expiatorios de otros colaboracionistas de relieve, en especial industriales que, según se alegaba, habían asesinado a un número mucho mayor de personas al ayudar a la maquinaria bélica alemana. 

Pero la petición de clemencia atormentó muchas conciencias, y la de Camus fue en este sentido la peor parada. Cierto número de escritores temía que su firma pudiese dar a entender que condonaban lo que había hecho Brasilach. 

Al mediodía del 3 de febrero de 1945, De Gaulle recibió a Francoise Mauriac en la calle Sain-Dominique con gran cortesía, aunque, tal como pudo observar, ése no era un indicio fiable de lo que pensaba el general. Isorni pudo hacerse una idea mucho más clara aquella noche en la residencia privada que ocupaba De Gaulle en el Bois de Boulgne, adonde lo llevaron en coche oficial tras atravesar una serie de barreras sometidas a una intensa vigilancia. A pesar de todos sus argumentos, el general decidió rechazar la apelación. 

Isorni tenía la impresión de que el dirigente del gobierno provisional no quería que los comunistas lo motejasen de benévolo. Por otra parte, hay una frase en las memorias de Palewski que dice mucho acerca de su influencia: “En lo personal, me arrepiento de no haber insistido en que se concediese un indulto a Brasillach. 


El escritor fue ajusticiado el 6 de febrero. Ese día se cumplía el undécimo aniversario de los disturbios de la derecha y el intento de asaltar la Asamblea Nacional a través del puente de la Concordia, acontecimiento que desembocó, dos años más tarde, en el gobierno del Frente Popular. El 20 de abril de 1945, mientras el Ejército Rojo se abría camino hacia el centro de Berlin, se trasladó al cementerio de Père-Lachaise el féretro de Brasillach. 

Fuente: París después de la liberación: 1944-1949 -  Antony Beevor












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