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La visión de Burnham sobre el conflicto mundial contemporáneo - George Orwell



La visión de Burnham sobre el conflicto mundial contemporáneo. 20 de marzo de 1947

Un comunista es psicológicamente muy distinto de un ser humano común y corriente. De acuerdo con Burnham: 

“El verdadero comunista… es un ‘hombre abnegado’. No tiene vida aparte de su organización y de su batería de ideas rígidamente sistemáticas. Todo lo que hace, todo cuanto tiene -familia, empleo, dinero, creencias, amigos, aptitudes, vida-, está subordinado a su ideología comunista. No solo es comunista el día de las elecciones o en las sedes del partido. Es comunista siempre. Come, lee, hace el amor, piensa, va a fiestas, se muda de casa, ríe e insulta como un comunista. Para él el mundo se divide solo en dos tipos de seres humanos: los comunistas y todos los demás.”

Hay muchos pasajes similares. Todos parecen encerrar verdades como puños, hasta que uno empieza a comparar sus aseveraciones con los comunistas que conoce. No cabe duda de que la descripción del “verdadero comunista” que hace Burnham se ajusta bien a unos cientos de miles o a algunos millones de fanáticos, gente deshumanizada, generalmente residente en la URSS, que son el núcleo del movimiento. Se ajusta bien a Stalin, Molotov, Zhdanov, etcétera, así como a los agentes exteriores más fieles. Pero si hay un hecho con numerosos testigos en los partidos comunistas de casi todos los países es la elevada movilidad de sus miembros. La gente ingresa en ellos, cien a la vez en ocasiones, y después los abandona. En países como Estados Unidos o Inglaterra, el Partido Comunista consiste, en esencia, en un círculo interno de miembros de toda la vida completamente sumisos, algunos de los cuales tienen empleos remunerados, en un gran número de trabajadores industriales, fieles al partido, que no necesariamente comprenden el objetivo real, y en una masa cambiante de personas llenas de celo al principio, pero a las que rápidamente se les pasa el entusiasmo. En efecto, se realizan todo tipo de esfuerzos para inducir, en los miembros del Partido Comunista, la mentalidad totalitarista que describe Burnham. En algunos casos el éxito es permanente, y en muchos otros es temporal; aun así, es posible encontrar a gente inteligente que fue comunista durante diez años seguidos antes de renunciar al partido o ser expulsada, y que no ha quedado intelectualmente tullida por dicha experiencia. En principio, los partidos comunistas de todo el mundo son organizaciones de carácter conspirativo que tienen el propósito de espiar y subvertir el orden, pero que no son necesariamente tan eficientes como dice Burnham. No deberíamos pensar que el gobierno soviético controla un gran ejército secreto de guerreros fanáticos en cada país, completamente desprovistos de miedo y escrúpulos y sin otro pensamiento que vivir y morir por los trabajadores de la patria. De hecho, si Stalin dispusiera de semejante poder perderíamos el tiempo tratando de oponerle resistencia. 

Además, para un partido político el hecho de navegar bajo una bandera falsa acaba por no ser una ventaja. Siempre existe el peligro de que sus militantes deserten en algún momento de crisis, cuando las acciones del partido van abiertamente en contra del interés general. Permítame poner un ejemplo cercano. El Partido Comunista británico parece haber renunciado, de momento al menos, a convertirse en una formación de masas, y en cambio se ha concentrado en hacerse con puestos clave, especialmente en los sindicatos. Como no se comportan como un grupo abiertamente faccioso, los comunistas tienen una influencia desproporcionada en relación con el número de afiliados. Por tanto, al haberse apoderado de la dirección de sindicatos importantes, un puñado de delegados comunistas pueden modificar el voto de varios millones de delegados en el congreso del Partido Laborista. Sin embargo, eso es un resultado de las maquinaciones antidemocráticas internas de dicho partido, que permite a un delegado hablar en nombre de millones de personas que apenas han oído hablar de él, y que quizá estén en completo desacuerdo. En unas elecciones parlamentarias, en las que cada persona vota por cuenta propia, un candidato comunista casi no suele recibir apoyo. En las elecciones generales de 1945, el Partido Comunista obtuvo solamente cien mil votos en todo el país, a pesar de que en teoría controla varios millones de votos dentro de los sindicatos. Cuando la opinión pública está adormecida, los que manejan los hilos pueden conseguir muchas cosas, pero en momentos de emergencia un partido político debe contar también con una masa de militantes. 

Hay que tener en cuenta el sesgo político profascista que los conservadores británicos y los sectores afines a ellos en Estados Unidos mostraron antes de 1939. Cuando uno veía a los parlamentarios conservadores británicos celebrando la noticia de que los barcos ingleses habían sido bombardeados por los aviones italianos al servicio de Franco, se tenía la tentación de pensar que esa gente estaba traicionando a su propio país. Sin embargo, después resultó que, desde un punto de vista subjetivo, eran tan patriotas como cualquiera, solo que basaban sus opiniones en un silogismo que carece de término medio: como el fascismo se opone al comunismo, entonces está de nuestro lado. Los círculos de izquierdas también cuentan con sus silogismo: como el comunismo se opone al capitalismo, entonces es progresista y democrático. Esto es estúpido, pero puede ser aceptado de buena fe por personas que, tarde o temprano, serán capaces de ver más allá. 

Hay momentos en que es justificable eliminar un partido político. Si uno está luchando por su vida y existe alguna organización que actúa descaradamente a favor del enemigo y es lo bastante poderosa para causar daño, entonces hay que aplastarla. 

Si alguien pudiera presentar en algún sitio el espectáculo de la seguridad económica sin campos de concentración, el pretexto de la dictadura rusa desaparecería y el comunismo perdería buena parte de su atractivo. 

Desde 1940 dependemos bastante de los norteamericanos, y nuestra situación económica desesperada nos empuja hacia ellos cada vez con más ímpetu. 

Al final, los pueblos europeos deberán aceptar la dominación estadounidense como una manera de no caer en la rusa, pero deben darse cuenta, ahora que todavía se está a tiempo, de que existen otras posibilidades. Más o menos de la misma forma, los socialistas ingleses de casi todas las tendencias aceptaron el liderazgo de Churchill durante la guerra. En el caso de que no desearan la derrota de Inglaterra, difícilmente podían evitarlo porque no había nadie más, y Churchill era preferible a Hitler. Pero la situación habría sido diferente si los pueblos europeos hubieran podido comprender la naturaleza del fascismo cinco años antes, en cuyo caso la guerra, si hubiera estallado, habría sido de diferente índole, con líderes distintos y otros objetivos. 

Puede que el comunismo esté debilitado, pero es enorme desde cualquier punto de vista; es un monstruo terrible e insaciable contra el que uno lucha, pero al que no puede dejar de admirar. Burnham piensa siempre en términos de monstruos y cataclismos, así que nunca menciona, o lo hace superficialmente, dos posibilidades que tendrían que haber sido discutidas en este libro. Una es que el régimen ruso podría liberalizarse y volverse menos peligroso en la siguiente generación, siempre y cuando la guerra no estalle. Por supuesto, esto no sucedería con el consentimiento de la camarilla que gobierna , pero sería razonable que la lógica de la situación desembocara en eso. La otra posibilidad es que las grandes potencias, simplemente, estén tan atemorizadas por las armas nucleares que ni siquiera se atrevan a usarlas. Pero eso sería demasiado aburrido para Burnham. Todo debe suceder súbitamente y llegar hasta las últimas consecuencias, y la elección debe ser entre todo o nada, entre la gloria o en la ruina. 

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